En esta fecha se cumplen treinta y un años de la asonada golpista dirigida en Caracas por Hugo Chávez Frías y en Maracaibo por Francisco Arias Cárdenas, que empañara el Quinto Centenario del Descubrimiento de América.* Para una conmemoración reflexiva, se pone acá un fragmento de El grado cero de la escritura, de Roland Barthes. (Siglo XXI Editores S. A., Buenos Aires, 1973).
No hay duda de que cada régimen posee su escritura, cuya historia está todavía por hacerse. La escritura, siendo la forma espectacularmente comprometida de la palabra, contiene a la vez, por una preciosa ambigüedad, el ser y el parecer del poder, lo que es y lo que quisiera que se crea de él; una historia de las escrituras políticas constituiría por lo tanto la mejor de las fenomenologías sociales. Por ejemplo, la Restauración elaboró una escritura de clase, gracias a la cual la represión se daba inmediatamente como una condena surgida espontáneamente de la “Naturaleza” clásica: los obreros reivindicadores eran siempre “individuos”, los rompehuelgas, “obreros tranquilos” y la servilidad de los jueces se transformaba en la “vigilancia paterna de los magistrados” (en nuestros días el “golismo”** llama “separatistas” a los comunistas). Vemos aquí que la escritura funciona como una buena conciencia y que tiene por misión el hacer coincidir fraudulentamente el origen del hecho y su avatar más lejano, dando a la justificación del acto la caución de su realidad. Este hecho de escritura es por otra parte propia de todos los regímenes autoritarios; es lo que se podría llamar la escritura policial; se conoce, por ejemplo, el contenido eternamente represivo de la palabra “Orden”.
La expansión de los hechos políticos y sociales en el campo de la conciencia de las Letras produjo un nuevo tipo de escribiente, situado a mitad de camino entre el militante y el escritor, extrayendo del primero una imagen ideal del hombre comprometido, y del segundo una escritura militante enteramente liberada del estilo y que es como un lenguaje profesional de la “presencia”. En esa escritura abundan las sutilezas. Nadie negará que existe, por ejemplo, una escritura “Esprit” o una escritura “Temps Modernes”. El carácter común de esas escrituras intelectuales, es que aquí el lenguaje, de lugar privilegiado, tiende a devenir el signo autosuficiente del compromiso. Alcanzar una palabra cerrada por el empuje de todos aquellos que no la hablan, es afirmar el movimiento de una elección, sostener esa elección; la escritura se transforma aquí en la firma que se pone debajo de una proclama colectiva (que por lo demás uno no redactó). Adoptar así una escritura—se podría decir mejor asumir una escritura—, es economizar todas las premisas de la elección, manifestar como adquiridas todas las razones de esa elección. Toda escritura intelectual es por lo tanto el primero de los “saltos del intelecto”. En vez de un lenguaje idealmente libre que no podría señalar mi persona y dejaría ignorar totalmente mi historia y mi libertad, la escritura a la que me confío es ya institución; descubre mi pasado y mi elección, me da una historia, muestra mi situación, me compromete sin que tenga que decirlo. La forma se hace así más que nunca un objeto autónomo, destinado a significar una propiedad colectiva prohibida, y ese objeto tiene valor de ahorro, funciona como una señal económica gracias a la cual el escribiente impone sin cesar su conversión sin trazar nunca la historia de ella.
Esta duplicidad de las escrituras intelectuales de hoy, está acentuada por el hecho de que, a pesar de los esfuerzos de la época, la Literatura nunca pudo ser enteramente liquidada: forma un horizonte verbal siempre prestigioso. El intelectual no es más que un escritor mal transformado y, a menos de sumergirse y de hacerse para siempre un militante que ya no escribe (alguna vez lo hicieron, por definición olvidados), no puede sino volver a la fascinación de escrituras anteriores, transmitidas a partir de la Literatura como un instrumento intacto y pasado de moda. Por lo tanto, estas escrituras intelectuales son inestables, siguen siendo literarias en la medida en que son impotentes y sólo son políticas por su obsesión de compromiso. En suma, se trata todavía de escrituras éticas, done la conciencia del escribiente (no nos atrevemos a decir, del escritor), encuentra la imagen apaciguante de la salvación colectiva.
Pero, del mismo modo en que, en el estado presente de la Historia, toda escritura política sólo puede confirmar un estado policial, toda escritura intelectual puede instituir únicamente una para-literatura, que no se atreve a decir su nombre. Están en un callejón sin salida, sólo pueden remitir a una complicidad o a una impotencia, es decir, de todos modos, a una aberración.¶
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* En 1984, la segunda revista en llamarse Válvula en Venezuela publicó el texto de una conferencia de Arturo Úslar Pietri en la Casa de Venezuela en Tenerife. Ella llevó por títuloLa Comunidad Hispánica en el mundo de hoy. Éstas son sus palabras de cierre:
Faltan pocos años para 1992. Ese año celebraremos el Quinto Centenario del Descubrimiento de América. ¿Cómo lo vamos a celebrar? ¿Con los discursos tradicionales, con los desfiles que hemos hecho siempre, con un gran jolgorio, llenándonos la boca con las glorias pasadas? ¿O lo vamos a celebrar quietamente, sólidamente, orgullosamente diciendo: a los quinientos años del Descubrimiento hemos creado realmente una nueva circunstancia mundial, nos hemos puesto de acuerdo y desde ahora, en las grandes familias de pueblos, al mismo nivel de la familia anglosajona, de la eslava o de la asiática, está la familia de los pueblos ibéricos y está desempeñando un papel de primer orden?
Esa sería la celebración digna del Quinto Centenario del Descubrimiento que nos aguarda dentro de escasos años. Es una invitación a que trabajemos para ello, a que desde hoy nos quitemos las telarañas de los ojos, a que pensemos menos en la dimensión nacional y regional y más en la global. Yo vengo aquí a estas Islas que son puente natural entre América y Europa y que están como una lección viva de lo que puede hacerse y debe hacerse para estar en las dos orillas, a recordarles estos hechos que conocemos pero que tal vez por familiares olvidamos. Y a invitarlos a esta gran empresa que es la más grande ofrecida y abierta a esta familia de los pueblos poseedores de la cultura ibérica.
