Permiso no remunerado
Por la presente solicito de los lectores de este blog permiso para ausentarme de él por lo que resta del mes de julio. Es el caso que estoy en medio de la escritura de un libro, una suerte de historia y memoria política que cubre lo acaecido en Venezuela desde 1988, año de la campaña que ganaría Carlos Andrés Pérez para alcanzar por segunda vez la Presidencia de la República, hasta el tiempo del reciente absceso pélvico y sus más inmediatas consecuencias. Este recuento vendrá organizado en nueve capítulos—el último es de recapitulación y conclusiones, y recoge las tesis que soportan los acontecimientos narrados—con un apéndice, precedido todo de una introducción que explicará alcance, método y propósito. Ya he concluido cinco de los nueve capítulos (301.223 caracteres), que han sido escritos a ritmo más bien rápido, dado que comencé a escribir el 20 de junio.
Para pagar las estampillas fiscales que debo anexar a la solicitud del permiso, coloco a continuación el comienzo y el cierre de cada uno de los cinco capítulos ya completos, sin las notas a pie de página. El texto que sigue dará una idea de la perspectiva del libro y sus sabores. Entonces, con la venia de los apreciados visitantes, hasta el lunes 1˚ de agosto. Gracias. LEA
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CAPÍTULO I
La democracia sangraba…
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Por el balcón de mi cuarto escuchaba las detonaciones del asalto a la residencia presidencial de La Casona, a la una de la madrugada del 4 de febrero de 1992. Una desazón irresoluble me había atrapado, aumentada porque había buscado evitar, sin éxito, lo que ahora se desarrollaba sin clemencia. Varios venezolanos morirían abaleados o bombardeados y no se tenía seguridad acerca del desenlace. En esos momentos era todavía posible que el sistema democrático fallara y fuera interrumpido, que los golpistas desconocidos triunfaran y asumieran el poder en Venezuela.
Siete meses y catorce días atrás, el 21 de julio de 1991, El Diario de Caracas había publicado un artículo mío—Salida de estadista—, en el que recomendaba la renuncia del presidente Pérez como modo de eludir, justamente, lo que estaba ocurriendo a pocas centenas de metros de mi casa. Allí puse: “El Presidente debiera considerar la renuncia. Con ella podría evitar, como gran estadista, el dolor histórico de un golpe de Estado, que gravaría pesadamente, al interrumpir el curso constitucional, la hostigada autoestima nacional. El Presidente tiene en sus manos la posibilidad de dar al país, y a sí mismo, una salida de estadista, una salida legal”.
Saludado como exageración—el Director del periódico, Diego Bautista Urbaneja, escribió tres días después sobre mi planteamiento: “No creo que exista un peligro serio de golpe de Estado…”—, el expediente de la renuncia sería luego propuesto por nada menos que Rafael Caldera, Arturo Úslar Pietri y Miguel Ángel Burelli Rivas, después de la intentona del 4 de febrero. Yo la había recomendado antes del abuso. Herminio Fuenmayor, Director de Inteligencia Militar, declaró que había en marcha una campaña para lograr la renuncia de Pérez. (¡Un artículo!) El general Alberto Müller Rojas, luego jefe de campaña de Hugo Chávez Frías, escribió en El Diario de Caracas sobre la ingenuidad de mi proposición. Al año siguiente, y luego de la intentona, volvió a escribir en adulación a Úslar Pietri, señalándolo como “el primero” que había solicitado la renuncia de Pérez. La verdad era que un mes escaso antes del golpe Úslar proponía que Pérez se pusiera al frente de ¡un gobierno de emergencia nacional! El interés oportunista de Müller Rojas era obvio: habiendo gravitado antes por los predios de aquel “Frente Patriótico” que lideraba Juan Liscano, quería ahora ser contado entre “Los Notables” que rodeaban a Úslar Pietri.
Pero antes, todavía, alerté sobre el peligro de un golpe de Estado. En Sobre la posibilidad de una sorpresa política en Venezuela (septiembre de 1987), había escrito: “…el próximo gobierno sería, por un lado, débil; por el otro, ineficaz, en razón de su tradicionalidad. Así, la probabilidad de un deterioro acusadísimo sería muy elevada y, en consecuencia, la probabilidad de un golpe militar hacia 1991, o aun antes, sería considerable”.
Es así como, a la angustia general por la tragedia de la amenaza armada a nuestra democracia, en mí se sumaban la decepción de no haber sido escuchado y la sensación de que el golpe era una afrenta que se me hacía personalmente, pues creía que el problema Pérez podía ser resuelto democráticamente y había trabajado en esta dirección a costa de la tranquilidad de mi familia. No conocía ni el rostro ni el nombre del líder del conato subversivo, pero ya sentía que me había ofendido de modo muy directo.
