Salvador Dalí: La persistencia de la memoria

 

Ando revisando documentos que ya son vetustos, como aquél del que extraigo el texto que transcribo abajo. Éste consiste en la Introducción de mi primer libro: Krisis – Memorias prematuras (1986). Creo que algunas cosas dichas allí pueden ser de interés, aun a tres décadas y media de distancia.

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En 1972 exhibieron en Caracas una rara e interesante película que se llamaba La tienda roja. La cinta fantasea sobre la aventura de una expedición italiana hacia regiones árticas inexploradas que dirigía el general Umberto Nobile. Un grupo de expedicionarios voló con él en un dirigible que se estrelló en un inhóspito y desolado paraje. Allí los sobrevivientes pudieron radiodifundir señales de emergencia y pedir auxilio. Tres intentos de rescate, nos cuenta la película, fueron un rompehielos ruso que no pudo llegar a alcanzarlos, la solitaria y trágica figura del noruego Roald Amundsen que se acerca en su trineo y muere en la búsqueda y, finalmente, un piloto alemán que llega hasta el sitio del accidente en un avión biplaza. Esta circunstancia significaba que podría salvarse uno de los sobrevivientes, pues el aeroplano sólo tenía puesto para una persona más. Quien se salva es Nobile, dejando atrás a sus compañeros, abandonados a una muerte prácticamente segura.

La historia sigue, muchos años más tarde, en el salón de la casa de Nobile, ya viejo. Es de noche y le visitan sus fantasmas. Su conciencia proyecta en la sala la imagen de Amundsen, la del piloto alemán, la de un grumete de la expedición que iba a casarse con la novia a quien adoraba… Es un terrible tribunal que le acosa y le pregunta por qué eligió salvarse él y no salvó a cualquier otro. Nobile responde y se defiende: “Mis influencias como general servirían para organizar una partida de salvamento. Ningún otro hacía más probable el rescate posterior de todos los que quedaban. Me salvé para salvar a los demás”.

La discusión prosigue hasta que el fantasma de Amundsen lo emplaza: “Nadie hace nada por una única razón. Siempre hay más de una razón. Pero hay una que en la última instancia es la que definitivamente inclina la balanza. ¡Nobile! ¿Cuál fue esa razón para ti? ¿Cuál, entre tantas, fue la que inclinó la balanza hacia tu propia salvación?” El general calla por un momento, sin más recurso que la sinceridad, y exclama: “¡Yo pensaba en un plato de sopa caliente y en una bañera y en una cama en que dormir al abrigo del viento!”

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Esto es la historia de una decisión personal de quien escribe. El jueves 12 de diciembre de 1985 fui a la oficina del presidente de una importante empresa a explorar la posibilidad de un empleo.* Fuertemente influido por la presión de una agobiante situación económica—por la que no puedo culpar a nadie más que a mí—pensaba que podría hacer un alto de un par de años en mi proceso de preocupación creciente por la política venezolana. Pensaba que podía dejar lo que había venido haciendo últimamente y descansar, escribir unos libros con calma y consolidar mi seguridad económica. La cita con el presidente de la empresa era al final de la mañana. Una hora antes de salir trabajaba en mi escritorio. Aunque no estaba enfermo me sentía terriblemente. No recuerdo muchas veces en las que me haya sentido tan mal. El amor por mi mujer y mis hijos, que sufren la angustia de la incertidumbre que les he impuesto desde hace casi tres años, me dio fuerzas para sobreponerme y manifestar un convincente interés en emplearme. Pero me sentía mal. Yo no quería ese empleo. Yo quería seguir, en contra de considerables obstáculos, en mi creciente inmersión en la política.

La entrevista, y una posterior y casual conversación con el vicepresidente de la misma organización, fueron exitosas. La empresa tendría un lugar para mí aunque tuvieran que crear la posición, según el vicepresidente. Pero, me advirtió: “Debes pensar si eso es realmente lo que tú quieres”.

Regresé a casa y le conté a mi esposa, quien me dijo: “La decisión es tuya”.

