Henrique Machado Zuloaga a la izquierda de Luis Ugueto Arismendi, su gran amigo

 

El Informe Krisis ocupó buena parte de mi actividad en 1984, así como sirvió, además de fuente de ingresos, como canal para desaguar mis inquietudes sobre la política nacional e internacional. Nació, como dije antes, en octubre de 1983, en la recta final de las elecciones de ese año. La invasión a Grenada dominó por ese entonces la escena internacional, pues no faltó quien pensara que ese episodio presagiaba un ejercicio similar hacia Nicaragua. El conflicto centroamericano, junto con las vicisitudes del mercado petrolero internacional y el proceso de refinanciamiento que por entonces conducía el ministro Arturo Sosa, fueron los tres procesos de “interfase” externa que el informe analizó con asiduidad. Por lo que respecta a lo nacional, el Informe Krisis atendía a la actividad política, la actividad económica, la actividad “social” (más bien laboral) y a la más específica relación del gobierno con el sector empresarial.

Tuvo buena acogida. Algunos importantes personajes lo comentaron favorablemente. Ramón Escovar Salom estaba encantado y lo creía “refrescante”, mientras Eloy Anzola Etchevers me decía: “Se publican muchos informes destinados a la gerencia. Algunos son buenos y otros son malos, pero lo que tú escribes no lo está diciendo nadie más”. Hilarión Cardozo se acercó hasta mi oficina para hablarme bien de la publicación y al mismo tiempo tratar de convencerme de que, en vista de la explosiva situación en la que las elecciones habían dejado a COPEI, su propia figura resultaba la indicada para una secretaría general de salvamento y que él se comprometía a hacerlo sin pretender la candidatura a la Presidencia de la República. El amistoso optimismo de Frank Alcock Pérez-Matos auguraba un “imperio económico” que yo construiría a partir del informe. La verdad es que nunca estuve totalmente concentrado en la construcción del imperio. Más cerca de mis tendencias fue la invitación que me hizo Arturo Ramos Caldera. A fines de una mañana de marzo de 1984 me visitó. Arturo es el portador constante de su sinceridad. Es un alma noble que se dirige a las cosas sin enredarse por los vericuetos de la sofisticación intelectual. Sin mucho preámbulo me dijo: “Vengo a hacerte una invitación. Haz una revista. El informe está muy bien, pero sigue siendo una publicación para élites y tú debes hablar y escribir para todo el mundo”. En esto coincidiría, meses más tarde, la intuición de Allan Brewer. Corina Parisca de Machado había obtenido la autorización de Henrique, su marido, para invitar a su casa a varios amigos pudientes y tratar de convencerlos de aportar fondos para el desarrollo del informe. “Randy” preguntó en esa reunión si no “teníamos” planes de hacer una revista, entendiendo por esto la publicación de un semanario al estilo de la revista Resumen.

Esa reunión en la casa de los Machado fue, por mi culpa, un éxito fracasado o, tal vez, un fracaso exitoso. La cena fue programada para el 23 de agosto. Pocas horas antes de la reunión, y presa de una fuerte excitación, fui a hablar con Corina hasta su casa. Allí le dije que había decidido transparentar mi inquietud de fondo ante los invitados, pues no sentía sincero hablarles de un producto comercial de una empresa (el Informe Krisis), cuando lo que verdaderamente me movía era una vocación hacia una carrera pública. (La declaración de que esto era mi dirección la había confiado por primera vez a Francisco y Thaís Aguerrevere en 1983, durante la campaña electoral de ese año).

Corina reaccionó espantada y argumentó fuertemente en contra de ese discurso. Me dijo que no convenía y que lograría más cosas limitándome al plan establecido previamente, hablando del informe y solicitando de los circunstantes el aporte de capital necesario. (Henrique había sugerido que mis amigos gustosamente contribuirían para eso a título de fondo perdido). Creía Corina que los invitados de todos modos entenderían cuál era mi búsqueda a largo plazo sin necesidad de decírsela explícitamente. Por espacio de una hora traté de convencerla sin lograrlo. Después me rendí a la lealtad que uno debe a su anfitrión, especialmente si se trataba de personas que buscaban ayudarme, como Corina y Henrique, con gran desprendimiento. Así, hablé esa noche del informe sin coherencia y sin convicción. Fui presentado por Corina, quien abrió su discurso aclarando que Henrique le había dicho no tener “nada que ver con eso”. Después, al solicitar que me escucharan, me caracterizó como una persona que acostumbraba ver los procesos sociales “desde un helicóptero” el que a veces volaba demasiado alto. Cuando tomé la palabra ya estaba bastante desanimado. Pero fue mi culpa y mi equivocación. Yo he debido hacer una de dos cosas: o convencerme a mí mismo de que una apertura de mi espíritu era prematura y restringirme a hablar del informe y su evolución, o no haber advertido a Corina y haber dicho lo que sentía sin alarmarla previamente, aclarando en el momento de dirigirme a los presentes que ni ella ni su esposo sabían lo que yo iba a decir. En la forma torpe de ejecutarlo, después de haber asustado a la pobre Corina a última hora, lo que hice fue referirme al informe sintiendo que engañaba a los que escuchaban al no haber descubierto mis intenciones más profundas. A pesar de eso, Reinaldo Cervini, Ricardo Zuloaga y Eduardo Quintero se acercaron a ofrecerme su cooperación. Eduardo me dijo: “Espero que me llames para concretar”, lo que significaba tanto que quería ayudarme como que, en su correcta opinión, yo no había concretado nada. Ricardo me confió: “No entendí mucho, pero creo que lo que quieres hacer es algo como orientarnos en la interpretación de lo que pasa con tu informe. Estoy dispuesto a ayudarte”. Reinaldo hizo algo equivalente, algo así haría Gustavo Julio Vollmer y los Machado me despidieron aliviados.¶