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La víspera de la vergonzosa madrugada amaneció con la publicación de un artículo mío—Basta—en el diario El Globo, adonde me había mudado luego de que El Diario de Caracas se negara a publicarme un segundo artículo sobre la renuncia de Pérez, en respuesta a comentarios despectivos de su Director, Diego Bautista Urbaneja. En aquel nuevo espacio dediqué varios a ese tema y, en verdad, en el más reciente había prometido no tocarle más el asunto al Presidente. Pero antes de marcharse a presumir en Davos, de donde retornaría para enfrentar la insurrección, se reunió en el aeropuerto de Maiquetía con el presidente colombiano, César Gaviria, y su canciller, Noemí Sanín:
El presidente Pérez ha dicho que no hablará sobre el Golfo de Venezuela. Ha prometido que no informará a los venezolanos sobre ese punto descollante de la política exterior venezolana hasta que no tenga algo que decir. Y como el presidente Pérez se niega a decirnos algo sobre el Golfo de Venezuela porque no tiene nada que decir, hemos tenido que atender la desatenta visita del Presidente de Colombia, acompañado de su maja canciller, porque él sí tiene que decirnos algo sobre el golfo. Como que sus fuerzas armadas están listas para apoyarle y supone que estamos en el mismo estado de apresto. Como que no reconoce que para Venezuela sea de importancia vital el asunto. Todo eso permite que nos digan el presidente Pérez en nuestra propia casa. Acto seguido, desaparece del país.
No puede haber evidencia más rotunda de que el presidente Pérez, en el ejercicio de la atribución que le confiere el ordinal 5º del Artículo 190 de la Constitución para “Dirigir las relaciones exteriores de la República…” las está dirigiendo muy mal. Si no hubiera otra cosa que criticarle, esta conducta y esos resultados ya serían motivo suficiente para exigirle su renuncia a la investidura que ha ido a ostentar afuera, otra vez.
Cerré ese artículo del 3 de febrero de 1992 con el párrafo que sigue:
Basta de paquete. Basta de financiarle sus campañas extranacionales. Basta de mermas al territorio. Basta de megaproyectos, sociales o económicos. Basta de megaocurrencias. Basta de megalomanía. Usted, señor Pérez, que hace no mucho ha tenido la arrogancia de autotitularse patrimonio nacional, tiene toda la razón. Usted sí es patrimonio nacional, historia nacional, cruz y karma nacionales. Por tanto es a nosotros a quienes corresponde decidir qué hacer con Ud. Por de pronto, no queremos que siga siendo Presidente de la República.
Al día siguiente, mientras rumiaba mi reconcomio hacia unos golpistas anónimos, llegué a pensar que el general Herminio Fuenmayor enviaría a buscarme desde la Dirección de Inteligencia Militar. Si en 1991 había visto en mi artículo del 21 de julio, en el que sugería a Pérez su renuncia, toda una campaña, sería natural que ahora creyera que yo estaba informado del golpe; la sincronicidad de mi artículo-ultimátum con la asonada era demasiado significativa. Nunca fui molestado.
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CAPÍTULO II
…y el torniquete fue insuficiente
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Poco antes del clímax de la crisis bancaria, el martes 26 de abril de 1994, Ruth de Krivoy renunció a la Presidencia del Banco Central de Venezuela, adelantándose a un destino de remoción inexorable. No quería hacer el papelón del Alto Mando Militar de visita en Tinajero, de donde salió con el rabo entre las piernas tras ser recibido una última vez por el Presidente Electo, Rafael Caldera. Éste había designado a Gustavo Roosen como negociador con los banqueros privados, para que obtuviera su consentimiento a una reducción voluntaria de las estratoféricas tasas de interés.
La Sra. Krivoy tampoco quería enfrentar la tormenta perfecta del colapso bancario, que ya lucía indetenible. Roosen le proporcionó el pretexto ideal: inmolándose en el altar del liberalismo, Krivoy proclamó que las tasas de interés debían ser fijadas por el estira y encoge del mercado, no por artificiales conversaciones de banqueros con un gobierno entrante. Era una excusa insincera; ella había formado parte del Consejo Consultivo instituido por Carlos Andrés Pérez el 26 de febrero de 1992, y entonces no se le había aguado el ojo para recomendar el control estatal, en ignorancia del mercado, de los precios de la gasolina, de los de los productos de la canasta familiar, de los de las medicinas, de las tarifas de los servicios públicos.
Krivoy se contaba entre quienes todavía pensaban que el Consenso de Washington era palabra revelada por Jehová y, por supuesto, formaba parte de las «viudas del paquete» que recelaban de Caldera aun antes de que él hubiera comenzado a gobernar. No estaba interesada en salvar bancos delincuentes o imprudentes. Mejor le resultaba aumentar su prestigio entre los empresarios privados que no tragaban al Presidente de la República, quien había peleado públicamente con Alfredo Paúl Delfino, entonces Presidente de Fedecámaras, en el último año de su primer gobierno.