Sería la tranquilidad económica tan ansiada. Se trataba de una remuneración anual superior a los quinientos mil bolívares**, y al nivel de vida al que hemos descendido por la atrición en los ingresos, con poco que añadiéramos viviríamos más holgados, quedando un remanente con el que podríamos pagar incontables deudas con prontitud. El fin de semana, como tantos otros, lo pasé trabajando protegido por mi mujer de los reclamos de los niños. Por la madrugada del domingo 15, revisando textos comenzados e interrumpidos días atrás, encontré uno que implicaba un grave paso. Entonces supe que lo daría y sentí paz. Me sentí incomparablemente mejor que cuando fui por el empleo. Al día siguiente, 16 de diciembre de 1985, di el paso. Me presenté en la Notaría Primera del Distrito Sucre y allí autentiqué un documento. El texto es el que sigue:

Yo, Luís Enrique Alcalá Corothie, venezolano, mayor de edad, casado, titular de la cédula de identidad número dos millones ciento treinta y nueve mil cuatrocientos ocho, ocurro ante Notario Público para certificar la siguiente declaración:

Primero. Que en ejercicio de mis derechos políticos, según lo dispuesto en los Artículos 112 y 182 de la Constitución de la República de Venezuela, he decidido solicitar de los electores venezolanos el apoyo necesario para ser postulado candidato a la Presidencia de la República en la próxima oportunidad constitucional.

Segundo. Que buscaré esta postulación directamente de los electores, según lo contemplado en el parágrafo segundo del Artículo 95 de la Ley Orgánica del Sufragio.

Tercero. Que he tomado esta decisión, en pleno uso de mis facultades y con plena conciencia de mis muchas debilidades, porque, después de un severo y laborioso examen de ambas y de una concienzuda consideración del actual proceso nacional y su posible evolución, creo reunir los requisitos que estimo necesarios para desempeñar el cargo de la Presidencia de la República con eficacia.

Cuarto. Que estoy asimismo plenamente consciente de la enorme dificultad del intento que me propongo y que, también considerada debidamente esa dificultad, creo poder vencerla, con la ayuda de Dios.

Quinto. Que en procura de tal finalidad no cabe otra conducta responsable que la de prepararme más aún, en el tiempo que me es disponible, para el servicio a la Nación desde su más obligante magistratura.

Es declaración dada en Caracas, a los dieciséis días del mes de diciembre de mil novecientos ochenta y cinco.

Si, como a Nobile, me preguntaran cuál fue la razón que inclinó mi cargada balanza hacia esa decisión, debería contestar que fueron esos estados opuestos de desasosiego y paz que sentí por esos días. La inquietud cuando iba a solicitar empleo porque representaba una claudicación en la lucha. La paz que lograba con el otro paso. No fue esa última razón un nuevo componente racional, alguna nueva premisa que recompusiera mi análisis de las posibilidades, o algún nuevo dato que yo ignorara. Ni siquiera puedo decir que se trató de algún episodio intuitivo, o que la cosa se resolvió en el terreno emocional. Sentí la respuesta de mi ser como un conjunto global e indiferenciado, tanto en la inquietud como en la calma. No eran mi cerebro o mi corazón lo que se angustiaba o descansaba. Era una plenitud. Pero, como con Nobile, sería inadecuado describir mi decisión como el producto de tales sensaciones. En la formación de ese paso ha intervenido una larga serie de acontecimientos y percepciones, la interacción con mucha gente, incontables horas de análisis y reflexión, mientras he sido tocado, como todo otro venezolano, por los accidentes de nuestra presente crisis nacional. En cierto sentido, mi proceso personal no es otra cosa que el modo como la crisis del país me pasaba por dentro. Ésa es la historia que quiero contar aquí.

Como toda historia, la hago arrancar desde un punto arbitrario: con el año de 1983. Las raíces de una preocupación por la significación histórica de la sociedad de la que soy miembro son muy anteriores a ese año. Así lo es también alguna que otra noción sobre lo social que forma parte de mi actual enfoque y comprensión de lo político. Esta es una de las maneras en que la historia de mi decisión resulta una historia incompleta, pues sería posible encontrar la fuente de algunos de sus componentes en años más remotos. Hay asimismo otra causa de inexactitud: “Cada pulpero alaba su queso”, y por más que he procurado mostrar acá, con alguna desnudez, las debilidades personales que considero pertinentes a mi actuación política y su posible eficacia, mi vergüenza limita mi sinceridad. No creo haber eludido hablar de algún defecto que me conozca y que yo crea que debe ser conocido para que las gentes se formen una opinión válida acerca de mis capacidades políticas. Sin embargo, lo que dejo traslucir en el recuento no es, por supuesto, más que una fracción de mi falibilidad.

