Dejé asentada el 24 de marzo de 2012 (La casa del delfín: Teología conjetural II) esta constancia:
Parece seguro que la causa principal del retraso (dos años y nueve meses) en conseguir el sí de mi esposa es que la hubiera espantado desde un principio. Enamorado con angustia desde la noche en que la conocí, le dejé caer como primera cosa tres páginas y media mecanografiadas de Disquisiciones sobre un tema de arepera, el 3 de junio de 1976. La había visto por vez primera el 11 de mayo, y en una visita a la arepera Las Tres Esquinas—en la intersección de la Avda. Rómulo Gallegos con la Cuarta de Los Palos Grandes—acompañados de Eduardo Plaza Aurrecoechea, mi compadre, y Gisela Marrero Santana, nuestra futura comadre (que apostó en 1979 una caja de champaña que no ha pagado a que Nacha Sucre y yo no duraríamos seis meses de casados), emergió en la noche del 2 de junio una tesis corrosiva y escéptica acerca de las posibilidades del amor.
Comoquiera que yo necesitaba que me quisiera, me pareció harto inconveniente permitir que las cínicas tesis de esa noche permanecieran sin refutación: «La renuncia a construir el futuro. La reducción de uno mismo a caja de resonancia que depende de la cuerda exterior y no de sí misma. Ésa es la más grande declaración de inferioridad que pueda hacer una persona. Sólo aquél que rescata puede inventar. Se necesita, siempre, inventar el amor. Con un realismo orgulloso y apasionado, que también viva el presente con fruición».
Era inevitable que quien todavía no era mi señora se formara la impresión de que mi cerebro estaba, en verdad, tostado. (Ya la habían informado de que yo era medio loco). ¿A quién se le ocurría cortejar de esa manera? Pronto confirmaría su hipótesis.
Tenía yo entonces «la edad de Cristo», y faltaban siete años para que poseyera un computador personal dotado de procesador de palabras, así que me levanté angustiado de la cama para vaciar mediante una obsoleta máquina de escribir la urgencia que me dominaba. Hoy, cuando nuestro matrimonio arriba justamente a cuatro décadas de feliz y fructífera sociedad, creo que Nacha no me abandonará al ver reproducido de seguidas (con alguna edición) el pesado y pretencioso texto, con el que desesperadamente quise convencerla de la solidez del amor que aún no le había declarado pero ella sospechaba. (Debo admitir que hay cosas en él que yo mismo no entiendo bien a cuarenta y tres años de distancia). LEA
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DISQUISICIONES SOBRE UN TEMA DE AREPERA
3 de junio de 1976 – 3:25 a. m.
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No es nada nuevo afirmar lo siguiente: el mundo y en particular el ser humano se nos presentan como dualidades, pero vale mucho entenderlo para el discurso que se haga en torno al tema del amor.
Cada nivel de conciencia tiene su nivel de certidumbre—diría Hegel—, y parece sin embargo inalcanzable la verdad, pues si cambio tanto de pareceres y a cada paso mi espíritu se halla convencido de su propia certeza ¿qué garantía tengo de llegar alguna vez a la verdad? Si la señal es esa certidumbre subjetiva, se me antoja como efímera e infiel.
Pero si comparo certezas recientes con certidumbres de antaño encuentro una evidencia inmediata: mi nueva certeza incluye de alguna manera mis certezas anteriores, a las cuales ha modificado contradiciéndolas al tiempo que las rescata y las preserva, de modo que puedo ver, felizmente, tal sucesión de contradicciones no como una inconsistente locura, sino como el íntimo mecanismo con el cual se aproxima el espíritu a la verdad.
Hoy en día hay enormes capas de humanidad que ven su mundo y su destino como compuesto por una secuencia de instantes que no se tocan, en contradicción con la cultura precedente que afirmaba su lema sobre la percepción de que había una sola e ininterrumpida línea de tiempo. Para esta concepción, las palancas de la historia eran el raciocinio y la voluntad. «Querer es poder» rezaba la divisa. Ya no es esa la vivencia; ahora la consigna es vivir el presente porque el futuro, en propiedad, no existiría.
Creo—estoy seguro con certidumbre de estreno—que esa convicción aislada es incompleta, que obedece a un aparente manto de revolución liberadora y que en el fondo proviene de un secreto temor. Creo, asimismo, que tal noción es muy explicable: viene como grito escéptico y decepcionado de los testigos de un momento crucial en la historia humana. (La verdadera historia, no la historia que se contabiliza en acontecimientos, sino aquella cuyos hitos están señalados por crisis y sustitución de percepciones). Por todas partes nos asaltan procesos que nos empequeñecen y nos paralizan. Todo nos desahucia. La escala de las instituciones políticas, por ejemplo, ha saltado súbitamente al ámbito planetario, y allí la dimensión del ciudadano y su posibilidad de influencia se miniaturiza con proporcional rapidez. Solución: ¿renuncia a la participación política?
