La bendición de un golpe de Estado, 5 de marzo de 2002

 

Durante los años de la dominación chavista, la voz y la pluma de Ugalde han pronunciado y escrito agudas advertencias. Se le tiene por una de las cabezas más autorizadas y coherentes de la oposición al régimen de Hugo Chávez. En ocasiones, sin embargo, se ha reunido mal. El martes 5 de marzo de 2002 andaba en mala compañía.

Las élites culposas

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Luis Ugalde S. J. ha vuelto a las andadas. Hace quince años bendecía, en la Quinta La Esmeralda de la popular y populosa barriada de Campo Alegre, la coincidencia de las agendas de Fedecámaras y la Confederación de Trabajadores de Venezuela ante el gobierno de Hugo Chávez, crecientemente repudiado por entonces:

La imagen más penetrante de la reunión de La Esmeralda, ese 5 de marzo, es la de Ugalde en medio de Pedro Carmona Estanga y Carlos Ortega, a quienes había tomado de las muñecas para elevar sus brazos como si se tratara de héroes deportivos que hubieran quedado tablas en un encuentro. Ugalde había asistido al sonado evento “en representación de la Conferencia Episcopal Venezolana” y en señal del beneplácito de ésta por el acuerdo al que habían arribado Fedecámaras y la Confederación de Trabajadores de Venezuela, sobre cómo gobernar a la República una vez que el gobierno de Chávez hubiera cesado. Un mes y siete días más tarde caía ese gobierno, y Carmona Estanga, uno de los protagonistas en la función de La Esmeralda, asumía por pocas horas la dirección del Poder Ejecutivo Nacional. El sentido de la reunión del 5 de marzo era el de impresionar a la Nación, con el anuncio de que el fin del gobierno de Chávez era inminente. El Arzobispado de Pamplona registraba, en su resumen diario de prensa del 7 de marzo de 2002, una nota de esa misma fecha de El País de Madrid, que ponía: “Sindicalistas, empresarios y eclesiásticos de Venezuela firmaron un pacto democrático de emergencia, cuyo objetivo es la superación de la pobreza, para que lo aplique un Gobierno de transición, sin el presidente Hugo Chávez… El presidente de la Confederación de Trabajadores de Venezuela (CTV), Carlos Ortega, el presidente de la organización gremial de la patronal venezolana Fedecámaras, Pedro Carmona, y el rector de la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB), el padre jesuita Luis Ugalde, en representación de la Conferencia Episcopal Venezolana, firmaron el martes el pacto democrático contra Chávez”. También reportaba el periódico madrileño palabras de Carlos Ortega, pronunciadas en el acto reseñado: “El acuerdo es para crear un clima de diálogo para un gobierno de transición. No estamos pidiendo cacao, ni tirando un salvavidas al Ejecutivo”. La nota cerraba refiriendo lo dicho por quien presidiría al mes siguiente un brevísimo gobierno de treinta y seis horas: “Para el presidente de la patronal, Pedro Carmona, la propuesta tiene carácter permanente y puede servir perfectamente para un nuevo Gobierno”. La reunión de La Esmeralda formaba parte de la agenda de una conspiración. (Las élites culposas).

Dos días antes del publicitado evento, Rafael Poleo me había solicitado un artículo para la Revista Zeta, en el que debía explicar el «tratamiento de abolición» que expuse en Televén el 25 de febrero de 2002 (mes y medio antes del Carmonazo), luego de interesarse en él por la lectura de una nota de Marta Colomina de ese mismo día (3 de marzo) que recomendaba se apoyara mi planteamiento. (En el programa Triángulo que dirigía Carlos Fernandes, había insistido en la definición del derecho de rebelión en la Declaración de Derechos de Virginia, que establece como único titular de tal derecho a «una mayoría de la comunidad»). Escribí lo solicitado por Poleo ese mismo día, diciendo:

…el sujeto del derecho de rebelión, como lo establece el documento virginiano, es la mayoría de la comunidad. No es ése un derecho que repose en Pedro Carmona Estanga, el cardenal Velasco, Carlos Ortega, Lucas Rincón o un grupo de comandantes que juran prepotencias ante los despojos de un noble y decrépito samán. No es derecho de las iglesias, las ONG, los medios de comunicación o de ninguna institución, por más meritoria o gloriosa que pudiese ser su trayectoria. Es sólo la mayoría de la comunidad la que tiene todo el derecho de abolir un gobierno que no le convenga. El esgrimir el derecho de rebelión como justificación de golpe de Estado equivaldría a cohonestar el abuso de poder de Chávez, Arias Cárdenas, Cabello, Visconti y demás golpistas de nuestra historia, y esta gente lo que necesita es una lección de democracia.

