por Luis Enrique Alcalá | Nov 13, 1977 | Letras, Música |
Solsticio de invierno
El sol se encaramó sobre las cumbres de las colinas para asomarse sobre el valle. Todavía escondido, observó por un instante su descanso. Vio cómo las flores dormían, cómo dormían los animalitos de la granja sin que ninguno hiciese caso de la serenata del riachuelo que, como una flauta alargada y bruñida, cantaba murmullando.
El sol pensó: «¡Qué flojos!» De inmediato, tuvo ganas de hacer una travesura, una que hacía tiempo había pensado llevar a término: despertaría a todos echándoles encima baldes de su pintura dorada, brillante y caliente. Riéndose, mientras imaginaba la sorpresa del gato, la atónita cara de la vaca y los rebuznos asustados del burrito, fue trepando silenciosamente.
Pero el asustado fue él; cuando ya estaba a punto de derramar los baldes por las laderas, el gallo blanco, que siempre lo vigilaba, lanzó su kikirikí de alerta por toda la llanura. ¡Pobrecito sol! Fue tanta su sorpresa que volteó el primer balde sobre su elegante traje rojo pintándolo todo de dorado y dándose, de paso, una quemada de padre y señor mío.
Al canto del gallo, todos los habitantes de la granja comenzaron a abrir los ojos, dándose cuenta de los pesares del pobre sol. Entre bostezos y risas se despertó el araguaney, en un coro de flores amarillas. Por supuesto, reírse bostezando no es muy recomendable y a las flores del araguaney les dio hipo, por bobas. Tantos fueron los hipidos, que los sapitos del arroyo pensaron que sus primos habían venido de visita y se pusieron a contestarles, de modo que en un segundo se armó un grandísimo barullo de croar y de hipo.
Turdus rudigenis: Paraulata ojo de candil
Desde el conuco voló la paraulata, quien cantaba a carcajadas tratando de acercarse al sol para fastidiarlo. Éste se puso tan bravo que comenzó a subir por el cielo, alejándose, a lo que la paraulata se reía todavía más.
Al becerrito le dio lástima el sol, y mugiéndole le decía: «Sol, sol, solecito. No te vayas. Quédate a jugar con nosotros». Pero el sol no quería atenderlo. Seguía subiendo y subiendo, hasta que se sentó sobre una nube a secarse las ropas.
Por debajo de él, subida a las colinas, apareció la brisa. El sol le llamaba: «¡Brisa, ven y sopla sobre mí para secar mis ropas!» La brisa creyó que el sol estaba muy mal educado para ordenar las cosas así, en vez de pedirle el favor. Y por eso, la brisa lo dejó solo y se puso a silbar hacia el araguaney y las flores de éste danzaron el primer vals, y los animales vinieron a bailar también a su alrededor.
Vals de las flores *
El sol estaba furioso. De hecho, estaba lo que se dice calientísimo y quería acabar con la fiesta a fuerza de rayos de calor. Mas la nube no se lo permitía.
Al finalizar un baile, el becerrito llamó a los animalitos y a la brisa a conversar al lado de las flores. Cuando los tuvo a todos reunidos les mugió dulcemente, en secreto para que el sol no pudiera escucharlo, aunque éste estaba tan lejos que si el becerro hubiera mugido en alta voz tampoco lo hubiese oído. El becerrito, poco a poco, los convenció a todos para que trataran de calmar al sol y lo invitaran a la fiesta.
No fue fácil. Las flores no querían interrumpir el baile; a fin de cuentas, se habían puesto hoy su mejor vestido. Y el gato, siempre suspicaz, advertía: «Si lo invitamos a la fiesta, nos va a achicharrar a todos». Pero la brisa decidió que subiría hasta la nube a soplar sobre el sol para enfriarle el mal humor, así que hasta allá fue, mientras los demás llamaban al sol con las manos.
Todo fue cuestión de unos minutos. La brisa sopló sobre él hasta ponerlo seco y fresquecito. Cuando lo tuvo así le sopló las plantas de los pies y el sol, quien como es muy sabido es bastante cosquilloso, no tuvo más remedio que reírse.
Los animales aplaudían, contentos, y continuaban llamándolo para reanudar la fiesta. Al fin, el sol comenzó a bajar por el otro lado de la cuesta un poco sonrojado de vergüenza, pero pronto se le olvidó todo cuando comió con los demás un poco de dulce de arco iris que la nube enviaba de regalo.
¿Me concede esta pieza?