O es la percepción de lo temporal lo que sufre un reacomodo. Vivimos la era de la aceleración frenética de las modas, dentro de un sistema que se sostiene entre otras cosas por eso, que de todo hace un fugaz y transitorio evento. Ya no somos los histéricos reprimidos, súbditos de Victoria; ahora somos los obsesivo-compulsivos que no conocen la fuente de su conducta ni tampoco la posibilidad de reposo. Sin saber por qué, saltamos febrilmente de una cosa a otra, de una experiencia a otra.
Muy bien; ésa puede ser una estrategia para tomar contacto con el mundo. Pero a mí no me satisface, porque elige un polo de una dualidad entre las muchas que componen el ser del hombre. Escoge la ruta del acopio desenfrenado, amplio y superficial del número mientras que, maldita sea, yo ejerzo mi opción a favor de la relación apasionada, concentrada y profunda con el universo de una flor, de un amor, de una persona. En el diseño de una roca puede leerse el universo entero si se mira con suficiente penetración en la mirada. Cuando amo es porque la novia me abre el código conque descifro al mundo. En ese momento me siento poderoso y sincronizado con lo cósmico. Veo, entiendo, creo y creo.
Otros prefieren renunciar a eso. La evidencia que ofrecen parece irrebatible: «En todos los casos que hemos visto, la relación ha terminado por extinguirse, en una explosión repentina y traumática o bien en un lento proceso congelante de cenizas». Los que así hablan, cuando son personas generosas, cometen sin embargo un error compuesto de grave monto. Primero, confunden lo interminable con lo atemporal. Es un idiota el que pone plazo a su sentimiento, sea para minimizarlo con el pánico o para decir que terminará con la muerte y será «eterno» de acuerdo con su óptica pueblerina. Pero peor aún es aquel triste personaje que no sabe amar sin referirse al tiempo, porque el legítimo enamorado es aquel que no tiene la compulsión de medir su pasión, ni con vara pequeña ni con reloj perenne. Simplemente, su amor no tiene tiempo.
En segundo lugar, demuestran su ignorancia de lo que es la vida y, por tanto, de lo que es el hombre. No hubo en la tierra milenaria vida durante longevas eras. Un habitante del espacio que pensara y razonara como los equivocados reportaría a su nave madre: «Hemos examinado todo el planeta. Lo hemos hecho durante larguísimos períodos y no hay rastro de vida. Ergo: es imposible que se dé la vida en este sitio». Otro viajero sideral diría más tarde: «Informo que durante millones de años la forma más avanzada de vida que se encuentra es la de reptiles que ignominiosamente arrastran sus corpulentos rasgos. Hemos concluido que sobre estos terrenos nunca correrán hermosos corceles, ágiles y altos»: Otro finalmente asentará: «Largo tiempo he recorrido este interesante astro, poblado por variedad de espaciosas tribus vegetales, innumerables rebaños de caballos y patrullas de monos incapaces de palabra. Es mi convicción firme la de que aquí no florecerá la palabra inteligente». La historia de la tierra no es más que una cadena de sucesos imprevisibles, fortuitos, imposibles. La ausencia enorme de cada uno nunca negó su presencia posterior.
El último error es más grave, porque si los anteriores eran errores lógicos, éste es un error militar. Si aquéllos, los que han logrado desprenderse de obsoletas y mezquinas opiniones, tratan al amor con incredulidad y pesimismo, están entregando bandera y posición al enemigo. Porque los otros, los que discriminan, los que moralizan para el público pero no para ellos mismos, los que acumulan metales o papeles bancarios, los que se creen una especie superior pero no se dan cuenta de que sus clubes exclusivos son elegantes jaulas de un zoológico infecundo, ésos sí hablan del amor a boca llena y corazón vacío; ésos sí dicen respetar el pendón que les dejamos en el suelo. Y eso es una profanación que no tiene nombre, un insulto a nosotros que no debemos permitir. El amor es nuestro. De todos los matices y perfumes, de toda dirección ascendente. El estancamiento, el pesimismo, el cansancio son para ellos.
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«No creo que el solo sufrimiento enseñe. Si el mero sufrir enseñara, todo el mundo sería sabio, pues cada persona sufre. Al sufrimiento debe añadirse duelo, comprensión, paciencia, amor, apertura y la disposición de seguir siendo vulnerable». Eso lo escribió, no una persona cualquiera, sino una mujer llamada Anne Morrow Lindbergh, cuyo hijo fue secuestrado y muerto de noche el 1º de marzo de 1932.
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La renuncia a construir el futuro, la reducción de uno mismo a caja de resonancia que depende de la cuerda exterior y no de sí misma; ésa es la más grande declaración de inferioridad que puede hacer una persona. Sólo aquel que rescata puede inventar. Se necesita, siempre, inventar al amor. Con un realismo orgulloso y apasionado, que también viva el presente con fruición. Lo contrario es hacerse inválido al comparar la capacidad propia e igualarla con la del mediocre que no pudo.
Por eso ¡venga el muro! Trataré de fracturarlo con el corazón y con la frente. Si resultare yo fracturado y muerto, ya vendrán detrás cabezas testarudas a resquebrajar la pared de los cobardes. Porque es inevitable la ideología para el amor cuando se tiene amor por la ideología.
Luis Enrique
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