Frecuentemente presentes en el debate político común

 

Solíamos decir de él que sería el mejor de los compañeros si no dijera siempre la verdad.

Oscar WildeLa esfinge sin secreto

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A José Rafael Revenga, mi tutor de Lógica Operacional

 

El propósito medular del discurrir humano es la consecución de la verdad. En Política—el arte de resolver problemas de carácter público—, además, es no sólo moralmente aconsejable conseguirla, sino prácticamente necesaria, pues las políticas fundadas sobre nociones equivocadas conducen al daño social. Si Eisenhower instruyera a Patton para que tomara Berlín (cosa que no hizo), y su oficina entregara a este general mapas de Europa en los que la capital alemana apareciera al este de Moscú (lo que tampoco hizo), la encomienda no habría podido ser lograda. Aquella política que se diseñe sobre lecturas equivocadas de la realidad muy probablemente fracasará en su ejecución. Siendo esto así, se convierte en deber la mostración del error, así sea uno que se cometa «de nuestro lado». Las máximas «El enemigo de mi enemigo es mi amigo» y «No debemos pisarnos la manguera entre bomberos» son meramente clichés de una política mediocre que no se distingue precisamente por su rigurosidad. («…contradiré aquellas interpretaciones que considere inexactas y lesivas a la propia estima de la sociedad general y a la justa evaluación de sus miembros». Código de Ética de la Política, septiembre de 1995).

Claro que Dios escribe derecho sobre renglones torcidos, y no es siempre fácil, ni siquiera siempre posible, obtener la verdad. Si consideramos que la política confronta, en casi todos los casos, el problema de anticipar los resultados de nuestras acciones—es decir, de algún modo predecir el futuro—la cosa se complica aumentando nuestra incertidumbre. La política no es geometría, pues muy frecuentemente está sujeta a la ausencia de certeza:

La incertidumbre puede ser llamada incertidumbre cuantitativa cuando lo que ignoramos no es el tipo de eventos de posible ocurrencia, sino la probabilidad de que cada tipo ocurra. Esta clase de incertidumbre no es la más grave, aunque en algunos casos especiales puede llegar a ser muy molesta. Más profunda es una incertidumbre cualitativa, cuando es la forma misma de los eventos futuros lo que nos es desconocido. Si se trata de una incertidumbre del tipo cuantitativo, y argumentare­mos en la siguiente sección de este trabajo que el problema de una sor­presa política en Venezuela es en parte de este tipo, entonces hay ante ella dos cursos de acción disponibles. El primero consiste en tratar de reducir la incertidumbre, fundamentalmente por la obtención de más y mejor informa­ción. (…). Así, la labor de «inteligencia»—en el sentido en el que este término se emplea en la expresión «inteligencia militar»—es el primer camino. Ahora bien, como intentaremos mostrar, nos encontramos ante una situación en la que aún la mejor inteligencia nos dejará con una incertidumbre residual, irreductible, y por tanto será necesario adoptar un expediente adicional al de los esfuerzos por reducirla. Este segundo camino es el de estructurar la incertidumbre residual, para tener la oportunidad de comprenderla mejor. Pero además está presente en la consideración de una sorpresa polí­tica en Venezuela la segunda y más insidiosa forma de incertidumbre: la in­certidumbre cualitativa. Es decir, es posible afirmar la posibilidad de ocu­rrencia de eventos políticos que ni siquiera podemos describir en términos cualitativos. (Sobre la posibilidad de una sorpresa política en Venezuela, septiembre de 1987).

La verdad política, por tanto, no es fácilmente alcanzable, pero puede ser encontrada y entendida por el ciudadano común, siempre que sea capaz de razonar correctamente. No es procedimiento seguro, sin propio análisis, confiar a ciegas en personas de prestigio profesional en el campo; todo el mundo se equivoca, incluso quienes son reconocidamente doctos. («…creo que el mejor médico es aquél que cree en la sabiduría fundamental del cuerpo humano, y que el mejor político es aquél que cree en la sabiduría del cuerpo social considerado como conjunto». Ética política, enero de 2008).

