En esta fecha se cumplen treinta y un años de la asonada golpista dirigida en Caracas por Hugo Chávez Frías y en Maracaibo por Francisco Arias Cárdenas, que empañara el Quinto Centenario del Descubrimiento de América.* Para una conmemoración reflexiva, se pone acá un fragmento de El grado cero de la escritura, de Roland Barthes. (Siglo XXI Editores S. A., Buenos Aires, 1973).
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No hay duda de que cada régimen posee su escritura, cuya historia está todavía por hacerse. La escritura, siendo la forma espectacularmente comprometida de la palabra, contiene a la vez, por una preciosa ambigüedad, el ser y el parecer del poder, lo que es y lo que quisiera que se crea de él; una historia de las escrituras políticas constituiría por lo tanto la mejor de las fenomenologías sociales. Por ejemplo, la Restauración elaboró una escritura de clase, gracias a la cual la represión se daba inmediatamente como una condena surgida espontáneamente de la “Naturaleza” clásica: los obreros reivindicadores eran siempre “individuos”, los rompehuelgas, “obreros tranquilos” y la servilidad de los jueces se transformaba en la “vigilancia paterna de los magistrados” (en nuestros días el “golismo”** llama “separatistas” a los comunistas). Vemos aquí que la escritura funciona como una buena conciencia y que tiene por misión el hacer coincidir fraudulentamente el origen del hecho y su avatar más lejano, dando a la justificación del acto la caución de su realidad. Este hecho de escritura es por otra parte propia de todos los regímenes autoritarios; es lo que se podría llamar la escritura policial; se conoce, por ejemplo, el contenido eternamente represivo de la palabra “Orden”.
La expansión de los hechos políticos y sociales en el campo de la conciencia de las Letras produjo un nuevo tipo de escribiente, situado a mitad de camino entre el militante y el escritor, extrayendo del primero una imagen ideal del hombre comprometido, y del segundo una escritura militante enteramente liberada del estilo y que es como un lenguaje profesional de la “presencia”. En esa escritura abundan las sutilezas. Nadie negará que existe, por ejemplo, una escritura “Esprit” o una escritura “Temps Modernes”. El carácter común de esas escrituras intelectuales, es que aquí el lenguaje, de lugar privilegiado, tiende a devenir el signo autosuficiente del compromiso. Alcanzar una palabra cerrada por el empuje de todos aquellos que no la hablan, es afirmar el movimiento de una elección, sostener esa elección; la escritura se transforma aquí en la firma que se pone debajo de una proclama colectiva (que por lo demás uno no redactó). Adoptar así una escritura—se podría decir mejor asumir una escritura—, es economizar todas las premisas de la elección, manifestar como adquiridas todas las razones de esa elección. Toda escritura intelectual es por lo tanto el primero de los “saltos del intelecto”. En vez de un lenguaje idealmente libre que no podría señalar mi persona y dejaría ignorar totalmente mi historia y mi libertad, la escritura a la que me confío es ya institución; descubre mi pasado y mi elección, me da una historia, muestra mi situación, me compromete sin que tenga que decirlo. La forma se hace así más que nunca un objeto autónomo, destinado a significar una propiedad colectiva prohibida, y ese objeto tiene valor de ahorro, funciona como una señal económica gracias a la cual el escribiente impone sin cesar su conversión sin trazar nunca la historia de ella.
Esta duplicidad de las escrituras intelectuales de hoy, está acentuada por el hecho de que, a pesar de los esfuerzos de la época, la Literatura nunca pudo ser enteramente liquidada: forma un horizonte verbal siempre prestigioso. El intelectual no es más que un escritor mal transformado y, a menos de sumergirse y de hacerse para siempre un militante que ya no escribe (alguna vez lo hicieron, por definición olvidados), no puede sino volver a la fascinación de escrituras anteriores, transmitidas a partir de la Literatura como un instrumento intacto y pasado de moda. Por lo tanto, estas escrituras intelectuales son inestables, siguen siendo literarias en la medida en que son impotentes y sólo son políticas por su obsesión de compromiso. En suma, se trata todavía de escrituras éticas, done la conciencia del escribiente (no nos atrevemos a decir, del escritor), encuentra la imagen apaciguante de la salvación colectiva.
