Jorge Luis Borges y María Kodama, su segunda esposa, ya fallecida.
El escritor que más admiro en lengua castellana es Jorge Luis Borges. Mario Vargas Llosa dijo de él: «Borges es uno de los más originales prosistas de la lengua española, acaso el más grande que ésta haya producido en el siglo XX». Menos dubitativo, otro Premio Nobel, Gabriel García Márquez, asentó: «Borges es el escritor de más altos méritos artísticos en lengua castellana». Pero quizás haya sido el tributo más honesto el de Julio Cortázar, que una vez dijo a un periodista, que buscaba malquistarlo con Borges al contraponerlos políticamente, algo que pudieran haber dicho todos los autores del Boom Latinoamericano: «No hay nada que yo haya escrito que no hubiera escrito antes Jorge Luis Borges».
Cuando hace poemas rompe la frase para preservar la consonancia de los versos, aun entre estrofas, como en las tres primeras y la última del Poema de los dones).
Poema de los dones
Nadie rebaje a lágrima o reproche esta declaración de la maestría de Dios, que con magnífica ironía me dio a la vez los libros y la noche.
De esta ciudad de libros hizo dueños a unos ojos sin luz, que sólo pueden leer en las bibliotecas de los sueños los insensatos párrafos que ceden
las albas a su afán. En vano el día les prodiga sus libros infinitos, arduos como los arduos manuscritos que perecieron en Alejandría.
De hambre y de sed (narra una historia griega) muere un rey entre fuentes y jardines; yo fatigo sin rumbo los confines de esta alta y honda biblioteca ciega.
Enciclopedias, atlas, el Oriente y el Occidente, siglos, dinastías, símbolos, cosmos y cosmogonías brindan los muros, pero inútilmente.
Lento en mi sombra, la penumbra hueca exploro con el báculo indeciso, yo, que me figuraba el Paraíso bajo la especie de una biblioteca.
Algo, que ciertamente no se nombra con la palabra azar, rige estas cosas; otro ya recibió en otras borrosas tardes los muchos libros y la sombra.
Al errar por las lentas galerías suelo sentir con vago horror sagrado que soy el otro, el muerto, que habrá dado los mismos pasos en los mismos días.
¿Cuál de los dos escribe este poema de un yo plural y de una sola sombra? ¿Qué importa la palabra que me nombra si es indiviso y uno el anatema?
Groussac o Borges, miro este querido mundo que se deforma y que se apaga en una pálida ceniza vaga que se parece al sueño y al olvido.
No sé suficientemente de poesía, pero los cuatro primeros versos de este poema son mis favoritos dentro de los pocos que he leído. La ceguera que sufrió el escritor—heredada de su padre—y la lectura, por supuesto, no son que se diga compatibles. Había gente amiga que le leía, y Borges excusó a la divinidad por irónica. LEA
1984 es, ciertamente, una lectura profundamente perturbadora. Para los lectores venezolanos, las analogías entre las prácticas de Big Brother y los gobiernos socialistas son evidentes, por ejemplo, en materia del control de la historia: “Quien controla el pasado controla el futuro; quien controla el presente controla el pasado”.
La historia de Orwell, publicada en 1949, es la de Winston Smith, un empleado del Ministerio de la Verdad de Oceanía, uno de los tres súper-estados del mundo al cabo de una generación desde la publicación de la novela; para el autor, luego de los enormes cataclismos sociales de la primera mitad del siglo XX—dos guerras mundiales y la emergencia de los estados totalitarios (fascista, nazi, soviético)—, treinta y cinco años debían ser suficientes para el despliegue de un totalitarismo del que las especies conocidas no eran sino maquetas.
La posibilidad de una cosa así estaba implícita en el desarrollo de la tecnología del poder, fenómeno estudiado por el sociólogo húngaro Karl Mannheim—Ideología e utopía (1936), Diagnóstico de nuestro tiempo (1944), obras escritas y publicadas en Inglaterra—que Orwell seguramente ha debido conocer.
Mannheim estuvo entre los primeros proponentes de una “tercera vía” distinta del capitalismo y el socialismo, y Orwell mismo, cuando todavía se llamaba Eric Arthur Blair, era un socialista democrático, un adeco. Ya su participación en la Guerra Civil Española le había acercado al trotskismo por su crítica al estalinismo, y Samuel Goldstein, el archienemigo del partido totalitario de Oceanía que todos los días era objeto de un ejercicio teledifundido de dos minutos de odio, era judío y lucía una chiva, como el hombre que amaba a los perros. (León Trotski).
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Winston Smith era un miembro del “partido exterior”, parte de una burocracia que servía a un “partido interior”, la élite dominante de quienes estaban arriba. Es tema tratado por un venezolano el ciclo explicado por Goldstein: de cómo los segundos en una jerarquía social se alían con los terceros para derrocar a los primeros y convertirse en primeros ellos mismos.
José Manuel Briceño Guerrero, doctorado en Filosofía y Filología de la Universidad de Viena, apureño, antiguo profesor de la Universidad de Los Andes en Mérida, escribió un penetrante ensayo—El laberinto de los tres minotauros—que Francisco Toro Ugueto entendió como una prefiguración del chavismo:
Como anota Toro en su blog, Briceño Guerrero interpreta “…la cultura latinoamericana como una mezcla de tres ‘discursos’ separados, mutuamente incompatibles: el discurso Racional-Occidental, el discurso Mantuano y el discurso Salvaje”. El libro de Briceño Guerrero fue escrito entre 1977 y 1982, y por tanto no podía ser una referencia específica a Chávez.
Es Toro quien establece—como otros lectores del merideño lo han hecho—una relación significante entre la descripción del discurso salvaje y el chavista: “…explica no sólo por qué existe el chavismo, sino también por qué tiene éxito. La atracción política de Chávez está basada en el lazo emocional que su retórica crea con una audiencia que resiente profundamente su marginalización histórica. Funciona al hacerse eco de la profunda resaca de furia de los excluidos, una furia que Briceño Guerrero explica poderosamente. La retórica de Chávez está basada en una comprensión intuitiva profunda del discurso no occidental/antirracional en nuestra cultura, un discurso que ha sido alternadamente atacado, descontado y negado por generaciones de gobernantes de mentalidad europea. Chávez valida el discurso salvaje, lo refleja y lo afirma. Lo encarna. En último término, transmite a su audiencia un profundo sentido de que el discurso salvaje puede y debe ser algo que nunca ha sido antes: un discurso de poder”. (En Discurso salvaje, del blog de doctorpolítico, nota del 17 de mayo de 2005).