La “hipótesis de Sapir-Whorf” en el campo lingüístico sugiere que los lenguajes imponen, por decirlo así, una metafísica sobre sus parlantes. Es decir, por el mero hecho de hablar español—más propiamente, castellano—pensamos en alguna forma diferente de cómo piensa el inglés o el bantú. Por ejemplo, en castellano diferenciamos con facilidad entre las nociones de “ser” y de “estar”. Los pobres angloparlantes están impedidos de ese pensamiento, pues con “to be” están condenados a decir ambas cosas de una vez, de modo indisoluble. Uno no piensa “en chino”, sino que “piensa chino”.
Esto es: incluso para decir barrabasadas Evo Morales y Hugo Chávez emplean el español, piensan en español, piensan español. Si fuesen lógicamente consistentes, Morales debiera amenazar en quechua y Chávez despotricar en pemón. Debieran negar sus nombres, pues Morales no es apellido inca ni Chávez es caribe. Debieran resistir los micrófonos y las cámaras, puesto que son de marca Sennheiser o Ikegami, en lugar de modelos Paramaconi XC o Atahualpa Special Edition.
Si al encuentro de la civilización occidental con una miríada de tribus por su mayor parte dispersas y enemistadas entre sí, éstas “aportaron” un continente físico que de todos modos les quedaba grande, los españoles en Hispanoamérica contribuyeron precisamente con eso, con civilización. No hay manera de que Chávez siquiera formule una sola idea si no es a partir de los hechos de Losada o Garci González de Silva.
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** Barthes hace referencia al movimiento político que apoyara al general Charles De Gaulle, quien visitara nuestro país en 1964, el primer año de la presidencia de Raúl Leoni. Cada vez que viene De Gaulle a mi cerebro recuerdo esta anécdota apócrifa (¿chiste?):
Se cuenta que la Iglesia Católica francesa estaba preocupada por la evidente soberbia del general De Gaulle, y solicitó al Arzobispo de París que tomara cartas en el asunto. Éste llamó al Presidente de Francia para que se confesara con él, y al señalarle que su principal pecado era la inmodestia le puso por penitencia que asistiera el siguiente domingo a la misa de las 11 a. m. en Notre Dame, la más concurrida, y se acercara sin escolta y sin condecoraciones a depositar un ramillete de flores a los pies del Santísimo. De Gaulle obedeció, y fue a dejar su ofrenda floral con una tarjeta manuscrita. Concluida la misa, el Arzobispo fue a ver y leyó la tarjeta, que decía: «De la Primera Persona de Francia a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad».
La familia Sucre Eduardo. Al centro sus procreadores, Alicia Eduardo Durán y Andrés Sucre Sucre.
La nobleza, la solidaridad, la discreción, la alegría, el sentido de realidad, la noción del deber ineludible, la paciencia, el respeto del prójimo y lo ajeno, el espíritu de cuerpo, la seriedad, la pasión deportiva, el tino para conseguir consortes, la falta de pretensión y una orientación práctica y desenredada hacia la vida, son rasgos comunes a los Sucre Eduardo, y esa múltiple conjunción, reiterada doce veces, sólo puede explicarse en la labor paternal y maternal de Andrés y Alicia.
Reseña en el diario El Nacional del libro de mi esposa por Roberto José Lovera De Sola
TALLER CRITICO
Por: R. J. LOVERA DE-SOLA
Junio 22, 2009
No pudimos parar, estábamos como amarrados a nuestra butaca de leer, gracias al libro que Nacha Sucre (1950) ha escrito sobre sus abuelos Sucre Eduardo, en el conmovedor volumen Alicia Eduardo una parte de la vida, (prólogo: Luis Enrique Alcalá. Caracas: Fundación Polar, 2009. 247 p.), concebido con tanto afecto que era imposible abandonarlo hasta llegar a su última línea. Es obra enternecedora, sobre todo para los caraqueños que nacimos y crecimos en casas como la suya, con aquellos sentimientos y tales afectos. Estos recuerdos son los que nos salvan de la atmósfera de tupido resentimiento social que se vive hoy, en estos días trágicos que vive el país. División y prejuicios que nunca existieron. Siempre le ha bastado a un venezolano encontrarse con otro para abrazarlo y conversar: no lo que vemos hoy. Nacha Sucre, por ello, nos ilumina hasta el más hondo recodo de nuestra alma con la serie de recuerdos con nos ofrece en su tan bello libro: ¡bienvenida Nacha Sucre!
Tras haber leído Alicia Eduardo: una parte de la vida, con la mezcla del crítico literario que analiza y el caraqueño viejo que siente en su espíritu lo que se nos cuenta, de forma tan veraz y cierta, no podemos dejar de señalar que ante Nacha Sucre estamos ante una escritora, alguien que necesita la palabra escrita para expresarse. Debe proseguir en su tarea con la pluma o con los dedos sobre las teclas del computador.
Nacha Sucre es una mujer de letras porque su libro se lee de corrido por lo bien escrito que está y apasiona por las antiguas memorias que nos revela, en el caso de este crítico de forma muy intensa porque conoció y trató a los dos abuelos de la autora, protagonistas en muy buena medida de este recuento, y sabe que eran tal cual ella los retrata en su obra.
Aquí en el libro de Nacha Sucre está lo más entrañable de la Caracas de nuestros bisabuelos y abuelos; hasta aparece nuestro santo preferido, el doctor José Gregorio Hernández (1864-1919), de quien tantos relatos directos de gente que lo conoció hemos recibido; de personas comunes, de seres de pocos recursos a quienes atendió gratuitamente y de varios de sus alumnos en la universidad, como el doctor Pedro del Corral (1895-1986). Es un santo al que podemos tocar porque tenía la misma sensibilidad humana de nuestros abuelos y anduvo por estas mismas calles que nosotros hemos pisado.
Nacha Sucre traza aquí la vida de los Sucre Eduardo, una de cuyas descendientes es ella. Y todo ello contado siempre dentro del tejido de la historia venezolana. Brillan en su relato varios hechos, por ejemplo: la entrada de Cipriano Castro (1858-1924) a Caracas aquel 22 octubre de 1899 a tomar el poder, a la cabeza de sus andinos. Por cierto, el general Juan Vicente Gómez (1857-1935) no lo acompañaba aquel día en que llegó el Cabito a la estación del tren en Caño Amarillo. Es ésta de Nacha Sucre la descripción más vívida de aquel suceso que conocemos.
