La política del insulto
In order to understand this new period in Venezuelan politics the focus should be centered in an anthropological approach, in the sense of understanding that a totally new set of political values and styles has emerged with Chávez’ ascension to power. This implies, among other things, discarding common analyses of his ‘breaches of political etiquette’ in order to grasp essential processes.
Understanding Chavez, Presentación a British Petroleum Exploración de Venezuela, 21 de junio de 2000
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La llegada del chavismo al poder fue el arribo de una nueva cultura política al país. Nuevos símbolos, nuevos usos, nuevos estilos. Una clara anticipación de esta llegada se encuentra en El laberinto de los tres minotauros, del filósofo apureño—Doctor en Filosofía y Filología de la Universidad de Viena, luego Profesor de la Universidad de Los Andes—José Manuel Briceño Guerrero. En la Ficha Semanal #46 de doctorpolítico (17 de mayo de 2005) dejé constancia que supe de eso «por una cadena de mediaciones»:
El noble arquitecto y diseñador, mejor amigo, Juan Bravo Sananes, me envió desde Maracaibo el dato que a su vez había recibido de su hermano, residente en Canadá: el soplo acerca de un blog extraordinario, cuyo responsable es el venezolano Francisco Toro Ugueto, que lo alimenta desde Maastricht. En particular Juan refería un trabajo de Toro sobre el libro El laberinto de los tres minotauros, del profesor José Manuel Briceño Guerrero, que enseña en la Universidad de Los Andes desde 1962. (En ese año llegaba a Mérida precedido de un aura de sabio; tuve entonces la oportunidad de escucharle tres “conferencias contradictorias” sobre materialismo dialéctico e histórico). Para completar la secuencia de mediaciones, hay que anotar que Toro se dio a la tarea de traducir al inglés extensos trozos de la obra de Briceño Guerrero, los que hizo preceder de sus propias notas y reflexiones.
Es de Toro esta penetrante lectura: “…explica no sólo por qué existe el chavismo, sino también por qué tiene éxito. La atracción política de Chávez está basada en el lazo emocional que su retórica crea con una audiencia que resiente profundamente su marginalización histórica. Funciona al hacerse eco de la profunda resaca de furia de los excluidos, una furia que Briceño Guerrero explica poderosamente. La retórica de Chávez está basada en una comprensión intuitiva profunda del discurso no occidental/antirracional en nuestra cultura, un discurso que ha sido alternadamente atacado, descontado y negado por generaciones de gobernantes de mentalidad europea. Chávez valida el discurso salvaje, lo refleja y lo afirma. Lo encarna. En último término, transmite a su audiencia un profundo sentido de que el discurso salvaje puede y debe ser algo que nunca ha sido antes: un discurso de poder”.
La iracundia, pues, es un elemento primario del chavismo; no es de extrañar que el insulto sea un rasgo definitorio de su proceder político.
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La tesis fundamental de Briceño Guerrero es que en América coexisten tres discursos que no se mezclan, pues son incongruentes: el Discurso Racional-Occidental (que vino con la civilización europea, la de las ideas y la alta cultura), el Discurso Mantuano (el de la dominación criolla de los descendientes españoles que se apoya en la religión) y el Discurso Salvaje (el de los pobladores originales y los negros traídos para la esclavitud, que derriba la estatua de Cristóbal Colón y pone en el Parque del Este que rebautiza Parque Miranda la réplica del Leander mirandino en lugar de la Nao Santa María). Como destaca Toro, el talento de Briceño Guerrero «radica en su capacidad de mimetizarse con cada uno de los tres discursos que describe: poco a poco, en cada una de las tres partes del libro, se va pasando a la primera persona, deja de describir el discurso y comienza a encarnarlo, a asumirlo, y a expresar—así en primera persona—sus contradicciones internas”. Así escribe como si no hubiera estudiado en Viena, como si fuera salvaje:
Las colinas, los bosques, los prados, los animales y las plantas tienen amo, tienen propietario. Yo camino sobre tierra ajena, donde soy tolerado como sirviente; y no hay ningún sitio que yo pueda llamar mío. Con mi trabajo pago a duras penas las cosas que consumo y el alquiler de las que uso. Uso y consumo las peores y aun así logro escasamente sobrevivir. Todas las cosas se cambian por dinero; mi trabajo también. Pero la cantidad de dinero que obtengo no me alcanza para comprar las que necesito. Ando manga por hombro y crío hijos malsanos condenados a vender su sangre.
