La nobleza, la solidaridad, la discreción, la alegría, el sentido de realidad, la noción del deber ineludible, la paciencia, el respeto del prójimo y lo ajeno, el espíritu de cuerpo, la seriedad, la pasión deportiva, el tino para conseguir consortes, la falta de pretensión y una orientación práctica y desenredada hacia la vida, son rasgos comunes a los Sucre Eduardo, y esa múltiple conjunción, reiterada doce veces, sólo puede explicarse en la labor paternal y maternal de Andrés y Alicia.
Prólogo a Alicia Eduardo – Una parte de la vida
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Reseña en el diario El Nacional del libro de mi esposa por Roberto José Lovera De Sola
TALLER CRITICO
Por: R. J. LOVERA DE-SOLA
Junio 22, 2009
No pudimos parar, estábamos como amarrados a nuestra butaca de leer, gracias al libro que Nacha Sucre (1950) ha escrito sobre sus abuelos Sucre Eduardo, en el conmovedor volumen Alicia Eduardo una parte de la vida, (prólogo: Luis Enrique Alcalá. Caracas: Fundación Polar, 2009. 247 p.), concebido con tanto afecto que era imposible abandonarlo hasta llegar a su última línea. Es obra enternecedora, sobre todo para los caraqueños que nacimos y crecimos en casas como la suya, con aquellos sentimientos y tales afectos. Estos recuerdos son los que nos salvan de la atmósfera de tupido resentimiento social que se vive hoy, en estos días trágicos que vive el país. División y prejuicios que nunca existieron. Siempre le ha bastado a un venezolano encontrarse con otro para abrazarlo y conversar: no lo que vemos hoy. Nacha Sucre, por ello, nos ilumina hasta el más hondo recodo de nuestra alma con la serie de recuerdos con nos ofrece en su tan bello libro: ¡bienvenida Nacha Sucre!
Tras haber leído Alicia Eduardo: una parte de la vida, con la mezcla del crítico literario que analiza y el caraqueño viejo que siente en su espíritu lo que se nos cuenta, de forma tan veraz y cierta, no podemos dejar de señalar que ante Nacha Sucre estamos ante una escritora, alguien que necesita la palabra escrita para expresarse. Debe proseguir en su tarea con la pluma o con los dedos sobre las teclas del computador.
Nacha Sucre es una mujer de letras porque su libro se lee de corrido por lo bien escrito que está y apasiona por las antiguas memorias que nos revela, en el caso de este crítico de forma muy intensa porque conoció y trató a los dos abuelos de la autora, protagonistas en muy buena medida de este recuento, y sabe que eran tal cual ella los retrata en su obra.
Aquí en el libro de Nacha Sucre está lo más entrañable de la Caracas de nuestros bisabuelos y abuelos; hasta aparece nuestro santo preferido, el doctor José Gregorio Hernández (1864-1919), de quien tantos relatos directos de gente que lo conoció hemos recibido; de personas comunes, de seres de pocos recursos a quienes atendió gratuitamente y de varios de sus alumnos en la universidad, como el doctor Pedro del Corral (1895-1986). Es un santo al que podemos tocar porque tenía la misma sensibilidad humana de nuestros abuelos y anduvo por estas mismas calles que nosotros hemos pisado.
Nacha Sucre traza aquí la vida de los Sucre Eduardo, una de cuyas descendientes es ella. Y todo ello contado siempre dentro del tejido de la historia venezolana. Brillan en su relato varios hechos, por ejemplo: la entrada de Cipriano Castro (1858-1924) a Caracas aquel 22 octubre de 1899 a tomar el poder, a la cabeza de sus andinos. Por cierto, el general Juan Vicente Gómez (1857-1935) no lo acompañaba aquel día en que llegó el Cabito a la estación del tren en Caño Amarillo. Es ésta de Nacha Sucre la descripción más vívida de aquel suceso que conocemos.
Este libro de Nacha Sucre constituye una singular contribución a la historia de la vida cotidiana venezolana, porque ésta no es para nada una historia de héroes ni de figuras egregias de la vida pública, pero sí de aquellos que conforman con su vivir la silueta de un país, los que hacen posible que éste exista, como lo hizo su abuelo don Andrés con sus negocios y su participación en nuestra vida municipal, junto a otros venezolanos que lo único que deseaban era servir a Caracas. Ellos, el 23 de enero de 1958, ni se escondieron, ni huyeron, ni se asilaron en ninguna embajada. Esperaron los nuevos nombramientos para entregar los cargos que ejercían, se sentaron a escribir sus declaraciones de bienes y a explicar a sus hijos, crecidos en los años cincuenta, qué era la democracia y por qué era el mejor sistema de vida.
