Robert Moses, un «político puro», fotografiado en el East River de Nueva York por Arnold Newman

 

A Fernán Frias Palacios

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Un político puro no es una persona éticamente irreprochable, ni tiene por qué serlo. En efecto, es insuficiente o mezquino juzgar éticamente a un político: hay que juzgarlo políticamente.

Luis Vicente León ¿Qué es un político puro?

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Nuevamente me escribe desde Nueva Zelanda el ingeniero Leonardo Durán (Universidad Simón Bolívar), esta vez para participarme que lee ahora The Power Broker, la monumental biografía—1.200 páginas que fueron originalmente 3.000—de Robert Caro sobre su tocayo Robert Moses (1888-1981), una figura poderosísima en Nueva York. La obra mereció un Premio Pulitzer en 1974, y presenta a Moses como un implacable constructor de vías públicas que en un momento dado llegó a acumular doce cargos públicos ejercidos simultáneamente sin que fuera jamás un funcionario electo. Desde tan considerable poder, Moses desarrolló buena parte de Manhattan a partir de la era de la Depresión (1929), destruyó vecindarios enteros en la ciudad de Nueva York cruzándolos con autopistas o puentes (trece en total), e implantó reglas racistas en algunos de sus proyectos obstaculizando, por ejemplo, a excombatientes afroamericanos el acceso a un desarrollo habitacional destinado a veteranos de la Segunda Guerra Mundial.

Cuando recibí la notificación de Durán, ya había leído el domingo pasado un artículo de Luis Vicente León en El Universal y decidido que lo comentaría. Además de lo citado en el epígrafe, lee uno en esa pieza de León:

El político puro es lo contrario de un ideólogo, pero no es sólo un hombre de acción; tampoco es exactamente lo contrario de un intelectual: posee el entusiasmo del intelectual por el conocimiento, pero lo ha invertido por entero en afinar el ingrediente esencial y la primera virtud de su oficio: la intuición histórica. Algunos podrían llamarla también sentido de la realidad, un don transitorio que no se aprende en la universidad ni en los libros y que supone una cierta familiaridad con los hechos relevantes que permiten a ciertos políticos y en ciertos momentos, saber qué encaja con qué, qué puede hacerse en determinadas circunstancias y qué no, qué métodos van a ser útiles en qué situaciones y en qué medida, sin que eso quiera necesariamente decir que sean capaces de explicar cómo lo saben ni incluso qué saben.

León emplea acá el término ideólogo en un sentido suyo, no con los significados reconocidos por el Diccionario de la Lengua Española, el editado por la Real Academia de la Lengua Española:

ideólogo, ga 1. m. y f. Persona creadora de una ideología. 2. m. y f. Persona entregada a una ideología. 3. m. y f. Fil. Persona que profesa la ideología (‖ doctrina que estudia las ideas). ideología De idea y -logía, sobre el modelo del fr. idéologie. 1. f. Conjunto de ideas fundamentales que caracteriza el pensamiento de una persona, colectividad o época, de un movimiento cultural, religioso o político, etc. 2. f. Fil. Doctrina que, a finales del siglo XVIII y principios del XIX, tuvo por objeto el estudio de las ideas.

Para León, ideólogo significa alguien que se ocupa de las ideas o las crea él mismo, un intelectual, lo que considera ocupación contrapuesta a la política. Me he ocupado de este asunto antes. (Ver De héroes y de sabios, en referéndum #26, 17 de junio de 1998). Allí preguntaba en su primera sección:

Existe una antigua leyenda de las tribus germánicas según la cual, al comienzo del mundo, sólo había dos clases de hombres: héroes y sabios. (Dicen que en algunas traducciones se lee justos en lugar de sabios). Según el mito, los héroes se levantaban todas las mañanas dispuestos para la faena: conquistar castillos, derrotar bandidos, rescatar doncellas y matar dragones. Al caer el día cesaba la jornada; y entonces los héroes se dirigían a las cuevas de los sabios, para que éstos les explicaran el significado de sus hazañas, pues no sabían ni por qué ni para qué las emprendían. Lo que la leyenda indica es que desde hace mucho tiempo, en un pueblo bastante distante de nuestra heredad, ya se pensaba que había una gente que se ocupaba de las cosas y otra distinta que se entretenía con los significados de las cosas. No es sólo en Venezuela, pues, que se manifiesta esa bipolaridad entre “hombres de acción” y “hombres de pensamiento”, entre héroes y sabios, entre caciques y brujos. Pero en Venezuela esta tensión se manifiesta con particular crudeza. (…) hace unos años ya en una de las operadoras de PDVSA, nuestro dechado de virtudes gerenciales, un conferencista buscaba una página en blanco en el rotafolio de la junta directiva a la que hablaría en unos instantes. En ese proceso se topó con una página en cuyo centro estaba escrito lo siguiente: “A la industria petrolera no le conviene tener demasiada gente inteligente”. ¿Qué es este prejuicio contra las personas que tienen la tara de intelectualidad? Que se sepa, la Constitución de 1961 sólo inhabilita para el ejercicio de los altos cargos públicos a quienes no son venezolanos por nacimiento, a quienes son demasiado jóvenes, a quienes son religiosos. (Si se comprende las enmiendas, a quienes han sido hallados culpables de delitos contra la cosa pública). No existe indicación alguna, ni en su texto original ni en las dos enmiendas subsiguientes, de la inhabilidad política de los “hombres de pensamiento”. ¿De dónde se saca entonces que éstos no deben mandar?

Escogí para epígrafe de ese trabajo la cuestión planteada el año precedente por Argenis Martínez:

La característica general de la política venezolana hasta ahora es que si usted está mejor preparado en el campo de las ideas, es más inteligente a la hora de buscar soluciones y tiene las ideas claras sobre lo que hay que hacer para sacar adelante el país, entonces usted ya perdió las elecciones.

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He aquí el cierre del artículo de Luis Vicente León:

De acuerdo a esta definición del político puro, que ya habrá encrispado a los radicales por su desfachatez ética al plantear que más vale un político que resuelve problemas, entiende los momentos, negocie y solucione conflictos que aquel que se encierra en luchas intestinas, discursos emocionales y amenazas de perro echado que no puede operacionalizar, me gustaría plantear tres cosas relevantes: La primera es que no existe forma de resolver el problema venezolano sin contar con, al menos, un político puro, capaz de enamorar a la población para que confíe en él, aunque su tarea luzca inalcanzable, y que luego sepa convertir esa fuerza en presión de cambio, en tensión para lograr una negociación exitosa, en la que tendrá que sacrificar a veces legalidad, a veces justicia y siempre derechos propios para lograr el objetivo final, que en definitiva será el éxito político por el que deberá ser evaluado. La segunda es que no hay en este momento en Venezuela un político puro que nos permita ser optimistas en cuanto a la posibilidad del cambio en breve, aunque podríamos decir en su defecto que sí existen condiciones para que un actor diferente e inesperado llene ese vacío y se convierta en el fenómeno político necesario. Finalmente, tengo que decir a quienes ya están listos en sus redes para arrancar sus ataques sobre mi falta de escrúpulos en la definición del político necesario, que no me pertenece para nada. Es simplemente la suma textual de las definiciones de José Ortega y Gasset, uno de los más importantes filósofos españoles e Isaiah Berlin, considerado uno de los principales pensadores del siglo XX, referidos ambos por uno de mis escritores favoritos: Javier Cercas en Anatomía de un Instante. Atáquenlos a ellos.

Apartando que la última justificación que emplea—refugiado en Ortega y Gasset o Berlin—es una instancia del argumento de autoridaduna entre las más comunes falacias—razonamientos lógicamente inválidos con apariencia de invalidez—, León sobresimplifica al postular que la oposición única a su político «puro», a quien sería «insuficiente o mezquino—DRAE: Falto de generosidad y nobleza de espíritu—juzgar éticamente», es la de alguien «que se encierra en luchas intestinas, discursos emocionales y amenazas de perro echado que no puede operacionalizar». La bondad no está reñida con la eficacia, ni obliga a luchas intestinas, a discursos emocionales o la incompetencia operativa; creer que ella castra la eficacia política es una simpleza.

