¿La más común de las herramientas políticas?

 

Vosotros sois de vuestro padre el diablo, y los deseos de vuestro padre queréis hacer. El ha sido homicida desde el principio, y no ha permanecido en la verdad, porque no hay verdad en él. Cuando habla mentira, de suyo habla; porque es mentiroso, y padre de mentira.

Juan 8:44

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La primera de todas las fuerzas que dirigen el mundo es la mentira.

Jean-François Revel – El Conocimiento Inútil (1988)

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La lectura de una reseña de libros en The New York Times—La Mentira en Política: Reflexiones sobre Los Papeles del Pentágono (18 de noviembre de 1971)—me fue posible gracias al envío de su enlace por un amigo. Transcrita a un archivo de MS Word, resulta en un abundante y abrumador documento de veinte páginas, cuya lectura hice después de medianoche sin poder parar. Su autora, Hannah Arendt, había sido enviada por The New Yorker diez años antes a Jerusalén, para cubrir el juicio del nazi Adolf Eichmann; de allí surgió Adolf Eichmann en Jerusalén: Un reporte sobre la banalidad del mal (1963). «Hoy la frase es utilizada con un significado universal para describir el comportamiento de algunos personajes históricos que cometieron actos de extrema crueldad y sin ninguna compasión para con otros seres humanos, para los que no se han encontrado traumas o cualquier desvío de la personalidad que justificaran sus actos. En resumen: eran «personas normales», a pesar de los actos que cometieron». (Wikipedia). Sólo hacían su trabajo bajo instrucciones.

Arendt fue, por supuesto, quien escribiera otra década atrás Los orígenes del totalitarismo, su obra tal vez más importante, que traza el surgimiento y despliegue del nazismo y el estalinismo en la primera mitad del siglo XX; de formación filosófica, estaba particularmente preparada para descubrir en todos estos desarrollos relaciones significantes profundas. Mientras leía su evaluación crítica de Los Papeles del PentágonoRelaciones Estados Unidos – Vietnam, 1945-1967: Un estudio elaborado por el Departamento de Defensa—, cuya publicación debemos a una decisión de Robert McNamara (Secretario de Defensa bajo John F. Kennedy y Lyndon B. Johnson entre 1961 y 1968), supe que querría ofrecer a los lectores de este blog algunos de sus impactantes pasajes, que acá pongo traducidos y corridos en su orden expositivo, aunque pertenezcan a secciones diferentes.

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Los Papeles del Pentágono, como muchas otras cosas en la historia, cuentan historias diferentes, enseñan lecciones diferentes a lectores diferentes. Algunos aducen que sólo ahora pueden entender que Vietnam fue el resultado «lógico» de la Guerra Fría o la ideología anticomunista; otros, que son una oportunidad única para aprender acerca de los procesos de toma de decisiones en el gobierno. Pero la mayoría de los lectores está de acuerdo en que el tema básico presentado en los Papeles es el engaño. Porque el secreto—eso que diplomáticamente se conoce como discreción y también como arcana imperii, los misterios del gobierno—y el engaño, la falsedad deliberada y la mentira abierta, empleados como medios legítimos para el logro de fines políticos, han estado con nosotros desde el comienzo del registro histórico. La veracidad nunca se ha contado entre las virtudes políticas, y las mentiras siempre han sido consideradas como herramientas justificables en la ocupación política.

Por consiguiente, cuando hablamos acerca de la mentira, y especialmente de ella entre los hombres de acción, recordemos que la mentira no penetró en la política por algún accidente de la concupiscencia humana, y por tal razón no es probable que la indignación moral la haga desaparecer. La falsedad deliberada trata con hechos contingentes, es decir, con asuntos que no portan ellos mismos una verdad inherente, pues no hay necesidad de que sean como son; las verdades fácticas no son nunca obligatoriamente verdaderas. Es esta fragilidad lo que hasta cierto punto hace tan fácil y tan tentador el engaño. Nunca entra en conflicto con la razón, porque de hecho las cosas pudieran haber sido como el mentiroso sostiene que fueron; las mentiras son a menudo más admisibles, más atractivas a la razón que la realidad, puesto que el mentiroso tiene la gran ventaja de saber de antemano lo que la audiencia desea o espera oír. Ha preparado su historia para el consumo público con especial cuidado de hacerla creíble,* mientras que la realidad tiene el incómodo hábito de confrontarnos con lo inesperado, aquello para lo que no estábamos preparados.

No debe sorprender que la reciente generación de intelectuales, que crecieron en la insalubre atmósfera de rampante publicidad y aprendieron que la mitad de la política es «construir imagen» y la otra mitad el arte de hacer que la gente crea en la imagen, recaigan casi automáticamente en los viejos adagios de la zanahoria y el palo cuandoquiera que la situación se haga demasiado seria para la teoría. Para ellos, la mayor desilusión de la aventura de Vietnam debió haber sido el descubrimiento de que hay gente con la que tampoco funcionan los métodos del palo y la zanahoria.