Este libro de Nacha Sucre constituye una singular contribución a la historia de la vida cotidiana venezolana, porque ésta no es para nada una historia de héroes ni de figuras egregias de la vida pública, pero sí de aquellos que conforman con su vivir la silueta de un país, los que hacen posible que éste exista, como lo hizo su abuelo don Andrés con sus negocios y su participación en nuestra vida municipal, junto a otros venezolanos que lo único que deseaban era servir a Caracas. Ellos, el 23 de enero de 1958, ni se escondieron, ni huyeron, ni se asilaron en ninguna embajada. Esperaron los nuevos nombramientos para entregar los cargos que ejercían, se sentaron a escribir sus declaraciones de bienes y a explicar a sus hijos, crecidos en los años cincuenta, qué era la democracia y por qué era el mejor sistema de vida.
Reconstruir todas estas peripecias de toda esta gente bella, hombres y mujeres del común, es añadir, como lo hace Nacha Sucre, datos a la historia del país, a lo hecho por la gente igual a otra gente.
Por ello nos muestra cómo eran aquellos seres al trazar la historia de sus abuelos Alicia Eduardo Durán y de Andrés Sucre Sucre. Historia entrañable para el corazón es toda ésta con la cual nos topamos en este volumen, historia que “tiene visos de novela” (p.17). Ella lo que quiere es “preservar la historia de quienes estuvieron antes, los episodios y los secretos de sus vidas que deben ser contados” (p.20), más cuando el país está invadido por la atmósfera de animadversiones sin sentido que vivimos, algo nunca sucedido, sobre todo en este país de pródiga democracia en la cual hasta los más pobres, los más ínfimos de la escala social, se han encumbrado por obra de su inteligencia y por la educación pública que siempre ha sido gratuita, incluso la universitaria. Por ello nuestros grandes líderes democráticos son todos hijos de la clase media. Y cuando decimos que nuestra democracia es generosa no nos referimos al sistema político sino a nuestro modo de ser.
Tiene razón Nacha Sucre cuando señala que “escribir este apasionante cuento me [dio] el impulso para continuar” (p.18). Porque al mostrarnos cómo y cuáles eran los sentimientos de aquella gente, cuál su modo de comportarse y los modelos de vida que trasmitieron a los que les siguieron, nos está dando lecciones de vida, de ésos que nuestros muchachos de hoy necesitan leer para mirarse en el espejo de lo que en realidad somos, y hemos sido, los venezolanos.
Nacha Sucre lo hace mostrándonos cómo era la vida familiar, lo que se hacía en las casas cuando nacía un nuevo bebé, el comportamiento ante la muerte, “parte de la vida” (p.240). En este sentido, el relato de la agonía de la madre de Alicia Eduardo es conmovedor, está contado con tanta belleza como cuando Teresa de la Parra (1889-1936) nos relata en Ifigenia (1924) el trance final del inolvidable tío Pancho, un pasaje por encima del cual siempre pasan los críticos literarios pero que es hondamente caraqueño, sentimentalmente hablando. Querer a nuestros muertos amados es una razón de vida. Por ello, dice la chilena Isabel Allende que nuestros muertos no fallecen sino el día que los olvidamos. Y como ello es imposible siempre están vivos.
Otro momento en donde brilla Nacha Sucre es en la narración del terremoto de Caracas en el último año del siglo XIX: sucedió a las 4:42 de la madrugada del lunes 29 de octubre de 1900, duró 45 segundos y tuvo 250 réplicas, fue larguísimo. La familia de sus bisabuelos vivía en aquel momento en una casa situada entre las esquinas de Salas a Caja de Agua, en la parroquia Altagracia, en el centro de Caracas. Éste es el mejor relato que hemos leído sobre este cataclismo, del cual tanto se habló siempre en las tertulias caseras en el sucederse de los tiempos, comunicando siempre a los que no lo vivieron el miedo que sintieron los caraqueños aquel amanecer. Tanto, que hasta el presidente Cipriano Castro se lanzó desde uno de los balcones de la Casa Amarilla, residencia presidencial entonces, para salvarse. Se rompió una pierna. En la Plaza Bolívar lo atendieron. Fue entonces que decidió mudarse, junto con su esposa doña Zoila, a Miraflores, casa de habitación de la familia Crespo. Con el tiempo, ya bajo Gómez, el palacete fue comprado a los hijos y nietos del general Joaquín Crespo (1841-1898), quienes eran sus dueños. Fue desde entonces que se convirtió en la llamada “casa del odio”; no sabemos por qué, don y daño nos ha venido desde ella. Tal fue el temor sentido en 1900 que los ancianos que lo habían vivido se volvieron a asustar tanto con el terremoto caraqueño del 29 de julio de 1967 a las 8 de la noche. Recordamos aquella noche la reacción de nuestra abuela Isabelita Pelayo en aquellos instantes, mientras salíamos al jardín de nuestra casa en San Bernardino. No podía olvidar ella el suceso de 1900, pese a haber pasado sesenta y siete años.
Y, claro, además del recuento del fallecimiento de su bisabuelo, son también de honda sensibilidad los dolorosísimos pasajes finales con que cierra el libro: con el recuerdo del accidente de los alumnos del colegio en San José de Mérida en Monte Carmelo, estado Trujillo, el 15 de diciembre de 1950. Pocos caraqueños de aquellos días, así no haya muerto alguien de nuestra familia en el suceso, dejó de tener algún vívido recuerdo de lo sucedido en aquella hora aciaga en la cual murió uno de los tíos de Nacha Sucre.
La autora nos muestra los orígenes de su familia, estira sus raíces: por el lado Eduardo a los días finales del régimen colonial, en 1808 para ser precisos, año en que uno de ellos, Pedro Eduardo y Romero, apoyó la llamada “Conjura de los Mantuanos”, quienes pidieron la formación de una Junta de Gobierno en Caracas (noviembre 22, 1808) cuando el rey cayó en España, el torpe Fernando VII (1784-1833), en quien había abdicado su padre el abúlico Carlos IV (1748-1819). Fue la de 1808 la última conspiración a favor de la monarquía y la primera de la República, tanto que en aquel momento los dos hermanos Bolívar Palacios, Juan Vicente (1781-1811) y Simón (1783-1830) pedían la independencia absoluta de Madrid.
