A Nelson Landáez

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Es de vieja tradición en la filosofía occidental (…) el establecimiento de la distinción entre opinión y conocimiento. Aristóteles, por ejemplo, propone que si lo opuesto de una proposición no es imposible o no conduce a la autocontradicción, entonces la proposición y su contraria son asunto de opinión. Este criterio excluye las proposiciones de suyo evidentes, así como las demostrables, y ambos tipos de proposición no expresan opinión, sino conocimiento.

Conocimiento y opinión, 14 de junio de 2007

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Hace tres días recibí por el medio de WhatsApp el video que se coloca a continuación:

 

 

Reproduzco, de este blog, la Nota del Día del 28 de junio de 2010 (Contenedores de palabras podridas):

Neil Postman y Charles Weingartner sostenían en La enseñanza como actividad subversiva (1969), que una de las tareas fundamentales de la educación era proporcionar a los educandos un “detector de porquería”. (Crap detector). El estudiante debía aprender a distinguir entre un discurso válido y con sentido, y uno construido con falsedad. Así, el paciente racional debe preferir la medicina científica a cacareadas “medicinas sistémicas” o “alternativas”, independientemente de la propaganda televisada que nuestros canales de televisión admitan. Así debe el ciudadano preferir, más bien exigir, una política científica, y rechazar la payasada que busca imponérsenos.

El primer deber del político es el de educar al pueblo, para que sea cada vez más autónomo, menos tutelado políticamente. (Claro que entonces él mismo debe ser educado en la verdad política). Así que recordaremos a John Stuart Mill y Bárbara Tuchman. Dice ésta en conjetura profundamente democrática: “El problema pudiera ser no tanto un asunto de educar funcionarios para el gobierno como de educar al electorado a reconocer y premiar la integridad de carácter y a rechazar lo artificial”.

Dice Mill: “Si nos preguntamos qué es lo que causa y condiciona el buen gobierno en todos sus sentidos, desde el más humilde hasta el más exaltado, encontraremos que la causa principal entre todas, aquella que trasciende a todas las demás, no es otra cosa que las cualidades de los seres humanos que componen la sociedad sobre la que el gobierno es ejercido… Siendo, por tanto, el primer elemento del buen gobierno la virtud y la inteligencia de los seres humanos que componen la comunidad, el punto de excelencia más importante que cualquier forma de gobierno puede poseer es promover la virtud y la inteligencia del pueblo mismo… Es lo que los hombres piensan lo que determina cómo actúan”.

Pero también advierte: “Un pueblo puede preferir un gobierno libre, pero si, por indolencia, descuido, cobardía o falta de espíritu público, se muestra incapaz de los trabajos necesarios para preservarlo; si no pelea por él cuando es directamente atacado; si puede ser engañado por los artificios empleados para robárselo; si por desmoralización momentánea, o pánico temporal, o un arranque de entusiasmo por un individuo, ese pueblo puede ser inducido a entregar sus libertades a los pies de incluso un gran hombre, o le confía poderes que le permiten subvertir sus instituciones; en todos estos casos es más o menos incapaz de libertad, y aunque pueda serle beneficioso tenerlo así sea por corto tiempo, es improbable que lo disfrute por mucho”.

Y ésta es una cita complementaria—Lo que no corta una hojilla—de la Nota del Día 15 de julio de ese mismo año:

Una ideología se compone de una explicación y una prescripción. Por el primero de sus componentes, pretende entender cómo funciona una sociedad dada o, como en el caso de la más pretenciosa de todas (el marxismo), la historia entera de la humanidad. (Historicismo marxista o materialismo histórico). Es este componente el que se quiere hacer pasar por científico. Aunque fue la pareja Marx-Engels la que acuñó el término “socialismo utópico”, fue el segundo quien catalogó las teorías de Marx como “socialismo científico”. Muchos creen conmovedoramente que esto es así. El general Raúl Isaías Baduel, con ocasión de su pase a retiro el 18 de julio de 2007, dijo en su discurso de despedida: “…si la base para la construcción del Socialismo del Siglo XXI es una teoría científica de la talla de la de Marx y Engels…”, …”, y el presidente Chávez dijo en la Asamblea Nacional el 15 de enero de este año: “El marxismo sin duda que es la teoría más avanzada en la interpretación, en primer lugar, científica de la historia, de la realidad concreta de los pueblos…” Captor y cautivo piensan lo mismo en este punto.

Fue, sin embargo, nadie menos que Karl Popper, el papa de la Filosofía de la Ciencia en el siglo XX, quien mostrara y demostrara que el “historicismo”, en particular el marxista, era un discurso contracientífico. (En La miseria del historicismo). Antes, en La lógica de la investigación científica, Popper estableció un sólido criterio, el famoso “criterio de demarcación”, para distinguir entre un discurso científico y uno que no lo es. El marxismo no pudo nunca superar la barra del criterio popperiano.