Que el engaño, la falsedad, y el rol de la mentira deliberada se convirtieran en los asuntos principales de los Papeles del Pentágono se deben, antes que a la ilusión, la equivocación, el error de cálculo y otras razones parecidas, al extraño hecho de que las decisiones erróneas y los declaraciones mentirosas violaban consistentemente los sorprendentemente exactos reportes de los hechos de la comunidad de inteligencia. Aquí el punto crucial es que la política de mentir casi nunca fue dirigida al enemigo, sino principal si no exclusivamente para el consumo doméstico, para la propaganda interna y especialmente para engañar al Congreso de los Estados Unidos.

Es de incluso mayor interés que casi todas las decisiones en esta desastrosa empresa fueron tomadas con conocimiento pleno del hecho de que probablemente no podrían ser llevadas a cabo, de aquí que los objetivos tuvieron que ser constantemente cambiados. Hubo primeramente los objetivos proclamados públicamente—»asegurar que al pueblo de Vietnam del Sur se le permita determinar su futuro», o «ayudar al país para que gane en su lucha contra la …conspiración comunista», o la contención de China y evitar el efecto dominó o la protección de la reputación americana como «garante antisubversivo». A éstos ha añadido el Sr. Rusk recientemente la meta de impedir la III Guerra Mundial, aunque ella no aparece en los Papeles del Pentágono ni jugó ningún papel real según conocemos del registro de los hechos.

La misma flexibilidad marcaba consideraciones tácticas: Vietnam del Norte es bombardeado para prevenir un «colapso de la moral» en el Sur y particularmente el desmoronamiento del gobierno de Saigón. Pero cuando se programó el comienzo de las primeras incursiones ese gobierno ya se había desmoronado, «un pandemónium reinaba en Saigón», y debió posponérselas y hubo que encontrar un nuevo objetivo. Ahora era obligar «a Hanoi a detener el Vietcong y el Pathet Lao», una meta que incluso los jefes del Estado Mayor no esperaban lograr, pues dijeron: «Sería inútil concluir que estos esfuerzos tendrán un efecto decisivo».

La mayor potencia del mundo

De 1965 en adelante, la noción de una victoria clara quedó atrás y el objetivo se convirtió en «convencer al enemigo de que no puede ganar». Comoquiera que el enemigo no se convencía, apareció el nuevo objetivo: «evitar una derrota humillante», como si el significado de una derrota en la guerra fuera una mera humillación. Lo que reportan los Papeles del Pentágono es el temor por el impacto de la derrota, no sobre el bienestar de la nación sino sobre la reputación de los Estados Unidos y su Presidente. Así, poco antes, durante los muchos debates acerca de lo aconsejable de emplear tropas en tierra contra Vietnam del Norte, el argumento no era el temor de la derrota misma o la preocupación por la retirada de las tropas en caso de ella, sino que «Una vez que las tropas de EEUU estén dentro, será difícil retirarlas… sin admitir la derrota». (Énfasis añadido). Finalmente, el propósito político era el de «mostrar al mundo hasta donde están los Estados Unidos dispuestos a llegar por un amigo y «cumplir sus compromisos».

Todos estos objetivos coexistían, casi de manera desordenada; a ninguno se le permitió la cancelación de sus predecesores, puesto que cada uno se dirigía a una «audiencia» diferente y había que producir un diferente «escenario» para cada una. La muy citada enumeración de las metas de EEUU por McNaughton en 1965—evitar una derrota humillante (para nuestra reputación como garante), 70%; impedir que Vietnam del Sur (y el territorio adyacente) caiga en manos de China, 20%; permitir al pueblo de Vietnam del Sur el disfrute de un mejor y más libre modo de vida, 10%—es refrescante por su honestidad pero probablemente fue construida para poner algo de orden y claridad en los debates de la siempre molesta pregunta de por qué librábamos una guerra en Vietnam entre todos los lugares del mundo. En el borrador de un memorándum previo, McNaughton mostraba, tal vez sin proponérselo, cuán poco él mismo, ni siquiera en esa fase temprana del sangriento juego, creía en la asequibilidad de cualquier objetivo substancial: «Si Vietnam del Sur se desintegrara por completo bajo nosotros, debiéramos tratar de mantenerlo unido el tiempo suficiente para permitirnos la evacuación de nuestras fuerzas y de convencer al mundo de que acepte la unicidad (e imposibilidad congénita) del caso de Vietnam del Sur». (Cursivas añadidas).