Luego de la cita en La Esmeralda, llamé al editor para ofrecerle un segundo artículo sobre el tema, pero Poleo lo rechazó: «explicó con paciencia de adulto al ingenuo niño que yo era que lo que iba a pasar era que ‘los factores reales de poder en Venezuela’ depondrían a Chávez y luego darían ‘un maquillaje constitucional` a un golpe de Estado». (Las élites culposas).

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El sábado 10 de diciembre de 2016, Ugalde puso en venta su recomendación de encontrar un «Larrazábal II» en un foro de la Fundación Espacio Abierto, dirigida por Luis Manuel Esculpi*: Larrazábal II, dijo Ugalde, tomaría “la responsabilidad del Ejecutivo nacional y la Presidencia y proclamaría ante el país un gobierno de transición y de unidad nacional”. (Especial Noticiero Digital, 12 de diciembre de 2016). Ahora (19 de junio) ha escrito El Gobierno de Transición, artículo publicado por Notiespartano y reproducido en El Universal. Así comienza:

Todo gobierno medianamente democrático si llega a una deslegitimación y fracaso parecidos a los de Maduro, renuncia y convoca a elecciones. La Constitución venezolana para situaciones similares prevé el referendo para revocar al Presidente antes de su término. Maduro tramposamente lo impidió; luego anuló la Asamblea Nacional y aplazó las elecciones regionales; ahora pretende eliminar la Constitución con una “constituyente” no convocada por el único que lo puede hacer, el pueblo.

Dos inexactitudes de entrada: 1. la anulación de la Asamblea precedió a la paralización del esfuerzo revocatorio, no fue «luego» de éste; 2. el Presidente de la República puede convocar a constituyente según establece el artículo 348 de la Constitución. (Ver ¿Preguntas sin respuestas?).

Más adelante expone: «Urge hablar públicamente para madurar un gobierno de transición saliendo del actual Ejecutivo deslegitimado. Sería un grave error pensar en elecciones inmediatas». Esto es, el gobierno transicional que avizora, al no provenir de la voluntad electoral del Pueblo tendría que ser establecido mediante un golpe de Estado. Elecciones para después, según prescribe: «El gobierno de transición debe fijar fecha de elecciones libres antes de un año, con condiciones democráticas y transparencia. (…) Sin dejar la actual protesta de calle (acción decisiva para desbloquear los caminos constitucionales) debemos simultáneamente empezar a formar un gobierno de transición con hombres y mujeres de diversa procedencia pero unidos con claridad programática y  decididos a no prolongarse en el poder más allá de los meses de transición emergente. Un Gobierno de Transición, con todas las de la ley, con una Fuerza Armada decididamente democrática y defensora de la Constitución. Basarnos en la Constitución y en lo que nos queda de instituciones legítimas; en primer lugar la Asamblea Nacional en alianza con el pueblo sufriente alzado y con la Fiscal convertida en defensora de la democracia y unidos en el rescate del CNE y TSJ. La Fuerza Armada está obligada e invitada a asumir su responsabilidad constitucional y democrática en la difícil reconstrucción del país, con lo que recuperará los perdidos reconocimiento y afecto del pueblo».