Y los Sucre vienen de Carlos Sucre y Pardo, fundador del apellido en Cumaná. De éste desciende el Gran Mariscal de Ayacucho, Antonio José de Sucre Alcalá (1795-1830), asesinado el año treinta, para que no pudiera ser el sucesor del Libertador, a lo cual estaba llamado.
Bisabuelo de Nacha Sucre fue el maracucho Juan Pablo Eduardo Bustamante (1868-1901), descendiente de canarios (como Francisco de Miranda y Andrés Bello), a la vez descendientes de irlandeses, los Edwards, que al llegar a las islas Canarias, en el siglo XVIII, tradujeron su apellido al castellano, explicación del por qué de este apellido que aquí parece un nombre propio, así como lo debieron explicar tantas veces: “Eduardo no era su segundo nombre, sino un apellido” (p.23). Esposa de Juan Pablo Eduardo fue María Durán (1856-1908), llave de la historia que aquí se nos cuenta porque Alicia Eduardo Durán era hija de aquellos.
Por ello nos muestra Nacha Sucre, con deliciosa precisión, cómo era el Maracaibo de las últimas décadas del siglo XIX y cómo el París de la Belle Époque, el París de Marcel Proust (1871-1922), a donde marcharon los Eduardo Durán en 1894 y donde nació Alicia Eduardo Durán (junio 26, 1896), la segunda hija, la mayor había nacido en Maracaibo en 1888. Después les llegó Margot en 1898.
El bisabuelo murió en Caracas y tuvo en Francisco J. Mayz no sólo a un gran administrador de sus bienes sino a un amigo y protector incondicional de los suyos, a quienes ayudó a acrecentar la fortuna que Juan Pablo Eduardo dejó al fallecer. Este señor Mayz era un típico hombre de negocios y administrador de esa época; a más de uno como él llegamos a conocer. Eran hombres de honda ética.
Ya hemos señalado que la descripción de la agonía y amortajamiento de María Durán constituye uno de los pasajes destacados de este libro (p.83).
Así la vida familiar de las tres hijas que siguió, desde el matrimonio de la mayor, María Teresa (julio 17, 1908) con Pedro Larrazábal (1869-1924). Fueron los padres de María Teresa (1911), Josefina (1912) y Salvador (1913), estos dos muertos de enfermedades contagiosas. Más tarde nacieron Margarita (1915) y Salvador (1916), a quien llamaron, costumbre de la época, como el hermano muerto. En otro parto posterior murió María Teresa Eduardo y el hijo por nacer. Así Alicia Eduardo quedó cuidando a los sobrinos, el padre desconsolado no volvió a ser el mismo (p.105). Solo quedaron Margot, de veintiún años, y Alicia. Estos muchachos terminaron siendo los otros hijos de Alicia; crecieron con el tiempo, muerto su papá, en la casa caraqueña de los Sucre Eduardo en Altagracia.
Fueron aquellos años, antes de la muerte de María Teresa Eduardo, los que vivieron en París, en Lourdes, en Tarbes y en San Juan de Luz. Fue allí donde apareció un día Andrés Sucre Sucre (1899), comerciante, quien se casó allá con Alicia Eduardo (junio 9, 1921); fueron los fundadores del clan Sucre Eduardo. Por largos años vivieron en la casa con el número 50 de Caja de Agua a Truco, viviendo allí, en el día de la muerte del hijo desaparecido en el accidente de aviación de Monte Carmelo. Con este suceso se cierra el recuento que nos ofrece Nacha Sucre en su libro.
Una observación final: si bien el relato se cierra en 1950, la autora debió añadir una nota a pie de página con un apretado recuento de la vida de sus queridos abuelos hasta el final de sus vidas, registrando a la vez las fechas de muerte de don Andrés y la señora Alicia.¶
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No estoy de acuerdo con el último párrafo de la reseña. El libro de mi esposa dice en el título: Una parte de la vida. LEA
En 1971 Pablo Neruda recibió el Premio Nobel de Literatura «por una poesía que con la acción de una fuerza elemental da vida al destino y los sueños de un continente».
En más de un sitio de este blog me he quejado de la sordera de terceros ante planteamientos políticos que he hecho y sigo creyendo acertados. También he reportado, con menor frecuencia, mi propia e incesante autocrítica, a la que me obliga esta cláusula de mi Código de Ética (1995):
5. Consideraré mis apreciaciones y dictámenes como susceptibles de mejora o superación, por lo que escucharé opiniones diferentes a las mías, someteré yo mismo a revisión tales apreciaciones y dictámenes y compensaré justamente los daños que mi intervención haya causado cuando éstos se debiesen a mi negligencia.
Hoy he amanecido dos veces. La primera a eso de las 4 y media de la madrugada, en estado depresivo que es en mí infrecuentísimo. Los pensamientos que ocupaban mi cerebro consciente se ubicaban en tres posiciones: 1. el estado de la humanidad aún pandémica, a más de dos años de la emergencia del virus COVID 19 y sus mutaciones; 2. la persistencia de los estados de guerra en múltiples focos del planeta, a los que se ha sumado el desquiciante conflicto ruso-ucraniano; 3. la terca y generalizada sordera ante mis análisis y recomendaciones políticas.
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Pero el año pasado vi en Netflix una película de 2016, recientemente incorporada al sitio de streaming. Se trata del filme—Neruda—deGael García Bernal en el que asimismo actúa como policía. Me enseñó mucho acerca de la trayectoria del gran poeta chileno.
Por ella supe de un poema que no había leído ni oído nunca y me impactó grandemente, obligándome a reflexionar.
No culpes a nadie – Pablo Neruda
Nunca te quejes de nadie, ni de nada, porque fundamentalmente tú has hecho lo que querías en tu vida.
Acepta la dificultad de edificarte a ti mismo y el valor de empezar corrigiéndote. El triunfo del verdadero hombre surge de las cenizas de su error.
Nunca te quejes de tu soledad o de tu suerte, enfréntala con valor y acéptala.
De una manera u otra es el resultado de tus actos y prueba que tú siempre has de ganar.
No te amargues de tu propio fracaso ni se lo cargues a otro, acéptate ahora o seguirás justificándote como un niño.
Recuerda que cualquier momento es bueno para comenzar y que ninguno es tan terrible para claudicar.
No olvides que la causa de tu presente es tu pasado, así como la causa de tu futuro será tu presente.
Aprende de los audaces, de los fuertes, de quien no acepta situaciones, de quien vivirá a pesar de todo, piensa menos en tus problemas y más en tu trabajo y tus problemas sin eliminarlos morirán.
Aprende a nacer desde el dolor y a ser más grande que el más grande de los obstáculos, mírate en el espejo de ti mismo y serás libre y fuerte y dejarás de ser un títere de las circunstancias porque tú mismo eres tu destino.
Levántate y mira el sol por las mañanas y respira la luz del amanecer. Tú eres parte de la fuerza de tu vida, ahora despiértate, lucha, camina, decídete y triunfarás en la vida; nunca pienses en la suerte, porque la suerte es: el pretexto de los fracasados.
Pasé una semana entera de autocrítica luego de verla.
Querido Luis Enrique: una intransigencia como la tuya es una bendición, pues está basada en principios y fundamentos sólidos, con argumentos bien ensamblados totalmente racionales, además muy bien escritos y apoyados en información completamente actualizada.
Tu intransigencia es necesaria en este momento en nuestro país, cuando las instituciones son más frágiles que nunca, la mentira pública y notoria predomina, la ignorancia asume con total irresponsabilidad y desvergüenza posiciones que nos afectan a todos y, lamentablemente, la mayoría de las personas arriesgamos poco, todavía, en favor de genuinos intereses colectivos.
Agradezco tu intransigencia y el trabajo que dedicas al análisis y a las propuestas en favor de esos genuinos intereses colectivos. Gracias por estar dispuesto a asumir el papel de «Lobo estepario» tropical.
A veces es difícil lidiar con tus argumentos, a veces son incómodos. Esas características son, precisamente, señal clara de su importancia para nuestro país.
Un gran abrazo,
Lorenzo
Entonces opté por seguir adelante, al tiempo que me negara a la soberbia. En la misma entrada dejé esta constancia:
Salvo la envidia y la avaricia, me confieso practicante de los restantes cinco pecados capitales, pero no guardo rencores. El resentimiento es en mí una emoción efímera, cuestión de horas; sé que la llegada de un nuevo paradigma es asunto muy difícil, y por eso tengo paciencia con mis detractores. Y no reivindico que tenga mérito alguno en mi manera de ser, como tampoco admito la culpa. Fueron mis padres quienes me hicieron, y a mi cabeza y mi corazón, con su amor de recién casados. Ellos quienes escogieron mi querido colegio de la infancia y primera juventud, donde tuve la suerte de excepcionales profesores que forjaron mi modo de pensar y mi postura ante la vida. Lo que haya podido lograr no se explica sino a partir de esa suerte y la de haber seguido trayectorias que a otros estuvieron vedadas. (…) De resto, estoy dispuesto a pagar el precio de mijuramento de 1995, aun cuando ése sea la peor maldición para un político: la soledad. Porque es que Armanda dijo a Harry Haller—Der Steppenwolf—, según la invención de Hermann Hesse: «Pero también pertenece del mismo modo a la eternidad la imagen de cualquier acción noble, la fuerza de todo sentimiento puro, aun cuando nadie sepa nada de ello, ni lo vea, ni lo escriba, ni lo conserve para la posteridad».
La efímera paz de Irène Némirovsky y Michel Epstein
Una de dos: o supimos del vocablo suite en contexto hotelero—una habitación de tres piezas: sala de estar, recámara y baño—o lo escuchamos por primera vez junto con la música de la Suite del Cascanueces. En este caso, es un conjunto de piezas musicales que han sido extractadas de una obra mayor, a modo de sinopsis o muestrario. Pero antes se llamaba suite a un grupo de danzas; la suite clásica estaba formada por cuatro con nombres franceses: allemande, courante, sarabande y gigue, pues en ese orden fueron establecidas en Francia en el siglo XVII, y el nombre mismo—suytte—fue empleado por vez primera en ese país a fines del XVI. Decir, por tanto, Suite francesa es algo redundante, pues son franceses los inventores de esa forma musical. Luego aumentaría el número de partes, especialmente en las benignas manos alemanas de Juan Sebastián Bach.
La Suite francesa de Irène Némirovski se llama así porque estaba planeada como una suite musical. Irène hizo una lista de los títulos que pensaba escribir: 1. Tempestad, 2. Dolce, 3. Cautividad, 4. ¿Batallas?, 5. ¿La paz? Nunca pudo escribir los tres últimos libros, aunque dejó notas y el planteamiento de ellos en su manuscrito.
Esta suite inconclusa fue el libro que leímos las Hormigas, mi club de lectura, en septiembre [de 2011]. Lo más impresionante es la historia real tras la novela: la que la autora escribe, en vivo y directo, en letra minúscula en un cuaderno, lo suficientemente pequeño como para llevarlo siempre con ella, mientras su mundo conocido se desplomaba. Dejó en él su testimonio de los horrores de la guerra, de la huida enloquecida de los parisinos ante la amenaza de la destrucción de París por los alemanes. Tuvo esta escritora presencia de ánimo como para observar los pequeños eventos cotidianos, la atracción siempre latente entre los sexos, la envidia, la fatuidad, la cobardía, la honradez y la crueldad; en resumen, todas las características buenas y malas del ser humano, ampliadas por el miedo, el hambre y la incertidumbre. Las comparaba con la absurda continuidad de la naturaleza, con su indetenible y hermoso cambio de estaciones, con su belleza, impertérrita ante el desastre provocado por los seres pensantes.
Es sorprendente que, siendo Irène judía de nacimiento y conocida por la crítica constante que hacía a las costumbres de sus iguales, ninguno de los personajes de su historia es judío. Puede ser que temiera que su manuscrito cayera en malignas manos alemanas para servirles de confesión involuntaria.
Es intrigante que en ningún momento relate la historia política de la guerra, la que muchos narrarían después de ella. La usa, sin describirla, no más que en trazos, como telón de fondo para pintar la belleza y la mezquindad de la historia humana.