La explicación proporcionada por la ideología usualmente consigue culpables de un estado indeseable de la sociedad—indeseabilidad que se establece según los “valores” de la ideología concreta—que resalta en su crítica. Así, por ejemplo, el marxista sostendrá que la culpa del subdesarrollo es de la empresa privada, cuyo afán de lucro produce la “exclusión” de grandes contingentes humanos en su afán por mantener privilegios de clase, y que el Estado revolucionario está llamado a corregir ese estado de cosas; por lo contrario, un liberal argüirá que el subdesarrollo es culpa de la excesiva intromisión del Estado en la economía y que, si se deja tranquila a la “libre empresa”, será posible alcanzar un desarrollo avanzado. En medio de estos polos extremos se ubican las ideologías intermedias: básicamente la socialdemocracia (socialismo evolucionista o reformista), una suerte de socialismo de virulencia atenuada fundado desde Alemania por Eduard Bernstein hacia 1896, y la democracia cristiana o socialcristianismo, desarrollado a partir de principios expuestos en las “encíclicas sociales” de los papas a partir de León XIII (1891), y que desde un inicio se perfilaba explícitamente como un “tercer camino”.

Todas ellas son formas obsoletas e ineficaces de plantearse la actividad política. Son medicina precientífica.

Ahora, un planteamiento precedente que regresa a los autores citados al principio (en Un tratamiento al problema de la calidad en la educación superior no vocacional en Venezuela, 15 de diciembre de 1990):

Un objetivo fundamental de este programa de educación superior, tal vez más profundamente pedagógico que el de ofrecer las nociones más recientes sobre el hombre y su universo, sea el de proporcionar las herramientas útiles al desempeño intelectual. En efecto, transferir contenidos incurre inevitablemente en la subjetividad de la selección de lo que se transmite. En cambio, dotar a un hombre de herramientas para el aprendizaje, para la operación intelectual, es de hecho una donación más liberadora. El objetivo es formulable de la manera siguiente: se trata de convertir un mal aprendedor en un buen aprendedor, siguiendo la terminología de Neil Postman y Charles Weingartner. Estos autores señalan, entre los rasgos de un buen aprendedor, su apertura mental, la nula incomodidad que sienten al formular preguntas, su disposición al reconocimiento de la propia equivocación, su placer de encontrarse en situación de aprendizaje. Obviamente, un buen aprendedor posee, además, el dominio de ciertos métodos y técnicas que hacen eficiente el proceso de absorción y elaboración de conocimiento.

Finalmente, el relato inicial de la Carta Semanal #281 de doctorpolítico (3 de abril de 2008):

Hace treinta y tres años, la edad de Cristo, de que el suscrito, en compañía de Eduardo Quintana Benshimol, filósofo, y Juan Forster Bonini, químico, se trasnochara mucho por culpa de una discusión que amenazaba con hacerse interminable. Amanecimos en casa de Eduardo, entre serísimas consideraciones pedagógicas e innumerables botellas de Coca-Cola. Los tres, ex alumnos del Colegio La Salle, debíamos responder a un requerimiento de la Fundación Neumann, que nos había solicitado que le presentáramos un proyecto innovador en materia educativa.

A pesar de que el proyecto terminaría teniendo una intención instrumental—proporcionar a los educandos herramientas que les permitieran dejar de ser malos aprendedores para ser buenos aprendedores—, la discusión de aquella noche sin fin estaba centrada en el problema de los contenidos. Nos resultaba imposible concebir ejercicios de descripción o razonamiento que no estuvieran referidos a algún contenido concreto, y sabíamos que nuestra posición de instructores determinaba una autoridad con la que sería muy fácil imponer a inteligencias juveniles—trabajaríamos con alumnos de los últimos años de bachillerato y los primeros universitarios—nuestras propias opiniones sobre las cosas.

Después de numerosos desvíos retóricos, ingeniosos aunque no poco bizantinos, aterrizamos hacia las cinco de la mañana en una declaración de principios: en la aplicación del proyecto, nos consideraríamos sin derecho de imponer nuestros puntos de vista a los alumnos, y nos comprometimos a advertirlos cuando discutiéramos cosas que eran materia, no de conocimiento, sino de opinión. Puesto de otro modo: nos comprometimos a respetar y cuidar la libertad de pensamiento de los jóvenes, cuyos cerebros estarían a nuestra disposición mientras participaran en los programas que administraríamos.

Arribados a ese punto, el cansancio tuvo vía libre para cambiar de tema. Hablaríamos unos minutos más de Cat Stevens, Jacques Monod y el béisbol local, y nos fuimos a dormir, exhaustos pero felices de haber resuelto nuestros punzantes y católicos escrúpulos. Dos días después presentamos el proyecto a la fundación (“la cual aceptó”), conscientes de que lo técnico y lo metodológico en el concepto estaban libres de manipulación.

En educación, nada más importante que respetar la libertad de conocimiento de los educandos y dotarles de las herramientas necesarias al ejercicio crítico en su aprendizaje. LEA

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