Briceño Guerrero reproduce la dinámica de Goldstein en la sección que dedica al discurso salvaje:
Para comprender el mecanismo de la trampa revolucionaria, veamos nuestra sociedad a vuelo de pájaro. Está constituida, primero, por los amos, los poderosos, los de arriba, los señores; llamémoslos blancos. Segundo, los que sin ser amos tienen una participación variable en los bienes de la sociedad, son capataces, administradores, maestros y profesores, pequeños comerciantes, policías, profesionales liberales; llamémoslos pardos; pueden ascender dentro de su categoría y algunos pueden superarla para engrosar el rango de los blancos. Tercero, nosotros, es decir, “los indios y los negros”, los de abajo y afuera.
Suele ocurrir que los blancos tengan entre ellos mismos peleas de señores. Entonces se sirven de nosotros; nos organizan política o militarmente con una ideología revolucionaria, con planes revolucionarios, con promesa de cambios radicales. Nos hacen combatir y cuando han logrado sus fines, cuando han arreglado sus cuentas de blancos, se deshacen de nosotros poco a poco mediante retrasos, aplazamientos, intrigas, divisiones, recompensas parciales y a veces aun con la ayuda de sus adversarios reconciliados.
Suele ocurrir también que pardos de ambición impaciente quieran forzar el ascenso dentro de su categoría, acelerarlo para llegar por un canal extraordinario al rango superior. Entonces se sirven de nosotros; nos organizan política o militarmente con una ideología revolucionaria, con planes revolucionarios, con promesa de cambios radicales. Nos hacen combatir y cuando logran llegar a importantes magistraturas desde donde se acomodan, se desligan de nosotros o nos mantienen organizados en las capas bajas de partidos políticos reformistas, en calidad de clientela y tropa de choque.
En el esfuerzo que hago para esta lucha me comprometo más que en el trabajo de los campos, el servicio doméstico, la construcción y las fábricas; me doy entero, arriesgo todo. Mi salario es la ilusión de triunfo, la exaltación momentánea, el desahogo, los instantes del asalto y del grito. Pero no logro realizar mi anhelo. Al contrario, mi rebeldía se incorpora aún más al dinamismo del sistema opresor, le sirve y lo fortalece. Mi peligrosidad se ve disminuida y retardada por esa masturbación periódica.
En cambio ellos sí logran sus fines; además de mantenerme en cintura, canalizan mi torrente hacia sus molinos, me cogen de escalera, arriman mi brasa a su sardina.
Amonedan mi furia para comprar poder los dirigentes revolucionarios. Se vuelven ricos con la plusvalía de esa empresa llamada lucha revolucionaria en la que yo pongo mi fuerza de combate, mi capacidad de sacrificio, mi agonía, Plusvalía revolucionaria.
¿No te has fijado, hermano, que los dirigentes revolucionarios son blancos o pardos? Los caudillos negros o indios de las revoluciones han sido “cachicamos trabajando para lapa”.
He visto también—deseara no haberlo visto—que la revolución, caso de ser practicada en serio y caso de triunfar, conduce a formas de injusticia y opresión más abominables que las actuales. Esas formas nuevas de injusticia y opresión las he visto en los ojos y en las palabras de los dirigentes más sinceros, más esforzados, más leales a la causa. Se sienten salvadores mesiánicos, avatares de la historia; creen conocer mis intereses, mis deseos y mis necesidades mejor que yo mismo; no me consultan ni me oyen; se han constituido por cuenta de ellos en representantes míos, en vanguardias de mi lucha; son tutelares y paternalistas; prefiguran ya el Olimpo futuro donde tomarán todas las decisiones para mi bienestar y mi progreso; las tomarán y me las impondrán en nombre mío, a sangre y fuego en nombre mío. Yo bajo la cabeza diciendo “Sí camarada, sí compañero, eso es lo que hay que hacer, tiene razón, viva”. Les sigo la corriente para que no me peguen y para no desanimarlos; pueden producir esos momentos de relajo, de caos, cuando parpadea la vigilancia de los gendarmes, cuando puedo descargar impune mi rencor, mi cólera reprimida, mi odio; después de todo, ese alivio esporádico es el mendrugo que me toca en el tejemaneje revolucionario mientras llegan días peores, los del triunfo revolucionario.
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Por supuesto, 1984 se inscribe en una ilustre serie de utopías y distopías. La Edad Media es el tiempo del mito de Jauja o Cucaña—Cockaigne—país en el que no era necesario trabajar para comer y beber abundantemente, y el Renacimiento dio la muy influyente Utopía (1516) de Tomás Moro. El terror viene después: es de 1921 la novela Nosotros, el primer libro censurado en la Unión Soviética; no hubo edición en ruso hasta 1988, en época de Mikhaíl Gorbachov.
Orwell sostuvo que Aldous Huxley se inspiró en Nosotros, de Yevgeny Zamyatin, para escribir Un mundo feliz (1932). Huxley dijo que lo leyó después de su escritura y Orwell insistió; según él, Huxley mentía. En todo caso, Orwell leyó a ambos, puesto que escribió comparando los dos libros antes de 1949, el año de publicación de 1984, y reconoció la deuda con el ruso aunque no con quien había sido su instructor de francés mientras estudiaba en Eton. Huxley fue más generoso; en una carta a su ex alumno del 21 de octubre de 1949, lo felicitó por “how fine and how profoundly important the book is”.
El mismo Orwell, naturalmente, había tenido su primer éxito literario con Rebelión en la granja (1945), una poderosa alegoría satírica del régimen stalinista; el líder de los cochinos, Napoleón, está modelado en Jósif Stalin.