Al día siguiente de la renuncia de Ruth de Krivoy, el bolívar perdía 40 céntimos de su valor. Veinticuatro horas después había perdido 55 céntimos adicionales. Antes de cerrar la semana, los comerciantes del fronterizo pueblo comercial y colombiano de Maicao se negaban a aceptar bolívares, que de siete pesos que obtenían por unidad pasaron a recabar 6,10 pesos. En total, el dólar subió 6,75 bolívares en esa sola semana. Así contribuyó la ex Presidente del Banco Central a nuestra estabilidad monetaria.
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Probablemente sea el mayor pecado de la segunda administración de Caldera uno de omisión. El presidente Caldera pudo convocar el referendo consultivo que detonara la elección de la asamblea constituyente y se negó a hacerlo. Eso fue una grave abdicación.
Es probable que un proceso constituyente detonado por Caldera hubiera sido menos abrasivo que el que Chávez puso en marcha y, en todo caso, ya este último no habría tenido la celebración de una constituyente como su principal y exclusiva franquicia de campaña. Le habría sido arrebatada, como Corina Parisca había entendido correctamente. Quizás hubiera perdido las elecciones por eso mismo.
Yo había propuesto precisamente la consulta en Primer referendo nacional. En ese artículo postulaba la realización de un referéndum sobre la deseabilidad de convocar una asamblea constituyente, aprovechando que el Congreso de la República había incluido un título nuevo—De los referendos—en la reforma de diciembre de 1997 a la Ley Orgánica del Sufragio y Participación Política. No había razones válidas para que el gobierno que había amenazado con una consulta popular sobre la suspensión de garantías constitucionales, aunque la institución referendaria no existiera en la legislación del sufragio, se negara a producir la convocatoria. Dije incluso en aquel trabajo:
Creo que Rafael Caldera merece ser quien haga esa convocatoria. Más allá de las críticas de la más variada naturaleza que puedan hacérsele, el presidente Caldera puede ser considerado con justicia el primer constitucionalista del país. No sólo formó parte de la Constituyente de 1946; también fue quien mayor peso cargó cuando se redactaba el texto de 1961; también fue quien presidió la Comisión Bicameral para la Reforma de la Constitución de 1991; también fue quien expuso en su aludida “Carta de Intención”: “El referéndum propuesto en el Proyecto de Reforma General de la Constitución de 1992, en todas sus formas, a saber: consultivo, aprobatorio, abrogatorio y revocatorio, debe incorporarse al texto constitucional”; y también fue quien escribió en el mismo documento: “La previsión de la convocatoria de una Constituyente, sin romper el hilo constitucional, si el pueblo lo considerare necesario, puede incluirse en la Reforma de la Constitución, encuadrando esa figura excepcional en el Estado de Derecho”; fue también, por último, quien nombró como Presidente de su Comisión Presidencial para la Reforma del Estado al jurista Ricardo Combellas, el que advirtió ya en 1994 que si este Congreso no procedía a la reforma constitucional habría que convocar a una Constituyente. Si alguien merece la distinción de convocar al Primer Referendo Nacional ése es el Presidente de la República, Rafael Caldera.
Pero para el momento la proposición no tuvo acogida. Fue elevada directamente por mí a la consideración del Presidente de la República por intermedio de representación ante su Ministro de la Secretaría de la Presidencia, Fernando Egaña, por actuación parecida ante su Ministro de Planificación, Teodoro Petkoff, y por entrega del texto del artículo en La Casona. Ambos ministros, sobre todo el segundo, indicaron su general acuerdo con la idea pero, por razones que desconoce el autor de estas líneas, la proposición fue desestimada. A Egaña le expuse que ya que el gobierno, mejor apuntalado, había logrado hacerse con la iniciativa económica, era tiempo de que asumiera la iniciativa política.
Además de las gestiones mencionadas, el Dr. Ramón J. Velásquez consintió amablemente en ser mi embajador de la iniciativa ante Caldera. Éste no le hizo el menor caso, según me confiara el historiador, en desayuno posterior a su embajada, en el Hotel Hilton: «Ud. sabe cómo es el Dr. Caldera: una esfinge impenetrable. Pero me dio la impresión de que pensaba: ¿que estará buscando el viejo Velásquez?»
Los cambios constitucionales de importancia que Caldera había ofrecido en su Carta de Intención con el Pueblo de Venezuela, su oferta de campaña en 1993, dejaron de producirse. Su período transcurrió sin que aquellas promesas se cumplieran. Tal circunstancia me permitió escribir en octubre de 1998, ya agotada la posibilidad de la convocatoria:
Pero que el presidente Caldera haya dejado transcurrir su período sin que ninguna transformación constitucional se haya producido no ha hecho otra cosa que posponer esa atractriz ineludible. Con el retraso, a lo sumo, lo que se ha logrado es aumentar la probabilidad de que el cambio sea radical y pueda serlo en exceso. Éste es el destino inexorable del conservatismo: obtener, con su empecinada resistencia, una situación contraria a la que busca, muchas veces con una intensidad recrecida.
Al año siguiente, Rafael Caldera sufrió el azoro de escuchar a su sucesor, al tomar el juramento de rigor en el Congreso de la República, diciendo desalmadamente a quemarropa que juraba sobre una «constitución moribunda». A Caldera se le había llamado, con entera propiedad, el Padre de la Constitución de 1961, hija a la que no quiso facilitar la metamorfosis que hubiera resultado salvadora.
