por Luis Enrique Alcalá | May 8, 2012 | Entrevistas, Historia, Memorias, Política |
El 11 de mayo, fue gentilmente entrevistado el suscrito por Fausto Masó, en el programa Golpe a golpe de Radio Caracas Radio, sobre el libro Las élites culposas. He aquí el archivo de audio de esa emisión:
Libro en mano... y bastante más de cien volando
Son muchos los incidentes que he apartado en el relato, las más de las veces de modo intencional; la historia completa del tiempo que cubro es mucho más nutrida que la que aquí refiero. Otros, simplemente, los desconozco, y no he suprimido con insinceridad ninguno que pudiera contradecirme para conveniencia de mi interpretación.
Luis Enrique Alcalá
Vestíbulo – Las élites culposas
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Un cuarto de siglo de política venezolana ha sido comprimido en 424 páginas de la primera edición de Las élites culposas (Editorial Libros Marcados). Ya está disponible al público en librerías. Un buen número de ejemplares ha sido ya entregado a las distribuidoras Las Novedades, Tecniciencia, Best Seller y próximamente a Librerías de Nacho. He aquí algunas librerías específicas donde puede ser adquirido el volumen: Alejandría I, II y III, El Buscón, Europa Costa Verde (Maracaibo), Júpiter, Ludens, Mundial, Pasillo (Universidad Central de Venezuela), Suma y Summa; Sophia Producciones alcanzó a exhibirlo en el stand 32 en la útima fase de la Feria del Libro, celebrada en la Plaza Francia de Altamira. En los próximos días llegará a más puntos este libro que salió de imprenta, hace diez, justo antes de la semana del 1º de mayo.
El autor, quien escribe este aviso, está abierto a la refutación; en septiembre de 1995 juré cumplir un Código de Ética Política que incluye esta estipulación: Consideraré mis apreciaciones y dictámenes como susceptibles de mejora o superación, por lo que escucharé opiniones diferentes a las mías, someteré yo mismo a revisión tales apreciaciones y dictámenes y compensaré justamente los daños que mi intervención haya causado cuando éstos se debiesen a mi negligencia.
No dudo que mi libro suscitará más de una inquietud, o incluso irritación en algunos casos. Son muchas las personas y las posturas mencionadas y criticadas en Las élites culposas; su índice onomástico lista más de seiscientas. La justificación de ese recuento se ofrece en el preámbulo (Vestíbulo), y Ramón J. Velásquez me hizo el favor de certificar, en la nota prologal que amablemente escribió: «Alcalá es un pensador polémico…»
Pero si en algo sirve este juicio de lo que sucedió* es para mostrar las inconvenientes consecuencias de una forma de hacer política que debe y puede ser sustituida. Siento que he cumplido mi deber al haber retratado equivocaciones para señalar caminos. LEA
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* La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió. Jorge Luis Borges: Pierre Menard, autor de El Quijote.
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por Luis Enrique Alcalá | Dic 12, 2011 | General, Política |
A Luis Penzini Fleury, defensor de los Valores
El Juramento de Hipócrates en griego y latín (clic amplía)
Las pocas veces que, por estos días, algún periodista de una estación de radio o televisión me hace el favor de entrevistarme, se sorprende al preguntarme cómo quiero que me presente, pues le pido que lo haga como político general y aclaro: «Tal como un médico general, como un internista». Así pasó, por ejemplo, con María Alejandra Trujillo en RCR en entrevista del pasado 6 de diciembre. Entonces explico que me aproximo a la Política entendiéndola como arte u oficio de carácter médico. El punto fue expuesto a los televidentes que siguen a William Echeverría por Globovisión en entrevista grabada el 24 de noviembre de 2010.
Naturalmente, no hay escuelas universitarias de Política; no lo son las escuelas de Ciencias Políticas, puesto que la Política, como la Medicina, no es una ciencia, sino una profesión. Algún día las habrá.
El código deontológico—DRAE: deontología. 1. f. Ciencia o tratado de los deberes—más antiguo que se conoce es el Juramento de Hipócrates (alrededor de 400 a. C.) sobre el modo correcto de practicar la Medicina. Al sentir la necesidad y urgencia de un código similar para la Política, me puse a redactar uno con el juramento hipocrático por delante como modelo estructural. Con alguna razón, pudiera alguien decir que aquella angustia no era otra cosa que una atávica deformación profesional. En efecto, antes de completar la carrera de Sociología en la Universidad Católica Andrés Bello, había estudiado tres años de Medicina (1959-62) en la Universidad de Los Andes. Pero mi definición de Política como Medicina es de 1984, y la confirmación de que transitaba la ruta correcta la tuve al año siguiente, cuando recibí de Yehezkel Dror el texto de una conferencia en la que afirmaba: «Policy sciences are, in part, a clinical profession and craft».
En cualquier caso, he aquí la versión más reciente del Código de Ética de la Política que compuse en septiembre de 1995:
Juro por Dios que, por lo que me quede de vida, practicaré el arte de la Política según las siguientes estipulaciones:
*Recomendaré o aplicaré, según sea el caso, sólo las acciones y cambios que entienda sean beneficiosos a las personas y a sus asociaciones, a menos que este beneficio particular implique perjuicio a la sociedad general o daño innecesario a otras personas o sus asociaciones, y jamás recomendaré o aplicaré nada que yo sepa sería dañino a las personas o asociaciones que pidan mi consejo o asistencia.
*Procuraré comunicar interpretaciones correctas del estado y evolución de la sociedad general, de modo que contribuya a que los miembros de esa sociedad puedan tener una conciencia más objetiva de su estado y sus posibilidades, y contradiré aquellas interpretaciones que considere inexactas y lesivas a la propia estima de la sociedad general y a la justa evaluación de sus miembros.
*Pondré a la disposición pública mis prescripciones para la salud de la sociedad general cuando su aplicación requiera la aprobación de los Electores de esa sociedad, y daré a cualquier Elector que me la pida mi opinión acerca del estado y progreso de su sociedad general.
*Protegeré el secreto de lo que se me confíe como tal, a menos que se trate de intenciones cuya consecuencia sea socialmente dañina y yo haya advertido de tal cosa a quien tenga tales intenciones y éste probablemente las lleve a la práctica a pesar de mi advertencia.
*Consideraré mis apreciaciones y dictámenes como susceptibles de mejora o superación, por lo que escucharé opiniones diferentes a las mías, someteré yo mismo a revisión tales apreciaciones y dictámenes y compensaré justamente los daños que mi intervención haya causado cuando éstos se debiesen a mi negligencia.
*No dejaré de aprender lo que sea necesario para el mejor ejercicio del arte de la Política, y no pretenderé jamás que lo conozco completo y que no hay asuntos en los que otras opiniones sean más calificadas que las mías.
*Reconoceré según mi conocimiento y en todo momento la precedencia de aquellos que hayan interpretado antes que yo o hayan recomendado antes que yo aquello que yo ofrezca como interpretación o recomendación, y estaré agradecido a aquellos que me enseñen del arte de la Política y procuraré corresponderles del mismo modo.