La historia de mi decisión de buscar el voto de los venezolanos para acceder al cargo de Presidente de la República está llena de episodios de interacción con un gran número de personas. Refiero aquí la mayoría de ellos. Para eso, he optado por suprimir los nombres de las personas involucradas cuando he estimado que la narración de los hechos pudiera resultarles comprometedora. El paso dado el 16 de diciembre de 1985 fue el acto de un hombre solo. No me hice acompañar por nadie. La autenticación del documento por Notario Público es suficiente signo de que lo quise hacer del dominio general, pero la soledad que elegí habla de que fue igualmente un acto personal de mi exclusiva responsabilidad. Por esta razón, al hacer el recuento del proceso que me llevó a la decisión, a veces protejo a personas que aparecen en el relato con el silencio de sus nombres. A casi todas ellas debo agradecer en mayor o menor medida algún apoyo material o espiritual, alguna palabra de aliento o, simplemente, algún gesto de conmovedora amistad. Muchas de esas personas, preocupadas por mi suerte y la de los míos, me han visto recorrer el tortuoso camino, lleno de oscilaciones, de arranques y retrocesos, de entusiasmo y depresión. Muchos buenos y certeros consejos he recibido de ellas, los que no siempre he sabido llevar a la práctica.

Pero me ha parecido que en este texto no debo asociarlas con mi decisión, tomando en cuenta la aparente insensatez de la misma. El 23 de diciembre de 1985 desayunaban en mi casa cinco venezolanos, ya informados de mi voluntad de buscar la postulación. El más enérgico de los cinco me dijo con inmenso calor de amistad: “¡Esto que te propones es un soberano disparate!” Es necesario que refiera la gestación del disparate. Si no estoy escribiendo exclusivamente para las personas a quienes en estos últimos años he llenado con numerosas y hasta contradictorias imágenes, si bien escribo este recuento para el público en general, también pienso mucho en los amigos, en quienes me han escuchado y han sufrido de algún modo mi anómala trayectoria hacia una función pública. Dedicando, como lo hago, mucho tiempo a pensar la política, es bastante frecuente que llegue a conclusiones que modifican mis posiciones anteriores. Mis interlocutores deben luego sufrir, en entrevistas que no dejan espacio a una relación completa y continua del análisis, alguna sorpresa, alguna modificación. “Parecía tener una interpretación nueva cada semana, la cual pacientemente nos explicaba a mis colegas y a mí. Pero cuando entendíamos todos los detalles (normalmente como una semana después), él ya había refutado su propia hipótesis e ideado otra alternativa”. Así se refiere Richard Muller a su profesor, el físico y Premio Nobel Luís Álvarez. Algún consuelo obtuve al leer esa declaración, pues pensé que no solamente yo torturaba a mis amigos con un incesante cambio en el discurso. Pido perdón por la penosa experiencia a la que he sometido, en más de una ocasión, a tantas y tan pacientes personas amigas. Solicito su comprensión ante lo ambicioso de las reflexiones emprendidas. Apelo a su benevolente entendimiento para que me concedan el atenuante de la profunda crisis que vivimos, cuya lectura es un trabajo arduo y desequilibrante. Lo cambiante del ambiente de señales que recibimos es una condición que ha exigido el constante reexamen en las hipótesis que he venido manejando; la magnitud de los problemas que enfrentamos como sociedad, un factor que induce oscilación en el pensamiento. He procurado mostrar aquí, no obstante, cómo es que, a pesar de las perturbaciones, una cierta interpretación de lo político emerge como teoría válida y cómo es que, a pesar de los cambios en mis proposiciones, cada nuevo estadio construía sobre los anteriores y preservaba lo esencial de mi enfoque, como creo también que cada nueva versión era factible en su momento y esencialmente correcta.

La misma persona que en el desayuno que referí opinó que mi decisión era disparatada se despidió de mí diciéndome: “Vuelve a escribir el Informe Krisis”. Aludía a una publicación mensual que produje desde octubre de 1983 hasta febrero de 1985, y que tanto él como otros amigos me excitaban a continuar, en parte porque podía darme algún ingreso, en parte porque piensan que es un modo de influir en la opinión de importantes actores de la vida nacional. La palabra crisis es de origen griego y en ese idioma significa decisión. Nada parecería más apropiado, pues, que llamar a esta historia de una decisión con el nombre de mi antigua publicación. Ha sido una larga crisis, una difícil pero pacificante decisión.

