REF #24 – Violación de juramento
A mediados del año de 1985 conversaba con mi hermano José Luis en mi casa. La conversación fue política: relativamente pronto el camino que tomó condujo a la siguiente aseveración de mi parte: “Hermano, si por alguna casualidad yo fuera electo presidente en este país, trabajaría muy duro y renunciaría a los dos años, seis meses y un día exactos de la toma de posesión”. Mi hermano me dijo de inmediato: “Estás loco. ¿Cómo se te ocurre decir que entregarías el poder cuando no tienes que hacerlo?”
Primero quise congraciarme por la vía del humor y le dije que si un mandatario presidencial cumplía más de la mitad de su período adquiría la condición de Senador Vitalicio, lo que me resolvería económicamente la existencia. Creo recordar que esto no le hizo demasiada gracia. Entonces le expliqué lo que de verdad quería decir.
Ya para entonces creía que lo que yo podría tal vez hacer medianamente bien, era obtener una metamorfosis del Estado venezolano. No administrarlo en su tránsito cotidiano, de por sí complicado y difícil, por los malabarismos del financiamiento público, mediante la incesante acomodación de las transacciones y las influencias directas o indirectas sobre actores individuales y específicos, con una gerencia tácticamente imaginativa y paciente sobre una miríada cambiante de puntos de decisión. No es la atención de un bombero hacia la muchedumbre de incendios que diariamente prenden en nuestro Estado. No, lo que me es vocacionalmente irresistible es el sistema general del Estado, y estoy muy interesado en los supuestos que pueden sustituir a aquellos sobre los que nuestro Estado ha sido diseñado, los que han dejado de ser vigentes.
Lo que ocupa mi interés son las características estructurales, las propiedades arquitectónicas del Estado, de las que depende tan grande proporción de su deficiente y a veces dañino desempeño. Lo que yo quería decirle a mi hermano era que no sentía el menor interés por perpetuarme en el poder ni por mí mismo ni a través de una continuidad dinástica que algún hijo o socio mío pudiese concretar.
Aunque me sé capaz de estar pendiente de detalles por un buen tiempo, a veces en cantidad muy considerable, es el problema general del Estado venezolano lo que me seduce, y eso lo siento con irreversible pasión desde hace ya bastante rato.
Creo saber también que en un lapso relativamente corto es posible modificar su organización, desencadenar su metamorfosis, para arribar, en un Estado diferente, a una disposición en la que los muy considerables talentos evidentes entre los venezolanos, puestos al servicio de la función pública, rindan resultados mucho más importantes y valiosos que los muy escasos que ahora obtenemos, desde que el paradigma político prevaleciente, la manera ordinaria de entender y hacer la política, los supuestos de nuestra política, comenzaran a ser impertinentes.
Es por esto que le decía a José Luis que un par de años, quizás un poco más, pudieran ser suficientes para hacer un aporte trascendente en el proceso político venezolano, para cambiarlo en su forma, pues son principalmente esta forma y el concepto mismo de la política, aquellas cosas que determinan la disfuncionalidad pública en Venezuela.
En aquellos momentos tendía a reforzar mi argumento con un ejemplo al que desde entonces muchas veces he echado mano. Así lo hice de nuevo, por ejemplo, en enero de 1996: “En la primera mitad de la década de los años setenta nació, vivió y murió una de las empresas más exitosas de toda la historia económica de Venezuela. La empresa en cuestión duraría, a lo sumo, unos tres o cuatro años en operación. Luego, desapareció sin dejar rastro. La aparente contradicción entre éxito y desaparición se resuelve al comprender que la disolución de la empresa estaba prevista desde sus comienzos, pues había sido diseñada para ejecutar una única misión y desaparecer al término de la misma. Esta empresa se llamó Cafreca (Cambio de Frecuencia, C.A.)… El caso Cafreca guarda dos lecciones importantísimas para cualquier intento de conversión o reforma institucional. La primera de ellas es ésta de la cesación planificada de actividades del agente de cambio una vez que éste se ha completado. La segunda lección es que el cambio es mejor administrado por un ente que se especialice precisamente en cambiar, no por los actores que cotidianamente deben administrar el sistema que deba ser modificado”.