*Podré admitir mi postulación para cargos públicos cuyo nombramiento dependa de los Electores en caso de que suficientes entre éstos consideren y manifiesten que realmente pueda ejercer tales cargos con suficiencia y honradamente. En cualquier circunstancia, procuraré desempeñar cualquier cargo que decida aceptar en el menor tiempo posible, para dejar su ejercicio a quien se haya preparado para hacerlo con idoneidad y cuente con la confianza de los Electores, en cuanto mi intervención deje de ser requerida.
*Me asociaré, para el perfeccionamiento del arte de la Política y para lo que sea beneficioso a las personas y sus asociaciones, con aquellos que hagan este mismo juramento.
Séame dado, si cumplo con las estipulaciones de este juramento, vivir y practicar el arte de la Política en paz con mis semejantes y sus asociaciones, y reconocido y compensado justamente por mis servicios. Sea lo contrario mi destino si traspaso y violo este juramento.
Luis Enrique Alcalá
24 de septiembre de 1995
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por Luis Enrique Alcalá | May 28, 2011 | Memorias, Política |
Nadie está enteramente solo. Acampada en la Puerta del Sol, Madrid, 20 de mayo. (Clic para ampliar)
Diógenes estaba metido hasta los rodillas en un riachuelo lavando vegetales. Acercándose hasta donde él estaba, Platón lo interpeló: «Mi buen Diógenes: si supieras cómo hacer la corte a los reyes, no tendrías que lavar vegetales».
«Y—replicó Diógenes—si tú supieras lavar vegetales no tendrías que hacer la corte a los reyes».
Enseñanzas de Diógenes
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¿Qué propone, pues, Sagan a una humanidad bloqueada incómodamente a medio camino entre la mundialización y la autodestrucción? Es poco probable, estima él, que la sabiduría gane la batalla, si permanecemos encerrados en los marcos políticos y mentales concebidos en una época en que los hombres eran menos numerosos e incapaces de destruir el planeta. Sólo la utopía es hoy razonable. La utopía política: hay que retirarle el poder a la clase política, para dárselo… ¡a los sabios! “La ciencia tiene respuestas, a condición de que se nos quiera escuchar”.
Guy Soreman, Los verdaderos pensadores de nuestro tiempo
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Al leer mi reseña del homenaje a Ramón J. Velásquez en el IESA, en la que lo llamé hombre bondadoso, me escribió desde los EEUU un conocido editor venezolano para felicitarme y decirme: «Tú también eres un hombre bueno, pero de Ramón Jota deberías aprender un poco de flexibilidad».
Tengo fama de inflexible. Un día de 1995 llamó contento a mi casa Adolfo Aristeguieta Gramcko, mi ausente amigo. Acababa de conversar por teléfono con un político local, amigo de ambos, y éste se había referido a mí en términos harto elogiosos. Adolfo me advirtió, sin embargo: «Pero mencionó un inconveniente. Dice que es muy difícil negociar contigo, que eres como una roca inamovible con la que no se puede transar».
Una docena de años después recibí un reporte parecido. Esta vez, un analista internacional residenciado en Venezuela vino a verme para que supiera que últimamente oía hablar de mí con creciente frecuencia. «Por ejemplo—me dijo—, en el velorio de Luis Herrera Campíns. Me acerqué a un grupo de diez o doce asistentes y me di cuenta de que tú eras el tema de conversación. Elogiaban mucho las cosas que has estado escribiendo». Entonces le pedí que me contara también de las críticas, pues estaba seguro de que no todo había sido encomiástico. «En efecto—contestó—, escuché dos críticas. Una: que tú serías una especie de duro Robespierre, que caes implacablemente sobre lo que estimas equivocado. La segunda: que tú no tienes una plataforma».
Robespierre, mi anterior encarnación
El propio Dr. Velásquez me había dicho con delicadeza en la penúltima de mis visitas a su casa: «Lo que Ud. piensa y dice es formidable, luminoso pero, si me permite que lo diga, su problema es que no tiene un grupo». Algunas de las explicaciones que de este fenómeno le ofrecí resurgirán en este texto; asimismo, he decidido defenderme de la acusación de inflexibilidad e implacabilidad. Esto último emergió de nuevo el día del homenaje al patriarca de los historiadores venezolanos; sentado yo al lado de un médico ilustre, con quien hace poco había quedado en desayunar para cotejar impresiones acerca de nuestro proceso político, me dijo que había pospuesto el desayuno sine die porque, al decir de un primo de mi esposa, yo peleaba con todo el mundo y él no quería pelear conmigo. Lo tranquilicé señalándole que, como él no era precandidato ni jefe de un partido, no tenía que preocuparse por esa posibilidad.
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Al editor que me recomendaba la flexibilidad que adornaría a Velásquez he podido responderle que en la misma reseña que tanto le había gustado cité la opinión de Pedro Grases, quien caracterizó al ex Presidente de la República como «intransigente con el error y la picardía”. No lo hice; en cambio, aduje una estipulación del Código de Ética Política que compuse y juré públicamente cumplir el 24 de septiembre de 1995: «Procuraré comunicar interpretaciones correctas del estado y evolución de la sociedad general, de modo que contribuya a que los miembros de esa sociedad puedan tener una conciencia más objetiva de su estado y sus posibilidades, y contradiré aquellas interpretaciones que considere inexactas y lesivas a la propia estima de la sociedad general y a la justa evaluación de sus miembros».
No es deontología inflexible; el mismo código me obliga también así: «Consideraré mis apreciaciones y dictámenes como susceptibles de mejora o superación, por lo que escucharé opiniones diferentes a las mías, someteré yo mismo a revisión tales apreciaciones y dictámenes y compensaré justamente los daños que mi intervención haya causado cuando éstos se debiesen a mi negligencia». E igualmente: «No dejaré de aprender lo que sea necesario para el mejor ejercicio del arte de la Política, y no pretenderé jamás que lo conozco completo y que no hay asuntos en los que otras opiniones sean más calificadas que las mías». Soy tan escrupuloso en el cumplimiento de estas dos obligaciones como con la primera, la que me autoriza a «pelear con todo el mundo», a ser «una roca inamovible con la que no se puede transar» y a comportarme «como Robespierre».
El problema, pues, es que tengo como obligación profesional ineludible contradecir lo que entiendo como aseveraciones o posturas equivocadas o falsas en política, muy especialmente si consisten en apreciaciones socialmente dañinas. La política es un asunto público, y no me meto con los asuntos privados de la gente, ante los que guardo las mayores discreción y prudencia. Ni siquiera me intereso mucho por la chismografía política, pues pienso que la descalificación de un político tendría que provenir, más que de su maldad, de la insuficiencia de su positividad.