Como cuenta la nieta de la autora, este manuscrito no pudo ser terminado. Las dos secciones que podemos leer tal vez hubiesen sido pulidas, mejoradas por la autora, de no habérsele presentado la muerte a manos de aquellos alemanes que ella describió con benevolencia. La primera, Tempestad, es el relato del loco éxodo de los franceses ante la amenaza de la destrucción de París por las bombas y la inminente ocupación germana de la ciudad luz. La autora, al final, pone de manifiesto la ironía de aquel esfuerzo, pues París no fue tocada y, cuando volvieron, los habitantes encontraron la ciudad intacta. La novela es una crítica aguda de las costumbres burguesas de los franceses de esa época. Se puede encontrar en ella similitudes con nuestro particular presente histórico: con los que emigran por miedo, con los que no se percatan del peligro real, con los que son indiferentes ante los acontecimientos.
La segunda parte, Dolce, cuenta la historia de un pueblo francés ocupado por los invasores, las relaciones humanas plagadas del temor por el enemigo, de la incertidumbre ante la vida o la muerte del pueblo ocupado, de la incontenible atracción sexual entre los jóvenes que logra vencer el odio y sobreponerse a la guerra. Describe a los alemanes, menos como enemigos que como hombres, con asombrosa objetividad, como terminaron viéndolos las francesas jóvenes luego de una convivencia de años; a fin de cuentas, los hombres jóvenes franceses estaban fuera de su alcance, en el frente de batalla.
A pesar de los trágicos acontecimientos del momento, Suite francesa puede ser considerada una novela liviana, por sus descripciones exhaustivas del paisaje, por el fino sentido del humor con que narra y da cuenta de los acontecimientos más sencillos de la vida cotidiana de aquellas personas. María Isabel Ruán, nuestra hormiga psicóloga, encontró una explicación lógica ante esta aparente inconciencia o evasión de la realidad. Ella dice que la autora—quien escribía la novela mientras se desarrollaban los acontecimientos—tal vez encontraba en la escritura de la novela el escape necesario para no volverse loca con el horror y el miedo que estaba viviendo. Para Irène Némirovski, judía de nacimiento y convertida al catolicismo por temor, escribir era terapéutico y le permitía sobrellevar el desquiciante paralelismo entre la cotidianeidad y la guerra. Convirtió su oficio en una catarsis.
El texto es inteligente, sus descripciones son detalladas y hermosas, retratan perfectamente la capacidad de abstracción de la autora ante aquel desastre. El discreto humor subyacente, el fiel retrato de las emociones humanas, sus precisas descripciones de la naturaleza nos dejaron entrever la fina sensibilidad de esta escritora joven, víctima de la Segunda Guerra Mundial, antes que la alcanzaran la tortura y la muerte enferma de tifus, en Auschwitz.
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Irène Némirovsky nació en Kiev en 1903 y murió en 1942. De su matrimonio con Michel Epstein tuvo dos hijas. Fue detenida el 13 de septiembre de 1942. Cuando la llevaban, dijo a sus hijas: “Ahora salgo de viaje”.
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En 2015, la segunda parte de la novela de Némirovsky fue la base de una película con guión y dirección de Saul Dibb, Suite Française. He aquí, de la música compuesta por Rael Jones para el filme, el Tema de Bruno:
“La atención es la forma más rara y pura de generosidad”, escribió la gran filósofa francesa Simone Weil poco antes de su prematura muerte. Una época después de ella, Mary Oliver elogió al amor de su vida con la observación de que «la atención sin sentimiento … es solo un informe». Recordando siglos de poemas de amor de personas geniales que se atrevieron a amar más allá de los límites culturales de su época, el poeta J.D. McClatchy observó que «el amor es la calidad de la atención que prestamos a las cosas».
Debido a que nuestra atención da forma a toda nuestra experiencia del mundo – esto, después de todo, es la base de todas las tradiciones orientales de atención plena, que entrenan la atención para templar nuestra calidad de presencia – los objetos de nuestra atención terminan, de una manera sutil. pero de manera profunda, dando forma a quienes somos.
Debido a que difícilmente existe una condición de conciencia que concentre la atención de manera más aguda y total en su objeto que el amor, qué y a quién amamos es la revelación última de qué y quiénes somos.
Eso es lo que explora el gran filósofo español José Ortega y Gasset (9 de mayo de 1883-18 de octubre de 1955) en una serie de ensayos escritos originalmente para el diario madrileño El Sol y publicados póstumamente en inglés como On Love: Aspects of a Single Theme (biblioteca pública): una culminación singular de la investigación filosófica de Ortega sobre los puntos ciegos, los prejuicios y los autoengaños conmovedores de la cultura occidental sobre el amor, es decir, sobre quiénes y qué somos.
Al definir el amor como “ese sentido de percepción espiritual con el que uno parece tocar el alma de otra persona, sentir sus contornos, la dureza o la dulzura de su carácter”, Ortega señala que el amor revela “las preferencias más íntimas y misteriosas que forman nuestro carácter individual». Él escribe:
Hay situaciones, momentos en la vida, en los que, sin saberlo, el ser humano confiesa grandes porciones de su personalidad última, de su verdadera naturaleza. Una de estas situaciones es el amor. En su elección * de amantes [los seres humanos] revelan su naturaleza esencial. El tipo de ser humano que preferimos revela los contornos de nuestro corazón. El amor es un impulso que brota de lo más profundo de nuestro ser, y al llegar a la superficie visible de la vida lleva consigo un aluvión de conchas y algas del abismo interior. Un naturalista experto, al archivar estos materiales, puede reconstruir las profundidades oceánicas de las que han sido desarraigados.
Al definir la atención como “la función encargada de dar estructura y cohesión a la mente”, Ortega la sitúa en el centro de la experiencia del amor:
“Enamorarse” es un fenómeno de atención.
[…]
Nuestra vida espiritual y mental es simplemente la que tiene lugar en la zona de máxima iluminación. El resto, la zona de inatención consciente y, más allá, el subconsciente, es solo vida potencial, una preparación, un arsenal o reserva. La conciencia atenta puede considerarse como el espacio mismo de nuestras personalidades. También podemos decir que esa cosa desplaza un cierto espacio en nuestras personalidades.
Medio siglo después de que William James, una de las mayores influencias y progenitores filosóficos de Ortega, sentara las bases de la psicología moderna con su declaración «Mi experiencia es lo que acepto atender», agrega Ortega:
Nada nos caracteriza tanto como nuestro campo de atención… Esta fórmula podría aceptarse: dime dónde está tu atención y te diré quién eres.