Ha sido más tarde que me he dado cuenta de que personalmente venero un modelo político histórico en el caso de Solón de Atenas, de quien pudiera decirse que presidió una operación de cambio de frecuencia en la política de su ciudadestado. Tal vez lo comenté con Ramón Illarramendi Ochoteco, quien creía en 1992 que podría resultar interesante y llamativo que yo ofreciera ejercer una presidencia corta. Puedo admirar lo hecho por Napoleón, por Churchill, por Bolívar, por Julio César, por Pericles. Pero un cierto sesgo vocacional me impele a admirar más a Solón. He aquí como me referí a ese modelo en enero de 1996: “Solón produjo una cantidad de cambio tan grande como la que Napoleón Bonaparte generaría más tarde en su época, sólo que desde una autoridad democrática. De hecho, la tiranía le fue propuesta a Solón y la rechazó. No contento con negarse a la dictadura, Solón hizo que los atenienses se comprometieran a aceptar sus disposiciones, a las que se dio validez por el lapso de cien años (fueron escritas en tabletas giratorias de madera y colgadas por toda la ciudad) y ¡abandonó el poder! Solón, habiendo terminado su tarea, como Cafreca, cesó su intervención y desapareció de Atenas para viajar por Egipto y otros lugares, cuidando de no regresar a Atenas antes de que diez años expiraran, a la que volvió de nuevo como su poeta… Desprovisto de apetencias por un poder prolongado, enfrentó como médico el cuadro de enfermedades sociales de su tiempo en su patria, le dio solución inteligente y justa, y descendió por propia voluntad de la primera magistratura ateniense, rehusando toda oferta de convertirse en gobernante totalitario. Solón fue, sin duda, quien cambió la frecuencia de Atenas y abrió la puerta al Siglo de Oro signado luego por la gestión de Pericles. No en vano es Solón figura inamovible del Salón de la Fama griego, porque su vocación no fue la de ser gobernante, sino la de ser exgobernante”.
Y respecto de lo que puede hacerse con el Estado en lapso más bien breve, también escribí en la misma oportunidad de enero de 1996: “No otra cosa, entonces, que un Jefe de Estado al que se le confíe como misión la tarea solónica de cambiar la frecuencia de nuestro Estado, y que se apoye en un Jefe de Gobierno que se ocupe de lo táctico y lo cotidiano, sería garantía de que la necesaria reingeniería tenga lugar. Y, como a Solón, debería buscársele entre quienes tengan, no sólo las calificaciones técnicas, profesionales y biográficas precisas, sino la vocación solónica de querer ser, más que presidente, un expresidente. Esto es, que una vez cumplida en breve plazo –un par de años– la misión Cafreca, abandone la Jefatura del Estado para que se reingrese a la administración normal dentro de un nuevo Estado construido en el lapso de una administración extraordinaria”.
No es, por tanto, ocurrencia de última hora que ahora piense en forma muy parecida. Quiero tener la oportunidad de dirigir el Poder Ejecutivo Nacional por un lapso de dos años, seis meses y un día a partir del primer día del próximo período constitucional. (Creo que en esa oportunidad tendríamos un Estado mejor que el que teníamos en marzo de 1994, en buena medida por lo que ha hecho Rafael Caldera en los últimos años).
En este vigésimocuarto y último “referéndum” presento una lista de acciones emprendibles desde el Ejecutivo Nacional, que pretendo contiene la descripción de mutaciones en el Estado venezolano que puedan llevarlo a un nivel superior de existencia, en el que el acierto público sea más frecuente que la equivocación. Creo asimismo que un programa de esa naturaleza es completable, al menos en grado apreciable y suficiente en la mitad de un período presidencial.
No es un programa convencional. Por ejemplo, no hay mucho de cifras financieras, tal vez porque creo que Venezuela no tiene problema financiero a mediano plazo. No se habla de ninguna obra pública específica. No se encuentra allí un inventario largo y detallado de proyectos, sino un grupo de criterios para la acción, la descripción más bien cualitativa de algunas modificaciones en la organización general del Poder Ejecutivo Nacional, algunas opiniones constitucionales y legislativas, metas globales para la educación, una modalidad particular de reforma del Estado que en sí misma es un tratamiento que modera la corrupción, unos pocos puntos de política económica. Se trata entonces, en cambio, de unas ideas para dirigir la metamorfosis política de Venezuela y que como tales ideas necesariamente deben ser debatidas y seguramente corregidas y enriquecidas. Son generales porque el problema es de tipo general.
Esta es la oferta que me atrevo a presentar a los Electores venezolanos. Quiero que me den la oportunidad de intervenir al Estado venezolano desde la Presidencia de la República para entregarla con la mayor prontitud posible a quien tuviera entonces que manejarla en mucho mejores condiciones.