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CAPÍTULO III
La mejor constitución del mundo
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La verdadera vocación del jefe de Primero Justicia, Julio Andrés Borges Junyent, es la sismología. Al comentar, el 12 de octubre de 2008, sobre los efectos de la crisis financiera, por ejemplo, decía: «… pensar que Venezuela está aislada de este terremoto económico global, es una tremenda estupidez». El 21 de enero de 2011 prometía, en nombre de los diputados de oposición recién electos a la Asamblea Nacional: «Vamos a crear un terremoto de conciencia». Antes de esa elección—el 20 de junio de 2010—, anunciaba en visita de juramentación de comandos de campaña de la Mesa de la Unidad Democrática en varias poblaciones mirandinas: «Nuestro triunfo en esta zona, además de ser un terremoto electoral, tiene un significado nacional, que le daría al país una señal clara de que Venezuela cambió”. En algunos casos especiales, pareciera tener el tino necesario para anticiparlos, como cuando criticó las ayudas de Venezuela a Haití un día antes del grave terremoto que asoló a ese país el 12 de enero de 2010.
Su mayor contribución a esa rama de la geofísica, sin duda, es su teoría de los cinco terremotos que habrían trocado, entre 1983 y 1999, nuestra idílica existencia nacional en desastre. En este último año expuso que de esos cinco sismos republicanos los tres primeros habían sido el Viernes Negro (18 de febrero de 1983), que produjo una devaluación brutal de nuestra moneda, el portentoso Caracazo de 1989 y las abusivas asonadas militares de 1992.
Pero es curioso que Borges considerara como cuarto terremoto el triunfo de Caldera en 1993, siendo que en general ha sustentado el mismo discurso “antipolítico” del ex Presidente, a juzgar por su condenatorio juicio a todo partido que no sea el suyo: “…el sensible sector político también sufrió una hecatombe durante los comicios de diciembre de 1993, cuando uno de los arquitectos del sistema bipartidista, Rafael Caldera, sepultó la llamada guanábana de AD y COPEI, al derrotarlos con el respaldo del chiripero”.
Finalmente, y por lo que respecta al quinto terremoto, Borges hizo recaer esta identidad en la decisión de la Corte Suprema de Justicia del 19 de enero de 1999, que permitió el referendo consultivo sobre la deseabilidad de la convocatoria a constituyente. Todavía el 13 de marzo de 2003, en foro realizado en el Colegio San Ignacio—La sociedad civil busca liderazgo—, Borges hablaba del asunto en los siguientes términos: “El quinto atropello ocurre en 1999 cuando la Corte Suprema de Justicia ordena y consagra la destrucción total de las instituciones”.
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En cierto sentido, la nueva Constitución hacía prácticamente obligatoria la relegitimación de los poderes públicos, incluyendo la Presidencia de la República. Una nueva elección de los que debían originarse en el voto popular terminó celebrándose, luego de marchas y contramarchas, el 30 de julio del año 2000.
Se trataba de una megaelección en la que se elegiría, además del Presidente, a los diputados de una inédita Asamblea Nacional de una sola cámara, los gobernadores de los estados y las autoridades municipales. Como es harto sabido, Hugo Chávez resultó reelecto, con una votación ligeramente mayor que la que había obtenido año y medio antes en números absolutos y porcentuales: 3.757.773 votos o 59,76% de los votantes. Su principal oponente y antaño socio conspirativo, Francisco Arias Cárdenas, tuvo un desempeño ligeramente peor que el de Henrique Salas Römer en 1998: captó 2.359.459 votantes o el 37,52% del total de éstos. Un tercer candidato, Claudio Fermín, obtuvo la ridícula suma del 2,7% de los sufragantes: 171.342 venezolanos votaron por su lastimosa candidatura.
El sábado 25 de abril de ese año de relegitimaciones recibí en mi casa, a eso de las diez de la mañana, una sorprendente llamada de alguien a quien nunca había tratado: el publicista Gustavo Ghersy. Me dijo que había visto mi comparecencia de ese día a un programa de entrevistas en Globovisión, y que ella le había mucho impresionado. Había comentado lo que dije—ya he olvidado de qué hablé—con su esposa, y ambos habían coincidido en evaluar mis palabras con entusiasmo. Acto seguido, me comunicó que el lunes 27 de septiembre se celebraría una reunión en una casa del Alto Hatillo con el propósito de escuchar a Francisco Arias Cárdenas, y entonces me encareció que asistiera y repitiese exactamente el mismo análisis que había hecho en la televisora. Normalmente, me habría negado a tan sorpresiva invitación, pero esta vez la notable habilidad persuasiva de Ghersy y mi propensión ególatra me impulsaron a aceptar.