Y los precedentes no se limitan a lo literario; hablando de Napoleón, esto se escribió del Bonaparte:
Napoleón Bonaparte enseñó a todos los líderes autoritarios que lo sucedieron cuáles son los elementos esenciales en una dictadura: la propaganda, una eficaz e inexorable policía secreta que constituye un estado dentro del estado, el uso de dispositivos democráticos como el referendo para reunir apoyo popular a favor del régimen, la burocratización de las instituciones críticas de la educación y la religión para que puedan convertirse en instrumentos de adoctrinamiento, y la utilidad de las aventuras foráneas para hacer soportable la represión interna. Ninguna de estas herramientas del autoritarismo es original de Napoleón; su contribución fue entretejerlas como el instrumento del estado autoritario moderno y demostrar cuán eficaz puede ser ese instrumento internamente. (Blum, Cameron, Barnes: The European World).
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Leer a Orwell, específicamente 1984, es someterse a la claustrofobia y el terror; la agobiante sensación de imaginarse, como Smith, vigilado las veinticuatro horas del día hasta en el más mínimo de los gestos. Saber que un poder totalitario puede distorsionar la realidad al punto de no poder reconocerla, y doblegar la rebeldía del más inteligente para someterlo al amor de lo que repudia. El poder imaginativo de Orwell y su trabajo analítico pudieran vacunarnos de totalitarismo, pero también es un práctico manual para quienes quieran aplicarlo en sus propios proyectos totalitarios. Como explicaba Samuel Goldstein: “Uno no establece una dictadura con el fin de preservar una revolución; uno hace la revolución para establecer la dictadura”.
¿Ministerio del Amor o Misión Amor Mayor? §
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Apéndice formíceo
Para la economía clásica la mano misteriosa del mercado estaba basada en la eficiencia del decisor individual. Se lo postulaba como miembro de la especie homo œconomicus, hombre económicamente racional. Los modelos del comportamiento microeconómico postulaban competencia perfecta e información transparente. El mercado era perfecto porque el átomo que lo componía, el decisor individual, era perfecto. La propiedad del conjunto estaba presente en el componente.
En cambio, la más moderna y poderosa corriente del pensamiento científico en general, y del pensamiento social en particular, ha debido admitir esta realidad de los sistemas complejos: que éstos –el clima, la ecología, el sistema nervioso, la corteza terrestre, la sociedad– exhiben en su conjunto “propiedades emergentes” a pesar de que estas mismas propiedades no se hallen en sus componentes individuales. En ilustración de Ilya Prigogine, Premio Nóbel de Química: si ante un ejército de hormigas que se desplaza por una pared, uno fija la atención en cualquier hormiga elegida al azar, podrá notar que la hormiga en cuestión despliega un comportamiento verdaderamente errático. El pequeño insecto se dirigirá hacia adelante, luego se detendrá, dará una vuelta, se comunicará con una vecina, tornará a darse vuelta, etcétera. Pero el conjunto de las hormigas tendrá una dirección claramente definida. Como lo ponen técnicamente Gregoire Nicolis y el mismo Ilya Prigogine en “Exploring Complexity” (Freeman, 1989): “Lo que es más sorprendente en muchas sociedades de insectos es la existencia de dos escalas: una a nivel del individuo y otra a nivel de la sociedad como conjunto donde, a pesar de la ineficiencia e impredecibilidad de los individuos, se desarrollan patrones coherentes característicos de la especie a la escala de toda la colonia”. Hoy en día no es necesario suponer la racionalidad individual para postular la racionalidad del conjunto: el mercado es un mecanismo eficiente independientemente y por encima de la lógica de las decisiones individuales.
Es esta característica natural de los sistemas complejos el más poderoso fundamento de la democracia y el mercado. A pesar de la imperfección política de los ciudadanos concretos, la democracia sabe encontrar el bien común mejor que otras formas de gobierno; a pesar de la imperfección económica de los consumidores el mercado es preferible como distribuidor social.
El siguiente texto está tomado de TalCual digital, Se trata de una breve narración de María Ignacia Alcalá Sucre, la menor de mis hijos. Fue publicada por el diario en su web el 21 de octubre de 2010.
Nunca les he dirigido la palabra, a pesar de que ya son años de verlos o adelantarlos con el paso rápido que he llegado a dominar. Son años ya, más de cinco, de notar su presencia en los mismos caminos que camino, de verlos franquear las definitivas pero invisibles fronteras entre Sebucán, Santa Eduvigis y Los Palos Grandes. Es mejor así.
Él y ella, esposos, viven muy cerca de mi casa, cruzando la Avenida Miguel Otero Silva de Sebucán hacia una transversal. Mi madre afirma que es en el pequeño barrio que se esconde siguiendo mi calle, dando la curva y asomándose desde los nuevos edificios lujosos: “El hueco”, de donde salieron nuestro mecánico y nuestro herrero y un compañero de clases de una amiga (también vecina) que se convirtió en amigo propio. Yo creo más bien que su casa es una de las que sobreviven al borde del barrio, pequeñas, con materos afuera y flores rojas y rizadas.
La Miguel Otero Silva antes se llamaba Avenida La Salle. Recién mudados, correspondencia y facturas llegaban a mi casa con esa indicación. “Antigua Avenida La Salle”. Ellos caminan por allí, por la Avenida La Salle, cuando no era antigua. Innumerables veces suben o bajan, mecidos por el bambú que sirve de muralla vegetal y se alza sobre la pared de bloques de la Escuela Experimental de Enfermería. Él o ella o ambos (de la mano) pasan como abrazados por un hechizo que los ata a un tiempo distinto. No parecen escuchar la violencia de los partidos de fútbol que se juegan allí dentro los fines de semana, ni ver las cordilleras armadas por graffiti sobre graffiti.
Él siempre está de chemise. Con pantalón los días de semana, para el trabajo, para el Bazar Dinafra, para estar afuera cuando paso por esa calle que se estira y lleva finalmente a Altamira, a la esquina del Celarg, a La Castellana, al fin de mis paseos. Las bermudas son para el descanso, la canilla en una mano y la esposa en la otra, la parsimonia, los domingos de flojeras y mangos. Usa un bigote espeso, una cortina en su cara.
