La Comunidad Hispánica en el mundo de hoy
Es para mí sumamente grato venir hoy a esta casa, en el corazón mismo donde palpita el espíritu y la labor de este conjunto humano tan valioso y tan significativo que es el pueblo canario, para dirigirles algunas palabras sobre un tema que a todos nos une, que a todos nos preocupa y que debe constituir el tema central del examen de conciencia que hoy más que nunca los hombres que pertenecemos a la vasta familia de los pueblos hispánicos tenemos que hacer sobre nosotros mismos, y también, de una manera cada vez más penetrante y objetiva, sobre las posibilidades que se nos abren y sobre los desafíos que se nos presentan en el mundo de hoy.
Me complace decir estas palabras aquí en Tenerife, en el corazón del pueblo canario; me complace como venezolano, me complace como hispanoamericano, me complace como hombre que pertenece y reconoce su raíz profunda dentro del conjunto de la familia de los pueblos hispánicos, me complace porque estas Islas—lo he dicho muchas veces y no es ninguna novedad—tienen una función muy peculiar: han sido la puerta de América por mucho tiempo, fueron un barco de piedra o varios barcos de piedra que navegaron hacia América mucho antes de que los barcos de madera llevaran a los hombres que iban a realizar el descubrimiento y han sido el puente natural entre eso que se llamó el Nuevo Mundo, un poco arbitrariamente, y el Viejo Mundo de Occidente; puente en que se mestizaron y se mezclaron, en un encuentro sin término, esas influencias y esos aportes y que no solamente por las necesidades de navegación de la época, sino por lo que yo llamaría una especie de cámara de descompresión, sirvió para que lo americano entrara en Europa un poco más digerido y para que lo europeo llegara al nuevo continente un poco más aclimatado.
Esa función no ha cesado, por más que ya no vamos en veleros a la aventura del Atlántico y, desde luego, no solamente no ha cesado desde el punto de vista de la comunicación, sino que no ha cesado en la presencia activa de la hechura de ese Nuevo Mundo. Yo vengo aquí como venezolano, desde luego, y no podría hablar de otra manera, pues para ningún venezolano es extraño el pueblo canario. Cuando he llegado aquí—lo he dicho ya—no me he sentido en una tierra desconocida. Aunque es la primera vez que a ella vengo, todo me resuena a lo mío, todo me recuerda a mi país: los rostros, los nombres, las gentes, los acentos, las maneras de ser. Y no es un simple milagro de coincidencia. Es porque, en verdad, en el fondo somos la misma gente, es porque en la hechura de ese país que se llama Venezuela está la presencia canaria de un modo impresionante; en todas las formas, en todos los aspectos de la actividad del país. En los últimos trescientos años la presencia canaria ha sido fundamental y al aporte canario hemos debido muchas cosas: hemos debido el desarrollo material del país en muchos aspectos, hemos debido el aporte de brazos y energías para labrar la tierra, hemos debido también y recibido con orgullo y complacencia el aporte de la mente, de la voluntad y aún del espíritu creador y heroico que llegó a encarnar en grandes personalidades venezolanas cuyas raíces están en estas Islas, como en el insigne caso, para no citar sino uno, de Francisco de Miranda. Todo nos une a canarios y venezolanos y no nos cuesta ningún trabajo sentirnos aquí en casa propia. Decía yo ayer, cuando visité la casa de Venezuela y hube de escribir una pequeña frase de recuerdo de la visita, que me complacía mucho “estar en la Casa de Venezuela en Canarias, porque por lo contrario, la casa de los canarios del otro lado era Venezuela entera». Y no he hecho sino confirmar este sentimiento en esta visita.
Vengo hoy a hablarles de un tema que me parece importante y que trataré de abarcar de la manera más rápida, para no fatigarles ni aburrirles. El tema es simplemente éste: ¿qué papel podemos hacer las naciones hispánicas, los pueblos nacidos de ese gran acontecimiento histórico, en este mundo de hoy, caracterizado por muchos aspectos peculiares? Este planteamiento que ha sido oportuno siempre y que muchas veces, desgraciadamente, hemos tratado superficialmente, nos es hoy muchísimo más oportuno y urgente porque en este momento España está reemprendiendo su viejo camino, está reencontrándose con ella misma, está buscando su rumbo en este complejo mundo, y ese reencuentro de España con ella misma no puede ser completo ni puede dar todo su fruto si no es simultáneamente un reencuentro con toda la vasta familia de los pueblos hispánicos, porque es juntos como podemos emprender y realizar las grandes tareas que nos impone y nos exige este duro, difícil, peligroso, pero cuajado de posibilidades mundo que nos ha dado la historia de nuestro tiempo.
Podemos apreciar esa situación del mundo hispánico de hoy si nos referimos a algunos aspectos muy sencillos. Vivimos en un mundo globalizado, lo hemos oído mucho, pero realmente resbalamos sobre la palabra, no nos damos cuenta de lo que significa.
Por primera vez en la historia, por primera vez desde que el hombre ha tomado conciencia de su situación existe realmente una situación global. Ya hemos dicho; y lo he oído decir muchas veces, que no hay país interdependiente, que no hay país aislado, que lo que pasa en alguna parte del mundo tarde o temprano repercute en la más lejana. Y eso es cierto, fue cierto hace mucho tiempo y ahora lo es de un modo más evidente y dramático. Nos olvidamos de que vivimos en un mundo que ha llegado a conectarse de un modo tan estrecho que constituye la realización a escala global de lo que antes no era posible sino en un espacio sumamente reducido. Hemos llegado a eso que uno de los investigadores de la modernidad ha llamado con una frase feliz “la aldea mundial». Somos todos habitantes de la aldea mundial. El hombre de la aldea primitiva no necesitaba periódicos, ni radio, ni siquiera pregonero, porque era partícipe y testigo de todo lo que ocurría en la aldea, estaba al día en todo, no tenía más remedio que estar al día. De modo que era una vía participativa completa, de comunicación total. Eso se rompió y se perdió o se redujo a dimensiones geográficas muy insignificantes, cuando el mundo creció y se complicó y cuando surgieron las nuevas estructuras políticas y sociales. Ahora hemos regresado, de un modo inesperado, a la aldea, a la vida de aldea; una aldea que en lugar de ser el asiento de un millar o dos millares de personas, es el asiento de cuatro mil millones de seres humanos y será dentro de quince o veinte años probablemente de seis mil o siete mil millones; pero que están tan cerca, tan estrechamente vinculados, como estuvieron los habitantes de la aldea. Eso lo demuestran las comunicaciones: el mundo está hoy en día intercomunicado de un modo completo.
Nosotros hemos presenciado, hace pocos años, yo no diría el milagro del primer hombre que llegó a la Luna, sino el milagro no menos grande y, a mi modo de ver, muchísimo más significativo de que ochocientos millones de personas hayan presenciado en el mismo instante ese milagro que se producía. El milagro de las comunicaciones en ese caso fue verdaderamente inconmensurable y no , lo medimos, no nos damos cuenta de lo que eso significa: que en la redondez total de la Tierra hubo la emoción de ser testigos del momento en que, en fracaso o en triunfo, el primer hombre ponía el pie sobre una superficie Hoy se construye estadios grandes en que entran doscientas, trescientas mil personas, pero son muy pequeños, porque existe un estadio mundial en que de pronto un juego de fútbol o un campeonato mundial de boxeo lo presencian simultáneamente doscientos, trescientos o cuatrocientos millones de espectadores. ¿Qué significa esta dimensión nueva? ¿Qué impacto tiene esta dimensión en todos nosotros? Esto nos hace partícipes, solidarios, miembros del acaecer.
Hemos sido testigos en nuestro tiempo de grandes sucesos. Todos recordamos el eco que despertó en el pueblo americano la guerra del Vietnam. Yo no creo que la guerra del Vietnam haya sido la peor guerra que se haya librado en el mundo. No la voy a defender tampoco, pero no creo que se hayan cometido allí las peores atrocidades que el hombre ha cometido. El hombre ha cometido atrocidades desde la época de las cavernas y lo que ha aumentado es su capacidad de acometerlas, pero no la voluntad ni el deseo de hacerlas. ¿Qué tenía la guerra de Vietnam, que no tuvieron otras guerras anteriores, para provocar aquella reacción poderosa en el pueblo americano que llevó a una crisis política y a cambios de rumbo muy significativos? ¿Cuál es el hecho nuevo? No el de que era una guerra cruel. Fue muy cruel la guerra de los Bóers a fines del siglo pasado; las guerras coloniales fueron de una gran crueldad, la Primera Guerra Mundial fue espantosa, la Segunda infinitamente más y no provocaban reacciones revulsivas. ¿Qué es lo que cambió?
