Una etiqueta es siempre una sobresimplificación

 

A CISA

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régimen Del lat. regĭmen. 1. m. Sistema político por el que se rige una nación.

Diccionario de la Lengua Española

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El país, que sufre agudos dolores y privaciones, está atrapado en la tenaza de la perniciosidad del gobierno y la incompetencia de la oposición, mientras ambos se pegan mutuamente etiquetas en las solapas: ¡Dictadura! ¡Fascismo!

Etiqueta negra, 11 de abril de 2016

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Ningún medio de comunicación venezolano se atrevió a llamar dictador a Marcos Pérez Jiménez antes del 23 de enero de 1958 pero, poco después de su caída, los periodistas ofrecían todo género de condenas a la glotonería de un pueblo que por mucho tiempo recibió sólo noticias que no disgustaran al oficialismo de la época. Fue por ese tiempo, creo, cuando empezara el empleo periodístico del término «régimen» como sinónimo de dictadura aunque, como muestra el epígrafe, en castellano es una palabra sin carga despectiva, enteramente neutra. Ése es el uso condenatorio que ha resucitado para referirse al gobierno presidido por Nicolás Maduro.

La época parece necesitada de etiquetas, algunas sustantivas (régimen, dictadura, derecha) y otras adjetivas (ilegítimo, fraudulento, golpista). El mecanismo psicológico subyacente al fenómeno ha sido diagnosticado desde hace tiempo:

La ritual execración de la figura presidencial proporciona al opositor adicto un progreso indirecto en la imagen ética que tiene de sí mismo. En efecto, mientras puedo hablar peor del Presidente, mientras más malvado lo encuentro, yo soy por implicación una mejor persona. Como no soy como él—¡Dios me libre!—entonces soy bueno. Mi bondad progresa relativamente, sin que yo haga mérito independiente, porque su maldad crece todos los días. Así obtengo satisfacción moral. (Enfermo típico, 26 de enero de 2006).

Un último comentario (otra reiteración) tomado de Diálogo digital (15 de febrero de 2019), entrada en este blog de hace un año y seis días:

Es frecuente escuchar que Maduro es el jefe de una “dictadura comunista”. Si lo fuera, es de las más benévolas de esa clase. Comparemos con Cuba; en el primer año y medio de la revolución, se había fusilado a unos 700 opositores o antiguos enchufados de Batista, y no quedaba una sola empresa privada en pie. ¿Es ése nuestro caso? Comparemos con Rusia, la soviética, con cifras más altas: se atribuye a Stalin la muerte de 9 millones de prisioneros políticos, sus compatriotas. Comparados con esos casos reales de “dictadura comunista” lo que nos acontece es una verbena. El problema político nacional no es taxonómico, no es uno de nomenclatura. Bautizar un problema no es resolverlo. La cosa no es decidir si Maduro es morrocoy o cachicamo.

El procedimiento de etiquetar es indudablemente cómodo; no requiere mucho análisis. Pero más allá de eso, hay quienes se sienten heroicos patriotas al emplearlo, creyendo que es su deber asumir en su habla cotidiana las etiquetas más reiteradas y ofensivas. Con frecuencia se añade, en referencia a la comunidad socialista que nos gobierna: «¡Esta gente es de lo último!» La cosa sería un problema de «falta de clase», y la solución sería por tanto conseguir, como propugnaba Juan Carlos Sosa Azpúrua en agosto de 2014, unos «militares decentes» que barran con esa gente «de lo último».

¿Es eso una política seria, responsable y eficaz? LEA

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