Pero, del mismo modo en que, en el estado presente de la Historia, toda escritura política sólo puede confirmar un estado policial, toda escritura intelectual puede instituir únicamente una para-literatura, que no se atreve a decir su nombre. Están en un callejón sin salida, sólo pueden remitir a una complicidad o a una impotencia, es decir, de todos modos, a una aberración.¶
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* En 1984, la segunda revista en llamarse Válvula en Venezuela publicó el texto de una conferencia de Arturo Úslar Pietri en la Casa de Venezuela en Tenerife. Ella llevó por título La Comunidad Hispánica en el mundo de hoy. Éstas son sus palabras de cierre:
Faltan pocos años para 1992. Ese año celebraremos el Quinto Centenario del Descubrimiento de América. ¿Cómo lo vamos a celebrar? ¿Con los discursos tradicionales, con los desfiles que hemos hecho siempre, con un gran jolgorio, llenándonos la boca con las glorias pasadas? ¿O lo vamos a celebrar quietamente, sólidamente, orgullosamente diciendo: a los quinientos años del Descubrimiento hemos creado realmente una nueva circunstancia mundial, nos hemos puesto de acuerdo y desde ahora, en las grandes familias de pueblos, al mismo nivel de la familia anglosajona, de la eslava o de la asiática, está la familia de los pueblos ibéricos y está desempeñando un papel de primer orden?
Esa sería la celebración digna del Quinto Centenario del Descubrimiento que nos aguarda dentro de escasos años. Es una invitación a que trabajemos para ello, a que desde hoy nos quitemos las telarañas de los ojos, a que pensemos menos en la dimensión nacional y regional y más en la global. Yo vengo aquí a estas Islas que son puente natural entre América y Europa y que están como una lección viva de lo que puede hacerse y debe hacerse para estar en las dos orillas, a recordarles estos hechos que conocemos pero que tal vez por familiares olvidamos. Y a invitarlos a esta gran empresa que es la más grande ofrecida y abierta a esta familia de los pueblos poseedores de la cultura ibérica.
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En Cuentas por cobrar, del 20 de octubre de 2003:
La “hipótesis de Sapir-Whorf” en el campo lingüístico sugiere que los lenguajes imponen, por decirlo así, una metafísica sobre sus parlantes. Es decir, por el mero hecho de hablar español—más propiamente, castellano—pensamos en alguna forma diferente de cómo piensa el inglés o el bantú. Por ejemplo, en castellano diferenciamos con facilidad entre las nociones de “ser” y de “estar”. Los pobres angloparlantes están impedidos de ese pensamiento, pues con “to be” están condenados a decir ambas cosas de una vez, de modo indisoluble. Uno no piensa “en chino”, sino que “piensa chino”.
Esto es: incluso para decir barrabasadas Evo Morales y Hugo Chávez emplean el español, piensan en español, piensan español. Si fuesen lógicamente consistentes, Morales debiera amenazar en quechua y Chávez despotricar en pemón. Debieran negar sus nombres, pues Morales no es apellido inca ni Chávez es caribe. Debieran resistir los micrófonos y las cámaras, puesto que son de marca Sennheiser o Ikegami, en lugar de modelos Paramaconi XC o Atahualpa Special Edition.
Si al encuentro de la civilización occidental con una miríada de tribus por su mayor parte dispersas y enemistadas entre sí, éstas “aportaron” un continente físico que de todos modos les quedaba grande, los españoles en Hispanoamérica contribuyeron precisamente con eso, con civilización. No hay manera de que Chávez siquiera formule una sola idea si no es a partir de los hechos de Losada o Garci González de Silva.
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** Barthes hace referencia al movimiento político que apoyara al general Charles De Gaulle, quien visitara nuestro país en 1964, el primer año de la presidencia de Raúl Leoni. Cada vez que viene De Gaulle a mi cerebro recuerdo esta anécdota apócrifa (¿chiste?):
Se cuenta que la Iglesia Católica francesa estaba preocupada por la evidente soberbia del general De Gaulle, y solicitó al Arzobispo de París que tomara cartas en el asunto. Éste llamó al Presidente de Francia para que se confesara con él, y al señalarle que su principal pecado era la inmodestia le puso por penitencia que asistiera el siguiente domingo a la misa de las 11 a. m. en Notre Dame, la más concurrida, y se acercara sin escolta y sin condecoraciones a depositar un ramillete de flores a los pies del Santísimo. De Gaulle obedeció, y fue a dejar su ofrenda floral con una tarjeta manuscrita. Concluida la misa, el Arzobispo fue a ver y leyó la tarjeta, que decía: «De la Primera Persona de Francia a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad».
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