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Argumento ad baculum

Lo último me lleva a considerar la «falacia de autoridad» (que a veces muta en el argumento ad baculum: que quien manda tiene la razón). La emplearon por estos días dos personas que quisieron cuestionar mi opinión acerca de la capacidad del Ejecutivo Nacional para convocar una asamblea constituyente; ella es que sí puede. (Artículo 348 de la Constitución: La iniciativa de convocatoria a la Asamblea Nacional Constituyente podrá hacerla el Presidente o Presidenta de la República en Consejo de Ministros…) Ninguna de esas dos críticas a mi apreciación consideró el fondo de la materia, ni siquiera la analizaron, y ambas intentaron descalificarme en términos de mi autoridad para pronunciarme sobre el tema. Una enumeró el conjunto de afamados juristas, la Mesa de la Unidad Democrática, un buen número de locuaces diputados, la Conferencia Episcopal Venezolana, las Academias, etcétera, que opinan diferentemente, destacando que yo era sociólogo y no abogado y a pesar de eso era «el único que pensaba distinto» (se dice que precisamente por esto está encerrado Leopoldo López); otra se limitó a aducir por Twitter el nombre del Dr. Jesús Rafael Sulbarán, de quien dijo era constitucionalista. Copio de mi mensaje directo (no limitado a 140 caracteres) a esta última:

Supongo que quiere decir que el Dr. Sulbarán opina distinto de mí y que, siendo constitucionalista, debe tener la razón. Argumentar así es falaz; una de las más primitivas falacias—razonamientos inválidos con apariencia de validez—reconocidas por la ciencia de la Lógica es el “argumento de autoridad” (ad verecundiam), que consiste en dar por cierto lo que alguien versado profiera. No guarda la menor relación lógica con una verdad la experiencia de alguien; si la persona menos inteligente dice que el Sol sale por el Este tiene razón. La verdad sólo se establece en su relación con los hechos. («La proposición ‘La nieve es blanca’ es verdadera si y sólo si la nieve es blanca». Alfred Tarski: Noción semántica de la verdad). No me hace ninguna falta ser constitucionalista para opinar responsablemente en materia constitucional. En Contestación a Páez Pumar le escribí a ese abogado [Oswaldo Páez Pumar]: «…en más de una ocasión, de modo velado y oblicuo, nunca directo y frontal, haces alusiones a mí, más que a mis argumentos, con la expresión ‘diletante’, que en tu caso lleva intención descalificadora y despreciativa. El Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, por cierto, registra, como última acepción del término, ese sentido peyorativo. Pero también define: ‘Aficionado a las artes, especialmente a la música. Conocedor de ellas. Que cultiva algún campo del saber, o se interesa por él, como aficionado y no como profesional’. Prefiero entenderme dentro de las acepciones positivas de la palabra, y por tanto reivindico con orgullo que puedo ser entendido, en efecto, como diletante en materia constitucional. El diccionario igualmente anuncia que el vocablo tiene origen italiano. No escapa a tu culta persona que diletante significa, en esa lengua, lo mismo que amante. Un diletante del derecho es, en ese sentido, un amante del derecho. Y he aquí la clave para diferenciar nuestras respectivas situaciones: tú ejerces profesionalmente el derecho; yo tan sólo lo amo».

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Falacia ad hominem

Se puede decir que la falacia ad hominem es la imagen especular y compañera inseparable del argumento de autoridad. Tan es así, que quien enumeró la numerosa disidencia de mi opinión (la autoridad) señaló asimismo que yo carecía de la calificación profesional necesaria para dilucidar el punto en discusión (argumento ad hominem, contra el hombre y no contra el significado de lo que dice). La mayoría de las veces se emplea el inválido recurso de modo más agresivo; alguien no tendría la razón porque es un desgraciado. («Le pega a su esposa… es un chavista disfrazado», conductas ciertamente feas pero que no tienen la menor relación lógica con la veracidad de ninguna de sus afirmaciones).

He aquí la anécdota de un encuentro entre un abogado de gran prestigio (Allan Randolph Brewer Carías) y el indigente sociólogo que soy yo, el diletante. Nos reunimos en su bufete al despuntar el año de 1999. (Teníamos una antigua amistad, cuyas raíces se afincaban en la de nuestros padres). Ambos creíamos en la necesidad de una constituyente, pero él sostenía que era preciso practicar previamente una reforma en la Constitución de 1961, la vigente para la época, porque su Artículo 250 decía: «Esta Constitución no perderá su vigencia si (…) fuere derogada por cualquier otro medio distinto del que ella misma dispone». Entonces pude exponerle en persona lo que ya yo había expuesto en un artículo de septiembre del año anterior (para el diario La Verdad de Maracaibo): que su exigencia estaba equivocada porque la Constitución de 1961 no disponía de ningún medio para su derogación. (En el artículo marabino mencionado: «El texto de 1961 no dispone de medio ninguno para derogarla. Sólo menciona enmiendas o reforma general. No prescribe medio alguno para sustituirla por conceptos constitucionales cualitativamente diferentes. Además, el Poder Constituyente, nosotros los Electores, estamos por encima de cualquier constitución. Si aprobamos la convocatoria a una constituyente eso es suficiente»).