En suma, una nueva conspiración, una negociación de los que Rafael Poleo llamaba «los factores reales de poder» en la que el Pueblo no participaría; la democracia es para más tarde («Sería un grave error pensar en elecciones inmediatas»). Y, por supuesto, nada de eso es basarse «en la Constitución y en lo que nos queda de instituciones legítimas». Esas cosas, dichas por quien viste sotanas y clergymen, llevan para mentes desprevenidas su garantía personal en su carácter de hombre de Iglesia; como en La Esmeralda, certifican la «corrección moral» de la receta, puesto que es sacerdote y debe ser gente santa. Ugalde sabe cosas, y debe saber bastante de los preparativos y los protagonistas de un complot en la misma dirección en la que apunta. Como en La Esmeralda, sus insistentes llamados parecen formar parte de «la agenda de una conspiración».

Y no es que la tenga cogida con Ugalde, mi compañero de pupitre en la Escuela de Sociología de la Universidad Católica Andrés Bello, allá por 1964. (Me mueve, eso sí, lo dicho por un sacerdote jesuita verdaderamente grande, Pierre Teilhard de Chardin: «Si no escribiera sería un traidor»). Los mismos argumentos que esgrimí en la Revista Zeta los opuse ante Jorge Olavarría, quien me escribiera el 31 de diciembre del trágico año de 2002: “Luis: te mando el artículo que hoy publico en El Nacional. Por favor, no seas muy severo. Un abrazo. JO”. El artículo en cuestión se llamaba “¿Por qué los militares no sacan a Chávez?”, y en él decía Olavarría que deponer a Chávez militarmente no podía ser tenido por acción subversiva y recomendaba un gobierno militar de transición. A este otro amigo le contesté:

Gracias, Jorge, por el envío, y mis deseos por un Feliz Año para ti y los tuyos.

 No tengo otra severidad que reiterar lo que para mí es un principio clarísimo: que el sujeto del derecho de rebelión es una mayoría de la comunidad. En esto estoy con la Declaración de Derechos de Virginia respecto de un gobierno contrario a los propósitos del beneficio común, la protección y la seguridad del pueblo, la nación o la comunidad: “…a majority of the community hath an indubitable, inalienable, and indefeasible right to reform, alter, or abolish it…” (…) Si se aceptase algo distinto, la validez de la intentona de febrero de 1992, por referirse sólo a un ejemplo, estaría abierta a discusión. Niego esa posibilidad. La aventura de Chávez et al. es un claro abuso de poder, sobre todo cuando la mayoría de la población rechazaba, sí, el infecto gobierno de Pérez, pero rechazaba también el expediente de un golpe de Estado.

 Es por esto que el proyecto de Acta de Abolición que conoces ofrece la única justificación posible al desacato militar: “Nosotros, la mayoría del Pueblo Soberano de Venezuela, en nuestro carácter de Poder Constituyente Originario… mandamos a la Fuerza Armada Nacional a que desconozca su mando y que garantice el abandono por el mismo de toda función o privilegio atribuido a la Presidencia de la República…” (…) Si tenemos, Jorge, la posibilidad real de dictar la abolición desde el piso civil, desde la única legitimidad de la mayoría del pueblo, no debemos admitir que el estamento militar se rebele por su cuenta y riesgo.

 Admito que este planteamiento se ha limitado estrictamente a una consideración de principios. Los aspectos prácticos del asunto constituyen, naturalmente, discusión aparte.

Acá se ha expuesto cómo puede resolverse el problema del gobierno de Nicolás Maduro desde la voluntad del Pueblo, quien debe estar al inicio y no al final de la fase de transición: el 22 de octubre de 2016 en Prontas elecciones, y el 17 de diciembre en Manda Su Majestad (donde se adapta el acta de abolición, pensada en 2002 frente al problema de Chávez, a la actual circunstancia madurista). No sé si Luis Ugalde me ha leído, pero antes se ha dicho que mis prescripciones «no forman parte de la dinámica de la política real». Hay quienes prefieren—por razones prácticas, naturalmente—las cosas mal hechas. LEA

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*Luis Manuel Esculpi abandonó el Movimiento Al Socialismo para fundar Izquierda Democrática y luego el partido Unión con Francisco Arias Cárdenas. Después de las elecciones de 2000, regresó a Izquierda Democrática para finalmente incorporarse junto con la dirección nacional de este partido a Un Nuevo Tiempo a comienzos de 2007.

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