…no es nada difícil recabar comprobación empírica de que la bondad es eficaz. La bondad funciona en la práctica. Los expertos en gerencia de personal ya abrazaban, a fines de los años sesenta del siglo pasado, la “Teoría Y”, que se oponía a una “Teoría X” que contemplaba cínicamente las motivaciones de los empleados de las empresas privadas. Sin darse cuenta de lo que hacían, eran, como Federico el Grande, antimaquiavélicos. Habían descubierto que, con mucho, era preferible ser amado que temido. El líder temido, no cabe duda, puede ser muy eficaz; con frecuencia logra sus propósitos. Pero para lograr metas más elevadas es necesario ser líder amado. No se puede convocar a grandes cosas desde el miedo. Es en este sentido práctico, plenamente realista, que Don Pedro Grases, el gran catalán venezolano, afirmaba en su septuagésimo cumpleaños: “La bondad nunca se equivoca”. Para quien había logrado escapar de la muy real y concreta tragedia de la Guerra Civil Española, eso no era poesía, sino constatación práctica. Una política fundada en ese sentimiento, a pesar de su hermosura, es perfectamente posible. (Y muy necesaria). (Reflexión postrimera, 27 de diciembre de 2007).

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La postura de León es frecuentemente compartida. Con ocasión (15 de octubre de 2012) del bautizo de un libro que recogía poemas de su madre, mi querido amigo Fernán Frías me presentó a un importante profesor de la Universidad Católica Andrés Bello, a quien dijo con intención de elogiarme que yo era probablemente el mejor analista político venezolano. Intenté precisar enmendando su definición: «Analista político no; político». Fernán reviró de inmediato: «Tú no eres político», y su sentido del término era el mismo que empleara Luis Vicente León. Así que León está en buena compañía; Fernán Frías es señor de bondad. Reconozco, adicionalmente, que una autoridad mundial en estos temas piensa en líneas parecidas a las del afamado encuestólogo; se trata del profesor emérito de Ciencia Política en la Universidad Hebrea de Jerusalén, Yehezkel Dror:

La Realpolitik es cosa muy seria. Nos dice Wikipedia: “Realpolitik se refiere a la política o la diplomacia basada primariamente en el poder y en factores y consideraciones prácticas y materiales, antes que en nociones ideológicas o moralistas o premisas éticas”. Guerra es guerra, pues. La justificación implícita de la “política realista” es, en su límite, la siguiente: “A mí me gustaría que las cosas fuesen de otro modo, pero mi oponente, que en la prác­tica es todo aquel que no me está subor­dinado, es una persona a quien debo entender como perpetuamente en procura del engrandecimiento de su propio poder como un fin en sí mismo, y convencido de que la base de su poder descansa sobre la amenaza y el empleo de la fuerza física o la coerción económica. Es así como estoy moralmente justificado, por autopreservación, para em­plear cualquier medio de ganarle; es así como estoy moralmente obligado a ganar. Lo único inmoral es no ganar”. (Preámbulo de Dictamen, 21 de junio de 1986). La última frase me fue dicha varias veces, a modo de regaño, por un dirigente copeyano durante la campaña de Rafael Caldera en 1983. Luego de explicar a sus alumnos los principios de la Democracia Cristiana, los profesores del IFEDEC acostumbraban advertirles (me lo confió quien fuera su Director General a comienzos de los noventa): “Pero en política hay que sacar sangre”. La Realpolitik nos enseña que otra cosa es chuparse el dedo. Por eso, un candidato presidencial de COPEI estableció en su momento un laboratorio de guerra sucia que, entre otras cosas, elaboró para fines non sanctos una lista de homosexuales en Acción Democrática. Hasta quienes dicen regirse por una “ética política”—uno de los “principios para la acción” enumerados por Enrique Pérez Olivares en sus Principios de la Democracia Cristiana—han adoptado esa práctica. Ese modo de entender la política no es invento venezolano. En todo el planeta se admite la guerra sucia, se la justifica. En 2008, recibí del amigo y mentor Yehezkel Dror su estupendo trabajo The New Ruler: Leadership for the 21st Century. Leí con agrado su recomendación de sustituir la raison d’État por la raison d’humanité, pero debo admitir que me chocó leer su décimo cuarto consejo práctico a los “nuevos gobernantes”: “Para todo lo que hagas, por más válido que sea en sí mismo, necesitas mucho poder. Inevitablemente, tendrás que usar estratagemas que pueden ser inmorales. Úsalas con moderación y pon cuidado extra para no permitir que envenenen tu mente”. (Presunción de inocencia, 14 de septiembre de 2012).