«Convencer al mundo», «demostrar que los EEUU eran ‘un buen médico’ dispuesto a cumplir sus promesas, ser duro, asumir riesgos, sangrar y herir al enemigo feamente»; usar «una minúscula nación atrasada» carente de toda importancia estratégica «como caso de demostración de la capacidad de los EEUU para enfrentar una ‘guerra de liberación’ comunista»; mantener intacta una imagen de omnipotencia, «nuestra posición mundial de liderazgo», demostrar «la voluntad y la capacidad de los Estados Unidos de lograr lo que se proponga en los asuntos mundiales»; mostrar «la credibilidad de nuestras promesas a amigos y aliados»; en síntesis, «comportarse como» la «más grande potencia del mundo» por ninguna otra razón que la de convencer al mundo de este «simple hecho», éste fue el objetivo permanente que, con el inicio de la Administración Johnson, sacó de la escena a los restantes objetivos y teorías, la teoría del dominó y la estrategia anticomunista de las etapas iniciales del período de Guerra Fría así como la estrategia contrainsurgente, tan querida por la Administración Kennedy.

La meta última no era ni el poder ni la ganancia. Ni siquiera fue la influencia sobre el mundo con el fin de servir a intereses particulares tangibles en pro de los cuales el prestigio, una imagen de «la mayor potencia del mundo», se necesitara y empleara con propósito. La meta era la imagen misma, como era manifiesto en el propio lenguaje de los resolvedores de problemas, con sus «escenarios» y «audiencias» que tomaron prestados del teatro. Para esta meta última, todas las políticas llegaron a ser medios intercambiables a corto plazo hasta que, finalmente, cuando todas las señales apuntaban a la derrota en una guerra de atrición, ya el objetivo no fue evitar la humillante derrota sino encontrar modos y maneras de evitar admitirla y «salvar la cara».

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Hasta aquí; podría seguir traduciendo la enjundiosa reseña de Hannah Arendt. Ella incluye, por ejemplo, un mentís a la teoría del dominó—que tras Vietnam caerían en las garras comunistas otras naciones vecinas–; así apunta que la CIA aseguraba en 1964: «Con la posible excepción de Cambodia, es probable que ninguna nación del área sucumba rápidamente al comunismo como resultado de la caída de Laos y Vietnam del Sur». También extrae de los Papeles del Pentágono una contradicción a la teoría de que los insurgentes sudvietnamitas estuvieran dirigidos y apoyados por «una conspiración comunista». Según consigue, la inteligencia estadounidense en 1961 estimaba que el 80 o 90% de los vietcongs habían sido reclutados localmente, y que había escasa evidencia de que dependieran de suministros externos. También apuntó sobre «la premisa de una conspiración monolítica del mundo comunista y la existencia de un bloque sino-soviético», que Mao y Chou En-lai se dirigieron al presidente Roosevelt en enero de 1945 «tratando de establecer relaciones con los Estados Unidos con el fin de evitar una total dependencia de la Unión Soviética».

Una cita adicional es conveniente, porque nos concierne como latinoamericanos. Hacia el final de su pieza, dice Arendt:

Finalmente, hay una lección a ser aprendida por aquellos que, como yo misma, creyeron que este país se había embarcado en una política imperialista, que había olvidado sus viejos sentimientos anticoloniales, y tal vez estaba teniendo éxito en establecer esa Pax Americana que denunciara Kennedy. Cualesquiera sean los méritos de estas sospechas, y ellas pudieran justificarse por nuestras políticas en América Latina, si unas guerras pequeñas no declaradas son medios necesarios para obtener fines imperiales, los Estados Unidos serán menos capaces de emplearlas exitosamente que cualquier otra gran potencia, puesto que mientras la desmoralización de las tropas americanas ha alcanzado ahora proporciones sin precedentes—según Der Spiegel, 80.088 desertores, 100.000 objetores de conciencia y decenas de miles de drogadictos—, el proceso de desintegración del ejército comenzó mucho antes y fue precedido por desarrollos similares durante la Guerra de Corea.

Niños huyendo del napalm

Trece años después de la reseña de Hannah Arendt, se publicaba La marcha de la insensatez: de Troya a Vietnam, obra importantísima de Barbara Tuchman (1912-1989), historiadora de dos Premios Pulitzer. Arendt habla de cómo la «Construcción de imagen como política global—no la conquista del mundo sino la victoria en la batalla por ‘ganar las mentes de la gente’—es ciertamente algo nuevo en el enorme arsenal de insensateces humanas registradas en la historia». Bueno, Tuchman no dejó de anotar en ese libro una particularmente desquiciada de la Guerra de Vietnam:

Una sensación de desastre penetraba los Estados Unidos, hecha más aguda por la observación más ampliamente citada de la guerra: «Se hace necesario destruir el pueblo con el fin de salvarlo». El mayor estadounidense quería decir que el pueblo debía ser arrasado para derrotar al Viet-Cong, pero su frase pareció simbolizar el empleo del poder americano para destruir el objeto de su protección y así preservarlo del comunismo.

No en balde se estrenó en la época (1963, el mismo año de Un reporte sobre la banalidad del mal) la película «épica»—epic film—que se llamó El mundo está loco, loco, loco, loco. LEA

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*Nota del traductor. Dijo Mark Twain: «La diferencia entre la ficción y la realidad es que la ficción tiene que ser verosímil».

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