Las personas no son lo mismo que los hechos

 

En un tiempo de oscuridad, es esencial ser cauteloso y reservado. Uno no debiera despertar innecesariamente una enemistad abrumadora comportándose desconsideradamente. En un tiempo así uno no debe incurrir en las prácticas de otros, pero tampoco arrastrarlos a la luz censurándolos. En las relaciones sociales uno no debiera tratar de saberlo todo. Debe dejar pasar muchas cosas sin dejarse engañar.

I Ching – Hexagrama 36. Oscurecimiento de la luz

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En el caso de este comentario, no uno sino dos pecadores permanecerán anónimos, pero creo de considerable importancia clarificar sus errores, dado que lo que dicen afecta a la ya muy atribulada vida de la Nación. El primero ha dicho: «Supraconstitucional son los reyes absolutos, supraconstitucional es Stalin, es Fidel Castro, es Mao Tse Tung, son los dictadores de derecha, por encima de toda Constitución estoy yo. Eso es supraconstitucional».

¿Ha dicho ese pecador algo que no sea cierto? No; los reyes absolutos, Stalin, Castro, Mao Zedong (antes Tse Tung) y los dictadores de derecha se han creído colocados por encima de sus respectivas constituciones; «El Estado soy yo», decía Luis XIV, la cumbre del absolutismo monárquico. El pecado es en cambio de omisión, porque quien dijera lo citado desconoce o ha olvidado o no está de acuerdo con la piedra fundamental de la constitucionalidad venezolana: que el Pueblo, en su carácter de Poder Constituyente Originario, el único con ese carácter, no está limitado por la Constitución. El Pueblo es el único poder supraconstitucional, y no es el Pueblo un rey absoluto ni un dictador de derecha, ni puede asimilárselo a los dictadores de izquierda en la Unión Soviética, Cuba o China. (El Pueblo, sin embargo, está limitado por los convenios con soberanías equivalentes en los que la República haya entrado válidamente y, muy fundamentalmente, por los derechos humanos, que no son únicamente los establecidos en la Constitución; ella misma estipula en su Artículo 23: «Los tratados, pactos y convenciones relativos a derechos humanos, suscritos y ratificados por Venezuela, tienen jerarquía constitucional y prevalecen en el orden interno, en la medida en que contengan normas sobre su goce y ejercicio más favorables a las establecidas por esta Constitución y la ley de la República, y son de aplicación inmediata y directa por los tribunales y demás órganos del Poder Público»).

Quien hablara así de lo que es supraconstitucional ignora o prefirió ignorar tal doctrina de la supraconstitucionalidad popular, que fuera definida decisivamente por la Sala Político-Administrativa de la Corte Suprema de Justicia en su Sentencia #17 del 19 de enero de 1999:

Nuestra Carta Magna, no sólo predica la naturaleza popular de la soberanía sino que además se dirige a limitar los mecanismos de reforma constitucional que se atribuyen a los Poderes Constituidos, en función de constituyente derivado. Así, cuando los artículos 245 al 249 de la Constitución consagran los mecanismos de enmienda y reforma general, está regulando los procedimientos conforme a los cuales el Congreso de la República puede modificar la Constitución. Y es por tanto, a ese Poder Constituido y no al Poder Constituyente, que se dirige la previsión de inviolabilidad contemplada en el artículo 250 eiusdem. De allí que cuando los poderes constituidos propendan a derogar la Carta Magna a través de «cualquier otro medio distinto del que ella dispone» y, en consecuencia, infrinjan el limite que constitucionalmente se ha establecido para modificar la Constitución, aparecería como aplicable la consecuencia juridica prevista en la disposición transcrita en relación con la responsabilidad de los mismos, y en modo alguno perdería vigencia el Texto Fundamental. Sin embargo, en ningún caso podría considerarse al Poder Constituyente originario incluido en esa disposición, que lo hada nugatorio, por no estar expresamente previsto como medio de cambio constitucional. Es inmanente a su naturaleza de poder soberano, ilimitado y principalmente originario, el no estar regulado por las normas jurídicas que hayan podido derivar de los poderes constituidos, aun cuando éstos ejerzan de manera extraordinaria la función constituyente. (…) Ello conduce a una conclusión: la soberanía popular se convierte en supremacía de la Constitución cuando aquélla, dentro de los mecanismos jurídicos de participación decida ejercería.