El día pautado llegué a la casa de la cita, donde fui recibido por Ghersy, entusiasmado todavía, y su gentil esposa. Me hicieron hablar justo antes de que Arias Cárdenas lo hiciera, cosa que hice por unos veinte minutos. Tampoco recuerdo mi discurso de ese día; vagamente, que fue excesivamente conceptual.
Entonces habló el ex seminarista tachirense en tono más bien dormitivo, y dedicó sus palabras a un inmisericorde ataque contra el Presidente de la República, su antiguo camarada de alzamiento, a quien semanas después acusaría de gallina.
Unas pocas preguntas, algunas referidas a la confianza en el sistema de votación, fueron tramitadas con rapidez y la audiencia, mayormente compuesta por gente con recursos monetarios significativos, se despidió prontamente.
Lo más interesante que recuerdo de esa cita es la presencia de Teodoro Petkoff, quien se había acercado al cónclave con una copia del número cero o ensayo de su nuevo periódico. Sentado a su lado, pude examinarla. Me gustó el nombre del proyectado vespertino—Petkoff venía de un notorio éxito en la Dirección de El Mundo, del que fue despedido por presiones gubernamentales contra la sucesión de Miguel Ángel Capriles—y su lema: Claro y raspao.
Nunca más tuve contacto con Ghersy o cualquier instancia de la campaña de Arias Cárdenas, pero esa misma noche supe que su candidatura se encaminaba al fracaso. La aristocracia venezolana y la mayoría de los actores políticos de oposición habían creído, como con el experimento de La Gente es el Cambio, que sería muy astuta estrategia apoyar a otro militar golpista para derrotar a Chávez, por aquello del inteligente y profundo principio de que «no hay mejor cuña que la del mismo palo».
No se inmutaron para cohonestar de esta irresponsable manera el alzamiento del 4 de febrero de 1992 y tampoco, increíblemente, sabían aún con quién se estaban metiendo.
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CAPÍTULO IV
Cómo irritar a una nación
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El tercer milenio cristiano fue estrenado en Venezuela con un Presidente de la República habilitado por la Asamblea Nacional recién electa para que la sustituyera. El 13 de noviembre de 2000 recibía Hugo Chávez por segunda vez poderes legislativos extraordinarios, en esta ocasión por el lapso de un año, para dictar decretos con fuerza de ley en casi cualquier materia.
El procedimiento, por supuesto, no era nuevo en el país. Entre 1961 y 1998, el Congreso Nacional había aprobado seis leyes habilitantes, sobre las que se sustentó un total de 172 decretos con rango y valor de ley. Esta vez, sin embargo, el ámbito que Chávez cubriría sería bastante mayor que el de las previas ocasiones, entonces limitadas constitucionalmente a la materia económica y financiera.
El país del año 2001, que abría el nuevo siglo, estuvo marcado por el signo del suspenso: el gobierno se tomó todo su tiempo sin soltar prenda acerca de sus intenciones y, dos días antes de que se le venciera el plazo de doce meses, descargó sobre un país desde hacía tiempo sobre-legislado un total de 36 nuevas leyes.
Todavía no se había disipado de un todo el margen de confianza que se asentara con la aprobación—por la Comisión Legislativa Nacional creada por la Asamblea Nacional Constituyente el 28 de marzo de 2000—de la nueva Ley Orgánica de Telecomunicaciones. Este instrumento, promovido por Diosdado Cabello, a la sazón Director de la Comisión Nacional de Telecomunicaciones (CONATEL), y promulgado el 1˚ de junio de ese mismo año, fue recibido con elogios de güelfos y gibelinos, en particular del sector privado. El prestigio de Cabello subió como la espuma: la ley no sólo dejaba de reservar al Estado el campo de las telecomunicaciones, sino que lo abría a nueva competencia privada que aportó 400 millones de dólares para el Fisco en tiempos de precios petroleros deprimidos. Muy distinto sería el recibimiento que tendrían las 36 leyes de noviembre de 2001.
Quien hubiera pensado que Hugo Chávez se había mostrado particularmente agresivo en su campaña de 1998—prometió «freír cabezas» de adecos y copeyanos—sólo por mero requerimiento electoral de capitalizar el recrecido descontento de la mayoría de los electores venezolanos, estaba muy equivocado y pronto sufriría una amarga decepción. En más de una opinión, Chávez era una persona común y corriente que sería propensa a dejarse neutralizar por la adulación y el soborno.
