Caminaba la loma más bien suave de una colina, fácilmente superable en la neblina. (O quizá la noche, tal vez la madrugada). Iba, con muchos otros, en una dirección generalmente definida. Miraba mucho al sendero, el que aparecía bajo sus pies en cuanto los movía. Caminaba en penumbra hacia la luz.
En el trayecto sus ojos distinguían en el suelo, y querían entender, papeles impresos con letras muy negras que nunca llegaron a significar nada; los abría con sus manos y eran totalmente intrascendentes. Pero no podía evitar recogerlos, aunque nunca había leído algo importante, nada que ameritara concentrarse en su texto, distraerse del camino. Siguió cruzando la loma sin demasiada prisa. Sabía que tenía que hacer algo, cumplir una misión, decir alguna cosa. No podía cejar ante tan grave deber.
Después de un tiempo sin haber alcanzado su destino desconocido, oyó una voz grave y lejana que creyó ubicar en las alturas: “¡Apúrate!” La oyó dos veces, tal vez tres. Siguió caminando lentamente. Al cabo de un rato volvió a escuchar la urgencia: “¡Apúrate!” Aceleró el paso y cuando le pareció que llegaba adonde debía estar, la voz penetró su alma de nuevo y le dijo, tranquila pero decisivamente: “Demasiado tarde”.
Se trataba de un sueño, y despertó para vestirse y desayunar antes de ir a la pequeña plaza a esperar el autobús que lo llevaría al colegio. Hacía frío, por lo que vestía su chaqueta de cuero, y vio el rocío sobre las hojas y alguna telaraña perlada de gotas de agua. Entonces tenía seis años de edad, e ignoraba que soñaría lo mismo tres o cuatro veces más, la última en 1980. ¶
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