Recuerdo haber castigado a «Randy» con una pedantería matemática: «Esa disposición del 250 es lo que la Teoría de Conjuntos llama un conjunto vacío». El ilustre jurista—una autoridad en Derecho Administrativo y por extensión en Derecho Constitucional, exDirector del Instituto de Derecho Público de la Universidad Central de Venezuela—se inmovilizó en su silla sin atinar a refutarme, sumido en impotente silencio. Dos semanas después, la Sala Político-Administrativa de la Corte Suprema de Justicia acogería mi criterio y no el suyo, al establecer inequívocamente el fundamento de nuestra constitucionalidad: que el Pueblo es un poder supraconstitucional, no limitado por la Constitución, la que sólo limita a los poderes constituidos, y que por consiguiente podía preguntársele si quería elegir una constituyente aunque no estuviera contemplada en aquélla y ella no hubiera sido reformada para incluirla.

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Los doctores Brewer y Páez Pumar se verían conectados, seguramente sin buscarse, por los acontecimientos del golpe de Estado que conocemos como «Carmonazo». Por una parte, Paéz Pumar había acogido la errónea tesis de Brewer para argumentar en 1991 que ¡la Constitución actual no existía! Que la vigente era la del 61, puesto que no había sido derogada «por medio distinto» del que ella misma disponía, dado que una asamblea constituyente no era una figura contemplada en ella. Expuso este desvarío en la Asamblea Anual de Fedecámaras de ese año, que eligió a Pedro Carmona Estanga como Presidente de esa asociación empresarial.

Carmona anuncia su «Consejo de Estado»

«Pico» Páez Pumar me hizo llegar su argumentación, y como yo continuara en mis trece redactó un trabajo del que no me envió copia (me la hizo llegar un amigo); en él me aludía constantemente, ad hominem, como «un diletante de la ciencia jurídica». (De allí mi contestación, antes referida). Pero antes había convencido a Carmona de su línea argumental; con ella adquirió el efímero dictador de cuarenta horas la tranquilidad de espíritu para volarse olímpicamente a la Asamblea Nacional y al Tribunal Supremo de Justicia enteros, pues según su asesor lo que debía existir era el antiguo Congreso bicameral y la Corte—que no el Tribunal—Suprema de Justicia. Eso pretendió hacer Carmona Estanga con su monstruoso «decreto» el 12 de abril de 2002; en la mañana de ese día, recibí como muchos otros un correo electrónico de Páez Pumar («Ideas para la transición») en el que reafirmaba su extraviada tesis, y tres horas después lo vi por televisión, sentado a la gran mesa del Salón de los Espejos del Palacio de Miraflores mientras escuchaba a Carmona, quien declaró que la mayoría de los allí reunidos formaría parte del «Consejo de Estado» que planeaba reunir.

En cambio, en la noche de ese mismo día se entrevistaba por televisión a Teodoro Petkoff, quien procedió a repudiar el infame e inválido decreto y mencionó a Brewer Carías como su posible redactor. No me pareció que esa conjetura fuera cierta, pues conocía la solidez jurídica de mi amigo. En efecto, Randy admitió haber propuesto a Carmona algo distinto, lo que éste no habría aceptado:

…el lunes 15 de abril de 2002 declaró al diario El Nacional que ante la renuencia de Carmona a aceptar su opinión, no le había quedado más recurso que sugerir correcciones de estilo. Es decir, el Dr. Brewer vio a un asesino presto a dispararle a alguien, le propuso inicialmente que no lo hiciera y, como el matador insistió en la ejecución, recomendó entonces que empuñara el revólver de otra forma y apuntara un poco más atrás en la sien de la víctima, más cerca de la oreja. (…) Brewer Carías no ha debido nunca acceder a la petición de Carmona; ha debido decirle, simplemente: “Carmona, Ud. no es el Presidente de la República y, si lo fuera, tampoco podría desconocer los restantes Poderes Públicos. Ud. no puede consultarme una cosa así; Ud. es un usurpador”. (Correcciones de estilo, 10 de septiembre de 2013).

Por supuesto, tales incidencias no implican lógicamente que cualquier afirmación de Brewer y Páez Pumar, en materia jurídica, política o cosmológica, estaría viciada. Admitir esto sería emplear contra ellos la falacia ad hominem. ¡No faltaría más! LEA

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