(Tomado de Krisis: Memorias prematuras, 1986).

………

En mayo de 1998 asistí a una reunión de análisis en el bufete de Humberto Bauder Fontúrvel, donde expuse mi argumentación sobre la conveniencia de la constituyente. Con metáfora informática, dije que el “sistema operativo” del Estado venezolano no funcionaba bien y había que instalar uno nuevo. (No se pasaba de Windows XP o Vista a Windows 7 poniendo remiendos al sistema más antiguo, sino dominándolo con la superposición del nuevo). El “constituyente ordinario” (el Congreso de la República) quedaría excedido en sus facultades, puesto que él mismo era creación de la constitución que había que sustituir enteramente con nuevos conceptos constitucionales. Ante esta declaración, Corina Parisca de Machado, presente en aquella sesión, encontró virtud en el planteamiento, al suponer que “le arrancaría una bandera a Chávez”. Admití ese efecto colateral beneficioso, pero recalqué que la constituyente debía operar aunque Chávez no existiera. De más está decir que si se hubiese seguido ese camino, la constituyente habría sido muy distinta de la que Chávez terminó convocando.

Corina Parisca se convirtió en entusiasta defensora de la noción, y me invitó a exponerla a su esposo, el importante industrial Henrique Machado Zuloaga, poco después de la reunión en el Escritorio Bauder. La Sra. Machado se animó, incluso, a promoverme, al decir a su marido: “Cuando ya 56% de los venezolanos quiere constituyente es hora de abrazarla. Tenemos que ayudar a Luis Enrique, porque no sabemos si lo que detendrá a Chávez es un acorazado, un cuerpo de ejército o un indiecito con una flecha”. Yo era el indiecito; la versión tropical de David, armado únicamente de una honda y una piedra, enfrentado al gigante Goliat.

El asunto quedó pendiente, hasta que llegó una fecha patria no laborable: el 24 de junio de 1998, día de la Batalla de Carabobo. A las 3 de la tarde quedamos convocados, además del suscrito, Pedro Carmona Estanga, José Rafael Revenga, Beatriz De Majo y el encuestador Alfredo Keller para discutir la situación política, en momentos cuando ya se veía con claridad que, de no ocurrir un milagro, Hugo Chávez sería el nuevo Presidente de la República. Entretanto, Salas Römer cabalgaba ese mismo día acompañado de su montonera electoral.

El anfitrión abrió fuegos sintéticamente: mientras Chávez subía en las encuestas, la cotización del bolívar bajaba. La economía rechazaba a Chávez; era preciso diseñar “una campaña inteligente, profunda y con mucho real” para detenerlo. Carmona Estanga añadió indicadores económicos que corroboraban lo dicho por Machado, y entonces los “políticos” presentes presentaron su evaluación.

De Majo dijo que era imposible que la candidatura copeyana de Barbie Sáez repuntara para ganarle a Chávez; Revenga emitió el mismo pronóstico para la candidatura de Alfaro Ucero, que aún estaba vigente. Keller apeló a sus mediciones para pronosticar—¡horror!—que tampoco Salas Römer podría parar el ascenso de Chávez y sería derrotado. Entonces propuso: “Yo auparía a una contrafigura de Chávez que fuera capaz de vencerlo con argumentos, aunque esa persona no vaya a ser candidato”. Keller daba a entender con esta última condición que Salas Römer ya estaba montado en el burro—¿caballo?—y que no convendría improvisar una candidatura de última hora. Al terminar su exposición, clavó en mí su mirada.

Tal vez Alfredo Keller no me diga nunca si pensaba en mi persona como capaz de hacer la tarea que había delineado; lo cierto es que mi tono extraña y escarmentadamente modesto de esa tarde me impuso no postularme para la misión, e intervine por la salida lateral de hablar una vez más acerca de la necesidad de promover un proceso constituyente, lo que no fue atendido por los circunstantes. Por un minuto, se examinó perentoriamente dos posibles contrafiguras que pudieran debatirle a Chávez: Alberto Quirós Corradi y Elías Santana, que no causaron mucho entusiasmo. La proposición de Keller ya no estaba sobre la mesa.

Tomado de Las élites culposas – Memorias imprudentes, 2012

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