A veces los amos tienen rostro latifundista, patrón. Yo les digo “Sí amito, sí patrón, lo que Ud. mande, jefe, ya mismo Don Ra-amón”. Pero cada día es más frecuente que no tenga rostro y se llame compañía anónima, ministerio, instituto, comité central, empresa transnacional; me entiendo sólo con capataces o funcionarios. De nada me sirve matar a los amos porque vienen sus herederos a tomar posesión; de nada me sirve matar a unos capataces o funcionarios porque nombran otros de inmediato, tal vez peores; sin contar los castigos y represalias.
Sé que mi presencia les repugna, que les doy asco, que si pudieran prescindir de mi trabajo (sustituyéndome por máquinas, por ejemplo), me eliminarían físicamente, me exterminarían como a ratas.
Camino encogido, con la cabeza gacha, reverente y como pidiendo perdón por existir, sobre la misma tierra donde mis ancestros se erguían altivamente para respirar a pleno pulmón el aire de su mundo en la holgura de la patria; pero hubo un combate y fueron vencidos. Pelearon y perdieron; nosotros heredamos el oprobio de su derrota así como ellos, los otros, los de arriba, aquellos a cuya merced estamos, heredaron los privilegios de la victoria. ¿Podemos preparar otro combate, la revancha, una batalla a campo abierto, con clarines, en un día brillante de banderas y metales bruñidos, o perseveraremos en esta sórdida situación de resentimiento, saboteo, doblez, odio reprimido, envidia y papel?
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La fina pluma de Ángel Bernardo Viso corrobora y justifica de algún modo el airado reclamo de los diferidos en sus Memorias marginales: «La teoría del gendarme necesario, inventada por razones de praxis política, responde al temor de las clases sociales conservadoras ante el riesgo de una incivilizada conducta popular. (…) El temor a los pardos sirve así para justificar a Gómez, como hubiese servido en el caso de otro dictador absoluto; se les teme por insumisos, en potencia o en acto, desde el día en que los dos bandos en pugna, al comenzar la rebelión republicana, quisieron conquistar su apoyo y permitieron sus desmanes; para impedir éstos y construir la República, se requiere mano dura: los pardos son hijos del rigor…»
La contradicción histórica en que incurre la clase dominante—cuyo refinado fruto es Cesarismo democrático—tiene numerosos antecedentes en otras latitudes y en otros países: esa clase olvida la mansedumbre de los pardos durante la Colonia, a pesar de algunas sublevaciones aisladas, hasta el espléndido crepúsculo de aquélla en el siglo XVIII; incitados por los mantuanos, y, ante el acoso de éstos, por los realistas, a subvertir el orden político y social, son temidos luego por los descendientes de sus mentores, en busca de un gendarme para contener su amenaza. La dictadura propuesta con tan buenas razones, y en nombre del positivismo científico, esconde un miedo irracional profundo: la nostalgia del pasado, del tiempo en que los esclavos obedecían y las numerosas servidumbres permitían el ocio de los señores. El pasado regresa, en forma de teorías, que en verdad son fantasmas.
Más de una vez adujo Hugo Chávez que él era el dique de contención de esa furia ancestral.
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El chavismo trajo consigo rasgos endurecidos, actitudes agresivas, técnicas útiles para su dominación, destinadas al descrédito y el amedrentamiento. La nomenclatura maniática del oficialismo es una de sus manifestaciones; Chávez fue el gran nomenclador despectivo de la comarca—escuálidos, Cuarta República, majunche—, y sus herederos han continuado esa práctica. Toman prestados los insultos del marxismo—burguesía (que viene de burgo, ciudad) y oligarquía (que es la patología de la aristocracia)—y etiquetan a mansalva con epítetos insultantes. Uno de sus favoritos es fascista, y en su primitivo e inconsistente razonar emplean ese cognomento con inexactitud. En el fondo, nada nuevo; en tiempos del forcejeo de la Rusia y la China comunistas (1960-1989), la gente de Mao Zedong llamaba fascistas a los rusos, y la de Khrushchev hacia lo propio con sus antiguos aliados chinos.
