¿Quién dijo miedo?

La Verdad

Entre el sinnúmero de acciones públicas que es preciso acometer en Venezuela, pocas pueden disputar la primacía estratégica que tiene la siguiente tarea: cambiar el sistema operativo del Estado venezolano. Los familiarizados con los términos de la computación saben que el sistema operativo es el núcleo de los programas más básicos y fundamentales de un computador, aquellos que permiten la operación de todos los demás.

Y esto es algo que está fundamentalmente mal en el Estado nacional de los venezolanos. Cuando se ha puesto de moda en Venezuela, tal vez en América Latina en general y aun en algunas otras partes del mundo, una noción que ya era de uso común a los politólogos de los años sesenta—la noción de gobernabilidad—es porque los estadistas de hoy en día encuentran que gobernar es cada vez más difícil. En efecto, la mayor complejidad de las sociedades y el hecho de que ella crezca incesantemente, la cantidad y gravedad de los problemas públicos, la profundidad y profusión de las interconexiones entre éstos, ha hecho cada vez más exigente la tarea de tomar decisiones públicas.

Esta situación se complica porque los marcos generales que rigen al sector público –constituciones, leyes orgánicas– aquellos que establecen la arquitectura general del Estado y sus modos de operación, su sistema operativo, en suma, actúan como camisa de fuerza que impide la eficacia de los mejores entre los funcionarios públicos. Así pasa, por ejemplo, con la Constitución de 1961.

No se trata, sin embargo, de que la solución a este problema crucial pueda darse mediante la mera reforma del texto constitucional. No se trata de remendar con modificaciones puntuales el concepto de Estado que fuera delineado en 1961. Se trata, en verdad, de concebir un nuevo Estado, de diseñar un Estado diferente.

Cuando la Comisión Oberto, allá por los agitados días de 1992, buscó arribar a un proyecto de reforma constitucional que pudiera aprobarse apresuradamente, lo que hizo fue continuar un trabajo previo de la comisión que antes presidiera el hoy presidente Caldera. En el curso del apresuramiento el número de proposiciones de enmienda o reforma creció de manera verdaderamente tumoral. El 29 de julio de 1992 el Presidente de la Cámara de Diputados remitía al Presidente de la Cámara del Senado un Proyecto de Reforma General de la Constitución que contenía ¡103 artículos! (De hecho, la cantidad de modificaciones era muy superior a ese número. Para dar una idea, tan sólo el Artículo 9º del proyecto de reforma aspiraba modificar el Artículo 17º de la Constitución vigente y para esto sustituía cuatro de sus ordinales por nuevas redacciones y además añadía quince ordinales adicionales).

Antes de que tal proliferación constituyente llegara a su término, ya Humberto Peñaloza había advertido que había algo fundamentalmente viciado en el procedimiento. (El Ing. Peñaloza evocó a un maestro de su escuela primaria: si los alumnos le presentaban una “plana” con cinco errores o más no les admitía enmiendas y les obligaba a intentar el trabajo de nuevo). La cantidad de tachones que Oberto y compañía hicieron al texto del 61 indicaba a las claras que lo que se necesitaba era una Constitución enteramente nueva.

Ahora bien, el Congreso de la República no está facultado para acometer esa tarea, por más que ahora Pedro Pablo Aguilar proponga a última hora un conjunto de reformas, que más parecen apuntar a la idea de robarle banderas a Hugo Chávez y a la aparente necesidad de apuntalar la deficiente presidencia eventual de Irene Sáez. El Dr. Angel Fajardo explica el punto con mucha claridad cuando nos dice que la facultad de reformar la Constitución no equivale a “la facultad de dar una nueva Constitución… pues esto sería función propia de un poder constituyente y el legislador ordinario no lo es”.

Esto significa que de aceptarse la tesis de que se requiere una nueva constitución, el Congreso de la República no es el órgano llamado a producirla, puesto que excedería sus facultades. En este caso la única forma admisible de proveernos de una constitución nueva, urgentemente necesaria, sería la de convocar una Asamblea Constituyente.

El punto ha sido levantado insistentemente en los últimos ocho a diez años, y es sólo ahora que el excomandante Hugo Chávez pareciera querer apropiarse de la idea. Dicho sea de paso, el Sr. Chávez nunca ha esbozado siquiera el dibujo general de una nueva constitución—como tampoco antes los que han propuesto lo mismo–—principalmente porque él entiende a la Constituyente más como un modo de sustituir actores políticos tradicionales que como el medio sereno de arribar a un nuevo diseño del Estado.

Pero la necesidad está allí, y la capacidad de un trabajo serio y sistemático para dotarnos de un nuevo Estado también. Basta que formulemos reglas sensatas para la conformación y elección de los miembros de esa asamblea. Elegidos uninominalmente, reclutados no sólo entre expertos en derecho público e historiadores (como Úslar Pietri ha pretendido), y exigidos de exhibir como su legitimación su idea de constitución preferible, conformaríamos con ellos un cuerpo constituyente con mayores probabilidades de producir el trabajo que se requiere.

Negar que esto sea posible en Venezuela es, una vez más, incurrir en el sempiterno error de subestimar a la Nación. Tenerle miedo a una constituyente es desconfiar injustificadamente de nuestras capacidades. Tenerle miedo a una constituyente es creer que abogar por ella equivale a apoyar a un golpista fracasado y radical.

Una buena constituyente producirá una buena constitución. Lo que tenemos que hacer, por tanto, es asegurarnos de elegir a una constituyente capaz. ¿Quién dijo miedo?

LEA

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