CS #62 – Suicidio en cadena

Cartas

Hace ya 31 años que se publicó un sucinto y nutrido libro de Yehezkel Dror: Crazy States: A Counterconventional Strategic Problem. Dror emplea el término «contraconvencional» para referirse, naturalmente, a lo que no puede ser entendido de modo convencional, y postula que—para 1971—las cancillerías occidentales—en principio portadoras de la olímpica llama civilizatoria—no se habían mostrado capaces de entender—y por ende de tratar eficazmente—los problemas derivados de la acción de las cabezas de los «Estados locos». (Idi Amin Dada, Moammar Kadaffi y gente así).

Dror es un maestro mundial de la gran política. Capaz de asir los patrones y dinámicas de las sociedades, estuvo entre los poquísimos que fueron capaces de anticipar, por ejemplo, la caída del Shah de Irán. (O como quería que se le llamara: el Shah de Persia, para reclamar tres mil años de legitimidad). Las cancillerías a las que Dror dirigió sus advertencias y consejos estratégicos no vieron esa repentina y estrepitosa caída.

Estos son los rasgos, según Dror, de un «Estado loco»: 1. tiene objetivos muy agresivos en contra de otros; 2. mantiene un profundo e intenso compromiso con esos objetivos (dispuesto a pagar un alto precio por su logro y correr grandes riesgos); 3. está imbuido de un sentido de superioridad frente a la moralidad convencional y las reglas habitualmente aceptadas de la conducta internacional (dispuesto a la inmoralidad e ilegalidad en términos convencionales en nombre de «valores superiores»); 4. exhibe un comportamiento lógicamente consistente dentro de tales paradigmas; 5. lleva a cabo acciones externas que impactan la realidad (incluyendo el uso de símbolos y amenazas).

Cada uno de esos rasgos se aplica con asombrosa fidelidad al régimen de Hugo Chávez. Si Dror fue capaz de formular un tipo clínico que contiene exactamente a Chávez hace ya 32 años, sería difícil que no fuese aplicable en este caso específico una implicación droriana: no es posible tratar el chavoma con estrategias convencionales. (Que son, usualmente, las que proponen los estrategas convencionales).

Hay que decir que la caracterización de Dror no agota la descripción del régimen chavista. Hay más niveles descriptivos. Por ejemplo, esto dijeron de Napoleón tres historiadores académicos: «…Napoleón Bonaparte enseñó a todos los líderes autoritarios que le sucedieron los instrumentos esenciales de la dictadura: la propaganda, una eficaz e inexorable policía secreta que forma un Estado dentro del Estado, el uso de dispositivos democráticos como el plebiscito para arrastrar apoyo popular tras el régimen, la burocratización estatal de las instituciones críticas de la educación y la religión para emplearlas como instrumentos de adoctrinamiento, y el valor de las aventuras externas para hacer tolerable la represión doméstica». (Blum, Cameron, Barnes: The European World, Boston, 1970).

La enfermedad chavista no es enteramente original, por tanto. Ha sido descrita antes. Pero tampoco es una mera repetición, puesto que incorpora algunas mutaciones sobre modelos anteriores y, por otra parte, el contexto es cualitativa y cuantitativamente distinto. (Cuando Hitler se encaramó no existían CNN ni Internet, y cuando Castro implantó su férula vivía la Unión Soviética y el euro y al Quaeda no habían nacido).

Por eso hay diferencias. ¿Cuántos muertos, desaparecidos, torturados y prisioneros, cuántas expropiaciones y exilios deben atribuirse a Fidel Castro para la fecha de 1963, el año de la muerte de Kennedy? Chávez no se ha acercado en un lapso equivalente a tales récords.

O porque no quiere o porque no puede.

Por ahora puede encadenarnos episódica pero insistentemente en el recinto de la radio y la televisión locales. Pero al cabo de un tiempo la maraña de mentiras es de tal magnitud que la atención ciudadana ya no puede llevar cuenta de instancias específicas o detalles, y se percata de la estructura subyacente: que Chávez cree, como cualquier fanático elevado a supremo inquisidor, que es superior a la sociedad que pretende gobernar. Y ya no quedan muchos colectivos nacionales que admitan la superioridad de un hombre. No en un molino político universal que debilita a Bush, que maniata a Hussein, que erosiona a Uribe, que desapoya a Toledo y a Fox, que cuestiona a Lula, que se comería a Evo Morales. (Y que anulará al inútil y dañado parásito de Carlos de Inglaterra mientras mantiene vivo a Felipe de Borbón, el futuro marido de Leticia. Desde el extremo de esta farándula política, hasta las irresponsabilidades de Chávez o de Bush, le queda poca vida a la hegemonía de la Realpolitik).

Las cadenas de radio y televisión son cada vez más evidentemente tenidas por lo que son: un abuso de poder. Pero como cualquier mal político, como cualquier mal ejecutivo, Chávez reitera incesantemente su uso, en parte porque le fueron eficaces en un principio, en parte por su neurótica necesidad de escucharse a sí mismo como el venezolano más digno, más valiente, más justo, más significativo. En gran medida, pues, una soberbia desbocada que, como saben los psicólogos desde hace tiempo, sirve para disimular la inseguridad, para calmar la fantasmagórica angustia de la inferioridad.

Nadie tiene derecho a creerse superior a su grupo nacional. Ya no porque la base marxista de su coartada específica para el autoritarismo esté francamente errada, sino por el hecho más fundamental aun de que, hoy más que nunca, los pueblos son más sabios que sus gobernantes.

El folklore judeocristiano sabe desde hace mucho que la soberbia es la más poderosa fuente de maldad, y al nivel mitológico de lo demoníaco la duración paradójica de la maldad es conmensurable con la de la historia de la humanidad entera. Pero en la realidad toda tiranía expira, y muchas veces con la muerte o el exilio del tirano. Puede ser aislado y preso en medio del Atlántico, si se ha sido tan importante como Bonaparte; puede ser asesinado como Pol Pot, cuando el dictador busca refugio en una selva guerrillera; a veces linchado como Mussolini o Ceasescu; en algunos casos se da el suicidio, como el de Hitler.

Es posible que la de Chávez sea una personalidad suicida que no se basta con una nota al juez de media página; que prolonga y multiplica sus ególatras cadenas porque está justificando su deceso a la escala épica que cree merecer.

Esta dinámica no tiene nada que ver con firmazos, reafirmazos o futuros requetereafirmazos. Entretanto, las cancillerías estadounidense, española, colombiana, brasileña, que busquen y lean el libro de Dror, que todavía se consiguen ejemplares. LEA

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