Ella va a buscarlo al trabajo. Jamás la he visto en pantalones. Ondea faldas de algodón que le llegan un poco más abajo de la rodilla. Tiene bonitas piernas, talladas a fuerza de mantener el equilibrio en tacones por calles imposibles. Ya conoce los huecos y las raíces que fracturan las aceras, sabe alejarse del lugar donde las ratas revuelven eternas bolsas de basura. No titubea ni tropieza. Pareciera que para ella ésa es la única manera de vivir: en falda y con tacones, siempre con gracia. Se pinta los labios de rojo y el pelo de negro. Quizás se lo arregla en la Segunda de Santa Eduvigis, en la peluquería de Fina, ese tesoro humilde en el que todavía pueden hacerte un buen moño (con secado incluido) por Bs. 25. A donde Fina van señoras, señoronas y niñas de todos los estratos sociales rezando el mantra democrático que las venezolanas conocemos desde el nacimiento. Todas tenemos el derecho (y el deber) de ser bellas. Ella parece extranjera (mi mamá dice que ellos son una pareja de libaneses), pero en eso, en el mandato estético, es criollísima.
Algunas noches se reparten el peso del mercado. Llevan bolsas del Excelsior o bolsas del Klasse, dependiendo de si deciden bajar hasta la Tercera de Los Palos Grandes o subir hasta el tope de Santa Eduvigis. Esas noches caminan más lento y van balanceándose un poco de lado a lado.
No los he visto por la Principal de Sebucán. En otras calles hay mejores panaderías, mejores farmacias y nada de hospitales psiquiátricos. Me da la impresión de que prefieren alejarse de la locura. Tampoco los he visto montados en Metrobús. Parecieran no salir al alboroto de la Rómulo Gallegos.
Nunca les he hablado y nunca les voy a hablar. ¿Qué les diría? “Hola, muy buenas. Yo siempre los veo y me sonrío. Ustedes me ponen contenta, ustedes me ponen triste, cuando pienso en esta zona siempre pienso en ustedes”. No. Sería una torpeza decir siquiera una palabra. Uno no le habla a una columna, o a un símbolo. Uno simplemente se siente contento de que esté allí sosteniendo el techo o llenando un mundo de significado. Los veo caminando, agradezco en silencio y camino yo también. ¶
En esta fecha se cumplen treinta y un años de la asonada golpista dirigida en Caracas por Hugo Chávez Frías y en Maracaibo por Francisco Arias Cárdenas, que empañara el Quinto Centenario del Descubrimiento de América.* Para una conmemoración reflexiva, se pone acá un fragmento de El grado cero de la escritura, de Roland Barthes. (Siglo XXI Editores S. A., Buenos Aires, 1973).
No hay duda de que cada régimen posee su escritura, cuya historia está todavía por hacerse. La escritura, siendo la forma espectacularmente comprometida de la palabra, contiene a la vez, por una preciosa ambigüedad, el ser y el parecer del poder, lo que es y lo que quisiera que se crea de él; una historia de las escrituras políticas constituiría por lo tanto la mejor de las fenomenologías sociales. Por ejemplo, la Restauración elaboró una escritura de clase, gracias a la cual la represión se daba inmediatamente como una condena surgida espontáneamente de la “Naturaleza” clásica: los obreros reivindicadores eran siempre “individuos”, los rompehuelgas, “obreros tranquilos” y la servilidad de los jueces se transformaba en la “vigilancia paterna de los magistrados” (en nuestros días el “golismo”** llama “separatistas” a los comunistas). Vemos aquí que la escritura funciona como una buena conciencia y que tiene por misión el hacer coincidir fraudulentamente el origen del hecho y su avatar más lejano, dando a la justificación del acto la caución de su realidad. Este hecho de escritura es por otra parte propia de todos los regímenes autoritarios; es lo que se podría llamar la escritura policial; se conoce, por ejemplo, el contenido eternamente represivo de la palabra “Orden”.
La expansión de los hechos políticos y sociales en el campo de la conciencia de las Letras produjo un nuevo tipo de escribiente, situado a mitad de camino entre el militante y el escritor, extrayendo del primero una imagen ideal del hombre comprometido, y del segundo una escritura militante enteramente liberada del estilo y que es como un lenguaje profesional de la “presencia”. En esa escritura abundan las sutilezas. Nadie negará que existe, por ejemplo, una escritura “Esprit” o una escritura “Temps Modernes”. El carácter común de esas escrituras intelectuales, es que aquí el lenguaje, de lugar privilegiado, tiende a devenir el signo autosuficiente del compromiso. Alcanzar una palabra cerrada por el empuje de todos aquellos que no la hablan, es afirmar el movimiento de una elección, sostener esa elección; la escritura se transforma aquí en la firma que se pone debajo de una proclama colectiva (que por lo demás uno no redactó). Adoptar así una escritura—se podría decir mejor asumir una escritura—, es economizar todas las premisas de la elección, manifestar como adquiridas todas las razones de esa elección. Toda escritura intelectual es por lo tanto el primero de los “saltos del intelecto”. En vez de un lenguaje idealmente libre que no podría señalar mi persona y dejaría ignorar totalmente mi historia y mi libertad, la escritura a la que me confío es ya institución; descubre mi pasado y mi elección, me da una historia, muestra mi situación, me compromete sin que tenga que decirlo. La forma se hace así más que nunca un objeto autónomo, destinado a significar una propiedad colectiva prohibida, y ese objeto tiene valor de ahorro, funciona como una señal económica gracias a la cual el escribiente impone sin cesar su conversión sin trazar nunca la historia de ella.
Esta duplicidad de las escrituras intelectuales de hoy, está acentuada por el hecho de que, a pesar de los esfuerzos de la época, la Literatura nunca pudo ser enteramente liquidada: forma un horizonte verbal siempre prestigioso. El intelectual no es más que un escritor mal transformado y, a menos de sumergirse y de hacerse para siempre un militante que ya no escribe (alguna vez lo hicieron, por definición olvidados), no puede sino volver a la fascinación de escrituras anteriores, transmitidas a partir de la Literatura como un instrumento intacto y pasado de moda. Por lo tanto, estas escrituras intelectuales son inestables, siguen siendo literarias en la medida en que son impotentes y sólo son políticas por su obsesión de compromiso. En suma, se trata todavía de escrituras éticas, done la conciencia del escribiente (no nos atrevemos a decir, del escritor), encuentra la imagen apaciguante de la salvación colectiva.