Reconstruir todas estas peripecias de toda esta gente bella, hombres y mujeres del común, es añadir, como lo hace Nacha Sucre, datos a la historia del país, a lo hecho por la gente igual a otra gente.
Por ello nos muestra cómo eran aquellos seres al trazar la historia de sus abuelos Alicia Eduardo Durán y de Andrés Sucre Sucre. Historia entrañable para el corazón es toda ésta con la cual nos topamos en este volumen, historia que “tiene visos de novela” (p.17). Ella lo que quiere es “preservar la historia de quienes estuvieron antes, los episodios y los secretos de sus vidas que deben ser contados” (p.20), más cuando el país está invadido por la atmósfera de animadversiones sin sentido que vivimos, algo nunca sucedido, sobre todo en este país de pródiga democracia en la cual hasta los más pobres, los más ínfimos de la escala social, se han encumbrado por obra de su inteligencia y por la educación pública que siempre ha sido gratuita, incluso la universitaria. Por ello nuestros grandes líderes democráticos son todos hijos de la clase media. Y cuando decimos que nuestra democracia es generosa no nos referimos al sistema político sino a nuestro modo de ser.
Tiene razón Nacha Sucre cuando señala que “escribir este apasionante cuento me [dio] el impulso para continuar” (p.18). Porque al mostrarnos cómo y cuáles eran los sentimientos de aquella gente, cuál su modo de comportarse y los modelos de vida que trasmitieron a los que les siguieron, nos está dando lecciones de vida, de ésos que nuestros muchachos de hoy necesitan leer para mirarse en el espejo de lo que en realidad somos, y hemos sido, los venezolanos.
Nacha Sucre lo hace mostrándonos cómo era la vida familiar, lo que se hacía en las casas cuando nacía un nuevo bebé, el comportamiento ante la muerte, “parte de la vida” (p.240). En este sentido, el relato de la agonía de la madre de Alicia Eduardo es conmovedor, está contado con tanta belleza como cuando Teresa de la Parra (1889-1936) nos relata en Ifigenia (1924) el trance final del inolvidable tío Pancho, un pasaje por encima del cual siempre pasan los críticos literarios pero que es hondamente caraqueño, sentimentalmente hablando. Querer a nuestros muertos amados es una razón de vida. Por ello, dice la chilena Isabel Allende que nuestros muertos no fallecen sino el día que los olvidamos. Y como ello es imposible siempre están vivos.
Otro momento en donde brilla Nacha Sucre es en la narración del terremoto de Caracas en el último año del siglo XIX: sucedió a las 4:42 de la madrugada del lunes 29 de octubre de 1900, duró 45 segundos y tuvo 250 réplicas, fue larguísimo. La familia de sus bisabuelos vivía en aquel momento en una casa situada entre las esquinas de Salas a Caja de Agua, en la parroquia Altagracia, en el centro de Caracas. Éste es el mejor relato que hemos leído sobre este cataclismo, del cual tanto se habló siempre en las tertulias caseras en el sucederse de los tiempos, comunicando siempre a los que no lo vivieron el miedo que sintieron los caraqueños aquel amanecer. Tanto, que hasta el presidente Cipriano Castro se lanzó desde uno de los balcones de la Casa Amarilla, residencia presidencial entonces, para salvarse. Se rompió una pierna. En la Plaza Bolívar lo atendieron. Fue entonces que decidió mudarse, junto con su esposa doña Zoila, a Miraflores, casa de habitación de la familia Crespo. Con el tiempo, ya bajo Gómez, el palacete fue comprado a los hijos y nietos del general Joaquín Crespo (1841-1898), quienes eran sus dueños. Fue desde entonces que se convirtió en la llamada “casa del odio”; no sabemos por qué, don y daño nos ha venido desde ella. Tal fue el temor sentido en 1900 que los ancianos que lo habían vivido se volvieron a asustar tanto con el terremoto caraqueño del 29 de julio de 1967 a las 8 de la noche. Recordamos aquella noche la reacción de nuestra abuela Isabelita Pelayo en aquellos instantes, mientras salíamos al jardín de nuestra casa en San Bernardino. No podía olvidar ella el suceso de 1900, pese a haber pasado sesenta y siete años.
Y, claro, además del recuento del fallecimiento de su bisabuelo, son también de honda sensibilidad los dolorosísimos pasajes finales con que cierra el libro: con el recuerdo del accidente de los alumnos del colegio en San José de Mérida en Monte Carmelo, estado Trujillo, el 15 de diciembre de 1950. Pocos caraqueños de aquellos días, así no haya muerto alguien de nuestra familia en el suceso, dejó de tener algún vívido recuerdo de lo sucedido en aquella hora aciaga en la cual murió uno de los tíos de Nacha Sucre.