[…]
“Enamorarse”, inicialmente, no es más que esto: atención anormalmente fijada en otra persona. Si ésta sabe aprovechar su privilegiada situación y nutre ingeniosamente esa atención, el resto sigue como irremisible mecanismo.
Paradójicamente, la narrativa cultural que nos transmitieron los románticos postula que el amor amplía y consagra nuestra conciencia de la vida: de repente, todo se ilumina; de repente, todo canta. Cualquiera que haya vivido la embriagadora euforia del amor temprano lo ha sentido y, sin embargo, Ortega insinúa que se trata de una ilusión de conciencia, que enmascara el fenómeno real en el trabajo, que es más bien lo contrario: todo está teñido con aspectos del amado, difuminado y ignorando los detalles que le dan al mundo su actualidad. Ortega escribe:
El enamorado tiene la impresión de que la vida de su conciencia es muy rica. Su mundo reducido está más concentrado. Todas sus fuerzas psíquicas convergen para actuar sobre un solo punto, y esto le da un aspecto falso de intensidad superlativa a su existencia.
Al mismo tiempo, esa exclusividad de la atención dota al objeto favorecido de cualidades portentosas … Al abrumar un objeto de atención y concentrarse en él, la conciencia lo dota de una incomparable fuerza de realidad. Existe para nosotros en todo momento; está siempre presente, junto a nosotros, más real que cualquier otra cosa. Hay que buscar el resto del mundo, desviando laboriosamente nuestra atención del amado … El mundo no existe para el amante. Su amado lo ha desalojado y reemplazado … Sin una parálisis de la conciencia y una reducción de nuestro mundo habitual, nunca podríamos enamorarnos.
Mucho antes de que los científicos cognitivos llegaran a estudiar la atención de “un discriminador intencional y sin complejos”, cuando enmarca nuestra experiencia de la realidad mediante la exclusión deliberada, Ortega escribe:
La atención es el instrumento supremo de la personalidad; es el aparato que regula nuestra vida mental. Cuando está paralizado, no nos deja ninguna libertad de movimiento. Para salvarnos tendríamos que reabrir el campo de nuestra conciencia, y para lograrlo sería necesario introducir otros objetos en su foco para romper la exclusividad del amado. Si en el paroxismo del enamoramiento pudiéramos ver repentinamente a la amada en la perspectiva normal de nuestra atención, su poder mágico quedaría destruido. Sin embargo, para ganar esta perspectiva tendríamos que enfocar nuestra atención en otras cosas, es decir, tendríamos que emerger de nuestra propia conciencia, que está totalmente absorbida por el objeto que amamos.
Nada ilustra más claramente esta contracción de la lente que la experiencia desconcertante de salir del estado sonámbulo de enamoramiento, una experiencia familiar para cualquiera que haya emergido de un enamoramiento o haya profundizado un enamoramiento hasta convertirse en una almeja y un amor constante. Ortega escribe:
Cuando salimos de un período de enamoramiento, sentimos una impresión similar a despertar y emerger de un pasaje estrecho repleto de sueños. Entonces nos damos cuenta de que la perspectiva normal es más amplia y aireada, y nos damos cuenta de todo el hermetismo y la rareza que sufrieron nuestras mentes apasionadas. Por un tiempo vivimos los momentos de vacilación, debilidad y melancolía de la convalecencia.
Pero a pesar de sus posibles peligros, el amor sigue siendo a la vez la experiencia más interior y la más influyente de nuestra personalidad. En un sentimiento que evoca esa línea exquisita de El Principito: «Lo esencial es invisible a los ojos». – Ortega considera cómo el amor, un rasgo tan invisible pero tan esencial de nuestra humanidad, pule el lente de toda nuestra cosmovisión:
Las cosas que son importantes están detrás de las cosas que son aparentes.
[…]
Probablemente, solo hay otro tema más interno que el amor: el que puede llamarse «sentimiento metafísico», o la impresión esencial, última y básica que tenemos del universo. Esto actúa como base y apoyo para nuestras otras actividades, sean las que sean. Nadie vive sin él, aunque su grado de claridad varía de persona a persona. Abarca nuestra actitud primaria y decisiva hacia toda la realidad, el placer que el mundo y la vida nos brindan. Nuestros otros sentimientos, pensamientos y deseos son activados por esta actitud primaria y son sostenidos y coloreados por ella. Por necesidad, la tez de nuestras aventuras amorosas es uno de los síntomas más reveladores de esta sensación primogenital. Al observar a nuestro prójimo con amor podemos deducir su visión o meta en la vida. Y esto es lo más interesante de averiguar: no anécdotas sobre su existencia, sino la carta en la que apuesta su vida.
Del mismo libro
Y, sin embargo, nuestra cultura tiene una peculiar ceguera deliberada sobre cómo el amor da forma a la vida y la expresión particular de vitalidad que es nuestro trabajo creativo, una negación peculiar del hecho elemental de que, debido a que amamos con todo lo que somos, nuestros amores impresionan todo lo que hacemos. (Escribí Figuring en gran parte como un antídoto para esta peligrosa ilusión, explorando cómo los amores en el centro de las grandes vidas moldearon la forma en que esas personas geniales a su vez moldearon nuestra comprensión del mundo con su trabajo científico y artístico). Ortega comparte este disgusto por la disminución cultural del amor como motor del trabajo creativo. Al observar que muchas personas con un poder creativo extraordinario han tendido a tomar sus amores «más en serio que su trabajo», el trabajo mismo por el que son celebrados como genios, y una elección por la que han sufrido burlas de sus contemporáneos y de la posteridad, advierte. contra este juicio cultural común:
Es curioso que sólo aquellos incapaces de producir una gran obra crean que lo contrario es la conducta adecuada: tomarse en serio la ciencia, el arte o la política y desdeñar los asuntos amorosos como meras frivolidades.
Un siglo y medio después de que la astrónoma Maria Mitchell, una figura clave en Figuring, observara que “cualquiera que sea nuestro grado de amigos, estamos más bajo su influencia de lo que somos conscientes”, lamenta Ortega:
No tomamos suficientemente en consideración la enorme influencia que nuestros amores ejercen en nuestra vida.
