Me oyó mi amo con grandes muestras de inquietud en el semblante, pues dudar o no creer son cosas tan poco conocidas en aquel país, que los habitantes no saben cómo conducirse en tales circunstancias. Y recuerdo que en frecuentes conversaciones que tuve con mi amo respecto de la naturaleza humana en otras partes del mundo, como se me ofreciese hablar de la mentira y el falso testimonio, no comprendió sino con gran dificultad lo que quería decirle, aunque fuera de esto mostraba grandísima agudeza de juicio. Me argüía que si el uso de la palabra tenía por fin hacer que nos comprendiésemos unos a otros, este fin fracasaba desde el instante en que alguno decía la cosa que no era; porque entonces ya no podía decir que nadie le comprendiese, y estaba tanto más lejos de quedar informado, cuanto que le dejaba peor que en la ignorancia, ya que le llevaba a creer que una cosa era negra cuando era blanca, o larga cuando era corta. Éstas eran todas las nociones que tenía acerca de la facultad de mentir, tan perfectamente bien comprendida y tan universalmente practicada entre los humanos.
Jonathan Swift – Los viajes de Gulliver
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Juan Guaidó tal vez ostente el récord Guinness de un legislador con más mentiras mayores en menor tiempo. Hay, por supuesto, mentirosos compulsivos entre los políticos de todo el mundo, pero en general se limitan a falsedades de poca monta y no tan obvias; lo alarmante en la conducta de Guaidó es la facilidad con la que expone, una tras otra, enormidades que él sabe son falsas.
Del «otro lado» también hay graves mentiras que la «moral revolucionaria» condona. En 1971, Yehezkel Dror escribía Crazy States – A Counterconventional Strategic Problem; allí anota como uno de los rasgos de un estado que califica como «loco» el siguiente: «…está imbuido de un sentido de superioridad frente a la moralidad convencional y las reglas habitualmente aceptadas de la conducta internacional (dispuesto a la inmoralidad e ilegalidad en términos convencionales en nombre de ‘valores superiores)». Pero en quienes predican, en términos de moralidad, el repudio al gobierno de Nicolás Maduro—o su “régimen”, concepto al que el Diccionario de la Lengua Española no adjudica connotación peyorativa alguna: Del lat. regĭmen. 1. m. Sistema político por el que se rige una nación—, la mentira es doblemente despreciable. (El 20 de agosto de 2004, trataba de mostrar a un cierto empresario relativamente joven que cinco días antes Hugo Chávez había superado la prueba revocatoria sin recurrir a un fraude electoral; al cabo de unos minutos me dijo: «Está bien, me convenciste; no hubo fraude, pero hay que decir que lo hubo, porque a ese señor hay que negarle hasta el agua». La maldad que percibía en Chávez lavaba de antemano su inmoral prescripción; tampoco las maldades que se atribuye a Nicolás Maduro absuelven las inmoralidades de nadie).
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Como registrara la actualización al pie de El nuevo error de Falcón (22 de julio de 2019), el más reciente embuste de Guaidó es sostener desfachatadamente que “El TIAR es un tratado interamericano, en sus grandes líneas, de asistencia humanitaria. Dicen que tiene que ver con el tema del uso de la fuerza. No es así. Principalmente afecta a cuestiones de asistencia humanitaria”. Pero antes ha vendido con bastante éxito internacional la farsa de que Maduro es un usurpador, que él sería el Presidente de Venezuela según el Artículo 233 de la Constitución y que reunió un «cabildo abierto» suficiente para juramentarse como tal. (Un cabildo abierto es la reunión de las autoridades municipales con los ciudadanos de ese municipio; en ningún caso tiene la facultad de decidir asuntos nacionales, como en quién recae la Presidencia de la República, y quien sea el Presidente electo debe juramentarse ante la Asamblea Nacional o, en último extremo, ante el Tribunal Supremo de Justicia). Poco después argumentaba que la Asamblea Nacional puede requerir una invasión militar extranjera en aplicación del Numeral 11 del Artículo 187 constitucional (ver Delirio total, 7 de febrero de 2019), cuando él sólo habla de misiones que deben ser entendidas como de asesoría o cooperación con la Fuerza Armada Nacional.
Pero por más destacado que sea Juan Guaidó como mitómano, tiene cómplices numerosos:
El retorno de Venezuela al TIAR fue aprobado como una moción de urgencia y sin modificaciones en una audiencia realizada en la calle por la Asamblea Nacional, en un evento que aspiraba ser una gran concentración de seguidores pero que se vio afectado por una masiva interrupción en el servicio eléctrico. “El momento de Venezuela es ya, hay que actuar”, expresó Guaidó al introducir la moción, que luego fue aprobada unánimemente. (El Nuevo Herald, 23 de julio de 2019).
Hace casi doce años, cuando ni siquiera sospechaba la existencia del diputado Guaidó, escribí:
Como sabemos, la honestidad no sólo se refiere en lo político al pulcro empleo de los recursos que son de toda la comunidad; también existe la honestidad intelectual, y quien miente a conciencia, quien perora discursos torcidos para argüir a favor de sus fines de poder, quien ofrece explicaciones de la historia o de las cosas a sabiendas de que son superficiales o demasiado alegres, carece de ella. (El político virtuoso, 18 de octubre de 2007).
Reproduje el texto del que extraje esa cita en Test para Trump (3 de agosto de 2016; todavía ignoraba que Guaidó existía) para proponer estas preguntas: «¿Es Donald Trump responsable, en el sentido expuesto? ¿Es humilde? ¿Es compasivo? ¿Es honesto?» Quizás las respuestas a tales cuestiones expliquen por qué Trump y Guaidó se han entendido tan bien.
A Pinocho y Pinochet sólo los distinguen dos letras. LEA
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