Mitología proyectiva
En junio de 1986, después de haber propuesto el año anterior—sin éxito—la formación de una nueva organización política, escribí mi primer Dictamen político, organizado como dictamen médico. En él se lee en la página 7:
Y se advertía a continuación: «Estas conjeturas pueden ser refutadas o corroboradas por encuestas de opinión en muestras suficientemente representativas, siempre y cuando no sean contaminadas de antemano. Esto es, si, por ejemplo, los partidos no se dedican a campañas de información al respecto antes de que las encuestas en cuestión se lleven a cabo».
La reivindicación de las conjeturas tomó casi veinticuatro años en llegar. El 9 de marzo de 2010, Luis Vicente León informaba en un tweet: «En encuestas, menos de 5% de los entrevistados sabe quiénes son los diputados de su circuito actualmente en la A. N.»
Hoy, a veinticinco años de aquel atrevimiento clínico, vuelvo a las andadas, esta vez para conjeturar que al menos el 90% de los electores venezolanos ignora el esquema general, no digamos el contenido detallado, del programa de gobierno del candidato presidencial de su preferencia (si es que ese programa existe).
La inmensa mayoría de los votantes no estudia los programas de gobierno de ningún candidato, y forma su inclinación con base en el posicionamiento general del que finalmente escoge. «Perencejo está con los pobres», «Fulano va a fregar al bipartidismo» o «Aquí lo que hace falta es un hombre fuerte, como Sutano». Puede que guarde en su memoria uno que otro concepto suelto verbalizado por su candidato y que le parezca atinado: que necesitamos «una democracia nueva» (Eduardo Fernández, 1988, cuando gastó enormes cantidades de recursos para que consintiéramos en apodarlo «Tigre»), o «reactivar la economía» (Carlos Andrés Pérez, también en 1988), o «el socialismo del siglo XXI» (Hugo Chávez, de manera más explícita después de las elecciones de 2006) o «un nuevo pacto social» (Jaime Lusinchi, 1983). Rafael Caldera, padre del partido que antaño hacía congresos de profesionales y técnicos socialcristianos para que elaboraran su programa de gobierno (PEx, o Programa Extraordinario, 1968), se dejó de eso para su segunda candidatura exitosa (1993) y publicó a última hora una docena de páginas a la que llamó «Carta de Intención con el Pueblo de Venezuela», de cuyas «intenciones políticas» no cumplió absolutamente ninguna.
Una aprobación concienzuda de los programas de gobierno asociados a candidaturas no es nunca una razón frecuente para votar por algún candidato en particular. Esta constatación no equivale a concluir que no es necesario confeccionarlos; todo candidato responsable debe tener uno seriamente determinado, pero no para ganar la elección sino para gobernar.
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La cosa alcanza cotas de delirio cuando ya no se trata de un mero programa de gobierno que deba ser mostrado en una campaña electoral, sino la entelequia* de un «proyecto-país». Esta noción, tan inasible como pretenciosa, es un mantra que repiten tirios y troyanos sin pararse a considerarla con seriedad. Para fundamentar este juicio, sigue una larga letanía.
En 1993-94 se quiso establecer la asociación Venezuela 2020, porque se creía que en la redacción de una nueva constitución se plasmaría un plano de país con los ojos fijos en el año 2020 con unos veinticinco años de anticipación.
El 13 de abril de 2005, el Ministro de Educación señalaba en una entrevista televisada que la educación en Venezuela tenía que “estar alineada con el proyecto de país”, y que este proyecto estaba contenido en la Constitución o era la Constitución misma, y el entrevistador, de ubicación política distante de la ministerial, no refutó en una coma siquiera esas afirmaciones.
Un año antes, la Coordinadora Democrática propugnaba un tal «consenso-país», y el 5 de octubre de 2009 un conocido estudioso de la opinión pública exponía que para aquel momento, cuando se debatía la revocación del mandato presidencial, la federación opositora de entonces no pudo ganar el referendo que suscitó porque el mencionado documento no fue suficientemente promovido o publicitado, porque no se imprimió y repartió una cantidad suficiente de ejemplares entre la población, porque no se hizo con él una campaña publicitaria con pegada.