Preocupado por tan errada lectura, escribí para La Verdad de Maracaibo un artículo—El efecto Munich, 22 de agosto de 1998—que recordaba la capitulación de Francia e Inglaterra ante Hitler, cuando Daladier y Chamberlain complacieron al dictador al exigir éste la partición de Checoslovaquia sesenta años atrás:
A escalas menores, pero no por eso menos preocupantes para nosotros, el efecto Munich empieza a hacer estragos en algunos empresarios y banqueros venezolanos y en algunos de sus consejeros, que atemorizados por lo que las encuestas de opinión registran respecto de la intención de voto—por ahora—han comenzado una cobarde capitulación ante la candidatura de Hugo Chávez Frías. Así, le adulan recomendándole un cambio de imagen y le compran decenas de trajes de precio millonario de un conocido sastre caraqueño; le ofrecen cenas íntimas quienes se dicen “hombres de números” que deben hacer caso de las encuestas; le entregan millones de bolívares; le ponen a su disposición aviones que lo trasladen en sus giras. He escuchado de labios de algún abogado que se mueve en “los mejores círculos” la peregrina idea de que hay que acercarse a Chávez con una “bolsa de real” y ofrecérsela a cambio de que consienta en nombrar tales y cuales ministros que asegurarían que el inefable sector privado venezolano permaneciese intocado. He oído que no hay que preocuparse mucho por Chávez porque él no querría tanto gobernar desde Miraflores como vivir en La Casona, y que por eso sería susceptible a la adulación que le domesticaría.
Y esa actitud no es menos ingenua que la de Chamberlain y Daladier. Como Hitler con el tristemente célebre putsch de la cervecería, Chávez marcó su origen político con un fracasado intento de tomar el poder por la fuerza. Como Hitler con sus camisas pardas, Chávez ha organizado fuerzas de choque a las que ha juramentado para combatir en caso de que su “inevitable” triunfo electoral le sea desconocido. Como Hitler ante el envejecido Hindenburg, ha querido adelantar las elecciones presidenciales para recortar el período de nuestro anciano presidente.
Los timoratos ricachones que pretenden salvarse de una previsible degollina chavista están ellos mismos anudándose la soga al cuello. Que sepan que entre los más íntimos colaboradores de Chávez se cuentan quienes opinan que “este país se arregla con tres mil entierros de primera clase”.
……..
Chávez procuró recuperar en marzo de 2002 la eficacia de su táctica de amedrentamiento. Lina Ron tuvo éxito, con agresiones físicas que causaron heridos entre estudiantes y periodistas, en desordenar una marcha de protesta que pretendía salir desde los predios de la Universidad Central de Venezuela. La Fiscalía General de la República no tuvo más remedio que ordenar la detención de la violenta ciudadana, a quien Chávez ofrecía admirado reconocimiento de “luchadora social”. Los partidarios de Lina Ron amenazaban con juicios “populares” a connotados opositores, advirtiendo que si éstos no deponían su actitud contrarrevolucionaria pasarían de la categoría de “objetivos políticos” a la de “objetivos militares”. La amenaza fue dirigida, primero y específicamente, al primer Alcalde Metropolitano—o Mayor—de Caracas: Alfredo Peña.
Peña había sido el primer Ministro de la Secretaría de la Presidencia que Chávez nombrara. El personaje funcionaba como utility del eje comunicacional que era la alianza entre Venevisión y el diario El Nacional. Después fue incluido en las planchas del chavista Polo Patriótico a la Asamblea Nacional Constituyente y resultó electo. En la megaelección de 2000, se presentó como candidato a la Alcaldía Metropolitana de la capital, una vez más apoyado por Chávez, y también resultó electo. A fines de 2001, sin embargo, ya se había pasado a las filas de la conspiración.
Al apenas despuntar el año 2002, Alfredo Peña se hizo muy visible en los canales privados de televisión con alcance nacional, en abierta y airada oposición a Hugo Chávez; de allí el foco que Lina Ron y sus secuaces fijaron sobre él. Algún estratega habrá pensado que Peña podía ser promovido como sucesor de Chávez, sobre la certeza de que el mayor de los alcaldes caraqueños había sido el candidato a la Constituyente que resultara electo con el mayor número de votos, y dejó de considerar que la mayoría de esos sufragios provenía de votación suscitada por el Presidente de la República.
En ese mes de enero fui invitado a Triángulo, antes de que hubiera pensado siquiera en el tratamiento de abolición. En uno de los videos que Carlos Fernandes solía intercalar para alimentar la discusión, vimos a Alfredo Peña en combativas declaraciones contra Hugo Chávez. A su conclusión, comenté que el alcalde Peña tenía todo el derecho de considerar pernicioso el gobierno de Chávez, pero ninguno para argumentar, como acababa de hacerlo, que esto fuera porque se había alzado en 1992, por cuanto esa circunstancia no había impedido que Peña lo apoyara en 1998 ni fuera su Ministro de la Secretaría en 1999, o su diputado constituyente y su Alcalde Mayor de Caracas. Sugerí que él, particularmente, debía buscarse otro argumento.
En el próximo negro del programa se me acercó el general retirado de aviación Manuel Andara Clavier, Vicepresidente de Seguridad de Televén, a reconvenirme. Me dijo al oído que no era conveniente que atacara a Peña; no debíamos «pisarnos la manguera entre bomberos». Nunca antes había recibido de nadie una censura a mi libre opinión.