Y así continuó el baile: la brisa silbando, los sapitos croando, la paraulata y el gallo cantando, mientras la nube se mecía y el becerro tomaba de la mano al sol formando un corro con el gato y el burrito, y las flores bailaban, coquetísimas.
Tras largo rato de danza el sol tuvo que despedirse, pues su casa quedaba un poco lejos, detrás de las colinas, más allá del mar. La nube lo iba a acompañar por el camino para que no se fuera solo. Y todos los animalitos le decían adiós con la mano y le anunciaban que lo estarían esperando al día siguiente. Y al desaparecer el sol con la nube tomada de la mano, se puso todo muy oscuro.
La fiesta los había cansado a todos, y pronto empezaron a fugarse los bostezos. Todavía las flores, las muy fiesteras, dieron unas cuantas vueltecitas, pero lentamente se fueron durmiendo una a una. Los animalitos se tumbaron sobre la grama, muertos de cansancio y de sueño. Únicamente el burrito, más dormido que despierto y todo confundido, se metió a dormir en el establo de la vaca, quizás soñando que era becerro.
Pronto, pues, todos quedaron dormidos y ninguno se dio cuenta de que la luna había venido a cuidarlos junto con un grandísimo lucero. La luna y el lucero se guiñaron el ojo. Se rieron la luna y el lucero. La luna extendió su falda por la grama. El lucero se acercó en puntillas hasta la entrada del establo, y extendiendo uno de sus rayitos hacia adentro tomó una mano chiquitica, una mano que esa noche se estrenaba. De la mano trajo afuera un Sol más brillante que el que hacía rato se había ido. La luz se regó sobre la frente de los animales y se le metió a las flores por debajo de sus sabanitas de rocío. Todos despertaron sobresaltados, y pensaron que el sol había vuelto de noche para jugarles alguna mala pasada.
El Sol recién nacido
El gato maullaba: «Yo se los dije. Les dije que no debíamos invitarlo a que jugara con nosotros». Pero el nuevo Sol le miró a los ojos y le sonrió con una sonrisa que ellos no conocían. Entonces vieron que era un Sol recién nacido.
La vaca había salido del establo, despierta por los maullidos temerosos del gato; todos estaban alelados. La vaca vio al Niño Sol y le dijo: «¡Niño! ¡Jesús! ¡Si debes estar muerto de hambre!». Y ella le sirvió una tacita de leche de sus ubres, y el Niño Sol la tomó y todos los animales supieron su nombre.
Ya ninguno tenía miedo, porque verlo sonreír era más dulce que el dulce de arco iris. Y el becerrito se le acercó primero, y luego vino el gallo y también la paraulata y los sapitos, y el burrito terminó de asomarse viniendo detrás de su hocico, y hasta la brisa se acercó desde donde se había quedado conversando con el riachuelo, que nunca duerme, y las flores le lanzaban perfume de madrugada.
Y el gato remolón se acercó al fin y le preguntó por qué no había venido antes. El Niño Jesús le explicó que había estado inventando un cuento muy lindo. Entonces todos le pidieron que se los contara.
Él empezó a contar: «El sol se encaramó sobre las cumbres de las colinas para asomarse sobre el valle. Todavía escondido, observó por un instante su descanso. Vio cómo las flores dormían, cómo dormían los animalitos de la granja, sin que ninguno hiciese caso de la serenata del riachuelo que, como una flauta alargada y bruñida, cantaba murmullando».¶
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* El Vals de las flores es parte de Cascanueces, el ballet de P. I. Tchaikovsky que transcurre en la noche de Navidad. La versión colocada acá está a cargo de la Orquesta Sinfónica de Londres que dirige Antal Dorati.
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Mi esposa enseñaba en el Centro Infantil Altamira, un instituto preescolar que admitía a la vez alumnos de barriadas y urbanizaciones, cuando comencé a pretenderla. Con ánimo de impresionarla, compuse el 13 de noviembre de 1977 el cuento que antecede para resolver un acto navideño de los niños en el que fue escenificado. Mala idea; tardó quince largos meses para darme el sí. LEA
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por Luis Enrique Alcalá | Jul 19, 1976 | Letras, Otros temas |
(Clic para ampliar y entender un poco)
Ya la lluvia se había hecho enumerable. Pronto vendría el chaparrón de gente a distribuirse aleatoria entre las sillas.
Casi todos pedirían café, casi todos necesitándolo para prolongar una compañía que se deshace cuando ya no se puede encontrar en la ciudad un pretexto digestivo.