Pero se supone que la democracia vive del debate crítico; por esto no deja de sorprenderme cuando se me reconviene porque asuma, justamente, una vigilancia crítica de los discursos políticos que llegan a los electores de mi patria. El 28 de abril vino a este blog un comentario que esto incluía: «Creo que debemos concentrarnos más en lo que hemos hecho, en especial del 58 al 80, (no criticar siempre todo) y lo positivo que estamos haciendo hoy en muchas gobernaciones y municipios». Como puedo tutear al autor en razón de una vieja amistad, así respondí:
Pienso que estás grandemente equivocado. Si lo que sugieres es que no se discuta el espejismo del “proyecto país” porque a quienes se oponen a Chávez no debe tocárseles ni con el pétalo de una rosa, estás recomendando que no se corrija un grave error estratégico, del que se desprende una equivocación operativa (o pragmática, si lo prefieres). Si, por otra parte, crees que puede culpárseme de “criticar siempre todo”, no has leído responsablemente mis aportes, que en muchos casos incluyen recomendaciones y consejos y en ninguno “critican todo”.
Prácticamente todos los que viven neuróticamente de la ritual y diaria oposición a Chávez se dicen demócratas, y democracia es diversidad de opiniones, confrontación de criterios, tolerancia a la crítica. Lo que recomiendas es la negación de la democracia, y quienes actúen en política y no son capaces de recibir la crítica de sus ejecutorias u opiniones contrarias a las suyas debieran dedicarse a otra cosa. (En Mitología proyectiva).
Y ése es en verdad el asunto: si critico fuertemente la política de Chávez—como he hecho muy incesante y sistemáticamente desde que supiéramos de él en 1992—, entonces mis conocidos me aplauden. Si, por otro lado, se me ocurre señalar un error en sus opositores, entonces se me censura porque no debo rozarles ni con el pétalo proverbial. No es, por tanto, el ejercicio de la crítica per se lo que me es reconvenido, sino sólo cuando lo dirijo a quienes se oponen al actual gobierno entre los cuales, por cierto, hay mucho bicho raro y dañino al país. Sólo debo, es la cosa, encontrar error en Chávez y sus seguidores; aunque un opositor suyo diga una barbaridad, tendría que morir callado, pues de otra forma pondría en peligro «la unidad«.
La presunta inconveniencia de cumplir mi código de ética con rigurosidad alcanza, incluso, a quienes han sido chavistas pero ya no lo son. Aparentemente, no conviene que haga algún comentario crítico a Luis Miquilena, porque él ya se dejó de eso de gobernar con Chávez, o a su compinche, el difunto Alejandro Armas, cuando pretendía candidatearse a la Presidencia de la República en 2004, pues se suponía que el referendo revocatorio de ese año dejaría a Chávez cesante. (Ver De Armas tomar… su contrición para un juicio sobre esa pretensión, muy bien recibida en centros opositores de alcurnia y Country Club). Un amigo editor de periódicos llamó un día a mi celular—el 24 de mayo de 2007—para reclamarme que hubiera desmontado la novísima postura de Margarita López Maya, historiadora que se complacía en ridiculizar a quienes nos opusiéramos a Chávez y entonces había descubierto que éste es dañino. (Tomar partido). El mismo editor me invitó el año pasado a su casa—para almorzar un sabroso asado, un arroz fuera de lo común (que repetí) y una ensalada deliciosa—con un único propósito: pedirme que, como lo que yo escribo de política «es muy influyente»—su opinión—, no criticara a la creciente disidencia del chavismo y le abriera los brazos, pues a su criterio ahí podía estar la clave de una derrota de Chávez.
Políticos flexibles con Luis Miquilena
Estaba clarísimo que se refería específicamente a Henri Falcón y al PPT, tienda bajo la que corrió a refugiarse al distanciarse del gobierno. (Ya yo había escrito, el 21 de marzo de 2010, Qué cresta la de Falcón). Era comprensible que su propio izquierdismo lo inclinara naturalmente a simpatizar con Falcón, pero no le hice caso; terco como una mula, inflexible, implacable, incapaz de transacción, desaté no uno sino varios artículos para desmontar el discurso insuficiente y engañoso de Falcón, que insiste en llamarse socialista, sólo que «ético y productivo» (?): Ford Falcón modelo PPT, Exégesis falconiana (I), Exégesis falconiana (II), Exégesis falconiana (y III).
¿A qué venía tal saña contra Falcón? Bueno, los tres artículos exegéticos fueron producidos en lugar de una sola pieza—el análisis de unas declaraciones suyas en las que se presentaba como el líder de los no alineados políticamente—que hubiera resultado demasiado larga. Pero el grupo de cinco artículos críticos buscaba destapar la artificiosa, aunque astuta, pretensión falconiana: sabedor de que la mayoría de nuestros conciudadanos no está alineada ni con el gobierno ni con la oposición, ambicionaba ser tenido por el líder indicado para tan enorme contingente, aunque hubiera estado con Chávez por más de una década. Esto era un remedio postizo, una falsificación—desconfía de las imitaciones—, y había que acabar con el engaño en cuanto nacía. Es verdad que «habrá más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan de arrepentimiento», pero una cosa es abrazar a Falcón y congratularlo por su reciente lucidez y otra muy distinta admitir que quiera conducirnos.
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En ocasiones, la crítica a mi manière politique viene en envoltorio aparentemente elogioso. En unas imprudentes Memorias prematuras (1986) refiero la forma en que fui presentado por una muy distinguida y poderosa matrona caraqueña, quien «al solicitar que me escucharan, me caracterizó como una persona que acostumbraba ver los procesos sociales ‘desde un helicóptero’ el que a veces volaba demasiado alto». En el mismo libro dejo constancia de que un prestigioso jurista me acusaba de que yo «veía muy lejos», aunque cuatro meses antes le había escuchado una exposición en la que condenaba el «cortoplacismo». (Que yo veía muy lejos «encerraba tanto una alabanza como una objeción: yo vería tan lejos como Julio Verne, es decir, veía un futuro que todavía no era posible a partir de las condiciones del presente»).
Bueno, tal vez lleve la maldición del profeta. («Yo nunca tengo razón; yo siempre tenía razón», solía decir el padre de un amigo).
El 3 de agosto de 1991, The Jerusalem Post publicaba una entrevista a mi amigo y mentor Yehezkel Dror. Entonces hacía veinte años de la publicación de su visionario libro: Crazy States: A counter-conventional strategic problem. (Dror, en aquel momento analista senior del más grande think-tank del planeta, la Corporación Rand, tipificó y anticipó la emergencia de jefes de Estado como Gaddafi, Idi Amín Dadá y Hugo Chávez). La entrevistadora, Daniella Ashkenazy, recordó un juicio crítico del libro en el prestigioso American Political Science Review: «Brillante pensamiento… pero ¿cómo puede ser tan fantasioso y estar tan distanciado de la realidad?» Cuando el tiempo le dio la razón, Yehezkel admitió: «Tengo sentimientos encontrados por haber tenido razón: a la vez satisfacción y pesar; satisfacción intelectual y pesar como ser humano».