Pero, del mismo modo en que, en el estado presente de la Historia, toda escritura política sólo puede confirmar un estado policial, toda escritura intelectual puede instituir únicamente una para-literatura, que no se atreve a decir su nombre. Están en un callejón sin salida, sólo pueden remitir a una complicidad o a una impotencia, es decir, de todos modos, a una aberración.¶
………
* En 1984, la segunda revista en llamarse Válvula en Venezuela publicó el texto de una conferencia de Arturo Úslar Pietri en la Casa de Venezuela en Tenerife. Ella llevó por títuloLa Comunidad Hispánica en el mundo de hoy. Éstas son sus palabras de cierre:
Faltan pocos años para 1992. Ese año celebraremos el Quinto Centenario del Descubrimiento de América. ¿Cómo lo vamos a celebrar? ¿Con los discursos tradicionales, con los desfiles que hemos hecho siempre, con un gran jolgorio, llenándonos la boca con las glorias pasadas? ¿O lo vamos a celebrar quietamente, sólidamente, orgullosamente diciendo: a los quinientos años del Descubrimiento hemos creado realmente una nueva circunstancia mundial, nos hemos puesto de acuerdo y desde ahora, en las grandes familias de pueblos, al mismo nivel de la familia anglosajona, de la eslava o de la asiática, está la familia de los pueblos ibéricos y está desempeñando un papel de primer orden?
Esa sería la celebración digna del Quinto Centenario del Descubrimiento que nos aguarda dentro de escasos años. Es una invitación a que trabajemos para ello, a que desde hoy nos quitemos las telarañas de los ojos, a que pensemos menos en la dimensión nacional y regional y más en la global. Yo vengo aquí a estas Islas que son puente natural entre América y Europa y que están como una lección viva de lo que puede hacerse y debe hacerse para estar en las dos orillas, a recordarles estos hechos que conocemos pero que tal vez por familiares olvidamos. Y a invitarlos a esta gran empresa que es la más grande ofrecida y abierta a esta familia de los pueblos poseedores de la cultura ibérica.
La “hipótesis de Sapir-Whorf” en el campo lingüístico sugiere que los lenguajes imponen, por decirlo así, una metafísica sobre sus parlantes. Es decir, por el mero hecho de hablar español—más propiamente, castellano—pensamos en alguna forma diferente de cómo piensa el inglés o el bantú. Por ejemplo, en castellano diferenciamos con facilidad entre las nociones de “ser” y de “estar”. Los pobres angloparlantes están impedidos de ese pensamiento, pues con “to be” están condenados a decir ambas cosas de una vez, de modo indisoluble. Uno no piensa “en chino”, sino que “piensa chino”.
Esto es: incluso para decir barrabasadas Evo Morales y Hugo Chávez emplean el español, piensan en español, piensan español. Si fuesen lógicamente consistentes, Morales debiera amenazar en quechua y Chávez despotricar en pemón. Debieran negar sus nombres, pues Morales no es apellido inca ni Chávez es caribe. Debieran resistir los micrófonos y las cámaras, puesto que son de marca Sennheiser o Ikegami, en lugar de modelos Paramaconi XC o Atahualpa Special Edition.
Si al encuentro de la civilización occidental con una miríada de tribus por su mayor parte dispersas y enemistadas entre sí, éstas “aportaron” un continente físico que de todos modos les quedaba grande, los españoles en Hispanoamérica contribuyeron precisamente con eso, con civilización. No hay manera de que Chávez siquiera formule una sola idea si no es a partir de los hechos de Losada o Garci González de Silva.
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** Barthes hace referencia al movimiento político que apoyara al general Charles De Gaulle, quien visitara nuestro país en 1964, el primer año de la presidencia de Raúl Leoni. Cada vez que viene De Gaulle a mi cerebro recuerdo esta anécdota apócrifa (¿chiste?):
Se cuenta que la Iglesia Católica francesa estaba preocupada por la evidente soberbia del general De Gaulle, y solicitó al Arzobispo de París que tomara cartas en el asunto. Éste llamó al Presidente de Francia para que se confesara con él, y al señalarle que su principal pecado era la inmodestia le puso por penitencia que asistiera el siguiente domingo a la misa de las 11 a. m. en Notre Dame, la más concurrida, y se acercara sin escolta y sin condecoraciones a depositar un ramillete de flores a los pies del Santísimo. De Gaulle obedeció, y fue a dejar su ofrenda floral con una tarjeta manuscrita. Concluida la misa, el Arzobispo fue a ver y leyó la tarjeta, que decía: «De la Primera Persona de Francia a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad».
La familia Sucre Eduardo. Al centro sus procreadores, Alicia Eduardo Durán y Andrés Sucre Sucre.
La nobleza, la solidaridad, la discreción, la alegría, el sentido de realidad, la noción del deber ineludible, la paciencia, el respeto del prójimo y lo ajeno, el espíritu de cuerpo, la seriedad, la pasión deportiva, el tino para conseguir consortes, la falta de pretensión y una orientación práctica y desenredada hacia la vida, son rasgos comunes a los Sucre Eduardo, y esa múltiple conjunción, reiterada doce veces, sólo puede explicarse en la labor paternal y maternal de Andrés y Alicia.
Reseña en el diario El Nacional del libro de mi esposa por Roberto José Lovera De Sola
TALLER CRITICO
Por: R. J. LOVERA DE-SOLA
Junio 22, 2009
No pudimos parar, estábamos como amarrados a nuestra butaca de leer, gracias al libro que Nacha Sucre (1950) ha escrito sobre sus abuelos Sucre Eduardo, en el conmovedor volumen Alicia Eduardo una parte de la vida, (prólogo: Luis Enrique Alcalá. Caracas: Fundación Polar, 2009. 247 p.), concebido con tanto afecto que era imposible abandonarlo hasta llegar a su última línea. Es obra enternecedora, sobre todo para los caraqueños que nacimos y crecimos en casas como la suya, con aquellos sentimientos y tales afectos. Estos recuerdos son los que nos salvan de la atmósfera de tupido resentimiento social que se vive hoy, en estos días trágicos que vive el país. División y prejuicios que nunca existieron. Siempre le ha bastado a un venezolano encontrarse con otro para abrazarlo y conversar: no lo que vemos hoy. Nacha Sucre, por ello, nos ilumina hasta el más hondo recodo de nuestra alma con la serie de recuerdos con nos ofrece en su tan bello libro: ¡bienvenida Nacha Sucre!