La lluvia, casi siempre, respetaba los horarios de los cafés de las aceras, limitando su discurso a la duración de los cines con un control aprendido en su larga práctica de orador urbano. Hoy se había excedido.
Pronto llegarían los clientes de Carmona. Sus clientes naturales, sabedores de su papel, conocedores de su total dedicación a la causa.
Carmona jamás les había dirigido la palabra. Sólo un mesonero o dos conocían su nombre. Pero a pesar de eso él sabía que podía contar con sus clientes. (Más que clientes, sus camaradas). Los que algún día tomarían el poder y habían comenzado por tomar los cafés de su avenida.
Todos los elegidos, seguramente, visitaban esos toldos para plantear los justos combates del día siguiente, o para descansar de las duras escaramuzas de las que regresaban victoriosos. Esos bebedores de café eran el ejército del pueblo, el ejército de Carmona.
Ninguno de ellos daba muestras de reconocerlo, porque así debe ser antes de la terminación de la guerra, porque el luchador socialista debe ser serio y guardarse de caer en fáciles manifestaciones sentimentales. Así eran sus clientes y camaradas.
Carmona llevaba en la mano lo que había venido a vender. Su ejemplar de La ciencia en la Unión Soviética, con carátula inesperadamente limpia después de tantos meses de posesión y de oferta. La reverencia del revolucionario preserva sus símbolos sin mancha.
Carmona había sido uno de los quinientos afortunados a quienes se les había regalado el libro en la Exposición Industrial Socialista de octubre del año pasado. Uno de los quinientos que llegaron primero, de los que escucharon el discurso del embajador ruso y se distrajeron adrede cuando sonaba el del vicecanciller venezolano. De esos quinientos, solamente él había entendido. Su misión sería vital aun dentro de tantas tareas importantes, porque la suya construía mientras los zapadores del viejo orden demolían.
En ningún momento había abierto el libro. Le bastaba su título para comprender todo. Como comprendía el trabajo de esos que ya comenzaban a sentarse y a mostrar las suelas oscurecidas por el agua.
Durante las primeras semanas había aprendido mucho. Naturalmente, nunca preguntó. Lentamente, fue acumulando pequeñas evidencias. Posturas, gestos, tonos de voz, miradas, ademanes. No terminó el dibujo de la estructura de autoridad del ejército del pueblo, al percatarse de que uno más que penetrase en el secreto era un riesgo más para la causa. Era suficiente con distinguir los que eran de los que no eran.
No siempre había sido capaz de discriminar. Una noche ya lejana se había equivocado cuando le ofreció La ciencia en la Unión Soviética a uno, el único, que había estado dispuesto a comprar. Y él había estado a punto de vender, pues llegó a pronunciar el precio, el que sólo por coincidencia igualaba el precio de una semana en la pensión. Le detuvo la sonrisa del falso cliente cuando sacaba la billetera; sonrisa que hubiera podido ser de burla o de lástima. Así no sonríe un camarada a un camarada.
Tuvo entonces más cuidado. Los enemigos no debieran conocer cómo sería la nueva ciencia en el país socialista. Ese poder creador se reservaría a los auténticos de sonrisa justa.
Carmona vio que esta noche era especial. Hasta la lluvia ayudaría a que nada más vinieran los auténticos de sonrisa exacta, los que venían porque tenían que venir. Hoy vendería el libro.
Cada solitario, o cada pareja o cada grupo que llegaba ahora tenía una de las marcas propias del ejército: ninguno lo miraba. Era preciso disimular que lo conocían. Justamente una de las cosas que hacían los que no eran era mirarle. Pero esta noche nadie lo miraba. Buen síntoma.
Tendría que estar menos atento, porque hoy no vendrían los que hubieran querido comerciar La ciencia en la Unión Soviética para aprovecharse de sus tesoros al tiempo que la rebajaran a la calidad de mercancía. La oferta, la eventual compra hecha por un camarada no eran más que modos de camuflar la transferencia del mensaje que se le había confiado. ¿Cómo podía venderlo a alguien que de verdad pensara que compraba?
Ocho mesas ya estaban colmadas, la acera prometiendo otras tantas. Carmona se esforzaba por no delatar su satisfacción al reconocer, en la aparente casualidad de las ubicaciones, las horas de meticulosa preparación y, en el recuerdo de las últimas noches, los ensayos de la operación que hoy se montaría. Hoy vendería el libro.