Yehezkel, con su camisa del PSUV
Trece días antes de la publicación de esa entrevista aparecía en El Diario de Caracas (21 de julio de 1991) un artículo mío—Salida de estadista—en el que proponía la renuncia de Carlos Andrés Pérez para «evitar (…) el dolor histórico de un golpe de Estado, que gravaría pesadamente, al interrumpir el curso constitucional, la hostigada autoestima nacional». Y en septiembre de 1987 había completado Sobre la posibilidad de una sorpresa política en Venezuela, estudio en el que una de las sorpresas que discutí fue, precisamente, la de un golpe de Estado y donde puse: «En ese caso el próximo gobierno sería, por un lado, débil; por el otro, ineficaz, en razón de su tradicionalidad. Así, la probabilidad de un deterioro acusadísimo sería muy elevada y, en consecuencia, la probabilidad de un golpe militar hacia 1991, o aún antes, sería considerable». (La asonada de Chávez, Arias Cárdenas et al., se supo luego, estuvo prevista para fines del año de 1991).
Resueno, pues, con la tristeza de Yehezkel Dror; no hay diversión en ver cómo se desenvuelve un resultado negativo del que uno advirtiera. Pero procuro seguir al pie de la letra la recomendación contenida en el poema de una poetisa imaginaria—Karen Sloan, en la novela Overload, de Arthur Hailey—que aconseja a su amante, el ejecutivo de una empresa de electricidad que advierte con bastante tiempo de una masiva interrupción del suministro:
El dedo móvil a veces retrocede/No para escribir de nuevo sino para releer:/Y lo que una vez fue desechado, objeto de ridículo,/Puede, en la plenitud de una luna o dos,/O incluso años,/Ser aclamado como sabiduría/Dicha francamente tan temprano,/Necesitada de valor/Para enfrentar la maledicencia de otros menos perceptivos,/Aun abrumada de diatriba.
¡Querido Nimrod!/Recuerda: Un profeta es rara vez elogiado/Antes del ocaso/Del día cuando por primera vez proclama/Verdades desagradables./Pero cuando tus verdades/Se hagan obvias con el tiempo,/Y su autor sea reivindicado,/Sé, en ese momento de cosecha, clemente, misericordioso,/Amplio de mente, con gran propósito,/Y que la contrariedad de la vida te haga sonreír.
Porque no son a todos, sólo a los pocos,/Los dones présbitas: larga visión, claridad, sagacidad,/Por suerte, con la lotería del nacimiento,/Conferidos por la atareada naturaleza.
(«El dedo móvil» es alusión a un giro del gran poeta islámico Omar Jayyam en el Ruba`iyyat: «El Dedo Móvil escribe y, habiendo escrito,/Se sigue moviendo…»)
Es seguramente la definición del «verdadero arte del Estado», que Alexis de Tocqueville propusiera en L’Ancien Régime et la Révolution, la cita más repetida en los materiales de este espacio: «…una clara percepción de la forma como la sociedad evoluciona, una conciencia de las tendencias de la opinión de las masas y una capacidad para predecir el futuro…» Por esta latitud, Ibsen Martínez recomendó el 2 de junio de 2007: “Los lectores, pienso seriamente, deberían llevar anotaciones, como se hace en el parque de béisbol, y tomar en cuenta el average de aciertos que muestren sus analistas favoritos”. Que comparen, pues, los críticos mis estadísticas de bateo predictivo con el poder profético de Henrique Capriles Radonski, Eduardo Fernández, Antonio Ledezma o Pablo Pérez (en estricto orden alfabético de apellidos). O, por ejemplo, con el de Diego Bautista Urbaneja, que en infructuoso intento de refutación de Salida de estadista escribió: “No creo que exista un peligro serio de golpe de Estado…” (24 de julio de 1991).
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Hay otras veces cuando las reconvenciones se limitan a exigirme urbanidad. «Esas cosas no se dicen», me reprendió un amigo a mediados de 1986 al comentar mis Memorias prematuras. Ese día estuve afortunadamente inspirado, pues le hice notar que Manuel Antonio Carreño, padre de nuestra gloriosa Teresa, había indicado claramente, en su Manual de urbanidad y buenas costumbres, que las gentes no debían penetrar con sus caballerías al interior de las casas, y declarado que algo así era «del todo incivil y grosero». Pero Carreño estableció una excepción: en caso de emergencia, no estaba mal visto que los médicos entraran con su corcel hasta el comedor de una morada. Le dije entonces: «Yo soy médico, y estamos en emergencia». Dos años antes había definido por primera vez a la Política como arte de carácter médico y él lo sabía pero, claro, la percepción de la crisis política nacional que ya podía discernirse no era común. (En 1983, un distinguido ejecutivo me preguntó sobre qué escribiría en una publicación que planeaba iniciar. «De los procesos de la crisis», contesté. Pensó unos segundos para responder: «Y, cuando se acabe la crisis, ¿de qué vas a escribir». A casi treinta años de ese diálogo, la crisis continúa; todavía parece que tengo de qué escribir).
O se me acusa del desconocimiento de elementales reglas del oficio político. En cierta ocasión, cuando trabajaba en un organismo público promotor de ciencia, causé una reunión con el secretario general del partido de gobierno para hacerle notar que el ministro del sector ejercía una política nepótica, dañina de la actividad y de la imagen gubernamental. Escuchó con atención, pero se ocupó del asunto diciendo a mis espaldas, como lo hace siempre: «Luis Enrique quiere pelear con su ministro, y uno no pelea con los ministros». Esa persona misma recomienda no pelear tanto con Hugo Chávez, quien a fin de cuentas es el más poderoso de nuestros actores políticos y hacerlo, más bien, con subalternos suyos, tal como él hacía cuando estaba en la escuela primaria: a la hora de una pelea entre salones, él escogía siempre fajarse con los más pequeños del otro curso. Y esta persona misma es político flexible, y por esto es recibido siempre bien en los mejores círculos; no causa roncha. Despuntando el año de 1994, me admitió que Aristóbulo Istúriz tuvo razón en decirle: «Tú eres el único político venezolano que es al mismo tiempo de los Leones del Caracas y los Navegantes del Magallanes». Por eso me censura cuando no estoy.
Y es que son pocos los que tienen la valentía y la decencia de hacerme observaciones críticas directamente (el Dr. Velásquez es uno de ellos). Nadie, por otra parte, ha refutado mis tesis en veintiocho años de labor. Las objeciones que les oponen no son de fondo, son oblicuas o indirectas. Cuando propuse tempranamente a un prestigioso político opositor la iniciativa de un referendo de iniciativa popular sobre la conveniencia del socialismo en Venezuela—cosa que Hugo Chávez no se ha atrevido a consultar—, opinó que sería imposible porque tendría que contar con la cooperación, que nunca me darían, de los partidos de la Mesa de la Unidad Democrática. La cuestión de si mi recomendación tenía sentido político pasó debajo de la mesa.
La conversación tuvo lugar hace un año, casi exactamente, pero él había leído cuando propuse por primera vez la idea el 23 de julio de 2009, y entonces no se dio por aludido. Poco después, conversamos en mi casa y reestrené mis viejos argumentos—de 1985—sobre la necesidad de una organización política de código genético distinto al de un partido convencional. Entonces argumentó que no era «el momento», y añadió: «Cuando se ponga la torta previsible que se pondrá en las elecciones de Asamblea Nacional, sólo quedará 2012 por delante, y entonces te escucharán». Hace un mes que busqué hablar con quien funge como su mano derecha, y retomé el tema del referendo sobre el socialismo. El asistente buscó, primero, sugerir que tal cosa no se necesitaba, al proponer que los recientes desarrollos en Cuba, que se aleja a duras penas de la total estatización de la economía, equivalían a la puntilla definitiva para los socialistas que quedan en el mundo. Pero después asumió otra línea oblicua para razonar en desacuerdo conmigo; me dijo con el mayor desparpajo: «Cuando propusiste la iniciativa por primera vez, era más viable». (!) Mi madre solía recordar la película La luz que agoniza, para resaltar que uno puede volverse loco cuando recibe repetidamente señales contradictorias. Sobre las mismas cosas, recibí de dos personas que colaboran estrechamente opiniones diametralmente dispares, y a veces de una sola y misma.
También recibo mentiras descaradas para rebatirme. Sobre este asunto del referendo, tres personas quisieron convencerme de que una respetada firma encuestadora había medido una mayoría nacional a favor del socialismo—«Para que ceses en tu cruzada»—, cuando la verdad es todo lo contrario. O, para socavar mi prédica a favor de procedimientos democráticos y en contra de actividades subversivas, se me aseguró desfachatadamente que un importante político, al que admiro, había apreciado y saludado calurosamente un estudio estadístico que le habrían presentado y que demostraría un fraude electoral del gobierno en el referendo revocatorio del año 2004. Es decir, fui tratado irrespetuosamente como un niño, como político ingenuo que se chupa el dedo. Quien eso me asegurara y sí se chupa el dedo no contaba con que yo verificaría: hablé con el implicado y éste me aseguró que jamás se había producido la reunión en la que el estudio le hubiera sido dado a conocer.
No todo es malo, naturalmente. En junio de 1986 fui de visita a la casa de una pareja de amables amigos—acabo de reencontrarme con el esposo en Facebook—en compañía de un amigo común. Éste preguntó al anfitrión—ya para entonces se habían formado en mis tripas las primeras ganas de presidir la República—: «¿Qué piensas tú de lo que anda buscando Luis Enrique?» En segundos vino la contestación: «Luis Enrique está soñando solo… pero sueña bonito».
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La soledad es, parece, la condición de quienes quieren invitar a sus prójimos a una reunión con el futuro o, simplemente, con la verdad. Pero esto es mal negocio para la sociedad. La Enciclopedia Británica publicó en 1963 la colección Gateway to the Great Books, en cuyo Tomo 4 reproduce el drama Un enemigo del pueblo, de Henrik Ibsen. (El médico de un pueblo noruego intenta alertar a su comunidad acerca de un terrible problema sanitario que se cierne sobre ella. En el proceso, es abandonado por todos, que no quieren admitir la mala noticia, por su familia, incluso). Acerca de la obra dice: «Un hombre solo de pie, con la justicia de su lado contra el tirano, es una figura dramática familiar y poderosa. Pero también existe en la vida real. A menudo sufre la derrota personal, incluso la muerte. Pero su acción heroica no perece con él. Ella perdura, y hace a la vida más justa y habitable para el resto de nosotros. El idealismo, pues, en lugar de ser tonto e impráctico, puede resultar al final el único camino práctico».
Antes podía comprar Scientific American, mi publicación favorita. Alcancé a tener un número, ahora perdido en manos de un amigo que no lo devuelve, con una entrevista a Murray Gell-Mann, Premio Nobel de Física—por su desarrollo del Modelo Estándar de partículas. En ella se hurga en las dificultades vitales de este simpático científico, y Gell-Mann cuenta que una de las peores se deriva de que sus colegas y semejantes no saben catalogarlo. «Yo no soy apolíneo—explica—y tampoco dionisíaco. Soy una ingrata mezcla de ambas cosas; soy odiseico». Entonces remata con melancolía: «It’s a lonely place to be».
A mí me pasa que no puedo callar ante el error político; me tomo muy en serio la responsabilidad profesional con la que ese arte debe ser practicado. No puedo romper la solidez de mi compromiso con la verdad. Soy médico político; no puedo decirle al paciente nacional, que sufre del mal oncológico del chavismo, que tiene catarro, ni diagnosticar la insuficiencia política de sus opositores burocratizados como mera y pasajera indigestión. Al mismo tiempo, comprendo los problemas que suscito entre quienes entienden el oficio de otro modo: una lucha por el poder con la coartada de una ideología. No respondo a ideología ninguna, pues creo que todas son formas obsoletas, pre-científicas de hacer una medicina política que debe ser clínica. Otro de mis amigos me habló una vez de una escuchada incertidumbre entre quienes no logran ubicarme en sus esquemas dicotómicos de derecha-izquierda, en su película en blanco y negro: «¿Cuál es la línea de Luis Enrique?» (Comentada en la Carta Semanal #226 de Dr. Político, del 22 de febrero de 2007).
Ofrezco, por ende, sólo dos cosas: una política seria y responsable, al servicio del paciente nacional, y una ausencia de reconcomio. Salvo la envidia y la avaricia, me confieso practicante de los restantes cinco pecados capitales, pero no guardo rencores. El resentimiento es en mí una emoción efímera, cuestión de horas; sé que la llegada de un nuevo paradigma es asunto muy difícil, y por eso tengo paciencia con mis detractores. Y no reivindico que tenga mérito alguno en mi manera de ser, como tampoco admito la culpa. Fueron mis padres quienes me hicieron, y a mi cabeza y mi corazón, con su amor de recién casados. Ellos quienes escogieron mi querido colegio de la infancia y primera juventud, donde tuve la suerte de excepcionales profesores que forjaron mi modo de pensar y mi postura ante la vida. Lo que haya podido lograr no se explica sino a partir de esa suerte y la de haber seguido trayectorias que a otros estuvieron vedadas. Temo que, en el Juicio Final, Eduardo Fernández irá a sentarse entre querubines, y yo seré enviado a la Quinta Paila del Infierno.