Otro de los asistentes al desayuno mencionado decía que mis probabilidades objetivas dependerían fundamentalmente de que yo pudiera articular un mensaje cuyos componentes tenía a la mano, no sin advertirme que era esta fácil circunstancia el peor enemigo a vencer. Muchas veces he lidiado con la estructura que daría a muchas cosas que quiero decir. Un afán puntilloso de perfección textual me hizo desechar los varios esquemas. Confío en que la organización de este relato, decidida con posterioridad a la amistosa advertencia, y en función de una secuencia temporal, me permita explicar mis ideas de un modo más natural, sin la pretensión de un ensayo acabado, de un tratado sobre la política, de un plan de acción… versiones que, entre otras, consideré escribir. Lo que aquí se lee no es otra cosa que el tránsito de la crisis que a todos influye por el alma de una persona que se ha dejado deliberadamente penetrar por aquélla. De vez en cuando se topará el lector con referencias a notorios acontecimientos de la época narrada. Un trabajo más completo, un intento más científico, procedería con un recuento sistemático de las noticias como referente paralelo a mi crisis personal.*** Admito la imperfección de una relación incompleta a este respecto y tal vez acometa en ocasión posterior ese trabajo referencial. Pero ahora no tengo tiempo y debo vencer los escrúpulos y presentar a la lectura este texto limitado. Creo en la transparencia política. Creo que la época no se satisface con míticos personajes ya imposibles y que nunca se equivocan, distantes y perfectos. Así expongo al escrutinio público este relato personal que, en virtud de mi decisión política, debo ofrecer. Si no por una postura moral, al menos porque en la política informatizada de nuestros días, ante un ciudadano cada vez más consciente y menos creyente en superhombres salvadores, resulta una necedad exhibirse como esos seres pretendidamente inerrantes que pueblan nuestra política cotidiana. Eso sí sería un verdadero disparate.

Son estas páginas una suerte de memorias prematuras. En mi experiencia, a medida que los recuerdos me son más antiguos, disminuye la pasión negativa que algunos acontecimientos hayan podido causarme. No guardo de estos tres últimos años de mi vida, sin embargo, ningún rencor que valga la pena.

Por lo contrario, jamás como ahora he recibido de los demás mayor cantidad de consideración, paciencia y amistad. Si a los ojos de los amigos alguna meta temporal no fue aún alcanzada tal vez eso se deba a mi falta de humildad y a la terquedad que esta carencia causa, o, como he dicho, a la sensación de lo incompleto o inadecuado de mi diseño ante un proceso social tan complejo e inusual. Es en rebeldía ante el castrante escrúpulo perfeccionista que escribo estas prematuras memorias. Seguramente podría hacerlo con mayor justicia en una ocasión posterior.

26 de diciembre de 1985

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* La empresa era Menevén, y me había reunido primero con su presidente, Renato Urdaneta. Su vicepresidente, quien me recibió luego, era entonces Roberto Mandini.

El amedrentamiento ha sido arma favorita de Chávez durante todo su período, y desde su mismo inicio. Más de una de esas reuniones televisadas desde el Salón Ayacucho parecía atenerse a un estilo de gobernar en corte, como si se tratara del más absoluto de los monarcas franceses tomando decisiones sobre la marcha y delante de todo el mundo, sin discreción alguna, muchas veces para vergüenza de los involucrados. Pero al estilo versallesco de decidir enfrente mismo de los cortesanos, Chávez ha añadido el poder intimidante de una cámara de televisión, clavada sobre el semblante de la persona a quien pudiera ocurrírsele aludir directamente. Por ejemplo, con motivo de la primera reestructuración de la plana mayor de PDVSA, Chávez se dirigía al país desde el centro del estrado, mientras a su lado derecho observaba, entre otros, el recién nombrado presidente de la compañía, Roberto Mandini. Éste último no estaba conforme con el candidato que Chávez quería imponer en PDVSA Gas, Domingo Marsicobetre. Chávez forzó una transmisión televisada al país para informar acerca de la reestructuración de autoridades en PDVSA y, ante las cámaras de televisión, dijo que todavía no había acuerdo respecto de quien dirigiría PDVSA Gas. “Hemos hablado de un nombre… ¿No es así, Mandini? ¿Marsicobetre, no?” El acosado Mandini, sabiéndose enfocado por la cámara, y sin atreverse a contradecir al Presidente de la República ante los ojos de la Nación, capituló allí mismo. (Tragedia de abril, 14 de junio de 2002).

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** A la tasa promedio de 1985, equivalentes a US$ 38.500.

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*** Precisamente hice eso en mi segundo libro: Las élites culposas – Memorias imprudentes.

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