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CAPÍTULO V
Chávez, vete ya
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El cívico asalto final contra Chávez fue la respuesta al intento—revertido después—de someter a Petróleos de Venezuela a los designios de una Junta Directiva nombrada por Chávez, la cual violentó los tradicionales principios meritocráticos prevalecientes hasta entonces en la industria petrolera. El irrespeto a tales principios, en gran medida motivados por la voracidad financiera de un gobierno deficitario, produjo el insólito fenómeno de un cierre de filas de los empleados de PDVSA, incluido el personal obrero, y la solidaridad de la mayoría de la llamada sociedad civil con una lucha inteligentemente planteada y manejada por dirigentes naturales de la “nómina mayor”. El domingo 7 de abril, de la manera más insolente y llena de prepotencia, Hugo Chávez despedía públicamente, ante una corte radiofónica, a los más notorios entre esos líderes. De inmediato, la Confederación de Trabajadores de Venezuela convocó a paro general, apoyada por Fedecámaras.
El 11 de abril de 2002 se reunió, en torno a las oficinas de PDVSA en Chuao, la más gigantesca concentración humana que se haya visto en Venezuela. Un descomunal río de gente desbordaba la arteria vial de la autopista Francisco Fajardo. Personas de todas las edades y extracciones sociales se daban cita para protestar el atropello de la industria petrolera y exigir, a voz en cuello, como ya se había gritado el 23 de enero, la salida de Hugo Chávez de Miraflores. Confiado en su innegable y colosal fuerza, y estimulado por la consigna de los oradores de Chuao, que veían excedidas sus más optimistas expectativas, el inconmensurable río comenzó a desbordarse en dirección a ese palacio de gobierno. Por aclamación de unanimidad asombrosa, la mayoría aplastante del pueblo caraqueño, para asombro y terror de Chávez y sus acólitos, pedía que los militares se pronunciaran y sacaran al autócrata de la silla presidencial.
El grandioso movimiento encontró eco en todo el país. Maracaibo, Barquisimeto, Valencia, Puerto La Cruz, Margarita, las ciudades todas alojaban la unánime manifestación de repudio. Y el gobierno se aprestó a dar la batalla de Caracas. Freddy Bernal comandó las huestes armadas del chavismo, cuya presencia fue exigida por el Ministro de la Defensa, José Vicente Rangel. Si lo hubiera querido, la portentosa masa hubiera asolado las oficinas de éste en la base aérea de La Carlota, aledaña al escenario de Chuao.
Luego los muertos. Muchos portaban chalecos que les hacían aparecer como fotógrafos de prensa. Asesinados a mansalva, con ventaja, con alevosía. La sociedad civil puso los mártires necesarios a una conspiración que, sordamente, se había solapado tras la pureza cívica de un movimiento inocente.
Dos semanas antes del sangriento día, un corpulento abogado trasmitía las seguridades que enviaba una “junta de emergencia nacional” a una reunión de caraqueños que habían descubierto su vocación por lo político en la lucha contra Chávez. Enardecido, con una bandera norteamericana prendida en la solapa, admitía que conspiraba junto con otros, que una junta de nueve miembros—cinco de los cuales serían civiles y el resto militares—ineluctablemente asumiría el poder en cuestión de días. Por ese mismo tiempo, Rafael Poleo rechazaba una contribución mía—ofrecida a su revista luego de aquel artículo sobre el Acta de abolición—, en la que exploraba otros caminos constitucionalmente compatibles; explicó con paciencia de adulto al ingenuo niño que yo era que lo que iba a pasar era que “los factores reales de poder en Venezuela” depondrían a Chávez y luego darían “un maquillaje constitucional” a un golpe de Estado.
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Una gran parte del país, incluido el suscrito, llegó a creer que la acción de los petroleros tendría éxito en dar al traste con el gobierno de Hugo Chávez, único propósito de la huelga. El paro desbordaría el mes de diciembre para adentrarse en 2003, y su duración de dos meses lo colocaría entre los más prolongados que el mundo hubiera visto. Las navidades de 2002 fueron las peores de su historia para los comercios que normalmente ven aumentar sus ventas en diciembre, la población general debió afrontar la escasez de combustible y alimentos—en algunas poblaciones se cocinaba con madera de muebles viejos rotos al efecto—, aumentaron el índice de desempleo y la tasa de inflación mientras descendía el producto nacional bruto. Hasta el béisbol decembrino sufrió: por primera y única vez en su historia, la Liga Venezolana de Béisbol Profesional suspendió el campeonato que entonces se jugaba, correspondiente a 2002 y 2003. La neurosis ciudadana, exacerbada progresivamente con la actuación del gobierno, llevada a nuevas cotas de angustia en el mes de abril, estimulada por la toma de la Plaza Francia, trocada en paranoico dolor por los asesinatos en la misma plaza, se vio aumentada por la tensión y la incertidumbre del paro.
Como antes dije, caí víctima de mi propio y poco objetivo engaño; en lugar de seguir mis mejores instintos—el 17 de octubre había escrito en la Carta de Política Venezolana: «No hay modo de parar el paro, que si yo pudiera lo intentaría. Como no puedo pararlo me sumo a él y lo apoyo»—, en lugar de mantener mi objetividad clínica, dediqué cada número de esa publicación a predecir una ilusión. El 26 de diciembre escribí en su número 19:
El 19 de diciembre el Tribunal daba piso jurídico a los actos del gobierno en procura de una «normalización» de las actividades de PDVSA, ordenando el acatamiento a un decreto gubernamental y a dos resoluciones ministeriales; una de Energía y Minas y otra conjunta de ese despacho y el Ministerio de Defensa.