De resto, estoy dispuesto a pagar el precio de mi juramento de 1995, aun cuando ése sea la peor maldición para un político: la soledad. Porque es que Armanda dijo a Harry Haller—Der Steppenwolf—, según la invención de Hermann Hesse: «Pero también pertenece del mismo modo a la eternidad la imagen de cualquier acción noble, la fuerza de todo sentimiento puro, aun cuando nadie sepa nada de ello, ni lo vea, ni lo escriba, ni lo conserve para la posteridad». LEA
Edición original de El lobo estepario, 1927
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por Luis Enrique Alcalá | Sep 24, 1995 | General, Política |
Juro por Dios que por lo que me quede de vida practicaré el arte de la Política según las siguientes estipulaciones:
*Recomendaré o aplicaré, según sea el caso, sólo las acciones y cambios que entienda sean beneficiosos a las personas y a sus asociaciones, a menos que este beneficio particular implique perjuicio a la sociedad general o daño innecesario a otras personas o sus asociaciones, y jamás recomendaré o aplicaré nada que yo sepa sería dañino a las personas o asociaciones que pidan mi consejo o asistencia.
*Procuraré comunicar interpretaciones correctas del estado y evolución de la sociedad general, de modo que contribuya a que los miembros de esa sociedad puedan tener una conciencia más objetiva de su estado y sus posibilidades, y contradiré aquellas interpretaciones que considere inexactas y lesivas a la propia estima de la sociedad general y a la justa evaluación de sus miembros.
*Pondré a la disposición pública mis prescripciones para la salud de la sociedad general cuando su aplicación requiera la aprobación de los Electores de esa sociedad, y daré a cualquier Elector que me la pida mi opinión acerca del estado y progreso de su sociedad general.
*Protegeré el secreto de lo que se me confíe como tal, a menos que se trate de intenciones cuya consecuencia sea socialmente dañina y yo haya advertido de tal cosa a quien tenga tales intenciones y éste probablemente las lleve a la práctica a pesar de mi advertencia.
*Consideraré mis apreciaciones y dictámenes como susceptibles de mejora o superación, por lo que escucharé opiniones diferentes a las mías, someteré yo mismo a revisión tales apreciaciones y dictámenes y compensaré justamente los daños que mi intervención haya causado cuando éstos se debiesen a mi negligencia.
*Podré admitir mi postulación para cargos públicos cuyo nombramiento dependa de los Electores en caso de que suficientes entre éstos consideren y manifiesten que realmente pueda ejercer tales cargos con suficiencia y honradamente. Cuando yo no coincida con esa opinión preferiré recomendar a quienes considere idóneos para el desempeño de las funciones del caso. En cualquier circunstancia, procuraré desempeñar cualquier cargo que decida aceptar en el menor tiempo posible, para dejar su ejercicio a quien se haya preparado para hacerlo con idoneidad y cuente con la confianza de los Electores, en cuanto mi intervención deje de ser requerida.
*No dejaré de aprender lo que sea necesario para el mejor ejercicio del arte de la Política, y no pretenderé jamás que lo conozco completo y que no hay asuntos en los que otras opiniones sean más calificadas que las mías.
*Reconoceré según mi conocimiento y en todo momento la precedencia de aquellos que hayan interpretado antes que yo o hayan recomendado antes que yo aquello que yo ofrezca como interpretación o recomendación, y estaré agradecido a aquellos que me enseñen del arte de la Política y procuraré corresponderles del mismo modo.
*Me asociaré, para el perfeccionamiento del arte de la Política y para lo que sea beneficioso a las personas y sus asociaciones, con aquellos que hagan este mismo juramento.
Séame dado, si cumplo con las estipulaciones de este juramento, vivir y practicar el arte de la Política en paz con mis semejantes y sus asociaciones, y reconocido y compensado justamente por mis servicios. Sea lo contrario mi destino si traspaso y violo este juramento.
Luis Enrique Alcalá
24 de septiembre de 1995
por Luis Enrique Alcalá | Sep 24, 1995 | Política, Referéndum |
Amables oyentes de Unión Radio: a través de Platón sabemos que hacia el año 400 antes de Cristo, un nativo de la isla griega de Cos, contemporáneo de Sócrates, vivía como practicante y maestro del arte de la Medicina. Este griego de la antigüedad llevaba el nombre de Hipócrates, y sostenía que el conocimiento del cuerpo humano dependía del conocimiento acerca del hombre completo. Hipócrates viajaba de ciudad en ciudad, y como muchos grandes filósofos de la época, llegó hasta Atenas para practicar y enseñar su profesión.
De los textos que forman la llamada colección hipocrática, es el más difundido el que se conoce como juramento hipocrático o Juramento de Hipócrates, el texto primario y fundamental de la práctica médica, y el primer código de ética profesional que se conoce en la historia.
Varias veces hemos hecho alusión en este programa a los preceptos de ese juramento, y hemos hecho analogía de los mismos con preceptos que deberían regir otro arte, otra profesión de los hombres, como es la Política. Más de una vez he fastidiado a los oyentes asiduos de este programa con la idea de que hay una similitud importante entre la Medicina y la Política, concepto que por otra parte sostienen varios autores. Esa idea es ya vieja compañera mía, y la expuse explícitamente por primera vez un domingo de diciembre de 1984, hace ya casi once años, a los amigos Diego Bautista Urbaneja y Gerardo Cabañas Arcos, y al día siguiente a un grupo que incluía a estos dos y también a Tulio Rodríguez, Alberto Krygier y Andrés Sosa Pietri. En unas memorias prematuras que escribí entre diciembre de 1985 y febrero de 1986, registré esos hechos del modo siguiente:
En esa reunión en mi casa expuse por primera vez mi noción de la ruta que estaba marcada para nuestra legitimación en tanto políticos como un camino «médico». La llamé «la metáfora médica»… El acto político es un acto médico, dije, pues en el fondo se trata de proponer, seleccionar y aplicar tratamientos a los problemas. De hecho, tesis como la que propuse en «Válvula» o aun la misma receta de la «sociedad política de Venezuela» no eran otra cosa que tratamientos, propuestos para ofrecer respuestas que, a diferencia de las respuestas insuficientes, las respuestas «substandard» emitidas por los actores políticos tradicionales, fuesen al menos un intento de atacar los problemas en sus dimensiones más importantes. En efecto dije que sería posible distinguir entre la «sociedad política de Venezuela» como asociación que intervendría en la política concreta del país, y una «Sociedad Política» en el sentido de una asociación de profesionales que entendía la política como una actividad médica, con una clara conciencia de la grave responsabilidad que significaba tratar de modificar la realidad social.