La autora nos muestra los orígenes de su familia, estira sus raíces: por el lado Eduardo a los días finales del régimen colonial, en 1808 para ser precisos, año en que uno de ellos, Pedro Eduardo y Romero, apoyó la llamada “Conjura de los Mantuanos”, quienes pidieron la formación de una Junta de Gobierno en Caracas (noviembre 22, 1808) cuando el rey cayó en España, el torpe Fernando VII (1784-1833), en quien había abdicado su padre el abúlico Carlos IV (1748-1819). Fue la de 1808 la última conspiración a favor de la monarquía y la primera de la República, tanto que en aquel momento los dos hermanos Bolívar Palacios, Juan Vicente (1781-1811) y Simón (1783-1830) pedían la independencia absoluta de Madrid.
Y los Sucre vienen de Carlos Sucre y Pardo, fundador del apellido en Cumaná. De éste desciende el Gran Mariscal de Ayacucho, Antonio José de Sucre Alcalá (1795-1830), asesinado el año treinta, para que no pudiera ser el sucesor del Libertador, a lo cual estaba llamado.
Bisabuelo de Nacha Sucre fue el maracucho Juan Pablo Eduardo Bustamante (1868-1901), descendiente de canarios (como Francisco de Miranda y Andrés Bello), a la vez descendientes de irlandeses, los Edwards, que al llegar a las islas Canarias, en el siglo XVIII, tradujeron su apellido al castellano, explicación del por qué de este apellido que aquí parece un nombre propio, así como lo debieron explicar tantas veces: “Eduardo no era su segundo nombre, sino un apellido” (p.23). Esposa de Juan Pablo Eduardo fue María Durán (1856-1908), llave de la historia que aquí se nos cuenta porque Alicia Eduardo Durán era hija de aquellos.
Por ello nos muestra Nacha Sucre, con deliciosa precisión, cómo era el Maracaibo de las últimas décadas del siglo XIX y cómo el París de la Belle Époque, el París de Marcel Proust (1871-1922), a donde marcharon los Eduardo Durán en 1894 y donde nació Alicia Eduardo Durán (junio 26, 1896), la segunda hija, la mayor había nacido en Maracaibo en 1888. Después les llegó Margot en 1898.
El bisabuelo murió en Caracas y tuvo en Francisco J. Mayz no sólo a un gran administrador de sus bienes sino a un amigo y protector incondicional de los suyos, a quienes ayudó a acrecentar la fortuna que Juan Pablo Eduardo dejó al fallecer. Este señor Mayz era un típico hombre de negocios y administrador de esa época; a más de uno como él llegamos a conocer. Eran hombres de honda ética.
Ya hemos señalado que la descripción de la agonía y amortajamiento de María Durán constituye uno de los pasajes destacados de este libro (p.83).
Así la vida familiar de las tres hijas que siguió, desde el matrimonio de la mayor, María Teresa (julio 17, 1908) con Pedro Larrazábal (1869-1924). Fueron los padres de María Teresa (1911), Josefina (1912) y Salvador (1913), estos dos muertos de enfermedades contagiosas. Más tarde nacieron Margarita (1915) y Salvador (1916), a quien llamaron, costumbre de la época, como el hermano muerto. En otro parto posterior murió María Teresa Eduardo y el hijo por nacer. Así Alicia Eduardo quedó cuidando a los sobrinos, el padre desconsolado no volvió a ser el mismo (p.105). Solo quedaron Margot, de veintiún años, y Alicia. Estos muchachos terminaron siendo los otros hijos de Alicia; crecieron con el tiempo, muerto su papá, en la casa caraqueña de los Sucre Eduardo en Altagracia.
Fueron aquellos años, antes de la muerte de María Teresa Eduardo, los que vivieron en París, en Lourdes, en Tarbes y en San Juan de Luz. Fue allí donde apareció un día Andrés Sucre Sucre (1899), comerciante, quien se casó allá con Alicia Eduardo (junio 9, 1921); fueron los fundadores del clan Sucre Eduardo. Por largos años vivieron en la casa con el número 50 de Caja de Agua a Truco, viviendo allí, en el día de la muerte del hijo desaparecido en el accidente de aviación de Monte Carmelo. Con este suceso se cierra el recuento que nos ofrece Nacha Sucre en su libro.
Una observación final: si bien el relato se cierra en 1950, la autora debió añadir una nota a pie de página con un apretado recuento de la vida de sus queridos abuelos hasta el final de sus vidas, registrando a la vez las fechas de muerte de don Andrés y la señora Alicia.¶
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No estoy de acuerdo con el último párrafo de la reseña. El libro de mi esposa dice en el título: Una parte de la vida. LEA
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