El gobierno no tardó en aprovechar la ventajosa decisión. De allí la celeridad y la brutalidad de la toma de los tanqueros rebeldes de PDV Marina, la que añadió otro golpe psicológico. El emblemático Pilín León cayó primero y era, en esencia, lo que el gobierno necesitaba para su propaganda del día 20. El folklore de la oposición ya daba al Pilín León como un símbolo inexpugnable de la resistencia. Su caída representó un factor depresivo adicional.
Pero después de esa pírrica victoria, dirigida desde Bajo Grande por el mismísimo líder máximo de la revolución, el gobierno volvió a estrellarse contra la sólida pared del paro petrolero. Una cosa era despojar con insolencia a los tanqueros de sus tripulaciones naturales y despedir a un centenar de gerentes de PDVSA; otra muy distinta reactivar la empresa. Nada ha podido, ni podrá hacer, por recuperar el 92% de la producción detenida en extracción y refinación de petróleo, en generación de gas. Hasta sus más recientes intentos de demostrar que su capacidad residual de movilización de calle todavía funciona se ha visto impedida por la escasez de combustible, que ahora vulnera su logística de transporte de los tarifados partidarios.
(…)
Y es que hay una razón aun más profunda que el paro de la «gente del petróleo» para saber que Chávez y su gobierno tienen la guerra perdida. Es el factor decisivo, comentado en esta Carta en otras ocasiones, del enjambre ciudadano que se le opone.
Los témpanos de hielo tienen una masa enorme. Es conocimiento que se adquiere en la infancia que la emergencia visible de las gigantescas y heladas moles son tan sólo «la punta del iceberg», que 90% de la masa de hielo está bajo la superficie. No son cuerpos que se desplacen con agilidad. Por lo contrario, como corresponde a tan inertes magnitudes, se mueven con extrema lentitud.
Pero inexorablemente. Y ya sabemos que el iceberg ciudadano lleva una sola e incorregible dirección: la cesantía de Hugo Chávez. No es esta intención algo que tiene regreso.
Se trata de física elemental. Cuando una masa tan grande como la de, digamos, un supertanquero—10 o 15 veces el desplazamiento del Pilín León—se ha puesto en movimiento a su velocidad de crucero de 20 o más nudos, frenarla no es cosa sencilla. La enorme inercia requiere que decenas de kilómetros antes de atracar en el puerto de Rotterdam debe comenzarse a frenar, so pena de atravesar el puerto y la ciudad completa.
Es así como la sociedad civil venezolana es el descomunal témpano de hielo, que flota lentamente en la dirección escogida, implacablemente. Es contra esta masa que un arrogante paquebote, un Titanic gubernamental teóricamente inundible, soberbio, ha escogido enfilar.
(…)
Si Hugo Chávez saca sus defectuosas cuentas, y persiste en la creencia de que puede permitirse una colisión frontal contra el pueblo venezolano, si cree que ese pueblo le sostiene y le defiende, y no ya sólo una fracción que persiste en entenderle como su héroe salvador, su gobierno correrá la misma suerte del Bismarck y el Titanic.
Chávez tiene la guerra—no ésta o aquella batalla—estratégicamente perdida. Puede defenderse con episódicas dentelladas de bestia herida; causará uno que otro estrago más, pero su fin ya está sellado.
Y esto también debe entenderlo la sociedad civil, para que las bajas cotidianas no vuelvan a quebrantar su espíritu.
Para que no vuelva a sumirse en innecesarios arrebatos de desespero. Sin dejar de dolerse por las derrotas puntuales, que mantenga una bretona fe en la garantizada victoria definitiva.
Yo andaba radicalmente descaminado. La inevitabilidad e inminencia de las que hablaba eran sólo espejismos, deseos que no llegarían a materializarse. Había llegado a creer que el paro, por el sólo hecho de ser esencialmente un asunto civil, era cosa buena. Creí que la debilidad del gobierno, todavía en recuperación del golpe de Carmona, no aguantaría la desmedida presión de los petroleros.
No he debido olvidarme de una caracterización ofrecida por mi amigo y mentor, Yehezkel Dror, en un brillante y profético trabajo de 1971. Al enumerar los rasgos de un «Estado loco», había señalado de primeros: 1. tiene objetivos muy agresivos en contra de otros; 2. mantiene un profundo e intenso compromiso con esos objetivos (está dispuesto a pagar un alto precio por su logro y a correr grandes riesgos).
Hugo Chávez cabe perfectamente dentro de la tipología droriana. Ya había demostrado el precio que estaba dispuesto a pagar y los riesgos que estaba dispuesto a asumir por su revolución.
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