Y también registré en esas memorias esto que sigue:
A comienzos del año siguiente, 1985, recibí copia de unos trabajos de Yehezkel Dror, enviados a mí por intermedio de Suhail Khan, gerente de planificación de CORPOVEN. En uno de ellos Dror, amigo y maestro desde el año de 1972, decía lo siguiente: «…policy sciences are, in part, a clinical profession and craft». (Las ciencias de «las políticas» son, en parte, una profesión y un arte clínicos). Esto fue para mí una confirmación de que andaba por el camino correcto. Yehezkel Dror es uno de los hombres que más experiencia tienen con los problemas y los sistemas concretos de la política. Su posición era sólo ligeramente menos radical que la mía, puesto que lo que a mí me interesaba era el territorio conceptual que se define, justamente, por esa parte que es una profesión y un arte «clínicos». Por esos días pasaban por el canal 8 de televisión una de esas buenas telenovelas brasileñas, tal vez la mejor de todas: Una mujer llamada Malú. Malú es socióloga, mi colega, pues seguí los estudios de sociología en la Universidad Católica Andrés Bello entre 1963 y 1968. Un día trata de explicarle a su hija por qué le resulta tan difícil conseguir un empleo y le dice: «Es que la sociología no es una profesión». Tiene razón. La sociología no es una profesión, sino una ciencia, bastante incipiente, por cierto. Si uno va a los laboratorios del IVIC y se topa con alguien que trabaje, digamos, en fisiología celular y uno le pregunta cuál es su profesión, no oiremos que nos contesta que su profesión es la fisiología. Nos dirá que su profesión es la de investigador. La fisiología es un campo, una disciplina, una ciencia, pero no una profesión. Del mismo modo son ciencias y no profesiones la sociología, la antropología, la politología y aún la misma economía. Es la política, la ocupación de resolver problemas públicos, lo que es una profesión. Profesión que se ejerce desde distintas posiciones. Hay algunos políticos que ejercen su profesión clínicamente, limitando su acción hasta la prescripción de los tratamientos. Otros son más médicos de cabecera o políticos terapeutas o cirujanos, más directamente involucrados en operaciones o aplicaciones de los tratamientos. Hay políticos generales, análogos a los médicos que hacen medicina general. Hay políticos especialistas, como los hay también en la profesión médica.
Estas son cosas, entonces, que escribía o decía en 1984 y 1985, de modo que sostengo esa noción de una afinidad arquitectónica de la Política y la Medicina desde hace un buen tiempo. Esto se debe, tal vez, a una deformación profesional pues, como quizás algunos de ustedes sepan, estudié los primeros tres años de la carrera de Medicina en la Universidad de Los Andes en Mérida. Todavía hoy mi señora madre lamenta mi decisión de abandonar por la mitad los estudios médicos. El pasado miércoles fui a que me vieran un esguince de la rodilla izquierda en el Hospital Universitario de Caracas, donde mamá trabaja como voluntaria de hospitales y no perdió la oportunidad de regañarme de nuevo, treinta y tres años después de que yo abandonara la carrera de Medicina para mudarme a los temas sociales. Yo prefiero pensar que continúo siendo médico en el campo de lo político.
Ahora bien, desde hace mucho tiempo he sentido que sería necesario y útil formalizar un código de ética para el ejercicio de la Política tal como la concibo: como arte, profesión y oficio similar a la Medicina, y esta semana he podido concluir la redacción de algunas estipulaciones que componen un juramento hipocrático para la Política. Quiero leer esas estipulaciones para ustedes, amables oyentes, como modo de comprometerme públicamente con un código ético de la profesión política. Permítanme leer, sin más preámbulo, el siguiente juramento:
Yo, Luis Enrique Alcalá, venezolano, juro por Dios ante quienes hoy—domingo 24 de septiembre de 1995—me escuchan, que por lo que me quede de vida practicaré el arte de la Política según las siguientes estipulaciones:
• Recomendaré o aplicaré según sea el caso, sólo las acciones y cambios que entienda sean beneficiosos a las personas y a sus asociaciones, a menos que este beneficio particular implique perjuicio a la sociedad general o daño innecesario a otras personas o sus asociaciones, y jamás recomendaré o aplicaré nada que yo sepa sería dañino a las personas o asociaciones que pidan mi consejo o asistencia.
• Procuraré comunicar interpretaciones correctas del estado y evolución de la sociedad general, de modo que contribuya a que los miembros de esa sociedad puedan tener una conciencia más objetiva de su estado y sus posibilidades, y contradiré aquellas interpretaciones que considere inexactas o lesivas a la propia estima de la sociedad general y a la justa evaluación de sus miembros.
• Pondré a la disposición pública mis prescripciones para la salud de la sociedad general cuando su aplicación requiera la aprobación de los Electores de esa sociedad, y daré a cualquier Elector que me la pida mi opinión acerca del estado y progreso de su sociedad general.
• Protegeré el secreto de lo que se me confíe como tal, a menos que se trate de intenciones cuya consecuencia sea socialmente dañina y yo haya advertido de tal cosa a quien tenga tales intenciones y éste probablemente las lleve a la práctica a pesar de mi advertencia.
• Consideraré mis apreciaciones y dictámenes como susceptibles de mejora o superación, por lo que escucharé opiniones diferentes a las mías, someteré yo mismo a revisión tales apreciaciones y dictámenes y en lo posible enmendaré inmediatamente las equivocaciones que haya transmitido y compensaré justamente los daños que mi intervención haya causado cuando estos se debiesen a mi negligencia.
• Podré admitir mi postulación para cargos públicos cuyo nombramiento dependa de los Electores en caso de que suficientes entre éstos consideren y manifiesten que realmente pueda ejercer tales cargos con suficiencia y honradamente. En cualquier circunstancia, procuraré desempeñar cualquier cargo que decida aceptar en el menor tiempo posible, para dejar su ejercicio a quien se haya preparado para hacerlo con idoneidad y cuente con la confianza de los Electores, en cuanto mi intervención deje de ser requerida.
• No dejaré de aprender lo que sea necesario para el mejor ejercicio del arte de la Política, y no pretenderé jamás que lo conozco completo y que no hay asuntos en los que otras opiniones sean más calificadas que las mías.
• Reconoceré según mi conocimiento y en todo momento la precedencia de aquellos que hayan interpretado antes que yo o hayan recomendado antes que yo aquello que yo ofrezca como interpretación o recomendación, y estaré agradecido a aquellos que me enseñen del arte de la Política y procuraré corresponderles del mismo modo.
• Me asociaré para el perfeccionamiento del arte de la Política y para lo que sea beneficioso a las personas y sus asociaciones, con aquellos que hagan este mismo juramento.
Séame dado, si cumplo con las estipulaciones de este juramento, vivir y practicar el arte de la Política en paz con mis semejantes y sus asociaciones, y reconocido y compensado justamente por mis servicios. Sea lo contrario mi destino si traspaso y violo este juramento.
Lo que acabo de leer es, pues, un compromiso público, y ruego a ustedes me sirvan de testigos y de fiscales, y que me exijan el fiel cumplimiento de las estipulaciones contenidas en el juramento que he expresado.
Por otro lado, seguramente las cosas juradas por mí hoy ante ustedes necesitan un poco de explicación adicional, razón por la cual explico un poco más a continuación.