Cambiaron las comunicaciones. El hombre que compraba un periódico a fines del siglo XIX y leía una noticia de cuatro, cinco o seis días anteriores que venían del Sur de África dando cuenta de alguna operación de la guerra estaba leyendo una noticia fría, un hecho que ya había ocurrido, estaba leyendo historia. En cambio, el hombre que en su casa con la mujer y el niño en el hogar encendía el televisor en los Estados Unidos para saber qué pasaba, se encontraba de repente catapultado, literalmente, al escenario mismo de una guerra espantosa, y su reacción no podía ser la misma del viejo lector de periódico, del hombre que leía la noticia como historia, sino la del hombre que la vivía como acontecimiento, que quisiera o no, estaba participando en aquello porque no tenía otra manera de escapar del horror inmediato y directo que estaba presenciando en el lugar en que se refugiaba para tener paz y tranquilidad, en su propio hogar.
Las comunicaciones son las que han cambiado la situación del mundo y lo han globalizado de un modo que no existió nunca antes. Y ese hecho, que nos hace a todos participes de todo, nos ha hecho mucho más dramática la vieja noción de que todos somos interdependientes en lo que ocurre en cualquier parte del mundo. Esta situación nos lleva también a considerar que hoy existen muchos problemas universales que no existían antes. La dimensión normal en que se veían era la nacional, a lo sumo en términos regionales. Pero hoy el mundo está confrontando problemas que escapan a la dimensión nacional. Para no citar sino de paso a algunos, el problema de la población es uno que ningún país puede resolver aisladamente, es un problema planteado en términos universales y que no tendrá solución sino en términos universales. O el problema monetario. ¿Qué puede hacer un país hoy ante la inflación galopante y el desajuste financiero y monetario del mundo por sus propios medios y dentro de sus propias fronteras por grande y poderoso que sea? Prácticamente nada. Si el mundo va a encontrar un nuevo orden monetario, si el mundo va a lograr frenar el desbocado caballo de la inflación que abarca el globo entero, tiene que hacerlo por medio de una política global que implique a todos los países del mundo. El problema de la alimentación que tanto nos preocupa ningún país lo puede resolver por sí solo.
¿Qué vamos a hacer con el lecho oceánico? ¿Cómo vamos a utilizar y aprovechar esa última frontera de recursos no tocados que le queda abierta a la humanidad? ¿Es que algún país por sí solo puede acometer eso? O, lo que es aún peor, ¿sería deseable o aceptable que lo acometiera? ¿O nos están imponiendo las circunstancias mismas la necesidad de ponernos todos de acuerdo para ver entre todos qué hacemos con esa última herencia que la naturaleza nos ha dejado intacta hasta ahora? De modo que en toda cosa que tropezamos estamos encontrando que la dimensión nacional ha sido sobrepasada; por donde lo miremos las grandes cuestiones escapan a la esfera nacional y tienen que ser consideradas en otra forma.
La guerra misma era antes una noción limitada, reducida geográficamente. Peleaban dos países, peleaban varios países y era posible que alguno fuera neutral, era posible que zonas enteras y continentes enteros permanecieran fuera de los grandes conflictos armados y fueran afectados en forma muy limitada. Pero hoy estamos en la época de la guerra global. Si mañana en el mundo—Dios no lo quiera y espero que los hombres no lo querrán tampoco y harán lo posible porque no ocurra—estallara el gran conflicto nuclear bajo cuya amenaza vivimos desde hace treinta o más años, no hay neutralidad, no hay refugio, no hay quien pueda salvarse. No son los sesenta u ochenta millones de seres humanos que morirían en las primeras horas de un conflicto de esa magnitud; es la disolución, la destrucción de todo lo que hace posible la vida de cuatro mil millones de seres humanos las comunicaciones, la producción de medicinas, los socorros, los alimentos. La humanidad entera caería en la más espantosa situación de escasez, de violencia, de miseria y de barbarie.
¿Qué hago yo en mi patriecita para sacar mejor provecho de esta situación? Todo ha revestido esas magnitudes que imponen que no podamos ya seguir pensando en términos nacionales. Eso ocurre en la magnitud de los problemas, y si tuviéramos que verlo más lejos, lo veríamos en los hechos mismos. En lo que ha sido, por ejemplo, y para decirlo con una palabra que hay que decir valientemente, “la decadencia de Europa». Hace medio siglo, a la cabeza del mundo estaban naciones europeas, la primera entre ellas, la Gran Bretaña. Una cuarta parte de la humanidad se gobernaba desde Londres, la seguridad de los mares estaba garantizada por la Gran Bretaña, la policía mundial de la paz la ejercía ella con dos o tres naciones importantes. Eso ha terminado y desaparecido. En el mundo hay dos superpotencias y nada más, dos inmensos superpoderes que abarcan dimensiones globales. Y esos superpoderes tampoco están aislados. Cada uno de ellos constituye el centro de combinaciones sumamente extensas de países y de organizaciones que lo complementan. Es muy fácil ver, lanzando una mirada al mapa, esas organizaciones: la OTAN, el Pacto de Varsovia. ¿Todo eso qué significa? Que el mundo está globalizado mentalmente, económicamente, culturalmente y políticamente.
Si nos reducimos a la actividad económica, nosotros seguimos repitiendo lo que recibimos del pasado. Los conceptos del capitalismo reflejan una visión decimonónica y victoriana de lo que éste era en el siglo XIX: una exportación de capitales, una venta de manufacturas para cambiarlas por productos primarios. Pero eso ha desaparecido prácticamente. Hoy estamos ente el fenómeno de las transnacionales. Y ¿qué son las transnacionales? ¿Son la invención diabólica de algún grupo de conspiradores? No, es simple y llanamente la consecuencia de la dimensión mundial de la realidad. Son organizaciones económico-financieras que no podrían operar en el marco nacional, que rigurosamente—y ésta es una verdad que no hay que olvidar—no pertenecen a ningún país, que no tienen patria, que son globales, que trabajan con capital del mundo entero y con trabajo del mundo entero y con mercados del mundo entero; que producen en España para los españoles o para gente de afuera con trabajo español y con dinero español, pero con dirección transnacional y que trabajan en China de la misma manera y en la Unión Soviética. (En la Unión Soviética existe una planta de Coca-Cola y una fábrica FIAT). Y esto no significa sino que ese fenómeno va mucho más allá no sólo de las barreras políticas, sino de las barreras ideológicas y es fruto del mundo en que vivimos. ¿Cómo enfrentar el fenómeno de las transnacionales, qué puede hacer un país aislado, qué pueden hacer Francia o España, qué puede hacer Venezuela, qué pueden hacer los propios Estados Unidos? Gran parte de los desajustes económicos del mundo, financieros y monetarios, se deben a las traslaciones inmensas de fondos y a la creación inmensa de capitales que estos gigantes económicos están obligados, por su propia magnitud, a crear y a desplazar. ¿Cómo ponerle freno? Un país aislado podría tal vez tomar medidas, pero esas medidas serían tanto como cortarle la punta de un brazo a uno de esos pulpos monstruosos que tienen centenares de brazos. Les afecta poco, siguen funcionando con los demás y a lo mejor ese brazo les vuelve a nacer dentro de poco tiempo. Frente a ese fenómeno de la transnacionalidad económica y financiera hay que pensar que el enfrentamiento, el control, el freno, tienen que venir de una reglamentación igualmente transnacional, de formas de cooperación internacional que enfrenten ese problema. No para destruirlo, porque ninguna creación del hombre es gratuita—lo que el hombre ha hecho siempre es anticiparse o darse cuenta de las posibilidades que existen en un momento—sino para defenderse, sabiendo que ese fenómeno existe por una necesidad, que no va a desaparecer, pero que hay que reducirlo a normas, limitarlo en su poder y disminuir sus aspectos negativos.
También podemos ver que el mundo de hoy, grosso modo, está dividido por dos grandes clivajes de poder. Entre el Este y el Oeste se alza la vieja línea ideológica que surgió agudamente después de la Segunda Guerra Mundial y que enfrenta los países del régimen llamado socialista, los del Este, a los países llamados de mercado libre o de política pluralista, capitalista, o liberal, los del Oeste. Y el clivaje que es viejo, pero no la conciencia de que existe, que divide al mundo también en dos mitades, Norte y Sur. El Hemisferio Norte ha concentrado casi todo el poder industrial del mundo, el poder tecnológico y científico y casi todo el poder financiero y económico y, desde luego, el poder político. Y en el Sur están los países llamados con eufemismo “en vía de desarrollo”, que son los que están en un nivel completamente distinto de aquel otro, en su capacidad económica, en su capacidad de acción, en su poder real y que está luchando por todos los medios de modificar esto para crear lo que se llama un nuevo orden económico mundial. Lo que no va a ser fácil y que requerirá que los habitantes de la aldea global se pongan de acuerdo para atenuar esas diferencias entre los distintos mundos de que tanto se habla: un Primer Mundo, un Segundo Mundo, un Tercer Mundo. (Hay quienes hablan de un Cuarto Mundo y hasta de un Quinto Mundo en la escala descendente de la miseria.)
