Un genio como ha habido pocos

 

A Mary Taurel, su gran amiga

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De no haber fallecido hace veinte años, Fredy Reyna habría cumplido ayer ciento cuatro. La madre Venezuela, de cuando en cuando, alumbra genios; en el caso de Fredy, de la música, los títeres, los juguetes, la enseñanza y la amistad.

La primera vez que lo vi, yo era un niño. Mi padre, Pedro Enrique Alcalá y Reverón, nos llevó un domingo, a la hermana que me sigue y a mí, a ver un espectáculo de títeres que manejaban Fredy y Lolita, su especialísima esposa, en el club de empleados de la Creole Petroleum Corporation en Los Chaguaramos. Varios años después, me invitó Mercedes Luisa Agostini a escuchar uno de sus conciertos de cuatro en el Instituto Politécnico Educacional de la urbanización El Bosque, en Caracas. Faltaban unos cuantos años para que el mago Fredy me regalara su amistad, que continuaría con su hijo, Federico. Entonces aprecié su magia en la cocina de su casa en Los Rosales, donde—lo juro—sacó una melodía, con una simple varita, de una gavera de hielo metálica, pues no sólo ritmo sino notas musicales le extrajo ante mis ojos y oídos atónitos.

Creo que es de esa misma visita a su casa que se complaciera en mostrarme su colección de juguetería inglesa, con algunas piezas que se remontaban al siglo XIX. En efecto, según supe antes de tratarlo, Fredy y Lolita vivieron en Londres con el apoyo de algunos honorarios que le remitía nuestro Ministerio de Educación. Hugo Ramón Manzanilla me refirió que mientras estaban allá se interrumpió por unos pocos meses el flujo de cheques, y cuando finalmente se restituyera Fredy fue a buscar el salvador dinero. De allí regresó contentísimo a su residencia, para saludar a la esposa con estas palabras: «¡Lolita! ¡No vas a creer la maravilla de flauta que me encontré!» Había gastado casi toda la plata comprando el instrumento que en el camino vio en una vitrina, así que tendrían que subsistir alimentándose de notas musicales.

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Además de todo, Fredy Reyna tenía un desarrollado sentido del humor, como comprobaría años más tarde. Él y yo conversábamos mientras procedíamos a devorar una mousse de salmón preparada por Mary Taurel de Salas, como anticipo a una abundante y deliciosa cena en casa de ella y su esposo, el gran empresario y filántropo Roberto Salas Capriles. Habríamos consumido cada uno media docena de tan excelentes entremeses cuando Fredy me confió: «¿Sabes, Luis Enrique? He llegado a pensar que ¡si yo fuese modesto sería perfecto!»

Ése era Fredy. Naturalmente, la mayoría de la gente lo recuerda como un cuatrista excepcional. Fue a él a quien se le ocurriera afinar la última cuerda del cuatro, nuestro instrumento nacional, una octava más arriba como si fuese la última de una guitarra, lo que permitió emplearlo ya no como acompañante sino como instrumento solista. Dejemos que él mismo vuelva a despedirse de nosotros con esta rendición suya de Quirpa guatireña:

 

LEA

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