Bastante más atrás, Rafael Caldera rugía desde México en 1984 porque se había hecho lugar común la noción de que «el modelo de desarrollo venezolano» se había agotado. El Dr. Caldera respondió que eso no era cierto, que lo que en verdad ocurría era que el modelo de desarrollo no había visto su culminación, y que podía encontrársele definido en el Preámbulo de la Constitución de 1961. Para la época, los militares habían acogido ese concepto: la conferencia magistral del curso del Instituto de Altos Estudios de la Defensa Nacional sobre Objetivos Nacionales abría con el siguiente catecismo: «Los Objetivos Nacionales se dividen en Objetivos Nacionales Permanentes y Objetivos Nacionales Transitorios. Los Objetivos Nacionales Permanentes están expresados en el Preámbulo de la Constitución Nacional».
En entrevista recentísima (El Universal, 24 de abril de 2011), reincide José Albornoz, Secretario General del PPT, al referirse al problema electoral de 2012: «Hay que repensar a Venezuela, hay que relanzar un proyecto de país que la gente pueda comprar, abrir los espacios de participación a muchos sectores que al final terminan por abstenerse».
Veinte días antes, Daniel Santolo (La Causa R) hacía recomendaciones a la federación en la que participa, la Mesa de la Unidad Democrática, en estos términos: «La política no podemos diseñarla pensando lo que el Gobierno va a hacer, nosotros tenemos que fijar nuestra propia agenda, montarnos nuestro proyecto de país».
Tres días antes (1˚ de abril) llegaba la noticia del «Proyecto Plan País»: una reunión en la Universidad de Yale en la que más de «un centenar de estudiantes venezolanos de 59 universidades de los Estados Unidos y otros países» había deliberado hasta conformar lo que el Sr. Enrique Pereira entendió como los preparativos de una invasión. («En el imperio se prepara la ‘invasión’ que Esteban ha estado temiendo todos estos años. (…) El punto de partida se prepara en la Universidad de Yale y se ultiman los preparativos para la ejecución de lo que han llamado el ‘Plan País’. No se reúnen para entregar premios inmerecidos, se reúnen para concertar ideas que sirvan para consolidar un plan para la Venezuela que todos estamos soñando. Una revolución de verdad está en marcha». La invasión está lista: Plan País).
Hace poco más de un mes (24 de marzo), la MUD no había determinado la fecha de sus elecciones primarias y Henrique Capriles Radonski declaraba prudentemente: “Yo no soy precandidato presidencial, considero que la Mesa de la Unidad Democrática debe dictar a tiempo sus reglas. Aquellos que desde ya están sacando cálculos individuales definitivamente no están pensando en el nuevo proyecto de país que todos los venezolanos necesitamos».
Hace exactamente un año, el diario Tal Cual reportaba declaraciones de Luis Ignacio Planas (en su calidad de Presidente de COPEI), quien anunciaba que «la comisión encargada de elaborar el programa de país sobre la alternativa democrática culminó su propuesta una vez que realizó diversas consultas a diferentes sectores de la sociedad venezolana. ‘Son cien ideas que están resumidas en cinco grandes ejes, y es producto de un largo trabajo en el cual se tomó en cuenta las diversas expresiones del país, además de incluir la agenda parlamentaria que será abordada por nuestros diputados en la Asamblea Nacional’, explicó».
Bueno, es tiempo de decir: etcétera. ¿Valdrá la pena preguntar qué tiene de mágico o especial el número de cien ideas o el de cinco ejes? ¿No era Hugo Chávez quien hablaba—ya no lo hace—de un «desarrollo pentapolar»?