Dirán que yo peco de intelectual, lo cual no es tan grande pecado, pensando que la cultura tiene mucha importancia. Y cuando yo digo cultura no me estoy refiriendo a lo que comúnmente llamamos con ese nombre que no es sino una parte de la cultura. No es cultura solamente la popular, la folklórica: los bailes, las danzas o los cantos que los distintos pueblos han creado y que son muy disímiles. O la cultura superior: el techo de la Sixtina, la Novena Sinfonía, el Quijote, los místicos españoles. Todo esto forma parte de la cultura, pero sólo una parte de la cultura. La cultura es la manera de ser del hombre. Todos los hombres somos iguales biológicamente, pero somos infinitamente diferentes culturalmente y es la cultura la que cuenta, porque es el vestido, y el alimento, y el lenguaje, la creencia y los valores. Y eso es un hecho social de primerísimo orden, porque la economía es un efecto de la cultura, como lo es también la técnica. La invención del arado romano es un hecho cultural, como lo es la invención del motor de explosión. Y no podemos olvidarnos de que eso existe y de que se están creando en el mundo, y se han creado de hecho, grandes familias de pueblos unidos por la afinidad cultural.
Veamos a una de esas familias, tal vez la más poderosa en el mundo de hoy, la anglosajona, que está distribuida en cinco continentes, pero que une efectivamente a los ingleses, a los norteamericanos, los canadienses, los de Australia y Nueva Zelandia y los de Africa del Sur. ¿Qué los une, dispersos por el mundo como están? Los une la comunidad cultural, una misma manera de entender al hombre, de entender al mundo, de entender el destino y de entender la sociedad. Y eso es un hecho cultural. También la familia eslava, que es una inmensa familia y que está representada por la Unión Soviética. Y tenemos igualmente, las grandes agrupaciones asiáticas, ese inmenso espacio cultural que es la China, y la India.
Si eso es así y si ese hecho es evidente y fundamental, ¿por qué no volvemos un poco la mirada hacia lo que somos nosotros, hacia esta familia cultural que es la del mundo hispánico? Esa familia cultural tiene su unidad. Cuando decimos, por ejemplo, Europa u Occidente, nos olvidamos de las diferencias que se dan en ellos. Europa está partida como por una cruz, por el clivaje Este-Oeste y por el del Norte-Sur. La Reforma no fue una ruptura cultural. Lutero fue la expresión de una mentalidad, de una peculiaridad, de una realidad social y mental diferente de la de los países del Sur; y por eso la comunidad europea que mal que bien se mantuvo hasta el final de la Edad Media, se rompió irremediablemente.
¿Quién la rompió? ¿La voluntad de un hombre, la idea de un monje herético que decidió un día repudiar al Papa? Sería muy sencilla la historia si fuera el producto de los caprichos de unos cuantos que un buen día se les ocurre hacer algo que no se les había ocurrido a los demás. La historia tiene una mecánica mucho más compleja, fuerte y sólida, y los hombres, después de todo, no podemos llegar a aspirar a más que a ser los intérpretes de eso que está ocurriendo, y la personificación de esas realidades subyacentes, pero no inventamos las circunstancias ni las podemos inventar. Hay un hecho cultural debajo de toda situación de poder, política o geográfica. Ante eso, ¿qué es la comunidad hispánica? ¿Qué es la comunidad ibérica? Es una comunidad extraordinariamente , importante y grande, y debería ser mucho más importante y grande y pesar mucho más en el mundo de lo que pesa.
Vamos a ver rápidamente algunos de sus aspectos, porque desde luego no nos da tiempo para detenernos mucho. Podemos contar, en primer lugar, un espacio geográfico. De esas familias unidas, la única que tiene prácticamente una continuidad geográfica es la hispánica. Los pueblos anglosajones están repartidos en los cinco continentes. En cambio, la unidad hispánica va de la península más suroccidental de Europa hasta el inmenso espacio continental de la América del Sur, desde la frontera sur de los Estados Unidos hasta la Tierra del Fuego y la Patagonia, hasta los hielos del Océano Antártico. Semejante unidad de espacio geográfico no la tiene ninguna otra.