El suscrito había postulado, el año anterior a la redacción de la crucial sentencia, precisamente esa supremacía popular y encontrado un defecto de redacción de la Constitución de 1961 que, sorprendentemente, había pasado inadvertido hasta entonces:

Es preciso reformar la Constitución de 1961 para que pueda convocarse una constituyente (Brewer-Carías y otros), pues hay que preservar el “hilo” constitucional. Incorrecto. El artículo 250 de la constitución vigente, en el que fincan su argumento quienes sostienen que habría que reformarla antes, habla de algo que no existe: “Esta Constitución no perderá vigencia si dejare de observarse por acto de fuerza o fuere derogada por cualquier otro medio distinto del que ella misma dispone”. El texto de 1961 no dispone de medio ninguno para derogarla. Sólo menciona enmiendas o reforma general. No prescribe medio alguno para sustituirla por conceptos constitucionales cualitativamente diferentes. Además, el Poder Constituyente, nosotros los Electores, estamos por encima de cualquier constitución. Si aprobamos la convocatoria a una constituyente eso es suficiente. (Contratesis, artículo para La Verdad de Maracaibo del 13 de septiembre de 1998).

Hubo quien sostuviera sobre la base de aquel artículo—ver en este blog Lógica anecdótica (17 de mayo de 2017)—que Pedro Carmona Estanga eliminó justificadamente la Asamblea Nacional y el Tribunal Supremo de Justicia porque, dado que la Constitución de 1961 no podía ser derogada por una constituyente que ella no dispuso, esos órganos no existían; la misma Constitución de 1999 ¡no existía!

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El segundo pecador es reincidente; acaba de decir:

Cuando en enero de 1999 se dictó una sentencia—inspirada en Carl Schmidt—que abrió la puerta, en nombre del poder originario, al referendo consultivo y luego a una nueva Asamblea Constituyente, se dio un golpe de gracia al Estado de derecho en el país. Pocos parecieron advertirlo. Entre ellos, Rafael Caldera, que se opuso públicamente—ya dejada la primera magistratura—a la realización de ese referendo. La muerte del Estado de derecho traería consigo, de manera progresiva, la ruina de las instituciones. (…) Al cortar la raíz del Estado de derecho, la vida social no podía menos que descomponerse, como se descompone cualquier organismo al morir. Una descomposición progresiva que alcanza hoy extremos de verdadera disolución.

Bueno, en primer lugar, cuando se promulgó la sentencia mencionada Caldera no había dejado aún «la primera magistratura»; la decisión del recurso de interpretación acerca de si podía emplearse el novísimo Artículo 181 de la Ley Orgánica del Sufragio y Participación Política para consultar al Pueblo si quería elegir una asamblea constituyente fue tomada, como está dicho, el 19 de enero de 1999, y Caldera entregó la Presidencia de la República el 2 del siguiente mes de febrero; si no habló hasta después de esa transferencia de poder guardó silencio por no menos de dos semanas. (No tengo el dato de cuándo lo hizo al fin). Luego, y apartando ese punto relativamente sin importancia, quien expuso lo que acabo de reproducir quiso sugerir que la «inspiración» de la sentencia en Carl Schmitt la marca como algo reprobable, puesto que Schmitt era de afiliación nazi. En esta insinuación reincide; en enero del año pasado él mismo había expuesto:

El viejo Aristóteles decía un pequeño error en el comienzo se hace muy grave al final. El pequeño error fue que el Estado de derecho, que ahora dicen que está muerto, en realidad, sufrió un infarto grave al que le podría poner fecha: 19 de enero de 1999: la Corte Suprema de Justicia dice que es posible hacer un referéndum consultivo sobre una asamblea constituyente. Eso no tenía nada que ver con la Constitución del momento, ni estaba de acuerdo con las facultades de la Sala Político Administrativa solamente, porque si era un tema constitucional concernía a la Corte en pleno. El argumento que se invoca, sorprendentemente, está inspirado en una tesis de Karl Schmitt—el jurista del régimen nazi—, según la cual el poder originario está en el pueblo. Eso es una verdad del tamaño de una Catedral. Pero lo que no es cierto es que el poder originario sea una especie de magma en permanente fluidez, entre otras cosas, porque el poder originario da lugar a unas instituciones. Si esas instituciones no se han destruido, por una guerra civil o lo que fuera, en principio las tienes que tomar en cuenta para reformarlas a ellas mismas. Si invocas un poder originario para actuar en cualquier momento, es como si una institución no tuviera ninguna consistencia.

En esa ocasión le advertí: «Empiezo por algo más bien accesorio, retóricamente útil pero lógicamente inválido. Es la suave insinuación de que la doctrina asentada por la Corte Suprema de Justicia el 19 de enero de 1999 proviene del ‘jurista del régimen nazi’. Como muy bien sabes, has empleado allí un argumento ad hominem: no tiene que ver en nada la veracidad de una afirmación con el carácter de quien la profiere; si ya no Schmitt sino el mismísimo Hitler declarara ‘el Sol sale por el Este’ diría la verdad. (‘La nieve es blanca’ es una proposición verdadera si y sólo si la nieve es blanca. Alfred Tarski, noción semántica de la verdad)».

A eso repuso: «No me ha gustado nunca la reductio ad hitlerum, como la llamó alguno, para descalificar algo, algún argumento. Mi mención de Carl Schmidt tenía por finalidad identificar la fuente de unas afirmaciones, que no se indica en la sentencia y que debe consultar quien quiera analizarla», Y añadió: «No puede sorprenderte que haya diversas opiniones al respecto». Si uno quisiera imitar su referencia a Aristóteles, podría atender a esta observación:

Es de vieja tradición en la filosofía occidental, dicho sea de paso, el establecimiento de la distinción entre opinión y conocimiento. Aristóteles, por ejemplo, propone que si lo opuesto de una proposición no es imposible o no conduce a la autocontradicción, entonces la proposición y su contraria son asunto de opinión. Este criterio excluye las proposiciones de suyo evidentes, así como las demostrables, y ambos tipos de proposición no expresan opinión, sino conocimiento. (Conocimiento y opinión, 14 de junio de 2007)

No es una mera diferencia de opinión; de lo que se trata, justamente, es del conocimiento de nuestra constitucionalidad, y de su reiterada descalificación de la fundamental sentencia de la Sala Político-Administrativa—a la que se había dirigido el recurso de interpretación, no a la Sala Plena, que no era requerida para decidirlo—por aquello del jurista del régimen nazi. Que haya escogido restregar la referencia luego de un año, sugiere que su propósito siempre fue el descrédito ad hominem, la más primitiva de las falacias inventariadas por la ciencia de la Lógica.

Y es decididamente una afirmación del todo falsa que con la Sentencia #17 se haya asesinado al Estado de derecho. Ella misma había explicado tersamente:

Cuando se admite la plenitud del orden jurídico o las lagunas de la ley, incluida la Constitución como ley fundamental, se reconoce que el Derecho se encuentra en una cierta relación de excedencia respecto a la ley, lo que hace que ésta, por definición, no sea apta para decidir todos los casos que puedan presentarse. La Sala entiende que el llamado problema de las lagunas nace del dogma positivista de identificar derecho y ley, y de la exorbitancia del espíritu de la codificación, que aspira a dotar al derecho positivo de un sentido pleno y hermético por razones de certeza jurídica.

