Antes he admitido esto:
Cuando tenía doce años, me permitió el gran señor que fue Oscar Álvarez De Lemos secuestrar durante todo un mes el disco con la pieza que, irreversiblemente, me permitió habitar el mundo sinfónico. Fue en su casa de La Campiña donde innumerables veces escuché maravillado Romeo y Julieta de Pyotr Ilyich Tchaikovsky, saliendo de un plato Garrard y llegando a mis oídos después de atravesar un noble amplificador Macintosh. Sólo mi esposa ha logrado enamorarme de modo tan definitivo. El disco de Don Oscar era el Columbia CL 747, donde quedó grabada la interpretación de la pieza por la orquesta de André Kostelanetz. Lo poseí hasta que pude conseguir en Don Disco de Chacaíto una copia de la misma grabación y devolví el préstamo. Después adquirí otras muchas interpretaciones por orquestas y directores bastante mejores. (Una pieza perfecta, 13 de enero de 2013).
En mi computador tengo ahora once versiones, de las que la última ingresó anteayer. Considero que es la mejor de todas las que atesoro. Los músicos que la interpretan son los de la Orquesta Filarmónica de Oslo, que responden a la dirección del enorme director Mariss Jansons, quien asumiera entre otras posiciones la de Director Titular de la mejor orquesta del mundo, la Orquesta Real del Concertgebouw de Ámsterdam.
No fue sino hasta que descubrí la preciada joya cuando me percaté de que Jansons vino al mundo en Riga tres días después que yo, el 14 de enero de 1943. Cuando puse acá una entrada centrada en varias de sus conducciones—Más fuerte que el odio, 25 de septiembre de 2019—dije de él:
Jansons está doblemente vivo de milagro. Casi murió de un infarto del miocardio en Oslo en 1996, a punto de concluir su dirección de La bohème, de Giacomo Puccini. (Su padre, Arvīds Jansons, igualmente director de orquesta, falleció por lo mismo doce años antes mientras dirigía la Orquesta Hallé, de Manchester). Hoy en día, Mariss Jansons porta en su pecho un desfibrilador encargado de reactivar su corazón en caso de falla. Pero su existencia misma es casi milagrosa: su madre, Iraida, era judía, y debió parirlo escondida, prácticamente contrabandeada fuera del Gueto de Riga (Letonia), donde su padre y su hermano fueron asesinados por los nazis.
Dos meses y seis días después de ese texto, ignoraba yo, Mariss Jansons moría a causa de sus problemas cardíacos. Es luto tardío, entonces, que ofrezca acá en su honor la más satisfactoria interpretación de la pieza juvenil de Tchaikovsky de las que conozco:
Perdona, Mariss; creía que aún vivías. Bueno, de todos modos vivirás en nuestros oídos y nuestros corazones hasta que nosotros muramos. LEA
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