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He aquí tres párrafos de la lectura recomendada de la semana en este blog (¿Alineación o alienación?):
Los países tienen la mala costumbre de construirse a sí mismos, sin requerir un “proyecto” intencional y explícito. Nunca ha existido un proyecto para los Estados Unidos, por ejemplo. Aun en los países de economía de planificación central, como lo fuera la Unión Soviética, lo que a lo sumo pueden hacer los gobiernos más totalitarios que el mundo haya conocido es imponer una camisa de fuerza a la actividad económica, la que tarde o temprano revienta por efecto de las realidades que termina por imponer la vida social. Claro que a la pretensión de que a los países se les puede asemejar a proyectos arquitectónicos o corporativos le es muy útil la condición autoritaria. (…)
Está claro que los Estados pueden poner en práctica políticas deliberadas en casi cada área de su competencia o de su intromisión. Pueden establecer políticas económicas, territoriales, anti o pro terroristas, o políticas de educación… Pero aun las políticas más extensas nunca llegan a cubrir o dominar toda la actividad social, que escapa a la soberbia de los planificadores centrales, quienes pretenden conocer mejor que cualquier ciudadano lo que conviene a su existencia, al punto de que se presentan como capaces de imponer un curso colectivo con varias décadas de penetración temporal.
Sin embargo, estas cosas no son del territorio constitucional. No pertenecen a, no tienen cabida en, el texto de una constitución. Es, por consiguiente, una falacia pretender que las constituciones son “proyectos de país”. Las constituciones son, típicamente, la conjunción de una especificación arquitectónica y funcional de un Estado y de un estatuto de deberes y derechos ciudadanos. Tal cosa no es, en absoluto, un proyecto. No es un “modelo de desarrollo”. A lo sumo es el diseño del cuerpo político de una nación, de su Estado; nunca prescribirán las trayectorias y etapas de una sociedad entera, que se mueve y vive y se desarrolla por sí misma, muchas veces a pesar de su constitución.
Los ejercicios que con uno u otro nombre pretenden arribar a un «proyecto país» son enteramente fútiles, sobre todo si se le quiere hacer equivalente a un texto constitucional.
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La polis venezolana evidencia a la auscultación más somera una clara condición patológica: el canceroso y evidente exceso estatal, pernicioso e invasivo, desatado por Hugo Chávez y su «proyecto de país», como secuela de una persistente y longeva insuficiencia política, que proviene de la esclerosis de los marcos mentales de los actores políticos convencionales, incluidos los chavistas y también los factores que componen la Mesa de la Unidad Democrática. (Ese paradigma político es el de la lucha por el poder justificada sobre alguna postura ideológica, de «izquierda», «centro» o «derecha»). Y no escapa a la misma caracterización Patria Para Todos, que ha roto con el PSUV y tampoco se ha sumado a la MUD.
Ésa es la condición que pudiéramos llamar somática, pero también está enferma la psiquis política. Un rasgo típico de esa política convencional es la negación de la realidad. A pesar de que PPT sólo obtuvo dos diputados el pasado 26 de septiembre—en Amazonas; en su teórico bastión larense, no obtuvo ninguno—, José Albornoz aseguró el 24 de los corrientes: «Los partidos que fueron chavistas tienen menos rechazo entre los desilusionados».
La psiquis nacional está grandemente neurotizada. No puede haber ocurrido en balde la reiterada prédica tóxica del Presidente de la República, pero aunque él es la exacerbación de la arrogancia observable en los políticos convencionales, no ha sido él quien originara la soberbia patológica representada en la idea de un «proyecto país». Pretender que se puede construir deliberadamente un país como si fuera una casa, es la más necia jactancia de todas. LEA
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*entelequia. (Del lat. entelechĭa, y este del gr. ἐντελέχεια, realidad plena alcanzada por algo). 1. f. En la filosofía de Aristóteles, fin u objetivo de una actividad que la completa y la perfecciona. 2. f. irón. Cosa irreal. Diccionario de la Lengua Española.
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