El fascismo, por supuesto, era la ideología de Benito Mussolini, acogida interesadamente por Adolfo Hitler, Francisco Franco Bahamonde y Juan Domingo Perón; en cierta forma, por Marcos Pérez Jiménez, dictador admirado y defendido por Hugo Chávez. El componente fundamental del fascismo es la glorificación y primacía del Estado, que se supone encarnado en el líder, sea éste Duce, Führer, Caudillo, Corazón de la Patria o Comandante Eterno. El fascismo no es ni izquierda ni derecha; de hecho, más de una vez se le presentó como tercera vía, la misma designación de la Doctrina Social de la Iglesia y la postura de Tony Blair, que Chávez dijo seguir en comparación expresa con el político inglés. El fascismo es dictadura fundada en el militarismo: «Fascists seek to unify their nation through a totalitarian state that promotes the mass mobilization of the national community, relying on a vanguard party to initiate a revolution to organize the nation on fascist principles. Hostile to liberal democracy, socialism, and communism, fascist movements share certain common features, including the veneration of the state, a devotion to a strong leader, and an emphasis on ultranationalism and militarism». (Wikipedia). Si algo parece fascismo es el chavismo, y por eso sería apropiado que el oficialismo venezolano no llamara fascistas a sus adversarios.
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Si uno entendiera, ayudado por Briceño Guerrero y Viso, que el chavismo no es un mero capricho gratuito, los gobernantes venezolanos podrían comprender que el combustible de la ira es una guía neurótica de la política. Prácticamente todas las conductas que critican y desprecian se encuentran en ellos mismos, y todas son rasgos de la humanidad, no propias de la condición de empresario o profesor universitario. Censuran al Imperio, pero se conducen imperiosamente; se justificaron originalmente como rebelión ante las prácticas corruptas de políticos que los precedieron, pero ahora declaran la emergencia nacional contra la corrupción y convierten eso en pretexto de poderes absolutos; llaman golpistas a sus contendores y surgieron de asonadas.
El chavismo es una enfermedad: una fiebre que vino de una larga pobreza, de un longevo sufrimiento; pero es tiempo de que ceda. Su existencia conduce a cosas malas, muy malas. Briceño Guerrero vio asimismo con claridad la patología revolucionaria:
He visto también—deseara no haberlo visto—que la revolución, caso de ser practicada en serio y caso de triunfar, conduce a formas de injusticia y opresión más abominables que las actuales. Esas formas nuevas de injusticia y opresión las he visto en los ojos y en las palabras de los dirigentes más sinceros, más esforzados, más leales a la causa. Se sienten salvadores mesiánicos, avatares de la historia; creen conocer mis intereses, mis deseos y mis necesidades mejor que yo mismo; no me consultan ni me oyen; se han constituido por cuenta de ellos en representantes míos, en vanguardias de mi lucha; son tutelares y paternalistas; prefiguran ya el Olimpo futuro donde tomarán todas las decisiones para mi bienestar y mi progreso; las tomarán y me las impondrán en nombre mío, a sangre y fuego en nombre mío. Yo bajo la cabeza diciendo “Sí camarada, sí compañero, eso es lo que hay que hacer, tiene razón, viva”. Les sigo la corriente para que no me peguen y para no desanimarlos; pueden producir esos momentos de relajo, de caos, cuando parpadea la vigilancia de los gendarmes, cuando puedo descargar impune mi rencor, mi cólera reprimida, mi odio; después de todo, ese alivio esporádico es el mendrugo que me toca en el tejemaneje revolucionario mientras llegan días peores, los del triunfo revolucionario.
Chávez, para bien o para mal, fue una figura descomunal, un líder de proporción heroica; adquirió «…una estatura mundial que, independientemente de su corrección, es superior a la de cualquier candidato emergido o emergente y a la de cualquier otro presidente venezolano de la historia, en verdad segunda sólo tras la de Bolívar». (Tío Conejo como outsider). Lo hicieron y rompieron el molde, y Nicolás Maduro sólo tiene una forma de adquirir significación: superar su odio.
A unos petroleros ingleses que querían «entender a Chávez» les propuse la metáfora del Mulo el 21 de junio de 2000: «The appearance of an unforeseen mutant and sterile powerful leader (The Mule), in the second volume of Isaac Asimov’s trilogy Foundation, can serve as a metaphor for understanding Chávez’ phenomenon. It may be sterile in the sense of not being able to produce a successor with his same features». Maduro no debe, no puede empeñarse en ser calco de Chávez; si va a servir a su pueblo, es como su unificador. En la medida en que continúe la política del injusto insulto agresivo, inexacto e inútil, dañará más a Venezuela, necesitada de reconciliación. Tiene que dejar atrás la lucha fratricida, aunque Nicmer Evans se moleste. LEA
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