La primera de las estipulaciones del juramento dice: “Recomendaré o aplicaré según sea el caso, sólo las acciones y cambios que entienda sean beneficiosos a las personas y a sus asociaciones, a menos que este beneficio particular implique perjuicio a la sociedad general o daño innecesario a otras personas o sus asociaciones, y jamás recomendaré o aplicaré nada que yo sepa sería dañino a las personas u asociaciones que pidan mi consejo o asistencia”. Esto significa que nadie, que ninguna organización podrá pedirme, en virtud de que yo haya entrado con ella en una relación profesional, nunca podrá pedirme, repito, una lealtad tal que implique buscar el beneficio particular de esa persona o esa asociación hasta el punto de hacerlo a expensas del daño a la sociedad u otras personas y asociaciones. Por ejemplo, podré ayudar a una persona o asociación de personas a conseguir sus objetivos siempre que éstos sean legítimos y no produzcan daño. De lo contrario preferiré el bien general de la sociedad por encima de cualquier deseo de beneficio o lucro de quien pida mi asistencia.
La segunda de las estipulaciones dice así: “Procuraré comunicar interpretaciones correctas del estado y evolución de la sociedad general, de modo que contribuya a que los miembros de esa sociedad puedan tener una conciencia más objetiva de su estado y sus posibilidades, y contradiré aquellas interpretaciones que considere inexactas y lesivas a la propia estima de la sociedad general y a la justa evaluación de sus miembros”. Y esto significa entre otras cosas, que me opondré siempre al estilo de comunicación que se alimenta del escándalo y de las interpretaciones torcidas e interesadas, sobre todo de aquellas que lamentablemente se ven con tanta frecuencia en Venezuela, y que tienden a presentar nuestra sociedad como indigna o definitiva e irreversiblemente dañada.
La tercera estipulación es muy clara y no necesita explicación, y dice así: “Pondré a la disposición pública mis prescripciones para la salud de la sociedad general cuando su aplicación requiera la aprobación de los Electores de esa sociedad, y daré a cualquier Elector que me la pida mi opinión acerca del estado y progreso de su sociedad general”.
La cuarta estipulación dice: “Protegeré el secreto de lo que se me confíe como tal, a menos que se trate de intenciones cuya consecuencia sea socialmente dañina y yo haya advertido de tal cosa a quien tenga tales intenciones y éste probablemente las lleve a la práctica a pesar de mi advertencia”. Nadie, por tanto, podrá contar conmigo para la confidencia de proyectos dañinos. Si me encuentro con alguien que me confíe una cosa de tal naturaleza, procuraré disuadirlo de sus propósitos por todos los medios a mi alcance. Si no puedo convencerlo podrá ocurrir entonces que tenga que comunicar lo que me haya dicho en secreto para evitar daño a la sociedad.
La quinta de las estipulaciones del juramento dice: “Consideraré mis apreciaciones y dictámenes como susceptibles de mejora o superación, por lo que escucharé opiniones diferentes a las mías, someteré yo mismo a revisión tales apreciaciones y dictámenes y en lo posible enmendaré inmediatamente las equivocaciones que haya transmitido y compensaré justamente los daños que mi intervención haya causado cuando estos se debiesen a mi negligencia”. Esto tiene que ser así porque la Política es un arte y no una ciencia, mucho menos una ciencia exacta. Lo que puedo prometer es lo mismo que prometió Hipócrates, quien decía: “Seguiré aquel sistema de régimen que, de acuerdo con mi capacidad y juicio, considere beneficioso a mis pacientes”. La sociedad es un paciente bastante más complicado que una persona que un médico atienda, por una parte, y por la otra, las sociedades cambian, sufren metamorfosis. Un tratamiento adecuado para cierto momento de una sociedad no necesariamente será eficaz para un momento posterior.
La sexta postulación, nuestro sexto mandamiento, dice lo siguiente: “No buscaré postulación alguna para ningún cargo público ejecutivo cuyo nombramiento dependa de los Electores, aunque podré admitirla en caso de que estos Electores consideren y manifiesten que realmente pueda ejercer tal cargo con suficiencia y honradamente. Cuando yo no coincida con esa opinión preferiré recomendar a quienes considere idóneos para el desempeño de las funciones del caso. En cualquier circunstancia, procuraré desempeñar cualquier cargo que decida aceptar en el menor tiempo posible, para dejar su ejercicio a quien se haya preparado para hacerlo con idoneidad y cuente con la confianza de los Electores, en cuanto mi intervención deje de ser requerida”.
Entre otras cosas, ese mandamiento no impide que pueda buscar la postulación para cargos que no sean ejecutivos. Por ejemplo, podría aspirar pública y legítimamente a cargos legislativos o constituyentes. Pero tampoco impide que acepte cargos ejecutivos que no sean determinados por los Electores.
Lo que sí quiero evitar es el postularme yo mismo a cargos ejecutivos por elección popular, aunque pudiera aceptarlos si es la voluntad de los Electores. Aquí hay, tanto un eco de Hipócrates, quien en su juramento declaraba que no practicaría la cirugía, como una analogía con la correcta práctica médica que rechaza la publicidad de los médicos como si se tratase de un producto de supermercados. Finalmente, creo que el mejor médico es aquél que cree en la sabiduría fundamental del cuerpo humano, y que el mejor político es aquél que cree en la sabiduría del cuerpo social considerado como conjunto. El mejor médico es aquél que procura hacerse prescindible, innecesario. De allí la parte de la estipulación que me obligará a ejercer los cargos que pueda desempeñar en el lapso más breve que sea posible.
La séptima estipulación sólo necesita ser leída de nuevo, pues no tiene nada de ambigüedad: “No dejaré de aprender lo que sea necesario para el mejor ejercicio del arte de la Política, y no pretenderé jamás que lo conozco completo y que no hay asuntos en los que otras opiniones sean más calificadas que las mías”.
La octava estipulación reza así: “Reconoceré según mi conocimiento y en todo momento la precedencia de aquellos que hayan interpretado antes que yo o hayan recomendado antes que yo aquello que yo ofrezca como interpretación o recomendación, y estaré agradecido a aquellos que me enseñen del arte de la Política y procuraré corresponderles del mismo modo”. Creo que es lamentable la mezquina práctica de presentar como propias ideas o tratamientos que han sido formulados por otras personas con antelación. Dicho en criollo: “No debe ganarse indulgencias con escapulario ajeno”.
La última estipulación del juramento dice lo siguiente: “Me asociaré para el perfeccionamiento del arte de la Política y para lo que sea beneficioso a las personas y sus asociaciones, con aquellos que hagan este mismo juramento”. Esto es, que a pesar de que lo que he jurado es un compromiso individual y personal, uninominal podría decirse, daré la bienvenida a la asociación con personas que quieran honrar el mismo compromiso. Una sola persona puede hacer poco. Es por tanto preferible que seamos muchos los que queramos servir a los hombres como políticos guiados por los preceptos éticos que hemos expuesto.
Quiero dar a ustedes las gracias por su paciencia al escucharme. Quiero también ofrecer a quien desee tener una copia por escrito de este código de ética profesional para la Política el ponerla a su disposición. Pienso firmar las copias personalmente, como señal de compromiso no sólo público, sino con cualquiera que consienta en ser vigilante exigente del cumplimiento de mi compromiso.
Tengo confianza en ustedes. Creo que todos juntos podemos hacer que la Política sea digna de su nombre.
LEA
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