Claro, no es típica la definición de político como resolvedor de problemas públicos sujeto a un código de ética profesional; la más empleada entiende por político a alguien que lucha por el poder. Admitiendo que practico con fruición el pecado capital de intelectualidad y que me sujeto a normas éticas que nunca he desatendido ¿ha impedido eso mi eficacia? No pareciera, a juzgar por mis logros profesionales en el Instituto para el Desarrollo Económico y Social, el grupo de empresas de Corimón, el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas o el periódico La Columna de Maracaibo, al que conduje al Premio Nacional de Periodismo a sólo nueve meses de su reaparición y al primer lugar de circulación metropolitana en seis.

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Me rebelo ante la dicotomía postulada por Luis Vicente León; no se necesita la inmoralidad para ser político eficaz, y ser un intelectual no es óbice de lo mismo. Admitir lo que él postula es acoger el error, y éste sólo se supera con la verdad, no con otra equivocación. Si alguna profesión debe ejercerse con bondad es la política—ver El político virtuoso, 18 de octubre de 2007—, puesto que la visibilidad de los dirigentes políticos les convierte en modelos de conducta:

Cualquier cosa positiva que Chávez haya podido traer a su pueblo es anulada por esta permanente modelación de la violencia, por cuanto aquí el daño que infiere es a lo psíquico de nuestra sociedad. No hay, pues, nada que pueda salvar a las administraciones de Chávez en el registro de la historia, y esto debe ser explicado a sus partidarios en nuestra ciudadanía. Uno pudiera invitarles a que hicieran una lista de los aciertos de Chávez, pues por más larga que fuese sería reducida a la insignificancia al cotejarla con su perenne modelación de la violencia y la agresión, que deja cicatrices en el espíritu de la Nación. ¿Cómo puede disminuir la delincuencia en un país cuyo presidente la modela, exacerbando el azote que lacera por igual a sus partidarios y sus opositores? ¿Qué asaltante no se sentirá “dignificado” por la conducta presidencial, cuya agresividad y cuyo desprecio por la propiedad puede tomar por modelos? (Nocivo para la salud (mental), 5 de julio de 2007).

Así que procuraré siempre encontrar la verdad y decirla, a pesar de que Terencio afirmara en su comedia Andria (166 a. C.): «La verdad engendra odio», y que Oscar Wilde asentara en La esfinge sin secreto (1894): «Solíamos decir de él que sería el mejor de los compañeros si no dijera siempre la verdad». En algún día de octubre de 2015 señalé a un dirigente de Voluntad Popular que Luis Florido había faltado a la verdad el 20 de septiembre de 2014, al afirmar públicamente—lo que recogió la página web de su partido—que había sido «activado el Poder Constituyente» en acto en «un céntrico hotel de Barquisimeto» al que asistieron tal vez tres centenares de personas. Aquel dirigente excusó la cosa reponiendo: «Bueno, pero eso es una frase política», como si tal cosa autorizara la falsedad manipuladora, como si eso convirtiera a Florido en «un político puro».

Pero rescato del lamentable artículo de León esta idea: «…no hay en este momento en Venezuela un político puro que nos permita ser optimistas en cuanto a la posibilidad del cambio en breve, aunque podríamos decir en su defecto que sí existen condiciones para que un actor diferente e inesperado llene ese vacío y se convierta en el fenómeno político necesario». Por ahí viene, creo. LEA

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