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Cierto purismo jurídico, cobijado convenientemente bajo el prestigio de Rafael Caldera como jurista—yo mismo escribí en Ahora tiene que consultar (8 de agosto de 1994): «Va a ser muy difícil cazar a Rafael Caldera en un error jurídico»—para regatear al Pueblo su supremacía como poder, escamotea que en aquel año, al estimarse que el Congreso de la República negaría su aprobación al segundo decreto de suspensión de garantías constitucionales, su gobierno amenazó con un referéndum que lo aprobara, aunque no existía tal figura consultiva en nuestra legislación. (No sería creada hasta la reforma a la Ley Orgánica del Sufragio de diciembre de 1997). A pesar de eso, el Ministro de Relaciones Interiores, José Guillermo Andueza, anunció que tenía «listo» el decreto de convocatoria. (Cuando Acción Democrática ofreció su apoyo a la suspensión segunda, el senador Juan José Caldera no perdió un minuto para declarar que ya el referéndum no era necesario. En aquel momento opiné: «Sería una lástima y seguramente, a la larga, un error político, haber mencionado la posibilidad de un referéndum solamente como amenaza hacia el Congreso de la República, o como promesa electoral demagógica»).

Pecados como los referidos, provenientes de una oposición convencional a Maduro y su constituyente, parecieran oponerse con mayor denuedo que el oficialismo a que el Pueblo decida. El Pueblo tiene, incluso, la potestad de disolver esa constituyente y anular todos sus actos, pero no se lo quiere convocar; se prefiere ignorar su poder. La retórica efectista de «la muerte del Estado de derecho» y la repetida y engañosa alusión a Carl Schmitt—más de cien años antes que él (1789) ya Emmanuel Sieyès había postulado que la soberanía residía en el Pueblo—, sumadas al olvido de su carácter supraconstitucional, son estorbos a la solución política que se necesita en Venezuela. El primero de los pecadores dijo a continuación de sus frases citadas al inicio:

La Constituyente, cuando se da—en el marco de la ley—, es por un lapso limitado y con autorización para cambiar la Constitución, que una vez redactada hay que someterla a consideración del soberano. Pero eso no pasó en Venezuela. Hicieron la Constituyente por lo menos para dos años y la pueden prolongar por otros 20 años. Cualquier cosa que no le guste el gobierno lo pasa a la Constituyente y  como está por encima de todo, aténganse a las decisiones. El gobierno se está manejando de esa manera. La Constituyente es poder ejecutivo, poder legislativo, poder judicial y poder electoral, todo a conveniencia del poder.

Tiene razón; el pedagógico obispo que es Ovidio Pérez Morales ha propuesto esta metáfora: que vivir en Venezuela con una constituyente es como pasear con un cocodrilo. Pues bien, a ese saurio se lo elimina únicamente desde el poder del Pueblo y, como ha medido Datanálisis, una clara mayoría de sus entrevistados disolvería la constituyente y anularía sus actos. En diciembre de 2007, los proyectos estratégicos de reforma constitucional socializante fueron derrotados por 1,31% y 2,02%; ahora hablamos de una ventaja que va de 14 a 20 puntos porcentuales.

La pecaminosa y errónea prédica reseñada ancla con facilidad en un pernicioso estado emocional, pues percibe que nada puede hacerse, que sólo nos queda la «ayuda exterior», posiblemente sólo la invasión que vende Ricardo Hausmann o lo que promueve un articulista de ocasión al preguntar: «¿Qué tiene de malo un buen golpe de Estado?» Más de uno, por otra parte, le echa injustamente al Pueblo la culpa de nuestro preocupantísimo estado de cosas, razonando que no hay en él, en triple rima asonante, suficiente gente decente. No logran ver que esa misma depresión es causada en gran medida por la reiteración de las equivocaciones, por la improductividad de estrategias incompetentes repetidas sin imaginación.

Es hora de hacer algo distinto y definitivo: hay que convocar a la Corona para que hable y decida, no sólo para que vote, proteste o ponga víctimas. Ella ha comenzado a percatarse de que mandar es muy preferible a votar, protestar o morir. LEA

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