Tras haber leído Alicia Eduardo: una parte de la vida, con la mezcla del crítico literario que analiza y el caraqueño viejo que siente en su espíritu lo que se nos cuenta, de forma tan veraz y cierta, no podemos dejar de señalar que ante Nacha Sucre estamos ante una escritora, alguien que necesita la palabra escrita para expresarse. Debe proseguir en su tarea con la pluma o con los dedos sobre las teclas del computador.
Nacha Sucre es una mujer de letras porque su libro se lee de corrido por lo bien escrito que está y apasiona por las antiguas memorias que nos revela, en el caso de este crítico de forma muy intensa porque conoció y trató a los dos abuelos de la autora, protagonistas en muy buena medida de este recuento, y sabe que eran tal cual ella los retrata en su obra.
Aquí en el libro de Nacha Sucre está lo más entrañable de la Caracas de nuestros bisabuelos y abuelos; hasta aparece nuestro santo preferido, el doctor José Gregorio Hernández (1864-1919), de quien tantos relatos directos de gente que lo conoció hemos recibido; de personas comunes, de seres de pocos recursos a quienes atendió gratuitamente y de varios de sus alumnos en la universidad, como el doctor Pedro del Corral (1895-1986). Es un santo al que podemos tocar porque tenía la misma sensibilidad humana de nuestros abuelos y anduvo por estas mismas calles que nosotros hemos pisado.
Nacha Sucre traza aquí la vida de los Sucre Eduardo, una de cuyas descendientes es ella. Y todo ello contado siempre dentro del tejido de la historia venezolana. Brillan en su relato varios hechos, por ejemplo: la entrada de Cipriano Castro (1858-1924) a Caracas aquel 22 octubre de 1899 a tomar el poder, a la cabeza de sus andinos. Por cierto, el general Juan Vicente Gómez (1857-1935) no lo acompañaba aquel día en que llegó el Cabito a la estación del tren en Caño Amarillo. Es ésta de Nacha Sucre la descripción más vívida de aquel suceso que conocemos.
Este libro de Nacha Sucre constituye una singular contribución a la historia de la vida cotidiana venezolana, porque ésta no es para nada una historia de héroes ni de figuras egregias de la vida pública, pero sí de aquellos que conforman con su vivir la silueta de un país, los que hacen posible que éste exista, como lo hizo su abuelo don Andrés con sus negocios y su participación en nuestra vida municipal, junto a otros venezolanos que lo único que deseaban era servir a Caracas. Ellos, el 23 de enero de 1958, ni se escondieron, ni huyeron, ni se asilaron en ninguna embajada. Esperaron los nuevos nombramientos para entregar los cargos que ejercían, se sentaron a escribir sus declaraciones de bienes y a explicar a sus hijos, crecidos en los años cincuenta, qué era la democracia y por qué era el mejor sistema de vida.
Reconstruir todas estas peripecias de toda esta gente bella, hombres y mujeres del común, es añadir, como lo hace Nacha Sucre, datos a la historia del país, a lo hecho por la gente igual a otra gente.
Por ello nos muestra cómo eran aquellos seres al trazar la historia de sus abuelos Alicia Eduardo Durán y de Andrés Sucre Sucre. Historia entrañable para el corazón es toda ésta con la cual nos topamos en este volumen, historia que “tiene visos de novela” (p.17). Ella lo que quiere es “preservar la historia de quienes estuvieron antes, los episodios y los secretos de sus vidas que deben ser contados” (p.20), más cuando el país está invadido por la atmósfera de animadversiones sin sentido que vivimos, algo nunca sucedido, sobre todo en este país de pródiga democracia en la cual hasta los más pobres, los más ínfimos de la escala social, se han encumbrado por obra de su inteligencia y por la educación pública que siempre ha sido gratuita, incluso la universitaria. Por ello nuestros grandes líderes democráticos son todos hijos de la clase media. Y cuando decimos que nuestra democracia es generosa no nos referimos al sistema político sino a nuestro modo de ser.
Tiene razón Nacha Sucre cuando señala que “escribir este apasionante cuento me [dio] el impulso para continuar” (p.18). Porque al mostrarnos cómo y cuáles eran los sentimientos de aquella gente, cuál su modo de comportarse y los modelos de vida que trasmitieron a los que les siguieron, nos está dando lecciones de vida, de ésos que nuestros muchachos de hoy necesitan leer para mirarse en el espejo de lo que en realidad somos, y hemos sido, los venezolanos.
Nacha Sucre lo hace mostrándonos cómo era la vida familiar, lo que se hacía en las casas cuando nacía un nuevo bebé, el comportamiento ante la muerte, “parte de la vida” (p.240). En este sentido, el relato de la agonía de la madre de Alicia Eduardo es conmovedor, está contado con tanta belleza como cuando Teresa de la Parra (1889-1936) nos relata en Ifigenia (1924) el trance final del inolvidable tío Pancho, un pasaje por encima del cual siempre pasan los críticos literarios pero que es hondamente caraqueño, sentimentalmente hablando. Querer a nuestros muertos amados es una razón de vida. Por ello, dice la chilena Isabel Allende que nuestros muertos no fallecen sino el día que los olvidamos. Y como ello es imposible siempre están vivos.
Otro momento en donde brilla Nacha Sucre es en la narración del terremoto de Caracas en el último año del siglo XIX: sucedió a las 4:42 de la madrugada del lunes 29 de octubre de 1900, duró 45 segundos y tuvo 250 réplicas, fue larguísimo. La familia de sus bisabuelos vivía en aquel momento en una casa situada entre las esquinas de Salas a Caja de Agua, en la parroquia Altagracia, en el centro de Caracas. Éste es el mejor relato que hemos leído sobre este cataclismo, del cual tanto se habló siempre en las tertulias caseras en el sucederse de los tiempos, comunicando siempre a los que no lo vivieron el miedo que sintieron los caraqueños aquel amanecer. Tanto, que hasta el presidente Cipriano Castro se lanzó desde uno de los balcones de la Casa Amarilla, residencia presidencial entonces, para salvarse. Se rompió una pierna. En la Plaza Bolívar lo atendieron. Fue entonces que decidió mudarse, junto con su esposa doña Zoila, a Miraflores, casa de habitación de la familia Crespo. Con el tiempo, ya bajo Gómez, el palacete fue comprado a los hijos y nietos del general Joaquín Crespo (1841-1898), quienes eran sus dueños. Fue desde entonces que se convirtió en la llamada “casa del odio”; no sabemos por qué, don y daño nos ha venido desde ella. Tal fue el temor sentido en 1900 que los ancianos que lo habían vivido se volvieron a asustar tanto con el terremoto caraqueño del 29 de julio de 1967 a las 8 de la noche. Recordamos aquella noche la reacción de nuestra abuela Isabelita Pelayo en aquellos instantes, mientras salíamos al jardín de nuestra casa en San Bernardino. No podía olvidar ella el suceso de 1900, pese a haber pasado sesenta y siete años.
Y, claro, además del recuento del fallecimiento de su bisabuelo, son también de honda sensibilidad los dolorosísimos pasajes finales con que cierra el libro: con el recuerdo del accidente de los alumnos del colegio en San José de Mérida en Monte Carmelo, estado Trujillo, el 15 de diciembre de 1950. Pocos caraqueños de aquellos días, así no haya muerto alguien de nuestra familia en el suceso, dejó de tener algún vívido recuerdo de lo sucedido en aquella hora aciaga en la cual murió uno de los tíos de Nacha Sucre.
La autora nos muestra los orígenes de su familia, estira sus raíces: por el lado Eduardo a los días finales del régimen colonial, en 1808 para ser precisos, año en que uno de ellos, Pedro Eduardo y Romero, apoyó la llamada “Conjura de los Mantuanos”, quienes pidieron la formación de una Junta de Gobierno en Caracas (noviembre 22, 1808) cuando el rey cayó en España, el torpe Fernando VII (1784-1833), en quien había abdicado su padre el abúlico Carlos IV (1748-1819). Fue la de 1808 la última conspiración a favor de la monarquía y la primera de la República, tanto que en aquel momento los dos hermanos Bolívar Palacios, Juan Vicente (1781-1811) y Simón (1783-1830) pedían la independencia absoluta de Madrid.
Y los Sucre vienen de Carlos Sucre y Pardo, fundador del apellido en Cumaná. De éste desciende el Gran Mariscal de Ayacucho, Antonio José de Sucre Alcalá (1795-1830), asesinado el año treinta, para que no pudiera ser el sucesor del Libertador, a lo cual estaba llamado.
Bisabuelo de Nacha Sucre fue el maracucho Juan Pablo Eduardo Bustamante (1868-1901), descendiente de canarios (como Francisco de Miranda y Andrés Bello), a la vez descendientes de irlandeses, los Edwards, que al llegar a las islas Canarias, en el siglo XVIII, tradujeron su apellido al castellano, explicación del por qué de este apellido que aquí parece un nombre propio, así como lo debieron explicar tantas veces: “Eduardo no era su segundo nombre, sino un apellido” (p.23). Esposa de Juan Pablo Eduardo fue María Durán (1856-1908), llave de la historia que aquí se nos cuenta porque Alicia Eduardo Durán era hija de aquellos.
Por ello nos muestra Nacha Sucre, con deliciosa precisión, cómo era el Maracaibo de las últimas décadas del siglo XIX y cómo el París de la Belle Époque, el París de Marcel Proust (1871-1922), a donde marcharon los Eduardo Durán en 1894 y donde nació Alicia Eduardo Durán (junio 26, 1896), la segunda hija, la mayor había nacido en Maracaibo en 1888. Después les llegó Margot en 1898.
El bisabuelo murió en Caracas y tuvo en Francisco J. Mayz no sólo a un gran administrador de sus bienes sino a un amigo y protector incondicional de los suyos, a quienes ayudó a acrecentar la fortuna que Juan Pablo Eduardo dejó al fallecer. Este señor Mayz era un típico hombre de negocios y administrador de esa época; a más de uno como él llegamos a conocer. Eran hombres de honda ética.
Ya hemos señalado que la descripción de la agonía y amortajamiento de María Durán constituye uno de los pasajes destacados de este libro (p.83).
Así la vida familiar de las tres hijas que siguió, desde el matrimonio de la mayor, María Teresa (julio 17, 1908) con Pedro Larrazábal (1869-1924). Fueron los padres de María Teresa (1911), Josefina (1912) y Salvador (1913), estos dos muertos de enfermedades contagiosas. Más tarde nacieron Margarita (1915) y Salvador (1916), a quien llamaron, costumbre de la época, como el hermano muerto. En otro parto posterior murió María Teresa Eduardo y el hijo por nacer. Así Alicia Eduardo quedó cuidando a los sobrinos, el padre desconsolado no volvió a ser el mismo (p.105). Solo quedaron Margot, de veintiún años, y Alicia. Estos muchachos terminaron siendo los otros hijos de Alicia; crecieron con el tiempo, muerto su papá, en la casa caraqueña de los Sucre Eduardo en Altagracia.
Fueron aquellos años, antes de la muerte de María Teresa Eduardo, los que vivieron en París, en Lourdes, en Tarbes y en San Juan de Luz. Fue allí donde apareció un día Andrés Sucre Sucre (1899), comerciante, quien se casó allá con Alicia Eduardo (junio 9, 1921); fueron los fundadores del clan Sucre Eduardo. Por largos años vivieron en la casa con el número 50 de Caja de Agua a Truco, viviendo allí, en el día de la muerte del hijo desaparecido en el accidente de aviación de Monte Carmelo. Con este suceso se cierra el recuento que nos ofrece Nacha Sucre en su libro.