Pero mientras que el amor revela quiénes somos, también moldea quiénes somos, esculpiendo nuestro carácter y matizando nuestra personalidad. El siglo de la psicología desarrollado desde la época de Ortega ha iluminado hasta qué punto «quiénes somos y en qué nos convertimos depende, en parte, de a quién amamos». Ortega intuye este poder transformador del amor y, en consonancia con la teoría de Kurt Vonnegut de que se puede estar enamorado hasta tres veces en la vida, escribe:
Una personalidad experimenta en el curso de su vida dos o tres grandes transformaciones, que son como etapas diferentes de una misma trayectoria moral … Nuestro ser más íntimo parece, en cada una de estas dos o tres fases, girar unos grados sobre su eje, para desplazarse hacia otro cuadrante del universo y orientarse hacia nuevas constelaciones.¶
Hoy se cumplen 35 años de la muerte de Jorge Luis Borges, grande entre los grandes escritores en lengua castellana. El 3 de noviembre del año pasado, infobae publicó su última narración explicándola así:
El cuento que Borges dictó poco antes de morir: una traición, una ejecución y una culpa que lo acompañó hasta el final – “Silvano Acosta”, un texto breve inédito hasta hace unos días, recorre una historia que involucró a su abuelo militar y un desertor. El autor de “El Aleph” conoció el relato, oculto por décadas, gracias a una subasta. 19 de noviembre. 1985. Primeras horas de la mañana. Una sensación extraña recorre a Jorge Luis Borges y le pide a María Kodama que tome lápiz y papel. Y le dicta: “Desde el momento de nacer contraje una deuda, asaz misteriosa, con un desconocido que había muerto en la mañana de tal día de tal mes de 1871”.
Acá está su brevísimo texto:
De la mano de María Kodama
Silvano Acosta
Mi padre fue engendrado en la guarnición de Junín, a una o dos leguas del desierto, en el año de 1874. Yo fui engendrado en la estancia de San Francisco, en el departamento de Río Negro, en el Uruguay, en 1899. Desde el momento de nacer contraje una deuda, asaz misteriosa, con un desconocido que había muerto en la mañana de tal día de tal mes de 1871. Esa deuda me fue revelada hace poco, en un papel firmado por mi abuelo, que se vendió en subasta pública. Hoy quiero saldar esa deuda. Nada me costaría fantasear rasgos circunstanciales, pero lo que me ha tocado es lo tenue del hilo que me ata a un hombre sin cara, de quien nada sé salvo el nombre, casi anónimo ahora, y la perdida muerte.
Asesinado Urquiza, la montonera jordanista asedió a Paraná. Una mañana entraron a caballo en la plaza y dieron la vuelta golpeándose la boca y gritando algún sapucai* para hacer burla de la tropa. No se les ocurrió apoderarse de la ciudad.
Para levantar el sitio, el gobierno envió al regimiento número dos de infantería de línea. Faltaban plazas y una leva recogió algunos vagos en las tabernas y en las casas malas del Bajo. Acosta fue apresado en esa redada, entonces común. Nada me costaría atribuirle una parroquia de Buenos Aires o un oficio determinado—peón de albañil o cuarteador—pero esa atribución haría de él un personaje literario y no el hombre que fue lo que fue. A la semana desertó del cuartel y se pasó a los montoneros. Tal vez pensó que la disciplina entre gauchos sería menos severa que en las filas de un ejército regular. Tal vez quería desquitarse de haber sido arrastrado a la guerra. Prosiguió la campaña y un Destacamento del Dos trajo prisioneros. Alguien reconoció al pobre Acosta. Era un desertor y un traidor. El coronel Francisco Borges, mi abuelo, firmó la sentencia de muerte con la buena caligrafía de la época. Cuatro tiradores la ejecutaron.
Yo nací treinta años después. Un vago sentimiento de culpa me ata a ese muerto. Sé que le debo una reparación, que no le llegará. Dicto esta inútil página el diecinueve de noviembre de 1985. ¶
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* Un sapucai es un grito largo y agudo, usado como llamado o signo de júbilo. Es típico de la cultura guaraní, muy difundido en la región litoral de Argentina y las provincias de Corrientes, Chaco, y Formosa. Es particularmente usado en la cultura del Chamamé y por los pescadores de la región. Etimológicamente, su origen parece provenir del guaraní sapukái (“grito; gritar, clamar”); según informes populares, “grito triunfal del mensú o hachero al derribar un árbol”. El sapucai tiene muchos significados. Para unos es un grito que se usaba en los eclipses para pedirle a Dios que no acabara con el mundo, para otros es un grito que describe emociones y que puede ser distinguido por personas como sucedió en el conflicto de la Guerra de las Malvinas, cuando los soldados hacían sus sapucai y sus compañeros lo podían distinguir y sentir dolor, impotencia u honor por luchar por su patria . (Wikipedia en Español).
«Y es que las amistades de Tony eran, todas, con gente valiosa. Tenía que ser así, pues nunca supe que hiciera algo que no fuera importante, y en cambio siempre supe que en sus relaciones invertía afecto, el que siempre reciproqué». Eso escribí de Antonio Casas González el pasado 1º de abril, y hoy la gentil amiga Elsa Pineda me hizo llegar esta foto en la que Tony aparece al lado de Jorge Luis Borges:
Debe haber sido tomada hacia 1968, cuando Borges fue profesor—¡de literatura inglesa!—en la Universidad de Harvard y Tony trabajaba en el Banco Interamericano de Desarrollo, en Washington. «En 1968 Jorge Luís Borges pasó un tiempo en Cambridge ‘on the Charles’ para enseñar en las aulas de Harvard. Por ese tiempo se le hizo un conjunto de entrevistas muy iluminadoras de su pensamiento. En una de ellas dice diferenciarse de Unamuno en que a éste le angustia la trascendencia y la inmortalidad, mientras que a él, Borges, no le importa si ya no sigue siendo Borges, si no hubiera sido nunca Borges, si no hubiera nunca sido. Es claro que Borges es un redomado mentiroso. Si a alguien le preocupan esas cosas es a Borges, que no cesa de escribir del infinito, de los espejos y de sus dobles. En el fondo, no puede haber español a quien no interese la trascendencia». (En carta a Arturo Sosa, 7 de septiembre de 1984).
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