Esto tiene en mi persona una raíz de convicciones muy profundas. El 24 de septiembre de 1995 declaré públicamente, entre otras cosas lo siguiente: “No buscaré postulación alguna para ningún cargo público ejecutivo cuyo nombramiento dependa de los Electores, aunque podré admitirla en caso de que estos Electores consideren y manifiesten que realmente pueda ejercer tal cargo con suficiencia y honradamente. Cuando yo no coincida con esa opinión preferiré recomendar a quienes considere idóneos para el desempeño de las funciones del caso. En cualquier circunstancia, procuraré desempeñar cualquier cargo que decida aceptar en el menor tiempo posible, para dejar su ejercicio a quien se haya preparado para hacerlo con idoneidad y cuente con la confianza de los Electores, en cuanto mi intervención deje de ser requerida”.
Es decir, considero esa estipulación una obligación ética de mi profesión de político, tal como he llegado a entender a este oficio, médicamente: “El mejor médico es aquél que procura hacerse prescindible, innecesario”.
Pero entonces falta algo por explicar. ¿Cómo es que quien jura no buscar una postulación como la de candidato a la Presidencia de la República de Venezuela declara ahora que quiere ejercer esa función por un tiempo preciso?
Tengo dos pretextos que presentar en mi descargo. El primero es que no veo, entre los candidatos más aparentes –Irene Sáez, Claudio Fermín, Henrique Salas Römer, Hugo Chávez y Eduardo Fernández– y en otros que se mencionan como posibles, las condiciones que estimo necesarias para dirigir el cambio metamórfico de nuestro Estado. Si tengo razón en esto entonces podría perderse una oportunidad estupenda y podríamos estarnos lamentando de nuevo en el año 2003 y escuchando las mismas solemnes promesas y los mismos discursos insustanciales. No niego que las personas mencionadas conformen un racimo de presidenciables que otros países seguramente envidiarían. No me interesan sus defectos ni niego tampoco sus cualidades. Simplemente opino que éstas no son suficientes.
No creo que los mencionados corresponden a la siguiente descripción, al menos en la totalidad de la misma: “Por ahora postulamos que uno de los rasgos necesarios para conducir con tino y propiedad ese tránsito que el IX Plan de la Nación vislumbra como la inserción de Venezuela en la sociedad global del siglo XXI, es la condición que Alexis de Tocqueville definía como el “verdadero arte del Estado”: “…una clara percepción de la forma como la sociedad evoluciona, una conciencia de las tendencias de la opinión de las masas y una capacidad para predecir el futuro…” (Alexis de Tocqueville. El Antiguo Régimen y la Revolución)… Para que sean altas las probabilidades de éxito en un conductor político a fines de este Milenio Segundo, es preciso que la persona en cuestión entienda verdaderamente el sentido de la actual transición de la humanidad. Es difícil que esto se dé en alguien cuyas raíces y cuya formación sean tradicionales. La formación de corte humanístico, preferiblemente en el campo del Derecho, resultará menos útil que una formación de raíz científica, de comprensión de sistemas complejos. La preocupación y el estudio consistente del futuro será más importante que la erudición historicista, típica en aquellos que han pululado en la escena política nacional. Lo que se requiere, antes que un historiador, es un estratega inmerso en las corrientes más actuales de la reflexión sobre el mundo actual y el venidero… Igualmente será importante que el nuevo conductor político haya demostrado ser exitoso en el manejo de organizaciones de cierta complejidad, a través, fundamentalmente, de su capacidad de generar esquemas estratégicos convincentes que produzcan la entusiasta motivación de las organizaciones que hayan dirigido… Finalmente, el candidato en cuestión deberá ser alguien que entienda el valor profundo de la democracia, de la contribución de los Electores en el importante y difícil arte de gobernar. Si un pretendiente al trono de Miraflores, si un aspirante a reposar en el lecho matrimonial de La Casona, no tiene escrúpulos en manipular, con las más poderosas técnicas de la psicología social, del mercadeo político en el que se han convertido las campañas electorales, la psiquis desprevenida de los Electores, estará evidenciando que no es el hombre necesario… Por encima de todo, el hombre indicado deberá ser el poseedor de una visión de país. No podemos continuar siendo gobernados por hombres, más o menos dignos, más o menos honestos, más o menos hábiles en el arte de maniobrar y combatir a los contrincantes, si carecen de un concepto estratégico que sirva de marco a la tarea cotidiana de la conducción del Estado… Pero exigiríamos también en los nuevos líderes la capacidad de “librar por todos”. Es preciso reconciliar a la Nación, y no será sano que ésta sea gobernada por los portadores de reconcomios y vindictas. Desde una postura clínica debe comprenderse que en gran medida son responsables los modelos de la actuación política, antes muchas veces que las personas concretas, de los deficientes resultados de nuestro sistema político. Así, será exigible a los nuevos gobernantes una actitud amplia, lejana de la tentación de justificarse con el recurso a la cacería de brujas y a la identificación y escarnio de chivos expiatorios. El país no necesita tanto la competencia como la cooperación, y a pesar de que ningún nuevo paradigma podrá eliminar los elementos competitivos de la práctica política, Venezuela avanzará más rápida y certeramente si logra desplazarse el énfasis de la combatividad a la solidaridad y la cooperación, como muchas veces ha argumentado el actual Ciudadano Presidente de la República, obviamente preocupado por el tema de su sucesión”. (Enero, 1996).