Una observación final: si bien el relato se cierra en 1950, la autora debió añadir una nota a pie de página con un apretado recuento de la vida de sus queridos abuelos hasta el final de sus vidas, registrando a la vez las fechas de muerte de don Andrés y la señora Alicia.¶
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No estoy de acuerdo con el último párrafo de la reseña. El libro de mi esposa dice en el título: Una parte de la vida. LEA
En 1971 Pablo Neruda recibió el Premio Nobel de Literatura «por una poesía que con la acción de una fuerza elemental da vida al destino y los sueños de un continente».
En más de un sitio de este blog me he quejado de la sordera de terceros ante planteamientos políticos que he hecho y sigo creyendo acertados. También he reportado, con menor frecuencia, mi propia e incesante autocrítica, a la que me obliga esta cláusula de mi Código de Ética (1995):
5. Consideraré mis apreciaciones y dictámenes como susceptibles de mejora o superación, por lo que escucharé opiniones diferentes a las mías, someteré yo mismo a revisión tales apreciaciones y dictámenes y compensaré justamente los daños que mi intervención haya causado cuando éstos se debiesen a mi negligencia.
Hoy he amanecido dos veces. La primera a eso de las 4 y media de la madrugada, en estado depresivo que es en mí infrecuentísimo. Los pensamientos que ocupaban mi cerebro consciente se ubicaban en tres posiciones: 1. el estado de la humanidad aún pandémica, a más de dos años de la emergencia del virus COVID 19 y sus mutaciones; 2. la persistencia de los estados de guerra en múltiples focos del planeta, a los que se ha sumado el desquiciante conflicto ruso-ucraniano; 3. la terca y generalizada sordera ante mis análisis y recomendaciones políticas.
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Pero el año pasado vi en Netflix una película de 2016, recientemente incorporada al sitio de streaming. Se trata del filme—Neruda—deGael García Bernal en el que asimismo actúa como policía. Me enseñó mucho acerca de la trayectoria del gran poeta chileno.
Por ella supe de un poema que no había leído ni oído nunca y me impactó grandemente, obligándome a reflexionar.
No culpes a nadie – Pablo Neruda
Nunca te quejes de nadie, ni de nada, porque fundamentalmente tú has hecho lo que querías en tu vida.
Acepta la dificultad de edificarte a ti mismo y el valor de empezar corrigiéndote. El triunfo del verdadero hombre surge de las cenizas de su error.
Nunca te quejes de tu soledad o de tu suerte, enfréntala con valor y acéptala.
De una manera u otra es el resultado de tus actos y prueba que tú siempre has de ganar.
No te amargues de tu propio fracaso ni se lo cargues a otro, acéptate ahora o seguirás justificándote como un niño.
Recuerda que cualquier momento es bueno para comenzar y que ninguno es tan terrible para claudicar.
No olvides que la causa de tu presente es tu pasado, así como la causa de tu futuro será tu presente.
Aprende de los audaces, de los fuertes, de quien no acepta situaciones, de quien vivirá a pesar de todo, piensa menos en tus problemas y más en tu trabajo y tus problemas sin eliminarlos morirán.
Aprende a nacer desde el dolor y a ser más grande que el más grande de los obstáculos, mírate en el espejo de ti mismo y serás libre y fuerte y dejarás de ser un títere de las circunstancias porque tú mismo eres tu destino.
Levántate y mira el sol por las mañanas y respira la luz del amanecer. Tú eres parte de la fuerza de tu vida, ahora despiértate, lucha, camina, decídete y triunfarás en la vida; nunca pienses en la suerte, porque la suerte es: el pretexto de los fracasados.
Pasé una semana entera de autocrítica luego de verla.
Querido Luis Enrique: una intransigencia como la tuya es una bendición, pues está basada en principios y fundamentos sólidos, con argumentos bien ensamblados totalmente racionales, además muy bien escritos y apoyados en información completamente actualizada.
Tu intransigencia es necesaria en este momento en nuestro país, cuando las instituciones son más frágiles que nunca, la mentira pública y notoria predomina, la ignorancia asume con total irresponsabilidad y desvergüenza posiciones que nos afectan a todos y, lamentablemente, la mayoría de las personas arriesgamos poco, todavía, en favor de genuinos intereses colectivos.
Agradezco tu intransigencia y el trabajo que dedicas al análisis y a las propuestas en favor de esos genuinos intereses colectivos. Gracias por estar dispuesto a asumir el papel de «Lobo estepario» tropical.
A veces es difícil lidiar con tus argumentos, a veces son incómodos. Esas características son, precisamente, señal clara de su importancia para nuestro país.
Un gran abrazo,
Lorenzo
Entonces opté por seguir adelante, al tiempo que me negara a la soberbia. En la misma entrada dejé esta constancia:
Salvo la envidia y la avaricia, me confieso practicante de los restantes cinco pecados capitales, pero no guardo rencores. El resentimiento es en mí una emoción efímera, cuestión de horas; sé que la llegada de un nuevo paradigma es asunto muy difícil, y por eso tengo paciencia con mis detractores. Y no reivindico que tenga mérito alguno en mi manera de ser, como tampoco admito la culpa. Fueron mis padres quienes me hicieron, y a mi cabeza y mi corazón, con su amor de recién casados. Ellos quienes escogieron mi querido colegio de la infancia y primera juventud, donde tuve la suerte de excepcionales profesores que forjaron mi modo de pensar y mi postura ante la vida. Lo que haya podido lograr no se explica sino a partir de esa suerte y la de haber seguido trayectorias que a otros estuvieron vedadas. (…) De resto, estoy dispuesto a pagar el precio de mijuramento de 1995, aun cuando ése sea la peor maldición para un político: la soledad. Porque es que Armanda dijo a Harry Haller—Der Steppenwolf—, según la invención de Hermann Hesse: «Pero también pertenece del mismo modo a la eternidad la imagen de cualquier acción noble, la fuerza de todo sentimiento puro, aun cuando nadie sepa nada de ello, ni lo vea, ni lo escriba, ni lo conserve para la posteridad».
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