Ahora se le aclaraba la renuencia de las largas noches precedentes. La venta tenía que efectuarse sin que los adversarios supieran. Por eso se había elegido una noche lluviosa. Había para él en esto una lección de paciencia revolucionaria.
Pero entonces no era cierto que tendría que estar menos atento. Al contrario, debiera asegurarse doblemente de que ningún infiltrado presenciara el trueque proyectado. Conoció el miedo de los comandos cuando aguzaba todas las habilidades aprendidas en el sabio adiestramiento al que el ejército del pueblo lo había sometido, desde aquella trascendental visita suya a la Exposición Industrial Socialista del año pasado.
Creyó haber hecho la verificación en un tiempo aceptable. Moros ausentes de la costa. Aquel grupo de europeos le era conocido. Los asesores, por supuesto. En la mesa de al lado la pareja de estudiantes, en la otra el diputado y su mujer, en la otra aquél en cuyos ojos hubo furia la noche cuando casi vendió el libro, en la de enfrente el obvio jefe de engañosa ropa cara y mujeres inteligentes.
Todo lo hizo con prudencia. Cierto es que los mesoneros no eran enemigos, más bien de aquellos que serían liberados, pero aun así no era cuestión de permitirles darse cuenta de algo que no entenderían del todo, tomando en cuenta lo que a él le había costado entender. Con la misma calma comenzó por fin a acercarse a las mesas. Para la primera esperó, con sabiduría de buen vendedor, que los ocupantes terminaran de hacer su pedido. Levantó la vista uno. Se tomó tiempo para leer el título que Carmona blandía elevado pero muy poco para decir no, gracias. Evidentemente, hablaba por todo el grupo y Carmona, inmutable, giró hacia los camaradas contiguos.
Segundos más largos o más numerosos. Parecía que este camarada estaba al borde del saludo y Carmona tuvo que amonestarlo con una fugaz mirada severa. No, gracias. No podía ser ese joven el comprador comisionado, si era tan inexperto como para lanzarle afecto imprudente. Casi decidió mencionar el incidente a quien le comprara el libro, recordando después sus propias inexactitudes en la época de recluta. Quizás no era lo indicado, pero volvió a mirar al principiante, y esta vez sus ojos querían infundirle ánimo y decirle con la mirada que él había pasado por lo mismo varias veces y que ahora era un veterano como algún día, joven, podrá usted serlo si tiene constancia y coraje. Le dije que no, gracias.
Ya había tardado demasiado en esa mesa, inmadura para recibir la ciencia. La ciencia en la Unión Soviética levantó nuevamente para la pareja del diputado y su mujer, aunque astutamente previó que éste tampoco sería el contacto. Demasiado conocido. No, gracias. ¡Qué amables suenan las gracias en labios de camaradas! Gracias, gracias, el ejército le da las gracias. Este otro, tal vez; no lo había visto antes. ¿No se acuerda que usted ya me lo ofreció la semana pasada? ¡Qué manera tan llena de tacto para decirme que está pendiente de mí! Aquí no son necesarias las gracias.
Como al lado fue innecesario el no y tan sólo le dijeron gracias.
En la siguiente había pasado antes el vendedor de perfumes y ya le habían comprado y él no se acercaría, porque los revolucionarios nunca tienen mucho dinero y si éste había comprado perfume era porque tampoco él era el señalado.
¿Creíste que sería tan rápido, Carmona? La ocasión era solemne. Los camaradas siempre son solemnes con la ciencia. Muy protocolares. Hay que recorrer todo el ritual, aunque los mesoneros, pobres inconscientes, ya comiencen a recoger las primeras mesas y las últimas propinas.
Erguido Carmona, bizarro Carmona, importante Carmona. En su honor desfilaron los camaradas cuando se iban.
Erguido, Carmona caminaba hacia la pensión donde debía el precio de La ciencia en la Unión Soviética, contento Carmona de no haber vendido porque entonces mañana por la noche no habría tenido misión para cumplir ni sueño prolongado.
luis enrique ALCALÁ
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Quien es hoy mi esposa aceptó tomar un café conmigo en Sabana Grande cuando ya la pretendía en julio de 1976, y un hombre se acercó a nuestra mesa para ofrecernos el libro La ciencia en la Unión Soviética, que no compré. Poco después, apenado de no haberlo hecho para ayudar a ese hombre con ojos de necesidad, compuse la narración que antecede para regalársela a la dama en expiación de mi culpa. LEA
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