Creo, en cambio, que puedo presentar algunas credenciales que muestran alguna aproximación de mis capacidades a ese desiderátum y por tanto, si los rasgos enumerados son los necesarios para conducir la metamorfosis pública, siento que puedo hacer el trabajo que se requiere.
Mi segundo pretexto para pretender la jefatura del Estado venezolano es simplemente éste: hay unas cuantas personas que piensan que yo pudiese, efectivamente, manejar un problema de ese tipo. Creen tener evidencia de conductas repetidas, de principios defendidos, de métodos empleados por mí, de obra hecha o deshecha, como para suponer que puedo hacer el trabajo. Estirando un poco –mucho– las cosas, siento que algunas personas quisieran que lo intentara. Lo hago, por tanto, ofrezco mis servicios de político general, porque el estado de la República no es nada satisfactorio y al contrario es harto peligroso, y a pesar de que lo peligroso para mí pudiera ser justamente exponerme, lo siento como deber y como lucha personal contra la cobardía y la conveniencia propia.
Me tranquilizo, además, con una certeza largo tiempo disfrutada: sé que cada vez que a los venezolanos se les presenta una opción con sentido, entusiasmante y retadora, responden con talento y esfuerzo excepcionales y logran cosas verdaderamente asombrosas. Esto lo sé de primera mano, yo lo he visto más de una vez. Sé que los venezolanos son más capaces que lo que muchos de sus dirigentes habitualmente creen. Sé que comprenden las más profundas nociones y son capaces de aprender el uso de los instrumentos tecnológicamente más refinados. Sé que también los venezolanos quieren que se les dé una oportunidad de mostrar de qué son capaces.
Presento, por tanto, una lista general de tratamientos públicos nacionales. Por fortuna se ha incorporado a la gestión pública cotidiana un nuevo contingente de decisores en los estados y los municipios, y lo que un presidente debe hacer en principio es preocuparse de la contribución que puede ofrecerse desde el Poder Ejecutivo Nacional.
Me emociona saber que los científicos de este fin de siglo han encontrado significado en la complejidad, aun en medio de fases verdaderamente caóticas e impredecibles. Y lo han encontrado porque se han percatado asimismo de que los sistemas complejos, como nuestra sociedad, son los propios productores de la mayor parte de su avance. No se trata, por consiguiente, de un problema de gobernabilidad. No es que el Estado no encuentra manera de gobernar a la sociedad: es que no debe hacerlo. Como un médico cuyo mejor aliado es el cuerpo mismo del paciente, el nuevo gobernante debe confiar en la sabiduría emergente de su pueblo y, por supuesto, trabajar más que nada para que esa sabiduría crezca y se manifieste en la inconmensurable variedad de sus afanes.
Durante largo tiempo se nos ha deprimido con un asedio inmisericorde a la propia estima nacional. Cada defecto que es posible encontrarnos, cada escándalo, cada duda, ha servido para hacernos creer que somos un caso excepcional de insensatez política y de corrupción, de atraso educativo, de imprudencia económica. La verdad es que la historia está repleta de conductas similares en todos los tiempos y en todas las naciones, pues el género humano se dirige, con bastante trabajo, hacia límites de perfección platónica que nunca se alcanzarán. Pero hay momentos cuando las circunstancias permiten que los pueblos adquieran una especial conciencia, y hagan alineación de sus voluntades individuales en pos de una transformación de importancia. No tengo dudas de que a los venezolanos les toca aprovechar ahora uno de esos especialísimos momentos.
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