En Día de los Inocentes, complacemos peticiones pidiendo un bis de Aquiles Nazoa
Nos encontramos en los aristocráticos salones del Club Campestre Los Cuartillo, la tarde de un domingo. En el salón de recreo, algunos de los miembros más distinguidos juegan dominó. Todos están sin saco, con el sombrero puesto, las elásticas caídas sobre los fondillos, los pantalones desabrochados a la altura de la barriga y un cigarro detrás de la oreja. En la biblioteca y discoteca —llamada también «billoteca y discotea» por los miembros más nuevos— hay una motorola que toca un concierto de música clásica a base de «Júrame», la «Serenata» de Schubert y «Estrellita» en inglés. Por todas partes se ven educativas tablillas que dicen: «Se prohibe escupir en las matas», o bien: «Sea decente. No bote cabos de tabaco en la piscina». De paso para el jardín viene una tal Cuchi, dama bastante antigua, más cursi que mondongo en copita y fea como el cará. Como hoy es uno de los días señalados por el reglamento del club, para que sus miembros vistan el traje típico venezolano, la tal Cuchi lleva una sencilla indumentaria criolla, consistente en unas alpargatas blancas de esas que dicen «Souvenir of Venezuela», unos pantalones de los llamados pescadores y una cotica bordada con motivos tropicales. Con todo lo cual, lo que Cuchi parece no es precisamente una persona decente, sino un «pato» disfrazado de apache. Cerca de ella hay otras dos socias del aristocrático club, que en ese momento se ponen los sombreros de sus maridos para retratarse con ellos puestos y haciendo una venia militar. Hecha la fotografía, las espirituales consocias siguen paseando. Una de ellas ve a Cuchi y da un brinquito de sorpresa.
—Ay, me privo: Ahí esta Cuchi Hueleperro… Jaló, Cuchi!
—¡Plasty! No me digas que eres tú. ¿Y ese milagro tú en el clús?
—Guá, con William Guillermo, que está antojadísimo de comer unas caraotas con langosta. Tú sabes que él se chifla por la comida criolla.
—¿Y dónde está ese sanababiche? No lo veo desde Mayami Flórida.
—Fue hasta la casa un momento en el carro. Figúrate que vino con intenciones de darse un baño en la piscina, y tuvo que devolverse porque se le olvidó el jabón… ¿Y ustedes no se conocen?
—Cómo no, niña… ¿Usted no es la cuñada del doctor Peter Pérez?
—No, usted me confunde con Puppy. Yo soy Ñoñi.
—¿Ñoñi? Yo tengo una sobrinita haciendo el jai escul en Canadá, que también se llama Ñoñi. Que confidencia, ¿verdad? ¿Y qué está haciendo Peter ahora?
—Sigue en París. En la última carta nos decía que pensaba dictar una transferencia en la Universidad de Las Hormonas.
—Ay, eso es fantástico. ¿Y sobre qué versaba la coincidencia?
—Guá, sobre antropología. Usted sabe que él se graduó de antropófago.
—Niña, ese Peter es inmortal. Cuando yo estuve en Europa, puede decirse que pasamos todo el año santo juntos. Primero fue en París… Me meto en el Museo de la Ubre, y con el primero que me encuentro es con Peter.
—Ah sí, él nos mandó la fotografía que se sacaron junto a la Momia Luisa.
—Bueno, después nos volvimos a encontrar en Roma cuando fuimos a visitar las cacatumbas. La última vez que lo vi fue en la canal…
—¿En la canal? ¿Y qué hacían ustedes en una canal, Cuchi?
—Guá, niña, en la Canal de Venecia. ¿No te acuerdas que te mandé una postal diciéndote que había paseado en gandola y todo?
—Ah, cómo no. Sí hombre, si Freddicito me contó que hasta tuviste un romance con el hombre que manejaba la gandola.
—Ay sí. Esos bandoleros son muy románticos.
—A propósito de romántico: ¿quieres ir esta noche al concierto de Elena Rubistein?
—No, gracias. Yo nunca voy a conciertos. A mi no me gusta dormir fuera de casa. Además, tú sabes que en casa tenemos piano.
En ese momento, de un cercano cocotero se desprende un enorme coco. Y habiendo abajo tantos nuevos ricos dignos de un cocazo el contundente fruto va a caer directamente—oh justicia divina, dónde estás—en la cabeza de un inocente mesonero. ¶
Aquiles Nazoa
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