Tenemos, igualmente, una población numerosa. Hoy los hombres que hablamos el español como lengua materna pasamos de doscientos millones de personas y vamos a ser seguramente trescientos y tantos millones de personas para el año 2000. Si a eso añadimos los lusoparlantes, de los que nos separa prácticamente un matiz de lenguaje, seriamos hoy trescientos millones y el año 2000 quinientos o seiscientos millones de seres humanos, que es bastante más que los millones de angloparlantes que no van a crecer al mismo ritmo y que, desde luego, ya en ese terreno no se pueden comparar con ninguna otra colectividad de pueblos. ¿Por qué no se pueden comparar, me dirán ustedes? Y se los voy a decir: porque la lengua española—o la lengua portuguesa en este mundo ibérico—no es una lengua superpuesta sino que es una lengua compartida. Hay lenguas que cubren teóricamente una masa de humanidad. mayor. Cuando uno toma las estadísticas encuentra que en ellas, que generalmente están hechas de un modo objetable y a veces no del todo inocentes, aparecen como las mayores lenguas del mundo: el chino, con 800 millones; el inglés con 369; el ruso con 246 y el español con 200. Estas cifras no son exactas, o lo que significan no es lo que parecen significar. En primer lugar, no es cierto que 800 millones de seres humanos hablen chino, no se habla chino en toda la China; la lengua de Pekín, el mandarín, se habla en una pequeña parte de la China, de tal modo que un habitante de Pekín no puede ir a Cantón y hacerse entender hablando y eso ocurre en toda la extensión de China. Lo que los unifica es algo providencial, es que tienen una escritura ideográfica y no una escritura fonética. Si fuera fonética los dividiría, en cambio el ideograma lo leen los chinos de todas las lenguas sin dificultad ninguna, porque el signo que significa casa lo entienden todos, aun cuando al leerlo emitan una voz totalmente distinta. O el caso del inglés: si uno suma la población de la Gran Bretaña, la de los Estados Unidos, la del Canadá, la de África del Sur, la de Australia y Nueva Zelandia, llegaríamos a esa suma como lengua materna. El caso del ruso es semejante; la Unión Soviética tiene 246 millones de habitantes, pero la mayoría de ellos no lo tienen como lengua materna. El ruso es lengua materna de sólo una parte de la Unión Soviética. En la Unión Soviética se hablan más de 100 lenguas y se publican libros en más de 70 de ellas. El ruso es una lengua de comunicación para la mayoría, una lengua de cultura superpuesta a las lenguas locales y nacionales que tienen.
Si eliminamos el chino porque no es una lengua común de 800 millones de seres, y eliminamos el ruso, después del inglés con 569 millones, el español es la segunda lengua del mundo. Lo hablamos hoy cerca de trescientos millones de habitantes y lo van a hablar dentro de 15 años muchos más, y si sumamos a esto el mundo lusoparlante constituimos una familia de pueblos casi lingüísticamente unida, que representará dentro de quince o veinte años 500 o 600 millones de hombres. Éste es un hecho muy importante; estoy hablando con ustedes una lengua que no me es extraña, que es mi lengua materna, que es tan materna para mí como para el hombre de Valladolid o para el de Buenos Aires o para el de Méjico. No tengo otra, las otras que tengo las he aprendido como lenguas auxiliares, de comunicación. El español no es una lengua de comunicación para mí, es mi lengua, por más que la pronuncie de un modo distinto, por más que emplee algunas palabras que en otras regiones hispanoparlantes no me las entienden como yo no entiendo muchas de las que dicen en otras partes. Pero fundamentalmente yo creo que esta tarde, aquí no tenga ningún problema de comunicación lingüística. Ése es un haber extraordinario, esa unidad lingüística de lengua materna y no superpuesta es única. El francés no es lengua materna de nadie en África, es lengua de comunicación. El inglés y el francés se han extendido como lenguas de comunicación.
Esa situación de la lengua es un hecho capital, porque quien dice lengua dice cultura. Es imposible pensar que la divergencia de lenguas que hay en el mundo, y en el mundo existen cerca de diez mil lenguajes diferentes, hayan sido otra cosa que el producto del aislamiento cultural, de la evolución distinta, de pueblos distintos, de circunstancias distintas y por lo tanto expresan un hecho cultural diferente. El hecho de hablar, como lengua materna, una sola lengua doscientos millones de hombres, revela que participan de una cultura común, es decir, de una visión común del mundo, de unos valores comunes.
Tenemos un espacio geográfico inmenso y una suma de recursos inmensa, porque si sumamos lo que representa la América Hispana entera desde Méjico hasta la Argentina tendremos una inmensa porción de los recursos del mundo, recursos vegetales, hidráulicos, el más grande reservorio de agua y oxígeno que la humanidad tiene en el espacio amazónico, todos los climas, una parte enorme de la tierra arable, todo lo que representa una suma de recursos que muy difícilmente se dan en otra parte. Y sin embargo seguimos separados, partidos en una veintena de países, cada uno pretendiendo tener un estilo nacional distinto.
Esta realidad del mundo nos obliga a los miembros de la familia de los pueblos ibéricos e hispánicos a replantear nuestra situación y a definir lo que queremos hacer en el mundo. ¿Vamos a dejar que nos lo sigan dirigiendo los anglosajones y los eslavos? ¿Vamos a seguir comprando el radio de transistores que ellos fabricaron? ¿Vamos a seguir copiando la tecnología que ellos inventan? ¿Vamos a resignarnos a vivir en un mercado de segunda mano a perpetuidad? ¿Vamos a reducirnos a un papel de usuarios y de espectadores? ¿O vamos a resolvernos a entrar en el primer rango de la escena a jugar un papel de protagonistas? Todo este inventario de posibilidades poblacionales y de recursos naturales está allí. Ahora habría que sumarlo de un modo que nos asegure muchas cosas.
Nos asegure, en primer lugar, una cooperación realista. El gran enemigo con el que vamos a tropezar aquí, y hemos tropezado con él muchas veces, es lo que pudiéramos llamar la tendencia a lo utópico, al “todo o nada», a pensar que es posible mañana o pasado mañana decretar la unidad política, cultural y económica de esa familia de pueblos, lo cual es imposible. Hay que partir del hecho existente: somos una pluralidad de estados independientes, tenemos cosas distintas, no somos ciento por ciento la misma gente, pero sí somos los mismos en lo que importa y cuenta. Vamos a respetar ese hecho cierto de la identidad política de cada Estado y vamos a comenzar, de un modo pragmático y modesto a ponernos en común y de acuerdo en las cosas que en común y de acuerdo podemos hacer mucho mejor que aisladamente.
Hay varios campos que se ofrecen de una vez de un modo muy claro: podemos hacer una cooperación económica—eso es obvio—mucho más amplia y efectiva que la que estamos haciendo hasta hoy. Podemos lograr una cooperación política, ir a los grandes foros internacionales con una posición común. Va a ingresar España en la Comunidad Europea, pero, ¿va a olvidarse España de todo eso que está allí y a pensar que es sólo un país europeo más? Sería una mengua que lo hiciera. Yo no me opongo a que España entre en la Comunidad Europea, entiéndase bien, y creo que hace muy bien en entrar. Pero que no entre olvidando su peculiarísima condición que le permite poder estar en los dos lados del océano, poder participar en una acción gigantesca de humanidad y de porvenir como muy pocos otros países europeos lo pueden hacer.
Esa cooperación está abierta en lo económico y en lo político. Podemos ir juntos a los foros internacionales a defender ciertas cosas en que podemos estar de acuerdo con un peso extraordinario y podemos y debemos cooperar igualmente en el aspecto cultural, científico y tecnológico.
Aquí está el hueso de la cuestión, porque hoy hablamos como si estuviéramos en el siglo XIX: de los ejércitos que tienen los países, de la población que tienen. La verdad es que hoy ni lo uno ni lo otro son causas sino efectos. Tener una gran población no es una ventaja, como lo demuestran muchos países asiáticos. Es una inmensa desventaja, es un grave problema. Yo creo que más próspera que Madagascar es la pequeña Holanda o la pequeña Noruega y que, desde luego, pesan más en el escenario mundial. Tener recursos materiales es importante, pero tampoco es todo. Allí está el Japón que demuestra de un modo impresionante lo que pueden hacer unos hombres que no tienen más nada que sus brazos y sus cabezas. El Japón no tiene prácticamente ni tierra arable, ni recursos materiales, ni petróleo, ni hierro, ni carbón y es una de las dos grandes potencias económicas y financieras del mundo. El Japón no tiene fuerzas militares. Alemania Federal no las tiene y sin embargo nadie negará que es uno de los países más importantes y poderosos y que su voz es oída con mucho respeto.
¿Dónde reside ese núcleo de poder, esa ciudadela del poder mundial? Está, sencillamente, en un solo punto: en la ciencia y en la técnica. Cuando decimos la ciencia y la técnica pensamos que el problema es muy sencillo, que se trataría entonces de escoger algunasgentes capaces e inteligentes, mandarlas a los grandes centros a formarse y obtener los mejores matemáticos, los mejores físicos, los mejores químicos, los mejores ingenieros y traerlos a nuestros países para que ya estuviera resuelto el problema. No es cierto, la que vamos a aprender es una técnica que en el momento mismo que la aprendemos es una técnica de ayer y la que vamos a aprender es una ciencia que en el momento mismo que la aprendemos es la ciencia de ayer. La ciencia de hoy no la vamos a aprender porque se está produciendo y si nosotros no podemos entrar a esa producción y a participar en ella por nuestra cuenta, no participamos en esa ciudadela del poder. Esa ciudadela del poder no se ha creado por un deliberado hecho. Se ha creado por unas circunstancias históricas y está hoy concentrada geográficamente de un modo elocuente en un puñado de países e incluso de zonas de países. Está en los Estados Unidos, en la Gran Bretaña, en cierta forma en Francia, en la Unión Soviética. Esto ha sido el resultado de una confluencia. Es decir, en esos países por circunstancias históricas ha habido una acumulación de recursos materiales, de espíritu de investigación, de facilidades para trabajar en este sentido, de un clima favorable para que estas actividades se desarrollen, de convergencias de técnicas, de especialidades y de ciencias, que permiten a cada uno trabajar por su lado y encontrar finalmente lo que buscaba. Lo que se encuentra aquí beneficia allá y sirve para alcanzar lo que se está haciendo más allá. Es decir, lo que empleando una frase tomada de la física nuclear podríamos llamar “la creación de una masa crítica». Y es en esa masa crítica donde se produce esa explosión creadora. Nosotros podemos comprar una bomba atómica o un satélite, lo difícil es que la produzcamos, lo difícil es que produzcamos la bomba atómica de mañana, porque estaremos condenados a hacer la bomba atómica de ayer o la maquinaria atómica de ayer o el cerebro electrónico de ayer, porque el de hoy se está haciendo solamente en esos lugares que constituyen la ciudadela del poder mundial.
¿Cómo podríamos nosotros tener acceso a esa ciudadela que requiere inversiones enormes y apoyos de toda índole? Esta empresa requiere una concentración de recursos y de cerebros que muy difícilmente la podemos hacer a escala nacional. Pero si los pueblos hispánicos, si esos doscientos 0 trescientos millones de hombres de hoy o los quinientos o seiscientos de mañana resolviéramos hacer eso que llaman en inglés un pool, resolviéramos crear dos o tres grandes centros donde reuniéramos lo mejor de nuestra capacidad de investigación, lo mejor de nuestros recursos, todo lo que podamos tener para por nuestra cuenta participar en la creación de la tecnología y la ciencia de mañana, nuestra perspectiva histórica común cambiaria radicalmente. Pasaríamos de ser usuarios a ser actores y pasaríamos de participar de una manera ancilar en las grandes decisiones del mundo a participar como socios a parte entera en el diseño del futuro de la humanidad.
Eso está en nuestras manos, y eso es lo que yo creo que impone la conciencia de todas estas circunstancias que nos inducen, que nos reclaman, que nos imponen dar este paso. Sería mengua que no lo viéramos mucho más hoy en que las circunstancias parecen favorecer ese reencuentro de España, de Portugal y de América Ibérica, de sus pueblos entre sí con su pasado y frente a su futuro.
Faltan pocos años para 1992. Ese año celebraremos el Quinto Centenario del Descubrimiento de América. ¿Cómo lo vamos a celebrar? ¿Con los discursos tradicionales, con los desfiles que hemos hecho siempre, con un gran jolgorio, llenándonos la boca con las glorias pasadas? ¿O lo vamos a celebrar quietamente, sólidamente, orgullosamente diciendo: a los quinientos años del Descubrimiento hemos creado realmente una nueva circunstancia mundial, nos hemos puesto de acuerdo y desde ahora, en las grandes familias de pueblos, al mismo nivel de la familia anglosajona, de la eslava o de la asiática, está la familia de los pueblos ibéricos y está desempeñando un papel de primer orden?
Esa sería la celebración digna del Quinto Centenario del Descubrimiento que nos aguarda dentro de escasos años. Es una invitación a que trabajemos para ello, a que desde hoy nos quitemos las telarañas de los ojos, a que pensemos menos en la dimensión nacional y regional y más en la global. Yo vengo aquí a estas Islas que son puente natural entre América y Europa y que están como una lección viva de lo que puede hacerse y debe hacerse para estar en las dos orillas, a recordarles estos hechos que conocemos pero que tal vez por familiares olvidamos. Y a invitarlos a esta gran empresa que es la más grande ofrecida y abierta a esta familia de los pueblos poseedores de la cultura ibérica.
Arturo Úslar Pietri
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