Testigo excepcional

 

Ramón J. Velásquez con mi madre, María Josefina Corothie-Chenel de Alcalá

 

Cuando el gran Pedro Grases fue entrevistado por Rafael Arráiz Lucca tres meses y tres días antes de su deceso, habló a éste de quiénes habían sido sus amistades. Lo que Grases dijo desde la punta de la lengua fue: “Entre mis amigos, Ramón J. Velásquez ha sido de los más entrañables”. Cuando el Dr. Velásquez recibía de la Universidad de Los Andes el Doctorado Honoris Causa en Historia, dijo Grases de él: “Su integridad humana, formada en la tradición tachirense, fue modelando su carácter de hombre probo, recio, honesto, intransigente con el error y la picardía…”

Grases es el dueño de un aforismo con el que cerró otra entrevista, que el diario El Universal le hizo con motivo de sus setenta y cinco años: «La bondad nunca se equivoca». La certificación que hiciera un hombre así del Dr. Velásquez es, por consiguiente, sólida como la cordillera de su cuna.

En un acto en su honor en el IESA, recordó hoy el Dr. Velásquez a Grases—y la colaboración que emprendieron, junto con Manuel Pérez Vila, para publicar el copioso registro del Archivo Histórico de Miraflores y producir la prodigiosa colección del pensamiento político venezolano en el siglo XIX—y lo llamó venezolano. Antes, el Dr. Asdrúbal Batista había dicho que Venezuela no podía ser un mal país, si había concebido y gestado al eximio prócer de San Juan de Colón. También dijo una verdad incontestable: que la historia que el Dr. Velásquez nos había aportado era la del futuro. En efecto, como ningún otro político más joven, es Ramón J. Velásquez el predicador más insistente de una política radicalmente nueva; este hombre de casi 95 años es quien más nos ha hablado de la política de las redes informáticas y la telefonía móvil; este andino nacido en 1916, es hombre de la más reciente modernidad.

La ocasión era el tributo de una revista de historia—El desafío de la historia—a un historiador. Antes de Batista, María Helena Jaén, Cristóbal Bello Vetencourt y Elías Pino Iturrieta le rindieron homenaje. Todos hicieron alusión, además, a su paso sereno y útil por la Presidencia de la República en hora menguada de ésta, y a la deuda que los venezolanos tenemos con él por esa labor y ese sacrificio. Luego, habló el periodista, el historiador, el presidente.

En un asombroso recuento, lleno de detalles que una memoria común habría olvidado hace tiempo, nos trasladó a los días de una crisis política que no tenía precedente en Venezuela. Y fue como si un periodista estuviera reportando en vivo el tránsito de las horas y las frases cuando la candidatura de Diógenes Escalante emergió para perderse, en pocos días, en la locura: la propia y la del país. El Dr. Velásquez nos regaló el vívido recuento de cómo fue que por primera vez viviese la política de la nación venezolana. Tenía entonces veintinueve años; hoy se excusó por la edad que llamó, con su invariable buen humor, insultante: sus noventa y cinco.

Volvió, pues, a ser maestro, y con la magia de la sugestión de su palabra, al hablar con la calidez de un testigo de excepción acerca del cierre de un ciclo político en la Venezuela de 1945, nos hizo entender inequívocamente la inminencia de otra clausura: la del régimen presente, sin mencionarlo siquiera. Habló desde la infalibilidad, Grases dixit, del hombre bondadoso. Dulce, como el de leche de cabra coriana que le llevo cuando puedo para agradecerle que me haya hablado. LEA

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