Mecanismo de acoplamiento

La Verdad

Venezuela debe hacer esfuerzos especiales para integrarse, ya no económicamente, sino políticamente, en un conjunto afín de escala superior.

Al menos desde 1984 he hablado y escrito acerca de la insuficiencia constitucional venezolana en cuanto a su razón de Estado. Mientras se mantenga la discrepancia de escala entre Venezuela y los Estados Unidos de Norteamérica, o Europa, o China, o Rusia, o Australia, nuestro país experimentará considerables dificultades, prácticamente insalvables, para interactuar con tales bloques en condiciones, no que sean, digamos, ventajosas para nosotros, sino que no nos sean desventajosas.

En cambio, es posible visualizar un buen número de ventajas de una inserción de Venezuela en un Estado de orden superior. La población de Venezuela no reviste la magnitud necesaria para el desarrollo eficiente y sano de un esquema liberal o neoliberal, que en todo caso, siendo proposición para lo económico, no contiene respuestas suficientes a lo político. Por otra parte, las economías de mercado se han revelado como más naturales y productivas que las economías sujetas a un excesivo control o dominación estatal. ¿Qué nos indica esto? Que es necesario adquirir una escala de mayor magnitud, similar a la de economías como la norteamericana, o la europea.

El nombre de integración, para designar el tipo de asociación preferible, es ciertamente inadecuado. La palabra integración tiende a producir la imagen de un todo homogéneo, en el que las peculiaridades nacionales quedarían borradas. La imagen correcta es la de una confederación de carácter político, que corresponda, en términos generales, al modelo norteamericano. La unión política estadounidense estableció, por el mismo hecho de su construcción, la unión económica, pues estableció el libre tránsito de personas y de bienes por todo el territorio de su confederación.

En cambio, el camino intentado, una y mil veces en América Latina—ALALC, ALADI, Pacto Andino, SELA, MERCOSUR, etc.—sin éxito apreciable, es el de arribar a la integración política por la etapa previa de la integración económica; esto es, el modelo de la Comunidad Económica Europea.

Para los europeos esto tenía mucho sentido. Los componentes nacionales a ser ensamblados, en muchos casos, habían sido, cada uno por separado y cada uno en su oportunidad, primeras potencias mundiales: España primero, luego Francia, Inglaterra, Alemania… No era fácil para los estados europeos aceptar el hecho de una integración política justo al salir de la II Guerra Mundial, cuando se planteó como primera asociación la Comunidad Europea del carbón y del acero. Esto sin contar con las dificultades derivadas del hecho simple de su profusa variedad de idiomas.

El 2 de agosto de 1993 el esquema integracionista europeo, ya debilitado por la poco entusiasta -hasta difícil- aprobación del Tratado de Maastricht  por parte de varios de los países de la Comunidad, recibió un golpe de importante magnitud. La especulación monetaria desatada contra las monedas de Francia, Dinamarca, Bélgica, España y Portugal, como consecuencia de la negativa del Bundesbank a las peticiones de reducción de su tasa de interés clave, pareció descarrilar el programa previsto para la unificación monetaria europea: la meta de una única moneda europea hacia 1999.

Al mes siguiente, Milton Friedman, el Premio Nobel de Economía líder de la llamada escuela de Chicago, se expresaba en los términos siguientes: “Si los europeos quieren de veras avanzar en el camino de la integración, deberían comprender que la unidad política debe preceder a la monetaria. El continuar persiguiendo algo que se acerca a una moneda común, mientras cada país mantiene su autonomía política, es una receta segura para el fracaso.” (Entrevista en la revista L’Espresso, 26 de septiembre de 1993).

Ése es  el negocio que se plantea a nuestro Estado. Se trata de adquirir la escala que permite que Inglaterra nos trate como trató a China en el caso de Hong Kong, y no como nos trató a nosotros en esequiba materia o como malvinamente ha tratado a la Argentina.

Si seguimos en esto, en lugar del modelo de integración europea, el modelo norteamericano de 1776, estaríamos estableciendo una confederación que en principio sólo requeriría que sus miembros confiaran a un nivel federal tres potestades—representación ante terceros, defensa militar ante terceros y emisión de moneda—mientras que retendrían “toda su soberanía, libertad e independencia, y todo poder, jurisdicción y derecho, que no sea expresamente delegado a los Estados Unidos reunidos en Congreso por esta Confederación”. (Texto del segundo artículo de los Artículos de Confederación de los Estados Unidos de Norteamérica, documento constitucional primario anterior a su Constitución actual).

Supongamos que un concepto así fuese del agrado de los Electores venezolanos. ¿No debería preverse en nuestra Constitución un mecanismo de acoplamiento, como el que hubo que prever para que pudieran acoplarse en el espacio una nave Apolo norteamericana con una Soyuz soviética? ¿No sería esto un concepto que sería imposible concebir como una simple modificación de la Constitución de 1961? Evidentemente se trata de un concepto de Estado, de una razón de Estado radicalmente diferente. Por tanto, se trata de una nueva Constitución y el Congreso no tiene facultades para redactarla, pues excede sus funciones introducir conceptos constitucionales que no sean una simple modificación de la Constitución vigente.

Es decir, necesitaríamos convocar un órgano constituyente explícitamente facultado para la tarea de dotarnos de una nueva Constitución, la que los Electores tendríamos que aprobar en último término a través de un referéndum.

LEA

Share This: