por Luis Enrique Alcalá | Jun 21, 1986 | Estudios, Política |
introducción
El presente informe es un ejercicio incompleto. Es perfectamente posible, y creo que podrá hacerse realidad muy pronto, el mejorarlo en más de una dimensión: desde la puramente apariencial, pasando por un mejor apoyo analítico, hasta la amputación de aquello cuya falsedad pueda demostrarse con relativas facilidad y prontitud. Es, por eso, un dictamen preliminar. Lo ofrezco como dictamen porque estoy convencido de que la política debe ser concebida como un acto médico. Es decir, en política lo realmente importante es, como en medicina, la salud del paciente. Y en política el paciente es la nación.
No debiera prevalecer el poder sobre la autoridad, aunque éste haya sido el enfoque prevaleciente en Maquiavelo—“el fin justifica los medios”—y en la Realpolitik ejemplificada por el arquetipo de Bismarck. Se conoce a dirigentes que logran articular un discurso moralista hacia fuera, como fundamento de una búsqueda facilista de la aclamación pública, y que sin embargo , en medio de una campaña y en privado, sostienen el siguiente principio de moral política: “Lo único inmoral es no ganar”.
Son ejemplo clásico de la ya ineficaz postura política conocida como Realpolitik: la política realista. Su argumento límite va así: “A mí me gustaría que las cosas fuesen de otro modo, pero mi oponente, que en la práctica es todo aquel que no me está subordinado, es una persona a quien debo entender como perpetuamente en procura del engrandecimiento de su propio poder como un fin en sí mismo, y convencido de que la base de su poder descansa sobre la amenaza y el empleo de la fuerza física o la coerción económica. Es así como estoy moralmente justificado, por autopreservación, para emplear cualquier medio de ganarle; es así como estoy moralmente obligado a ganar. Lo único inmoral es no ganar».
El político que piensa de ese modo, o que por lo menos enfatiza demasiado los aspectos egoísta y codicioso en la imagen que se forma del otro, ha comenzado a ser anacrónico, y si se sustenta es sólo por la tendencia de los pueblos a que el logro de su felicidad sea al menor costo posible. Una revolución, un cambio repentino, es recurso que los pueblos preferirían no emplear. Por eso se sostiene el político de la Realpolitik. Porque sería preferible, en vista de lo profundo de los cambios que hay que hacer, que el relevo en el mando se hiciera gradualmente, para no añadir un cambio más. Es por tal razón que los pueblos esperan, primero, que sus gobernantes aprendan y entiendan, que sus gobernantes resincronicen y favorezcan los cambios. A menos que sus gobernantes decidan no cambiar, y entonces también todo el pueblo se pasa, por un trágico momento, al bando de la “política realista”. También le ocurre a los pueblos que en ocasiones se sienten moralmente obligados a ganar por todos los medios.
Existen políticos que en efecto hacen prevalecer el poder sobre la autoridad. Un caso muy ilustrativo e ingenuo es el de un político que reunió a varios de sus amigos en su casa para manifestar, con cierta antelación, que deseaba ser presidente de su país en el siguiente período de gobierno. Se le ocurrió a alguien preguntarle por lo que haría en la presidencia y decirle que la respuesta contestaría de una vez por qué debería elegirlo el pueblo. La respuesta del autocandidato fue la siguiente persuasiva pero nada convincente declaración: “Aquel presidente que se rodee de gentes tan capaces como ustedes será un gran presidente». Años más tarde, ya inminente candidato, volvió a buscar el consejo de quien así le había hablado, a pesar de que éste le había recordado el problema y lo había calificado de “poderoso emisor de señales políticas, que no de significados políticos». Después de varias horas de conversación, el futuro candidato escuchó de su interlocutor la siguiente frase: “Yo creo que si la improvisación fuese admisible yo sería mejor presidente que tú». El aludido pensó un segundo y contestó, en sorprendente buen humor y en demostración de su rapidez de recuperación: “Estoy de acuerdo, pero tú tienes que reconocer que yo tengo muchas más posibilidades que tú». Ese político consideraba que el poder conque contaba debía prevalecer sobre la idoneidad y la autoridad del otro. Pero es claro que en la medida en que una situación sea grave, la necesidad del predominio de la idoneidad sobre el poder se hace ineludible.
Un paciente se encuentra sobre la cama. No parece padecer una indisposición común y leve. Demasiados signos del malestar, demasiada intensidad y duración de las dolencias indican a las claras que se trata de una enfermedad que se halla en fase crítica. Por esto es preciso acordar con prontitud un tratamiento. No es que el enfermo se recuperará por sus propias fuerzas y a corto plazo. Tampoco puede decirse que las recetas habituales funcionarán esta vez. El cuerpo del paciente lucha y busca adaptarse, y su reacción, la que muchas veces sigue cauces nuevos, revela que debe buscarse tratamientos distintos a los conocidos. Debe inventarse un nuevo tratamiento. La junta médica que pueda opinar debe hacerlo pronto, y debe también descartar, responsable y claramente, las proposiciones terapéuticas que no conduzcan a nada, las que no sean más que pseudotratamientos, las que sean insuficientes, las que agravarían el cuadro clínico, de por sí extraordinariamente complicado, sobrecargado, grave. Así, se vuelve asunto de la primera importancia establecer las reglas que determinarán la escogencia del tratamiento a aplicar. Fuera de consideración deben quedar aquellas reglas propuestas por algunos pretendidos médicos, que quieren hacer prevalecer sus tratamientos porque son los que más gritan, o los que hayan tenido éxito en descalificar a algún colega, o los que sostengan que a ese paciente “lo vieron primero”. La situación no permite tolerar tal irresponsabilidad. No se califica un médico porque haya logrado descalificar a otro. No se convierten en eficaces sus tratamientos porque los vocifere, como no es garantía de eficacia el que algunos sean los más antiguos médicos de la familia. El paciente requiere el mejor tratamiento que sea posible combinar, así que lo indicado es contrastar los tratamientos que se propongan. Debe compararse lo que realmente curan y lo que realmente dañan, pues todo tratamiento tiene un costo. Es así como debe seleccionarse la terapéutica. Será preferible, por ejemplo, un tratamiento que incida sobre una causa patológica a uno que tan sólo modere un síntoma; será preferible un tratamiento que resuelva la crisis por mayor tiempo a uno que se limite a producir una mejora transitoria. Y por esto es importante la comparación rigurosa e implacable de los tratamientos que se proponen. Solamente así daremos al paciente su mejor oportunidad. Esta prescripción, este modo de seleccionar la terapéutica, con la que seguramente estaríamos de acuerdo si un familiar nuestro estuviese gravemente enfermo, debiera ser la misma que aplicásemos a los problemas de nuestra sociedad.
Venezuela es el paciente. Es obvio que sus males no son pequeños. Ya casi se ha borrado de la memoria aquella época en la que nuestros medios de comunicación difundían una mayoría de buenas noticias, cuando en la psiquis nacional predominaba el optimismo y la sensación de progreso. La política se hace entonces exigible como un acto médico. En las condiciones actuales, en las que el sufrimiento es intenso y creciente, ya no basta que los tratamientos políticos sean lo que han venido siendo. Por esta razón este dictamen se ofrece en la justa dimensión indicada por su nombre. Es lo que yo propondría en la junta política que tuviera que atender la salud de la Nación en la presente circunstancia. Lo ofrezco en el espíritu con el que deben emitirse los dictámenes: a la vez con la fuerza del mejor tratamiento que uno sabe proponer y con la conciencia de su imperfección, deliberadamente abierto y vulnerable ante la refutación. A fin de cuentas aún lo que propone el hombre más seguro no pasa de ser una mera conjetura.
Algunos amigos piensan que escribir me es muy fácil. En realidad el compromiso de escribir me es oneroso. Significa sobreponerme al miedo ante la equivocación. Siendo mi tema el político, siento una responsabilidad mayor que la que siente el médico que atiende a un paciente individual. La política es entrometerse con la historia. Es el enfoque clínico el que me tranquiliza a ese respecto, pues no le es exigible a un médico que siempre acierte en su diagnóstico y en su terapéutica, sino que siempre explore y cure según lo mejor que sepa hacer.
Este dictamen podría ser mucho mejor, como dije, en más de un aspecto. Su tesitura es más cualitativa que cuantitativa. Lo cuantitativo lo empleo aquí más como herramienta didáctica que como explicación substancial. Esto no significa que no haya hecho una verificación cuantitativa de lo que expongo, y en cambio significa que deberé apoyarlo en una versión más completa con una mayor participación de datos numéricos. Por supuesto, una buena parte de la verificación crítica y del intento de refutar lo que acá digo debe fundarse justamente en la indagación estadística, en los exámenes de laboratorio que puedan confirmar o refutar el diagnóstico o también indicar la factibilidad o inconveniencia de algún tratamiento sugerido. Insisto de nuevo en esto: aún el éxito de este dictamen ante un escrutinio despiadado no será demostración de su corrección abstracta. Recordemos a Bertrand Russell prologando el Tractatus Logico-Philosophicus de Ludwig Wittgenstein: “Como alguien que posee una larga experiencia en las dificultades de la lógica y en lo engañoso de teorías que parecen irrefutables, me hallo incapaz de estar seguro de la corrección de una teoría, meramente sobre la base de que no pueda ver algún punto en que esté errada». Pero si en el reino de la lógica y de la matemática pareciera haber todo el tiempo del mundo para refinar y verificar, ante un caso clínicamente crítico es preciso elegir un tratamiento con prontitud. Y esto, como dije, no puede hacerse sensatamente sin la contrastación. Fuera de la metáfora médica puede asemejarse esta necesidad a la de una licitación política. El país está convocando a una licitación. Uslar dice: “El país está deseoso de que se le señale un rumbo».
Aquí me atrevo, después de mucho escrúpulo, a proponer uno. Invito a mis colegas en la preocupación por el diseño societal a que propongan otros, para que veamos cuál resuelve la mayor cantidad de problemas, los problemas más importantes, al menor costo relativo. Invito especialmente a todos aquellos venezolanos que han supuesto que dirigirían correctamente al país desde sus más poderosas magistraturas a que participen de esta licitación política a la que Venezuela ha convocado. Esta es una hora de inquietud legítima y de ansia de poder en muchos venezolanos, en líderes establecidos y en líderes por establecerse. Jamás como ahora la época de la democracia venezolana ha suscitado la emergencia de tantas personas prestas a blandir el timón de nuestra nave republicana. Olavarría, Fernández, Pérez, Canache Mata, Morales Bello, Caldera, Chirinos, Quirós Corradi, Muñoz, Piñerúa Ordaz, Álvarez Paz, Granier, Leandro Mora, Peñalver, Matos Azócar, Aguilar, Cardozo, Mayz Vallenilla, Otero Castillo, Urbaneja, Ferrer, se cuentan entre los que han sentido alguna vez la focalización de su vocación pública en un deseo de poder. Son voces, entre muchas otras, que opinan sobre el país y su destino. Todas ellas debieran participar en la licitación. Están particularmente obligados los que piensan luchar por la máxima conducción en Venezuela. Están obligados a ofrecer, más que su poder, cualquiera que sea el que tengan, su propio dictamen.
Pero sobre todo debe participar el pueblo. Es él el convocante. Es él el paciente. Es él, a la postre, quien tiene que comparar los dictámenes. Y tal vez puede hasta ser él su propio médico. Es aquél a quien debemos consultar, en una democracia que si no lo hiciera ya no lo sería, el tratamiento que pensamos debe aplicarse él mismo.
Muchas veces batallé con la forma que me permitiría reunir este conjunto de proposiciones. Alguna vez pensé en simular un informe que hubiese sido solicitado por la Presidencia de la República. Como si el Presidente, originalmente médico, hubiera querido consultar a un colega sobre el manejo de la crisis. El puede hacer muchas cosas todavía, y alguna vez formuló la petición de que no se le dejase ser “un pobre poderoso solitario”. Lo considero un destinatario principalísimo de esta opinión.
Asimismo, los actores sociales importantes del país son también destinatarios de este documento. Un cambio en sus prevalecientes enfoques podría ahorrar mucho gasto en la transformación que es necesaria. Podría ser entonces un tratamiento médico y no uno quirúrgico, el que, desde Hipócrates, los médicos preferimos evitar.
Pero es destinatario fundamental el pueblo venezolano. Es a él al que dirijo este memorándum. Esto es así porque no hay tratamiento que yo proponga que no pueda ser forzado por el pueblo venezolano. Muchas veces duda el poderoso, no porque no desearía llevar a cabo un cierto cambio, sino porque lo considera demasiado audaz, y piensa que tal cambio no sería aceptado por la mayoría. La opinión del pueblo puede ser la base de seguridad que necesita el conductor para el atrevimiento.
Ningún médico en su sano juicio pretenderá que los tratamientos que recomienda son de su exclusiva invención. Este es igualmente mi caso. Es muy poco lo que podría reivindicar como original en este documento. Cierto es, sin embargo, que reconocer toda idea precursora me llevaría un prólogo interminable. En la aventura concreta de este dictamen preliminar debo agradecer especialmente la contribución de datos y de interlocución que Wolf Petzall y principalmente Mauricio Marcelino Báez me ofrecieron.
Pero no hay ninguna persona a quien deba más la posibilidad de escribir esto que a Cecilia Ignacia Sucre Anderson. Larguísima ha sido su espera, mientras yo exploraba meticulosamente, mientras palpaba, percutía y auscultaba. Larga también su privación y amoroso su sacrificio, el que ha sido mayor para que fuera menor el de nuestros hijos. Incontables son las veces que me escuchó prefigurar los diagnósticos y los tratamientos, por lo que la lectura de este texto no le ofrecerá sorpresa. Conozco de ella, y creo haberlo adivinado al verla por primera vez, su sintonía concreta, su generoso y permanente interés por el problema ajeno. Es así como, si una vez pensé dirigir este memorándum al Presidente de Venezuela, y si en el fondo el destinatario es el paciente pueblo venezolano, con la venia de ambos, lo dirijo a Nacha, mi esposa. Pocas personas podrían representar mejor a ese pueblo paciente.
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SINOPSIS DIAGNOSTICA
Un diagnóstico no es un inventario exhaustivo de los problemas de todo componente del cuerpo que se examina. Ningún médico es capaz siquiera de registrar las “irregularidades” de cada una de las células de un organismo. Son demasiadas. Igualmente, en política lo posible es reportar procesos patológicos que afectan a conjuntos de componentes, no las angustias de cada persona por separado.
Este diagnóstico no sólo es limitado en ese sentido. Lo es también porque ni siquiera se refiere a todos los procesos de conjunto. En algún caso la exclusión de temas es deliberada, porque aunque sean problemas patológicos, problemas de sufrimiento, suponemos que mecanismos propios de la sociedad venezolana, antes que una intervención deliberada, deberán resolverlos por sí mismos. Pensamos que a esta categoría pertenecen la mayoría de los problemas de índole económica, por ejemplo. En general, la postura política estándar sobre los problemas económicos ha sido la de la excesiva planificación e intervención.
Un caso estructuralmente tan similar al de la política económica que puede considerársele una suerte de maqueta o modelo de ésta es el de la política que, respecto del fomento de la investigación en ciencia y tecnología, se propugna para el CONICIT. Los investigadores, los laboratorios y los centros de investigación que son los beneficiarios de las subvenciones del CONICIT, preferirían que todo el dinero disponible para el financiamiento de la investigación se adjudicara a la “demanda libre”, lo que en la jerga de ese instituto significa simplemente que los investigadores someten a la consideración del organismo los proyectos de investigación que ellos mismos diseñan. La tendencia, por lo contrario, del burócrata del CONICIT es la de preferir que se determine en esta organización por lo menos las áreas a las que iría el grueso del financiamiento. (Las llamadas “áreas prioritarias” del Primer Plan de Ciencia y Tecnología).
La Secretara Ejecutiva del CONICIT adoptó en 1980, para ejecución en 1981, una política diferente. Por un lado, consideró correcto que la mayor parte de los fondos de fomento científico (70%) fuese adjudicada por la ruta de la demanda libre, sobre el argumento de que la creatividad científica debe desenvolverse en principio libremente. Hay mucho de imprevisto en ciencia, y más de una vez los mayores beneficios se han obtenido luego de un cambio hacia una dirección no presentida. (Efecto “serendipity”). Por el otro lado, el 30% restante debía ser canalizado intencionalmente, no ya hacia los demasiado genéricos territorios de las “áreas prioritarias”, sino concentradamente en los niveles más concretos de “programas integrales”. (Conjuntos de proyectos con cierto grado de concatenación).
La analogía de la “demanda libre” en ciencia y tecnología con el modelo pleno de libre empresa es bastante obvia. La política de CONICIT en los años de 1980 y 1981 tendría su equivalente económico en unas proporciones de la actividad económica pública similares a la de los “programas integrales” de CONICIT. Esto es, una actividad económica del Estado menor a la de la actividad privada de la libre empresa, y ejercida en muy pocos y especiales renglones o programas de actividad económica, antes que en sectores completos.
El diagnóstico es limitado, asimismo, porque, siendo los procesos patológicos de suyo dinámicos, cada día se agregan nuevos aspectos y nuevos problemas. Estar en crisis significa que mientras dura la crisis los problemas se agudizan y empeoran, y es por eso, dicho sea de paso, que la culminación positiva de la crisis viene siendo un evento de intensa transformación. Estar en crisis, por otra parte, es pasar por una fase durante la cual aún no se han obliterado las oportunidades de resolverla positivamente. Si esto no fuera así ya no cabría hablar de crisis, sino de aniquilación o pérdida definitiva. (“Esto se lo llevó quien lo trajo”). Estar en crisis significa también que, en general, a partir de cierto momento y a medida que ésta transcurre, es cada vez más heroica la dimensión necesaria a la solución, y que por tanto ésta es cada vez más difícil.
La crisis cambia, pues, cualitativamente. No se trata tan sólo de un empeoramiento cuantitativo, que también lo hay, por supuesto. El empeoramiento es cualitativo porque cada cierto tiempo se añade una nueva “capa de crisis”, cada cierto tiempo aparecen problemas estructuralmente nuevos. Por esta razón, además de las limitaciones ya consideradas, cualquier diagnóstico está sujeto a la inevitable erosión de la obsolescencia.
Tomadas en cuenta las limitaciones anotadas, así como las derivadas simplemente de la ignorancia, es posible, no obstante, formular un diagnóstico bastante completo del conjunto venezolano en 1986. Es decir, un diagnóstico que permite el diseño de una terapéutica suficiente. Es oportuno anotar aquí que estamos seguros de que algún elemento de este diagnóstico es aplicable a otras entidades políticas distintas a Venezuela, porque es más de una la nación que presenta similitudes estructurales y coyunturales con Venezuela. Para Venezuela, como para muchas otras entidades políticas, el “factor” externo es hoy en día más influyente sobre la vida cotidiana de sus pobladores que los propios factores “internos”.
La exploración de Venezuela pone de manifiesto la coexistencia simultánea—y en gran medida interactuante—de varios síndromes, cada uno de los cuales es la asociación de un conjunto de signos. Los síndromes no son todos de la misma clase, pues corresponden a procesos patológicos de distinta gravedad o se manifiestan en distintos componentes o estructuras sociales. Sin embargo, es posible resumir así el problema somático más importante de la actualidad venezolana: Venezuela padece una insuficiencia política grave.
Tal insuficiencia se manifiesta agudamente en dos planos:
1. insuficiencia política funcional: el mal funcionamiento del sistema político impide la producción de respuestas suficientes a un conjunto de problemas, entre los que pueden ser citados un atraso en el desarrollo del tejido político (representatividad deficiente y escasa participación decisional), una ineficacia e ineficiencia judicial que produce el contrasentido de la “injusticia judicial”, un grado acusado de corrupción administrativa, un desempeño anormal del sistema económico que redunda en una anormal irrigación de recompensas económicas. Llamamos a esta condición insuficiencia política funcional por cuanto se refiere al desempeño mismo del sistema político.
2. insuficiencia política constitucional: Venezuela, en tanto Estado independiente, no tiene real viabilidad política o económica a largo plazo. No posee la escala poblacional necesaria como para sustentar una economía sólida y diversificada. No posee la potencialidad política como para ser realmente autónoma. La interacción entre países es dominada por actores de gran tamaño y nivel de desarrollo. En ese teatro político internacional, Venezuela tiene muy poca influencia y es, inversamente, vulnerada con gran facilidad. Esta insuficiencia de la “razón de Estado” se ha manifestado recientemente con más intensidad por la coincidencia de varios procesos negativos de la interacción con entidades políticas y económicas del exterior, siendo los más notorios el proceso de endeudamiento excesivo y el proceso de deterioro en el valor y el volumen de la única exportación venezolana económicamente significativa. A esta insuficiencia podemos llamarla insuficiencia política constitucional, puesto que se refiere a una insuficiencia en la definición misma de Venezuela como Estado. La insuficiencia política constitucional es, asimismo, una causa fundamental de insuficiencia política funcional.
Estas dos insuficiencias son el problema crucial de la sociedad venezolana. En torno a ellas es posible organizar la miríada de signos patológicos que desafían a la comprensión. En las páginas siguientes describiremos en mayor detalle esas dos condiciones, estableceremos sus causas, esbozaremos un pronóstico de su evolución en caso de continuarse tratando con una terapéutica convencional y propondremos tratamientos que consideramos adecuados y, en algunos casos, la forma de administrar los tratamientos.
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insuficiencia política funcional (IPF)
El sistema político venezolano funciona mal. El registro empírico de esa condición patológica viene dado por las numerosas encuestas de opinión pública que así lo manifiestan, así como por las evidencias cotidianas que recogen los medios noticiosos. Desde hace ya varios años ciertos problemas públicos han venido agravándose sin que el sistema político haya mostrado capacidad de resolverlos, a pesar de las crecientes señales populares de insatisfacción y a pesar de que algunos componentes de ese sistema hayan venido manifestando, incesantemente, que es necesario cambiar.
Por ejemplo, es ya largo el debate sobre las reformas al sistema electoral y la necesidad de aumentar la representatividad del sistema político. Las primeras sugerencias de innovación electoral se manifestaron en aquellas proposiciones del Partido Social Cristiano COPEI sobre las elecciones separadas, las que se hacían en época de campaña electoral, cuando la respuesta estándar era que tal reforma no podía hacerse “precipitadamente” y que ésa era precisamente la peor época para acometerla. Después de una larga espera—y más de uno de esos ciclos de proposición seguida de la declaración de inoportunida—la separación se estableció, insuficientemente, para las elecciones municipales, pero no para las legislativas. Y decimos que esto es insuficiente porque, por un lado, también se ha debido separar las elecciones presidenciales de las elecciones legislativas y, por el otro, porque aún continúan estando sometidos los Concejos Municipales al control total de los partidos.
La demostración más reciente de que esto es verdaderamente así ha sido dada por las recientes decisiones e imposiciones del Partido Acción Democrática en torno al universo municipal. En efecto, no sólo decidió centralmente la “rotación” de presidentes de Concejos Municipales (vgr. el cambio de Elbittar por Raydan en Petare), sino que aplicó drásticas sanciones disciplinarias a los concejales del Estado Táchira por no haber seguido ciertas “líneas” partidistas, determinadas por el Comité Ejecutivo Nacional (C.E.N)., de domicilio caraqueño. Militantes locales de Acción Democrática que acataron las disposiciones del C.E.N. y deploraron la “indisciplina” de los sancionados, llegaron a justificar al organismo central diciendo: “Es al Partido al que le debemos nuestros cargos”. Es decir, se reconoce con gran candidez y sin temor de producir alarma considerable, que la posición de concejal no se le debe al electorado sino al partido. Dicho sea de paso, la decisión de “rotar” las presidencias parece que, a los ojos del CEN de Acción Democrática, fuese indicada solamente para los Municipios. No se ha sugerido, por ejemplo, que sea conveniente rotar la Presidencia de la República.
Es así como, en lugar de resolverse el problema público de la insuficiente representatividad de los legisladores, se agudiza el control partidista sobre los mismos. Este es un problema de atraso en el desarrollo político.
En general, mientras más atrasado es un sistema político, menor es la representatividad de los “representantes” y menor también su responsabilidad ante el electorado. La responsabilidad primaria del congresista venezolano típico no es con quienes lo eligieron, sino con su partido. A este desplazamiento de la lealtad corresponde un desconocimiento casi total de quienes son los representantes de un estado en el Congreso de la República.
Conjetura: Al menos el 90% de los electores venezolanos es incapaz de nombrar a más de 10 miembros del Congreso de la República.
Conjetura: Al menos el 90% de los electores venezolanos es incapaz de nombrar a más de un representante de su correspondiente circunscripción electoral en el Congreso de la República.
Estas conjeturas pueden ser refutadas o corroboradas por encuestas de opinión en muestras suficientemente representativas, siempre y cuando no sean contaminadas de antemano. Esto es, si, por ejemplo, los partidos no se dedican a campañas de información al respecto antes de que las encuestas en cuestión se lleven a cabo.
Igualmente grave, y hasta tal vez más, es la manifestación de la insuficiencia política en lo concerniente al poder judicial, principalmente en lo que respecta al ámbito del derecho penal. Aquí se conoce de casos en los que aun desde dentro de las cárceles es posible lograr el encaminamiento de un determinado expediente hacia un tribunal corruptible.
Esto es, hay cárceles en las que operan sindicatos de prisioneros que mantienen conexiones con un circuito corrupto y ofrecen sus servicios a inquilinos recién llegados, haciéndoles ver que conocen todo lo relacionado con sus expedientes ¡aunque se hallen tales expedientes en etapa de sumario secreto! (Los procesos mercantiles, y en general los civiles, no muestran un desempeño tan deplorable como el que exhiben los procesos penales). Un juez dicta auto de detención a un ciudadano y otro le libera poco después. Ese es un espectáculo de todos los días, en especial en lo tocante a la salvaguarda del patrimonio público. En esta materia el descrédito del poder judicial es muy acusado y la impresión predominante es la de la impunidad de este tipo de delito.
Conjetura: Más del 90% de los procesos relativos a la salvaguarda del patrimonio público no concluyen en sentencia condenatoria firme.
Conjetura: Menos del 5% de los bienes públicos presuntamente malversados desde 1958 ha sido recuperado por la Hacienda Nacional.
Es así como puede verdaderamente hablarse de la “injusticia judicial”. Además de la inmunidad consagrada constitucionalmente para los legisladores, existe una que depende de que el enjuiciado pueda pagar el tratamiento de un juez que le absuelva o simplemente le libere. Algo así como las terapias intensivas que existen prácticamente sólo para quienes pueden financiar su elevadísimo costo. De este modo la base última de la seguridad jurídica ha sido lesionada gravemente. La situación inversa también puede darse, pues es posible emplear el acoso judicial para neutralizar a oponentes políticos, como se ha manifestado en más de un caso de enjuiciamiento por “vilipendio”.
Estrechamente relacionado con este problema de la injusticia judicial está el problema llamado de “corrupción administrativa”. El espectáculo de la lenidad tribunalicia no es la causa de la corrupción aunque sí un incentivo importante. El recrudecimiento del problema sí está vinculado a la indigestión de cantidades desusadas de dinero en la década de 1973 a 1983, mientras debe buscarse la causa en patrones de conducta política antes que en la falta de controles. Posiblemente el principal causante de este mal es la costumbre de financiar operaciones políticas de los partidos a partir de fondos públicos, aunque, por supuesto, el mal no es exclusivo de la política venezolana y se da en sociedades donde la costumbre antedicha es menos difundida. Contribuye de una manera decidida, finalmente, la deficiente remuneración de la función pública y el “efecto de demostración” de acaudalados personajes del mundo privado con los que funcionarios públicos con poderes discrecionales deben interactuar y “socializar”. Este proceso está montado sobre una base cultural en la que la motivación al logro es menos importante que la motivación al poder o a la “afiliación” (amiguismo) en la consecución de objetivos y resolución de problemas. No obstante, no debe interpretarse el reciente recrudecimiento del mal como causado exclusivamente por un supuesto defecto constitucional del venezolano. En el análisis ponderado del asunto debe descontarse dos factores: 1. el enorme desajuste de la gran ingestión de fondos provenientes de los aumentos petroleros en la década mencionada; 2. el aumento en la frecuencia de reporte en los medios de comunicación social, lo que no necesariamente significa que todo el aumento de la frecuencia de corrupción registrada se deba a un aumento real, ya que una parte del incremento se debe a un más intenso y abierto proceso de escrutinio público.
El anormal desempeño del sistema económico es otro renglón en el que se muestra con bastante claridad el funcionamiento deficiente del sistema político. Pareciera que el desempeño defectuoso de un sistema debiese ser atribuido a tal sistema en particular; sin embargo, la desusadamente elevada participación del Sector Público en la economía nacional, no sólo a través de su acción directa como empresario, sino también en razón de su desproporcionado peso regulador hace que deba atribuirse la mayor responsabilidad al Sector Público en este desempeño defectuoso. Al propio tiempo, la ya larga suspensión de las garantías económicas constitucionales hace que no pueda considerarse la conducta del sector económico privado como la de un sistema que actúa en condiciones de autonomía. Se ha hablado mucho de la restitución de un “clima de confianza” para que la economía pueda ser “reactivada”, pero esta meta es muy difícil de lograr cuando la desconfianza del sector político hacia el sector económico es algo institucionalizado, hasta el punto de que sea ése el único renglón de actividad ciudadana para el que las garantías de la Constitución son inexistentes en la práctica.
Es así como en los años más recientes casi todos los índices de actividad económica se encuentran en un curso recesivo. Por ejemplo, tomemos las cifras correspondientes a la inversión privada:
INVERSION BRUTA Y NETA FIJA PRIVADA
(A precios corrientes en millones de bolívares)
Años Inversión bruta Inversión neta
1975 19.881 12.988
1976 25.173 18.308
1977 36.822 28.500
1978 41.375 31.351
1979 37.653 26.015
1980 32.983 19.629
1981 27.951 12.699
1982 22.294 6.064
1983 13.044 -4.104
1984 22.939 4.313
Desde 1958 se ha supuesto en Venezuela que el Sector Público es el llamado a ocuparse de la redistribución de la renta. Es decir, el sector económico debiera encargarse de producirla y el sistema político de corregir la desigualdad en la distribución. Pero ésta es la distribución registrada por el más reciente censo poblacional:
(En miles de unidades)
Es evidente que el sistema político está funcionando inadecuadamente y que contribuye de manera decisiva al comportamiento también inadecuado de otros sistemas, pues no sólo no genera las respuestas para los problemas que muchas veces él mismo diagnostica, sino que impide el normal desenvolvimiento de los restantes componentes societales. Incluso impide el normal desenvolvimiento de sí mismo, al enmascarar procesos que debieran aceptarse como normales y que, al realizarse de todas maneras de forma encubierta, lo hacen ineficientemente, con un costo muy superior al que sería normal. Por ejemplo, a esta modalidad de “victorianismo político” corresponden actividades tales como las del tradicional apoyo encubierto desde las instituciones gubernamentales a los distintos procesos electorales en los que participa el partido de gobierno. En sociedades de mayor desarrollo político se considera natural que, digamos, un Presidente de la República se pronuncie pública y abiertamente en favor de candidatos de su preferencia.
En la caracterización de esta insuficiencia política funcional es importante anotar que se trata de un proceso autocatalítico, o, lo que es lo mismo, un proceso cuyos productos contribuyen a acelerar el proceso: se produce una retroalimentación. El desempeño incorrecto del sistema político se va agravando en virtud de su propia ineficacia. Asimismo, otro rasgo digno de notar es que el sistema político se comporta en estas condiciones con una exacerbación de sus respuestas alérgicas. Las críticas al sistema sólo se aceptan si provienen del mismo sistema político.
Aún esto mismo es estrictamente controlado. Cf. represalias contra hipercríticos intrapartidistas como Luis Matos Azócar. Una de las modalidades de descalificación de la crítica externa consiste en calificar a los críticos de “conspiradores”. En este juego se incurre con frecuencia en contradicción. Por ejemplo, en las últimas semanas, a raíz de debates sobre una presunta vulneración de la libertad de prensa y de opinión, el Partido Social Cristiano COPEI ha censurado el uso de la palabra “conspiración” por parte del Gobierno, en aparente olvido de que fue el propio Dr. Rafael Caldera quien introdujo el tema de la “conspiración satánica” durante 1985, reforzado por artículo de prensa del Secretario General, Eduardo Fernández, justamente bajo el mismo título.
Así, pues, la insuficiencia política funcional se manifiesta en Venezuela como enfermedad grave y, lo que es peor, con tendencia a un progresivo agravamiento. Es importante notar que la insuficiencia del sistema político es reconocida por los miembros más conspicuos del mismo. Por citar el caso más notorio, vale la pena recordar una cruda frase del Primer Magistrado Nacional, Dr. Jaime Lusinchi, en ocasión de contestar a las Comisiones del Congreso de la República que fueron a participarle la instalación del período legislativo de 1985. En esa oportunidad el Presidente de la República confesó: “…el Estado casi se nos está yendo de las manos”.
Pudiera ser que una mayor tendencia a la candidez es característica de los Presidentes de Acción Democrática. En 1975 el entonces Presidente Carlos Andrés Pérez confesaba a los periodistas que no había sido posible dar a luz el documento contentivo del “V Plan de la Nación”, por cuanto, a pesar de que él había convocado por tres veces a su discusión ¡los ministros no habían leído el documento!
Una situación análoga a la ejemplificada por la preocupante frase del Presidente Lusinchi es la que protagonizaría el piloto de un gran avión de pasajeros que saliese de su cabina para anunciar a los pasajeros de primera clase (los senadores y diputados) que el aeroplano no responde a los mandos.
No es, pues, una situación desconocida para los habituales protagonistas de la escena política nacional esta insuficiencia política funcional aguda. ¿Cuáles son sus causas?
Una primera causa evidente es la del hipercrecimiento del tejido político, que infiltra e invade a otros tejidos del soma nacional. Es posible referirse a una neoplasia del sistema político, que, como todo crecimiento maligno, va destruyendo otros tejidos hasta el punto de destruir la vida y por este proceso destruirse al final a sí mismo. La infiltración más notable es detectada, como vimos antes, en la invasión del sistema judicial (controlado partidistamente, como ha podido verse recientemente en el caso de las nuevas autoridades de la Corte Suprema de Justicia), en la invasión del sistema económico a través del excesivo control permisológico que impide la circulación normal y de una hiperplanificación, y en la invasión y mediatización del sistema de representación popular. Esta hiperplasia política hace que el propio sistema político se encuentre en situación de sobrecarga decisional, puesto que, a las complicadas circunstancias ambientales derivadas de procesos tales como la reestructuración de la deuda externa, el deterioro de los precios petroleros y la situación de inseguridad de áreas vecinas (Centroamérica), ha añadido la complicación de su propio exceso.
En circunstancias tan complicadas como las actuales, resulta incomprensible que el propio Ejecutivo Nacional se complique y se recargue con una miríada de responsabilidades que bien pudiese delegar o desempeñar de otra forma. Por ejemplo, entre los decretos que dictó el Presidente Lusinchi con base en la llamada Ley Habilitante, se encontraban aquellos por los que el Presidente debía autorizar cada tarjeta de crédito que fuese a ser adjudicada a funcionarios públicos, así como también se reservaba el Presidente la autorización de todo nuevo cargo de la Administración Central. En tales condiciones, no queda tiempo material ni psicológico para la invención eficaz de políticas. Las presiones cotidianas consumen todo el tiempo disponible y, de este modo, la planificación de estrategias resulta poco menos que imposible. El Gobierno actúa para “apagar incendios”, pues no puede dedicar suficiente atención a los verdaderos negocios de Estado, sobre todo cuando también debe dedicar atención a los ataques de la oposición y a los acontecimientos políticos de su propio partido.
Pero debe existir una causa más profunda de insuficiencia del sistema político, pues, como hemos anotado, estos procesos patológicos han sido más de una vez diagnosticados. Es así como algo más fundamental es la causa última de la insuficiencia. En nuestra opinión esta causa es la esclerosis paradigmática evidente en los actores políticos tradicionales.
Todo actor político lleva a cabo su actividad desde un marco general de percepciones e interpretaciones de los acontecimientos y nociones políticas. Este marco conceptual es el paradigma político, y del paradigma que se sustente depende la capacidad de imaginar y generar las soluciones a los problemas públicos.
Es ése el sustrato del problema. La insuficiencia política funcional en Venezuela no debe explicarse a partir de una supuesta maldad de los políticos tradicionales. Con seguridad habrá en el país políticos “malévolos”, que con sistematicidad se conducen en forma maligna. Pero esto no es explicación suficiente, puesto que en la misma proporción podría hallarse políticos bien intencionados, y la gran mayoría de los políticos tradicionales se encuentra a mitad de camino entre el altruismo y el egoísmo políticos.
La explicación última de nuestra insuficiencia política funcional reside, pues, en la esclerosis paradigmática del actor político tradicional. De modo sucinto enumeraremos algunos componentes del paradigma esclerosado:
1. Existe un “país político” distinguible del “país nacional”:
Esta formulación comprende un conjunto de postulados acerca de la naturaleza política de la sociedad venezolana. Para los actores políticos tradicionales ellos conforman el llamado país político. Son ellos los únicos autorizados para el manejo de los problemas públicos. El resto del país, el “país nacional”, no tiene otra función política que la de establecer, cada cinco años, un orden de poder entre los componentes del “país político”, el pecking order (orden de picoteo en un gallinero) que distribuye el poder disponible entre los candidatos.
Esta visión es, por supuesto, errada. El país nacional es el país político. Por definición, el Estado es la sociedad política, y se define al Estado como un conjunto de personas que ocupan un territorio definido y se organizan bajo un gobierno soberano. No es el Estado el conjunto de los ciudadanos con activismo político, como no lo es ni siquiera el gobierno de una nación. El Estado, la sociedad política, comprende a todos los nacionales de un país. Esta elemental noción se confunde, se olvida o se escamotea con frecuencia. Se olvida, por ejemplo, que a los poderes públicos tradicionalmente considerados (ejecutivo, legislativo, judicial) los precede el poder fundamental que llamamos poder constituyente, cuya residencia es el pueblo. Otra cosa es la delegación de poder que se establece a través del acto electoral, pero no puede seguirse sosteniendo, por esclerótica, esa noción de la separación de un país político y un país nacional.
2. El país nacional queda representado por las cúpulas sindical y patronal:
La representación sindical y la representación patronal o empresarial no agotan la diversidad de tipos o funciones ciudadanas. Por ejemplo, no entran en esas representaciones los profesionales independientes, las amas de casa, los artistas, los educadores, los deportistas, los científicos, etcétera. Cada vez, a medida que el concepto de sociedad industrial va dejando de ser moderno, esa división va siendo menos aplicable. Sin embargo, es esa dicotomía obrero-patronal la única que parecen poder manejar los actores políticos tradicionales. Con la adición del gobierno (sumo representante del “país político”) se completan las habituales “comisiones tripartitas” que se supone están en capacidad de tramitar y resolver todos los asuntos públicos.
Así, por ejemplo, se constituye durante el presente período constitucional la Comisión Nacional de Costos, Precios y Salarios. El empleo de un mismo paradigma por parte de los partidos opuestos—Acción Democrática y COPEI—se pone de manifiesto al recordar que el ex presidente Luis Herrera Campíns también intentó la constitución de un “Consejo Nacional de Precios, Costos y Salarios”. “El Nacional” del sábado 2 de enero de 1983 destacaba su reportaje sobre la alocución de Año Nuevo de Herrera Campíns con el siguiente titular: “La creación del Consejo Nacional de Precios, Costos y Salarios y el bono alimenticio de cien bolívares lo más sobresaliente del Mensaje”. El Presidente Lusinchi cambió el orden en “CONACOPRESA”—primero los costos y después los precios—y la denominación de “Consejo” por la de “Comisión”. (El bono alimenticio de Herrera Campíns, jamás realizado, corresponde al subsidio familiar preconizado por Luis Matos Azócar, el que tampoco ha sido llevado a la práctica).
3. El problema político fundamental consiste en dilucidar la porción de la renta nacional que debe ir a los empresarios y la que debe ir a los obreros:
A partir de los planteamientos socialistas del siglo XIX comenzó a llamarse a esta formulación el “problema social moderno”, sobre todo desde las primeras encíclicas “sociales” de los papas—León XIII en Rerum Novarum de 1891 y Pío XI en Quadragesimo Anno de 1931. Las diferencias entre las distintas ideologías políticas no desdicen de esta definición, sino que se establecen en razón de la preferencia concedida a alguno de los dos “componentes” de la sociedad industrial o “moderna”. Pero ha ocurrido con las descripciones societales lo mismo que con las descripciones del átomo: se comenzó por una apacible y convenientemente sencilla descripción a base de protones, electrones y neutrones. Hoy en día son más de doscientas las partículas subatómicas conocidas. Del mismo modo sucede con las descripciones de la sociedad actual, como se anotaba en el punto anterior.
4. El estado ideal de la sociedad humana es aquél en el que todos los hombres son iguales:
Tanto en el liberalismo (igualdad original de los hombres) como en la utopía igualitarista del marxismo clásico (igualdad final), encuentra expresión esta mitológica consideración. La Declaración de Independencia de los Estados Unidos de Norteamérica, por ejemplo, recoge así el principio involucrado: “We hold these truths to be self-evident, that all men are created equal…” (“Sostenemos que estas verdades son evidentes por sí mismas: que todos los hombres son creados iguales.”) Esta formulación se cuela, asimismo, en frases tales como la de “desigualdad en la distribución de las riquezas”, implicándose por esto que la renta debiera, en principio, distribuirse igualitariamente. Una sociedad “sana”, sin embargo, es una en la que la distribución de la riqueza aproxima la distribución de cualidades morales de una sociedad expresadas en la práctica. En un sistema político sano, es normal que exista un pequeño número de personas que reciban una remuneración muy alta, siempre y cuando la proporción de personas que reciban una remuneración baja sea asimismo muy pequeña.
5. El acto de legitimación política consiste en tener éxito en descalificar la legitimidad del oponente:
El político tradicional se comporta con arreglo a esa norma. De allí que su acción se vea prácticamente reducida a una oposición a priori respecto del contendor político. Obviamente, la descalificación de un contrario no es la calificación automática de su contendor. La calificación de un político debe establecerse sobre la base de la eficacia de los tratamientos políticos que sea capaz de concebir y aplicar, independientemente de la negatividad del contrario. Es así como, más que descalificar por la negatividad del oponente, lo correcto es descalificar por la insuficiencia de lo que tiene de positivo.
6. El actor político debe presentarse siempre como si durante toda su trayectoria no se hubiera equivocado nunca:
El político tradicional parte de la errada noción de que si exhibe sus errores los electores le perderán el respeto y ya nunca será elegido. A medida que los medios de comunicación han ido desmitificando las otrora inaccesibles y sacralizadas figuras políticas, esta postura es menos sostenible. El pueblo sabe que es imposible, aún para el político más admirable, la inerrancia política.
7. Los valores expresados en las ideologías políticas son intrínsecamente metas u objetivos:
Se cree que nociones tales como “el Bien Común”, “la justicia social internacional”, “la dignidad de la persona humana”, etcétera, son conceptos susceptibles de ser considerados como objetivos. Se llega a decir, por ejemplo, que el Preámbulo de la Constitución de 1961 es un “modelo de desarrollo”. En verdad, lo que es factible hacer es inventar políticas, y luego emplear los valores como criterios de selección para escoger la política que deba aplicarse.
Estos son algunos de los rasgos característicos del paradigma político que ha sufrido un proceso de esclerosamiento. Otros rasgos incluyen, por ejemplo, una descripción “weberiana” de la legitimidad política. (Max Weber enumeró tres fuentes de legitimación del poder o la dominación, a saber: la legitimación tradicional (la que esgrimen frecuentemente los fundadores de partido); la legitimación carismática (entendido carisma como la capacidad de generar adhesión irracional en los seguidores del líder); la legitimación burocrática (establecida por el dominio de un complicado aparato de control político). Ante esta clase de legitimidad se hace necesaria una legitimación paradigmática (posesión de un punto de vista o marco general de interpretación de mayor correspondencia con la realidad política) y, sobre todo, una legitimación programática. (Otra vez, la capacidad de generar y aplicar tratamientos eficaces). También ha esclerosado la ya antigua distinción entre derechas e izquierdas, por lo ya anotado de inadecuación de la descripción dicotómica de la sociedad actual.
Algunos entre los actores políticos tradicionales han supuesto que el paradigma en crisis esclerótica continúa vigente y que, por lo contrario, lo que habría que hacer es “volver a los orígenes”, a una supuesta edad dorada en la que lo ideológico habría sido factor predominante sobre lo pragmático. Así, se convoca a “congresos ideológicos” y se rechaza ostensiblemente el pragmatismo “al que se ha llegado”. Se exalta así “las raíces” de un partido, el que habría sido, durante su época edénica, un movimiento puro que correspondía a ideales, y que, lamentablemente, habría sido corrompido por la preocupación pragmática. Pero volver hoy a “las raíces” de ideologías ya esclerosadas equivaldría a que los físicos de hoy echaran por la borda todo lo descubierto sobre el átomo y regresaran al modelo de J. J. Thomson, que lo concebía, cuando ni siquiera la existencia del neutrón hubiese sido postulada y mucho menos verificada, como una especie de budín en el que los electrones se incrustaban como uvas pasas. (Nuevamente, ni siquiera es necesario constatar que muchos de los abanderados de un “rescate ideológico” de los partidos son los más acendrados practicantes del pragmatismo político de la Realpolitik).
Es a la causa fundamental de la insuficiencia política funcional venezolana, la esclerosis paradigmática de los actores políticos tradicionales, a la que hay que dirigir el tratamiento de base.
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insuficiencia política constitucional (IPC)
Por debajo de tan grave crisis de la funcionalidad política es posible detectar un mal seguramente más definitivo. A fin de cuentas, el soma político venezolano, el “país nacional”, está dando muestras consistentes de reacción, aun cuando todavía la mayoría de esas reacciones continúe estando enmarcada dentro del viejo paradigma. (“Generaciones de relevo” gerenciales o moralistas, intentos de “derecha”, añoranza de dictaduras, etcétera). El proceso patológico más preocupante en Venezuela, pero no por eso más fácilmente percibido es el de su insuficiencia política constitucional.
Se ha definido a Venezuela como un Estado. En la sección anterior veíamos que un Estado requiere un gobierno soberano. Pues bien, Venezuela no ha sido plenamente soberana en ningún momento de su historia.
En un famoso debate televisado entre Rafael Caldera y Arturo Úslar Pietri durante la campaña electoral de 1963, el primero de los nombrados quiso defenderse de las acusaciones de “izquierdismo” que Úslar infería a COPEI al recordarle que durante el gobierno de Medina Angarita, del que Úslar fue parte importantísima, el partido de gobierno de la época estableció alianzas electorales con el Partido Comunista de Venezuela, y que, además, durante ese período se estableció relaciones diplomáticas con la Unión Soviética. En un descuido, Úslar Pietri se excusó diciendo que tales relaciones con los rusos se habían establecido “por presión abierta y expresa del gobierno de los Estados Unidos de Norteamérica”.
Es cierto que con acontecimientos tales como las nacionalizaciones de las industrias del gas natural, el petróleo y el hierro, pareció progresarse hacia una mayor independencia económica. Pero, recientemente, al haberse agravado dos procesos muy importantes de la interfase con el medio externo, la “soberanía” de Venezuela ha quedado más vulnerada. En efecto, todo el proceso de crecimiento acelerado del endeudamiento externo de la Nación (tanto por parte del Sector Público como del privado), coincidente con un brusco y súbito descenso de los volúmenes de exportación petrolera y de sus precios, han dejado al país en condiciones de extrema vulnerabilidad ante el exterior.
Pero estos dos procesos no han hecho más que poner de manifiesto de modo más agudo lo que es un problema constitucional de Venezuela. Su insuficiencia política constitucional es la insuficiencia de su razón de Estado. En términos escuetos esto significa que Venezuela por sí sola, en tanto Estado políticamente independiente, no tiene viabilidad política o económica a largo plazo. Esto es así por cuanto ahora más que nunca, cuando los procesos fundamentales de la civilización humana transcurren por las sendas de la acelerada informatización y la tecnología “alta”, los interlocutores políticos de verdadero peso en la escena internacional son entidades de escala considerablemente mayor a la de Venezuela.
Se creyó, por ejemplo, que la forzada devaluación del bolívar introduciría un cambio sustancial a este respecto, al favorecer exportaciones no tradicionales que vendrían a diversificar la economía venezolana y reestimular el proceso de sustitución de importaciones que se había, a todas luces, agotado.
El ejercicio económico del año de 1984-1985 del “Grupo Corimón” fue altamente halagador en términos de ventas y beneficios. No fue así para la gran mayoría de la población venezolana, pero Corimón registró, respecto del ejercicio anterior, un incremento de 37% en sus ventas y ¡de 41,5% en su ganancia neta! No obstante, en el informe que el presidente del grupo, Sr. Hans Neumann, dirigió a los accionistas, se incluye la siguiente advertencia: “Las tendencias de la economía venezolana del año en curso 1985-1986 nos indican que los resultados futuros demostrarán una estabilización, tanto de los volúmenes de venta como de los rendimientos de las actividades actuales.” Y de seguidas añade la siguiente explicación: “Aparentemente la industria nacional ya ha aprovechado las oportunidades más inmediatas de sustitución de importaciones que se derivaron del encarecimiento del dólar. Al mismo tiempo, los aumentos de precio de muchos productos, obligados por el mayor costo de los insumos tanto importados como nacionales, tienen ahora un efecto real en la demanda, la cual se desplaza hacia las alternativas más económicas o incluso se difiere.”
Lo cierto es que Venezuela no posee población suficiente (cuantitativa y cualitativamente hablando) como para, por ejemplo, constituir un mercado interno que dé base suficiente para un desarrollo industrial completamente diversificado. Por lo que respecta a sus exportaciones, éstas continúan correspondiendo en su abrumadora mayoría a actividades primarias de extracción, por definición agotables. En estas condiciones, y con el patrón típico de reacción del sector empresarial (reacciona a la inflación inflando los precios, reduciendo así, no sólo la demanda para las empresas, sino, más grave aún, el nivel de vida de la población por reducción del consumo), el desempeño económico de Venezuela no es base para una autonomía.
Los mercados internacionales de hoy día se han vuelto más competitivos, en particular en los renglones en los que Venezuela exporta o pretende exportar. (Del Informe Anual de Corimón 1984-1985: “Exportar como una meta constante es una tarea lenta y ardua que frecuentemente encuentra obstáculos por la falta de infraestructuras en el país, así como competencias internacionales inesperadas”. ) Así lo entiende también Carlota Pérez, en un sobresaliente trabajo publicado en la edición del sexto aniversario de la revista Número (El reto de la revolución electrónica): “Claro que la tasa de cambio es una variable importante para una política exportadora y no niego que su manipulación sea eficaz para algunos productos y por cierto tiempo. Pero, como estrategia sólida y permanente esa ruta no es más que un espejismo. Sin entrar a discutir el problema del alto contenido importado de nuestra producción industrial, en el mundo actual, la mano de obra barata ya no basta ni para invadir los mercados de importación ni para atraer la inversión extranjera. Ya es demasiado tarde para emprender ese camino». Y dice también: “Los mercados internacionales son hoy escenario de una competencia feroz. Ello se debe, en parte, a dos fenómenos complementarios que conspiran contra la penetración de mercados externos: las bajas tasas de crecimiento de la economía mundial—y, por lo tanto, de los mercados—y el proteccionismo, al cual han recurrido incluso países que en el pasado habían favorecido las importaciones desde el Tercer Mundo. Esto crea una situación en la cual conquistar un mercado es arrebatárselo a otro».
Por estas razones, la actual concepción de Venezuela como Estado independiente, gravita de modo adverso sobre la economía del país. Esta vulnerabilidad se manifiesta, por ejemplo, en las relaciones de Venezuela con la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP). La imposibilidad de plantearse una acción como exportador de petróleo independiente, lleva a Venezuela a considerar esencial para su bienestar y seguridad la asociación en el cartel de la OPEP, a pesar de dificultades recientes y de la heterogeneidad cultural prevaleciente en la organización y el predominio de los países de cultura árabe en razón de su mayor capacidad petrolera inmediata. (Es decir, aún dentro de la OPEP misma, la influencia de Venezuela es reducida). Si Venezuela fuese realmente un Estado con potencialidad de soberanía, no necesitaría la asociación en la OPEP, y su participación en la misma sería materia completamente electiva.
En la sección correspondiente a la insuficiencia política funcional se mencionó, predominantemente, problemas que podrían ser llamados problemas de gobierno. Los problemas de la insuficiencia política constitucional son los verdaderos problemas de Estado. A la sobrecarga decisional en materia de gobierno, se superponen los problemas de Estado, los que hoy en día también parecen multiplicarse. (Aparente recrudecimiento del diferendo con Colombia a raíz de los resultados electorales del país vecino, por ejemplo). Para tomar un caso que ilustra la carencia de escala política suficiente en materia de Estado, basta referirnos a las posibilidades de influencia venezolana en los conflictos de la región centroamericana. En un tiempo, cuando los precios del petróleo aumentaban y crecía aceleradamente la capacidad financiera nacional, se llegó a pensar que Venezuela sería, en virtud de su ubicación geográfica y de la ya mencionada capacidad financiera, el factor político preponderante en la región caribeña. Así, se hablaba de esta región, a partir de la cancillería del difunto Arístides Calvani, como “zona de influencia natural” de Venezuela. Las realidades políticas y económicas, así como eventos tan dramáticos como la contundente demostración norteamericana en la isla de Granada, han llevado la percepción a otra perspectiva. Ya Venezuela, por su propia inclusión en el “Grupo Contadora”, admite que ni siquiera tiene la escala política como para que por sí sola pueda influir determinantemente en los resultados de los varios focos conflictivos centroamericanos. Por lo que respecta a los aspectos militares y de seguridad, la capacidad de Venezuela es despreciable frente a la de las potencias mundiales y aún es deficiente ante la de “minipotencias” regionales. (Cuba, por ejemplo). Esta situación se ha agravado recientemente con el encarecimiento de los equipos militares importados y la simple contracción en el monto de divisas disponibles al Gobierno Nacional.
La insuficiencia política constitucional venezolana es percibida de muchos modos, aunque muy rara vez se la percibe como una insuficiencia en la razón de Estado. Por ejemplo, Ramón Escovar Salom insiste en que cobremos conciencia de que somos “país pequeño”; más de una voz se ha alzado para decir que debiéramos buscar un tratamiento conjunto de la deuda latinoamericana e incluirnos en ello; los postulantes de una integración económica, sea andina o latinoamericana no hacen otra cosa que reconocer la insuficiencia; nuestra participación en el Grupo Contadora, ya lo dijimos, es otra certificación de lo mismo. Pero pocos dan el salto perceptual necesario para reconocer la verdad completa: nuestro diseño como país independiente tiene escasa o nula viabilidad.
Las consecuencias económicas de tal situación son muy claras. Es relativamente fácil montar alguna industria dentro de un perímetro nacional protegido por barreras aduanales. Lo que no es fácil es lograr un grado significativo de diversificación sobre esa base de consumo local, pues el mercado interno es muy pequeño y, para colmo, reducido aún más por el desempleo y la inflación, ambos fenómenos reductores de la demanda global. En tales circunstancias, los costos de producción, en ausencia de economías de escala, hacen muy caros los productos nacionales.
Por ejemplo, el precio de los automóviles en Venezuela es comparativamente muy elevado, aún antes de los efectos de la devaluación. En quince años el precio de un automóvil caro se ha equiparado al precio de unidades de vivienda en urbanizaciones del este de Caracas. A pesar de esto, dicho sea de paso, hay segmentos de la población que consiguen gastar cantidades enormes en la compra de vehículos. La Ford de Venezuela anunció en el mes de abril de este año de 1986 que había vendido 17.000 unidades “Sierra” en el lapso de doce meses. Computados al precio de su modelo más barato (Bs. 130.000), se ha gastado la suma de ¡dos mil doscientos diez millones de bolívares en carros “Sierra” únicamente!
La insuficiencia política constitucional venezolana contribuye decisivamente, por último, al agravamiento de la insuficiencia política funcional descrita en la sección anterior. El hecho de tener que gastar altas proporciones del Presupuesto Nacional e ingentes cantidades de tiempo y dedicación a asuntos de Estado (cancillería, defensa ante terceros estados, etcétera), involucra un drenaje de recursos a funciones de gobierno propiamente dicho, lo que redunda en menor posibilidad de atención a los problemas internos. En momentos cuando la situación problemática interna, tanto política como económica, es de carácter agudo, la función de Estado es francamente onerosa. Por otra parte, la propia función de Estado es realizada deficientemente. Una de las más reiteradas acusaciones de los mismos políticos tradicionales venezolanos es la de una “ausencia” de política internacional consistente y, también, una presunta falta de profesionalidad de la cancillería venezolana.
El General Berzares, alto oficial de la aviación venezolana, ocupó el cargo de Secretario Permanente del Consejo Nacional de Seguridad y Defensa. De allí partió, poco antes de la caída del Shah de Irán, como embajador de Venezuela ante ese país, de obvio interés estratégico para Venezuela en razón de que Irán era en esos momentos el segundo productor de la OPEP Cuando sólo faltaba una semana para su viaje a Teherán el General Berzares no disponía de información que le permitiera contestar de cuántos miembros se componía el personal que estaría a su cargo en la embajada, ni había recibido tampoco un briefing sobre el país en el que nos representaría ni sobre su misión.
Sobre la política militar hay poca discusión extracastrense en Venezuela, como no sea para discutir, en los círculos partidistas, la oportunidad de los ascensos de oficiales de alto rango o, más recientemente, para tratar sobre casos de presunta corrupción. Es así como no hay una crítica equivalente a la que se hace de la cancillería, en el sentido de que no habría una política militar coherente. Sin embargo, es sabido que la percepción habitual de los asuntos militares venezolanos poco tienen que ver con su función de defensa de agresores externos. Los militares venezolanos son percibidos y utilizados más bien como garantes de un orden interno, y entendidos y limitados por su potencial involucración en un golpe de Estado. De allí las limitaciones impuestas a las Fuerzas Armadas Venezolanas en la época de Rómulo Betancourt (época caracterizada por el alto riesgo de asonadas militares): principalmente, el aislamiento relativo de las distintas fuerzas (para que no conspiren en conjunto) y la política de elevada rotación en los mandos y la de retiro mandatorio y temprano de los más altos oficiales. Esto hace que la planificación militar sea altamente ineficiente y que los estados mayores de los comandantes tengan poco incentivo hacia la planificación a largo plazo, ya que los comandantes son cambiados con demasiada frecuencia. A esto se suma que, a pesar de la labor desarrollada desde hace varios años por CAVIM (Compañía Anónima Venezolana de Industrias Militares), la dependencia de Venezuela por lo que respecta al parque militar es bastante acusada, dado que esta compañía no puede suplir mucho del equipo que en un intercambio bélico moderno sería utilizado. Es de presumir que Venezuela experimentaría considerables dificultades operacionales en caso de un conflicto armado con otro país.
En síntesis, no es sino fuera de la actual concepción de Venezuela como Estado políticamente autosuficiente que podrá resolverse nuestro defecto económico constitucional: “Después de todas las vueltas que se quiera darle, el mercado venezolano, creciendo a tasas que admita la gobernabilidad de la sociedad, nunca podrá alcanzar el tamaño requerido para que la producción permita a su vez un nivel de precios que incorpore al consumo a la mayoría de la población». No es sino fuera de la actual concepción de Venezuela como Estado políticamente autosuficiente como podremos agregar algo más a la significación histórica de nuestra sociedad: más allá de lo que Bolívar hizo, pues después de su realización poco queda que pudiera anotarse en una enciclopedia de las realizaciones universales.
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PRONOSTICO
Debe entenderse que este pronóstico es sólo una colección de consecuencias de la aplicación de una determinada política. Es decir, un pronóstico operacional. No es una predicción acerca de lo que será el futuro. Es, sí, una presunción de lo que pudiera ser si se actúa de una cierta forma; en este caso, si se continúa en la aplicación de los tratamientos tradicionales.
No es éste, pues, el único futuro posible. No es, tampoco, el peor de los futuros. Es posible, por ejemplo, gobernar peor que lo que lo hace el presente tren ejecutivo. De hecho, aun cuando las políticas del Presidente Lusinchi pueden inscribirse dentro de los tratamientos tradicionales, se puede defender la tesis de que en la aplicación del viejo paradigma lo hizo bastante bien en la primera mitad de su período. Ahora le toca la fase más difícil: no habiendo reelección en Venezuela, la segunda mitad del período de gobierno de un presidente suele ser muy ingrata. Ya empieza a acercarse a su salida y a la campaña electoral de otro que no es él. Si el año pasado declaraba que el Estado casi se le estaba yendo de las manos ahora la complicación a tratar será mayor, tanto en sí como por el hecho de que contará con menos apoyo del que ha tenido hasta ahora.
No se ven signos de corrección de la insuficiencia política funcional en el país. Al menos por lo que respecta a los partidos corrientes, sus más recientes reacciones van en contra de lo que se percibe como necesario. En lo tocante a una mayor representatividad de los miembros de los cuerpos deliberantes se ha llegado a formular una concesión mínima que tal vez llegue a ser puesta en práctica. No será uninominal la representación, sino “nominal”, y no será en todos los cuerpos deliberantes, sino en los concejos municipales. (Nominal significa, como sabemos, que los partidos seguirán siendo los compositores de las listas, y que dentro de esas listas cerradas habría la posibilidad de alterar el orden de preferencias entre los distintos nombres).
En ese sentido se han pronunciado las principales autoridades de los partidos Acción Democrática y Social Crisitiano COPEI y aún la Comisión Presidencial para la Reforma del Estado, COPRE. Se quiere primero hacer “un ensayo”, porque en muchos de los actores políticos tradicionales prevalece lo que declaraba hace unos dos años Leonardo Ferrer, el Presidente de la Cámara de Diputados, en relación a la posibilidad de elegir directamente a los gobernadores de estado: el pueblo no está maduro todavía para eso. Es interesante notar que en criterios como el expuesto pareciera requerirse más madurez para elegir a los gobernadores que al propio Presidente de la República, quien, obviamente, sí es elegido directamente.
El argumento de la inmadurez es exactamente el mismo que emplearon una y otra vez los sostenedores de aquella tesis vallenillista del cesarismo democrático, forma sofisticada de la tesis del “gendarme necesario”. El gendarme es necesario porque el pueblo, muy atrasado, no puede gobernarse a sí mismo. Tal argumento, en su época rechazado por nuestros actores políticos tradicionales, es el que ahora éstos emplean. Dicho sea de paso, esta es la corroboración más contundente de que los actores políticos tradicionales se han vuelto refractarios a la propia democracia.
Así, pues, no debe esperarse mucho de concesiones partidistas a la más directa representación popular. Nuestro establishment político evidencia a las claras los rasgos de todo ancien régime, de todo cuerpo envejecido: inelasticidad en las coyunturas, inercia, presbicia.
Por lo que respecta a la infiltración del Poder Judicial ya notamos el episodio insólito de la indignación de las máximas autoridades de Acción Democrática ante el hecho de la elección de un Presidente de la Corte Suprema de Justicia diferente al que tenía en mente el Comité Ejecutivo Nacional de ese partido. Después de este auspicioso evento, muy apresuradamente, los presidentes de Acción Democrática y COPEI revivieron el “pacto institucional”: la componenda entre ambos partidos para la determinación extrainstitucional, partidista, de algunos importantes cargos públicos nacionales, entre los que están los cargos determinantes del Poder Judicial.
En lo tocante a la liberalización de la economía, también se ha manifestado contraria la máxima dirigencia de Acción Democrática a la restitución de las garantías económicas constitucionales. (El Secretario General de COPEI se ha convertido de modo instantáneo y muy reciente a la posibilidad de la restitución inmediata. No era tan cálido el año pasado, cuando uno de sus contendores más notorios, Oswaldo Alvarez Paz, había tomado esa posición de manera ostensible).
Ocupándose de tantas cosas de las que no debía ocuparse en lo representativo, lo judicial y lo económico, obviamente, el gobierno continuará sobrecargado. En esas condiciones, hasta una buena noticia crea problemas, porque no habrá el tiempo para aprovecharse adecuadamente de ella.
Esta sobrecarga decisional es, lo anotábamos en el diagnóstico, un factor agravante de la insuficiencia política funcional. En lo sucesivo veremos cómo aumenta la acumulación de problemas y, paralelamente, la acumulación de respuestas insuficientes.
La otra fuente de insuficiencia política funcional, la esclerosis paradigmática del actor político tradicional, tampoco se resolverá en un plazo pequeño. De ahora en adelante la atención de los actores políticos tradicionales estará cada vez más requerida por las próximas elecciones y la lucha cotidiana en relación a ellas. No habrá tiempo para el cuestionamiento y el recambio paradigmático.
Al agravarse la insuficiencia política funcional se agravará asimismo el cúmulo de problemas a los que el aparato político debiera dar respuesta. Es así como veremos, por ejemplo, un incremento en el número e intensidad de conflictos sociales de toda índole, lo que realimentará el problema. En particular, un proceso paradójico será observable: la crisis inducirá a un comportamiento más racional del cuerpo social en su conjunto, al tiempo que aumentará la frecuencia de comportamientos individuales irracionales. La profundidad de la crisis ha tenido, por supuesto, algún efecto beneficioso: ha servido para el enseriamiento en la conducta de muchas personas y como un acicate para la búsqueda de nuevas soluciones. Al propio tiempo, la permanencia de la sensación claustrofóbica—no ver la salida—hace que aumente el número de casos en los que la violencia y la ruptura sean vistas como las únicas soluciones asequibles. Desde el punto de vista político esto se manifestará por un incremento de aquellos segmentos de población que descrean de la democracia y admitan algún tipo de dictadura.
El agravamiento de la insuficiencia política funcional transcurrirá mientras permanece al mismo tiempo la condición de insuficiencia constitucional. Esto hace que la evolución previsible de la crisis, de no aplicarse tratamientos diferentes a los tradicionales, sea de alta peligrosidad. El sistema nacional ya ha dado muestras de aguda descoordinación, con episodios de fibrilación: cada componente social actúa sin verdadero concierto con el resto de los componentes. Al no resolverse el proceso patológico central se multiplican los conflictos de dimensión local. Es así como se observa ya la resolución localizada de tensiones mediante el expediente de las separaciones intempestivas. (Considérese la siguiente serie de salidas bruscas: Alberto Quirós Corradi de la industria petrolera nacional, Luis Raúl Matos Azócar de CORDIPLAN, Alberto Müller Rojas de la Gobernación del Territorio Federal Amazonas, Rosana Ordóñez de Radio Caracas Televisión, Eduardo Quintero Núñez del Grupo Polar, Marcel Granier de Radio Caracas Televisión y el Diario de Caracas).
Las oscilaciones que se suceden en el sistema nacional como consecuencia de la entronización de la crisis, la insuficiencia política funcional y los intentos de resolución fragmentarios aumentarán aún más la inestabilidad y la ineficacia. En un proceso de tal naturaleza un colapso del sistema, en direcciones poco previsibles de antemano, es un desenlace no descartable.
No son soluciones a este complejo político patológico las soluciones moralistas. Es de la mayor importancia captar este concepto y sus consecuencias, pues durante mucho tiempo se ha creído que un tratamiento adecuado de nuestras dolencias políticas consistiría en una “moralización” de la política nacional.
La orientación más reciente a este respecto es la siguiente: “También se acordó en la reunión de ayer, en el despacho presidencial, que se concretarán modificaciones para la moralización de la judicatura.” (El diario El Nacional en su edición del viernes 6 de junio de 1986, al reportar la reunión del Presidente Lusinchi con el Comité Coordinador de la Comisión Presidencial para la Reforma del Estado. Esta reunión tuvo lugar luego de que los directivos de la Comisión recibiesen el regaño presidencial: “Es una comisión asesora y no una comisión promotora.” El Presidente estaba reaccionando a la reciente campaña de declaraciones de los directivos de la Comisión, resistiendo a la posibilidad de que una comisión nombrada por él pudiera irse de su control).
Este tratamiento está destinado al fracaso, no sólo porque su aplicabilidad es harto dudosa, sino porque, más fundamentalmente, aun cuando se encontrase una forma práctica de “moralizar” la política nacional (para lo que habría que inventar un modo cierto de medir la moralidad individual, que permita cerrar el paso a los individuos de baja moralidad), todavía una alta densidad de políticos muy morales pero esclerosados paradigmáticamente tendría como resultado el mismo grado de ineficacia e insuficiencia políticas. No es con buenas intenciones como puede resolverse el problema central de la política venezolana actual: la insuficiencia.
Por esta razón no tienen posibilidad terapéutica real los tratamientos que postulan que el problema judicial se resolvería con la elección de jueces “más honestos”, que el problema de la corrupción sería subsanado mediante la aplicación más estricta de las regulaciones de salvaguarda del patrimonio público, y así sucesivamente. Estos tratamientos, en apariencia nuevos, son absolutamente ineficaces. La distribución de cualidades morales en una población lo suficientemente grande tiende a seguir una distribución normal. Es decir, la gran mayoría de su población, en su producto moral promedio, no será ni heroica ni malévola, mientras los miembros de comportamiento consistentemente heroico y aquellos de comportamiento antisocial constante serán muy pocos. Una consecuencia que se desprende directamente de esta interpretación realista sobre la moralidad social es la de que nunca podrá contarse con suficiente “gente honesta” como para garantizar que su asunción al poder significaría un cambio verdaderamente radical en la conducción de la política.
Los tratamientos moralizantes, pues, son pseudotratamientos, pues ignoran por completo este hecho fundamental de las poblaciones humanas. Esta descalificación no toma en cuenta, además, que en bastante más de unos cuantos casos los propugnadores de los tratamientos moralizantes no son precisamente un dechado de moral, por lo que sus proposiciones resultan autocontradictorias.
Otros tratamientos se desarrollan dentro del paradigma político ya esclerosado. Así, hay los propugnadores de una “derechización” del rumbo político, lo que se obtendría por una suerte de temporada libre de caza para la empresa privada. Según los proponentes de este esquema de tratamiento, la causa fundamental de los males se encuentra en un “Estado omnipotente”. Pero el “Estado omnipotente” es más un resultado que una causa. Si bien es cierto, como lo hemos anotado, que el sistema político muestra claros signos de hipertrofia, una operación quirúrgica de resección del Sector Público no es lo que resolverá el asunto de fondo.
Mucho menos constituyen un tratamiento real formulaciones tales como “el relanzamiento de la democracia”, “una democracia nueva para una Venezuela nueva” o “grandeza con sacrificio”. Este tipo de jarabes no pasan de ser placebos insustanciales, sin ningún contenido terapéutico real, retórica pura sin significado. Los tratamientos reales deben especificar exactamente en qué consisten en la práctica y explicar, adicionalmente, cómo van a ser aplicados. Es necesario decir cuántos gramos de “grandeza” van a ser combinados con cuántos gramos de “sacrificio” y cómo va a introducirse tal mezcla en el soma nacional.
A pesar de este pronóstico, que, repetimos, se reduce a vislumbrar lo que sería el curso del proceso de continuar la aplicación de los remedios convencionales, es posible formular un tratamiento adecuado a la crisis, que actúe directamente sobre las causas y resuelva la condición patológica de la política venezolana.
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TRATAMIENTOS
tratamiento funcional
Existe una serie de tratamientos dirigidos a curar los diversos problemas causados por la insuficiencia política funcional y un tratamiento destinado a curar la insuficiencia misma. En general puede afirmarse que la aplicación de los primeros se hará posible en la medida en que la insuficiencia sea tratada directamente. Es por esto que, antes de enumerar algunos posibles tratamientos a problemas específicos, nos referiremos directamente al tratamiento necesario para superar la insuficiencia política funcional.
Vimos antes que la causa principal de la insuficiencia política funcional debe hallarse en la esclerosis paradigmática de los actores políticos tradicionales, puesto que otra de las causas, la sobrecarga decisional a la que está sometido el aparato político, es incluso realimentada por la insuficiencia, al impedir la elaboración de respuestas adecuadas a los problemas y así aumentar la carga de problemas por resolver. En principio hay dos vías para la curación de la esclerosis paradigmática: 1. el reemplazo, en los propios actores políticos tradicionales, de su paradigma político esclerosado por un paradigma político distinto; 2. la emergencia de actores políticos diferentes que traigan de una vez consigo el nuevo paradigma necesario.
La primera de las rutas terapéuticas parecería ser, en primera instancia, la ruta preferible. En teoría, se mantendría la anatomía del sistema. No sería necesario descartar a los partidos tradicionales como vehículos de cambio y renovación. El problema es que esta terapéutica ya ha sido aplicada y ha fracasado. Los partidos han recibido, tanto desde dentro por proposición de algunos de sus miembros, como desde fuera, y en múltiples instancias, proposiciones de cambio en la orientación política. La resistencia de los actores políticos tradicionales ha sabido anular o ignorar tales proposiciones. No ha bastado que sufran traumas electorales de consideración (la pérdida de las elecciones por Acción Democrática en 1978 y 1979 y por COPEI en 1983 y 1984) para producir una apertura a las nuevas proposiciones.
En ignorancia de este hecho, la Comisión Presidencial para la Reforma del Estado ha puesto la mayor de sus esperanzas en una terapéutica que busca “democratizar a los partidos” para que éstos a su vez, en efecto de segundo grado, aumenten la democracia general. Es así como la mayor parte de sus recomendaciones tienen como objeto a los mismos partidos: “La profundización de la democracia implica que sean las bases partidistas las que tengan la palabra fundamental en la elección de las autoridades internas y en la postulación de los candidatos a la Presidencia de la República y los cuerpos deliberantes.” (Carlos Blanco, Secretario Ejecutivo de la COPRE, en entrevista de Iris Castellanos aparecida el 6 de junio de 1986, a raíz de la reunión del Comité Coordinador con el Presidente de la República). Esta formulación no contempla el hecho de que aún las “bases partidistas”, es decir, los inscritos en los partidos, son una minoría nacional.
De forma parecida, y aún más fuertemente, lo percibe Pedro Pablo Aguilar, en declaraciones que se originan en una polémica suya con Ernesto Mayz Vallenilla: “Mi planteamiento es que los intelectuales, los sectores profesionales y empresariales, los líderes de la sociedad civil no pueden seguir de espaldas a la realidad de los partidos, y sobre todo, a la realidad de los partidos que protagonizan la lucha por el poder.” (El Nacional, 7 de junio de 1986). Es decir, Aguilar ha descubierto que no es que los partidos (el “país político”) se encuentren de espaldas a la realidad nacional, sino que ¡el “país nacional” se encuentra de espaldas a la realidad de los partidos!
Para aquellos que piensen que el problema es tan sólo con Acción Democrática y COPEI, hay quienes han planteado que una “tercera opción” es construible a partir de una coalición en la que los partidos de “izquierda” serían los componentes principales. Oigamos a Luis Bayardo Sardi, dirigente del Movimiento al Socialismo, quien, al pedírsele que enumere las “fallas” del sistema por el que “los partidos han perdido su papel de mediador ante la sociedad y el Estado”, dice: “Creo que hay carencias en el orden de oportunidades. Las posibilidades equitativas entre todos los partidos: que tengan igual acceso a los medios de comunicación, que la relación de éstos con los sectores económicos deba democratizarse en el sentido de que el Estado asuma el financiamiento para funcionar.” Obviamente, Sardi insiste en que los partidos “deben recobrar su papel de mediador entre la sociedad y el Estado” (otra vez la distinción) y se preocupa más por medidas que atenúen la desventaja de recursos que, frente a Acción Democrática y COPEI, exhiben partidos pequeños como el MAS (El Nacional, 7 de junio de 1986).
El problema, en el fondo, no es que existan o no partidos. El asunto estriba en lo que esos partidos representan hoy. Por un lado, las diferencias entre los principales partidos, al menos al nivel programático, son casi inexistentes. (Existen trabajos privados, no publicados, de comparación entre las ofertas electorales de AD, COPEI y el MAS, que revelan la muy cercana similitud de los planteamientos. Esto es explicable porque cada uno de esos partidos, y también otros no incluidos en el análisis, participan de las líneas principales del viejo paradigma político ya esclerosado). Es cierto que la Constitución Nacional de 1961 establece “el derecho de asociarse en partidos políticos para participar, por métodos democráticos, en la orientación de la política nacional.” Esto no significa, sin embargo, que sea mandatorio estar dentro de un partido determinado para participar en la formación u orientación de la política, como pareciera querer dar a entender el Senador Pedro Pablo Aguilar: “De acuerdo con la Carta Fundamental, los partidos son los instrumentos que tienen los ciudadanos para participar en la orientación de la política.” (El Nacional, 7 de junio de 1986). Según esa interpretación, no habría otro modo de participar que a través de los partidos. Pero esto no es lo que establece la Constitución Nacional. (La que, a fin de cuentas, fue redactada por los partidos en 1961).
En materia de reforma al sistema de representación, ha gravitado como excusa principal para resistir una modificación en dirección a la representación uninominal el principio llamado de “representación proporcional de las minorías”, efectivamente consagrado en la Constitución de 1961: “La legislación electoral asegurará la libertad y el secreto del voto, y consagrará el derecho de representación proporcional de las minorías.” (Artículo 113).
El problema es que no se establece en ese artículo cuáles minorías son las que deben ser representadas. Por ejemplo, ¿deben ser representadas en el Congreso, proporcionalmente, las minorías que piensen que el aborto debe ser declarado un derecho de las mujeres? ¿Cómo asegurar que estén representados proporcionalmente en la Asamblea Legislativa del estado Guárico los que crean que el cigarrillo debe ser abolido en los sitios públicos, los que supongan que deben ser restituidas de inmediato las garantías económicas, o, peor aún, los que piensen que el principio de representación proporcional de las minorías es un principio imposible de aplicar, dado que las “minorías” no son estables y un día hay unas “minorías” y al día siguiente otras?
Por otro lado, hay que entender lo que suponemos quiso establecer el legislador al referirse a representación proporcional de las minorías. Lo que se desea con este principio es evitar una homogeneización que se base en el predominio de una mayoría, mediante la nulificación de puntos de vista diferentes. Pero en ninguna parte se establece en la Constitución que las palabras “minoría” y “partido” son sinónimos.
Es difícil ubicar un sistema político en el que las minorías tengan un mayor peso real y mayor representación que en el sistema político norteamericano, cuya estructura es precisamente la de representación uninominal. Es un sistema más abierto, y allí tienen participación y representación efectiva todas las minorías. Cada minoría es muy activa—mujeres, ecologistas, negros, pacifistas, partidarios del porte privado de armas, homosexuales, etcétera—y obtienen una considerable influencia en la determinación de las políticas mediante el expediente directo de asociarse libremente en torno a un punto de opinión determinado: derechos de la mujer, derechos de los negros, etcétera. Así influyen fuertemente sobre sus legisladores, pues cada uno de éstos tiene un electorado (constituency) del que depende su permanencia en el cargo representativo, razón por la que prestan mucha atención a los movimientos de opinión, aunque sean minoritarios.
En cambio acá, donde se dice que debe prevalecer el sistema de representación proporcional de las minorías, esto ha sido diseñado de modo que las “minorías” que son protegidas son minorías partidistas. El sistema sirve para que un partido derrotado en una determinada circunscripción electoral no se quede sin asientos en las cámaras representativas. Pero la minoría de opinión que representan es totalmente difusa y sin definición, sobre todo cuando las elecciones legislativas dependen de modo muy intenso de las diferentes alternativas hacia la elección de Presidente de la República. En general, los sistemas de representación proporcional de las minorías tienen sentido en sociedades en las que las mismas están definidas con claridad, en países con tradicionales divisiones étnicas, lingüísticas o religiosas o en sociedades que experimentan conflictos ideológicos y de clase. Estas no son condiciones que describen a Venezuela, por lo que la insistencia sobre tal principio debe ser considerado solamente como un modo de reforzar el monopolio de los actuales partidos sobre la participación electoral. Todo sistema—político, técnico, físico, el que sea—incurre en algún costo. El sistema uninominal de representación también lo tiene, pero es un costo fácilmente pagable si se considera que lo que se obtendría es un sistema fácil y rápidamente entendible por el electorado, al tiempo que se le permite hacer al representante elegido un sujeto responsable de sus actos. En este sistema la responsabilidad no puede ser evadida transfiriéndola a una organización partidista.
Si el tratamiento de elección viene a ser, por lo tocante a la representación (vehículo preferente para la renovación del paradigma político), la adopción de un sistema de representación uninominal, subsiste, no obstante, un problema de aplicación del tratamiento, dado que el sistema llamado a aplicarlo se resiste a ello. Es por esto que la aplicación del tratamiento debe darse por autoinoculación. Es el propio “país nacional” el que debe conquistar la uninominalidad.
¿Cómo hacerlo? Es posible, dentro de la reglamentación pautada por la Ley Orgánica del Sufragio vigente, que un particular sea nominado por un grupo de electores para ocupar un cargo deliberante y así registrarlo ante el Consejo Supremo Electoral. No hay nada en esa ley que obligue a la confección de una lista completa para todos los cargos previsibles de representación de una circunscripción electoral determinada. Esta posibilidad ha sido consultada a altos funcionarios del Consejo Supremo Electoral y a personas versadas en leyes, quienes han confirmado como posible tal alternativa. Al contestar la consulta uno de ellos opinó que esto es posible pero sería “antieconómico”: una persona, postulada uninominalmente, podría resultar elegida con el 80% de los votos para un solo puesto deliberante, mientras los restantes puestos deberían distribuirse, con arreglo al engorroso cálculo del “cuociente electoral”, a los restantes candidatos postulados en listas, aunque sólo hubiesen éstas, en su conjunto, obtenido el 20% de los votos. De esta forma quedaría planteada una “crisis de representatividad”. Efectivamente, la mayoría estaría representada por una sola persona, mientras una obvia minoría contaría con el resto de los puestos de representación.
Que esto es posible se confirma en una lectura directa del articulado de la Ley Orgánica del Sufragio: “También podrán hacer postulaciones para Senadores y Diputados al Congreso y Diputados a las Asambleas Legislativas, diez (10) ciudadanos inscritos en el Registro Electoral Permanente, mayores de veintiún (21) años, que sepan leer y escribir, en representación de un número de electores igual al exigido por la Ley para la constitución de un partido político regional.” (Artículo 99). La Ley de partidos políticos, reuniones públicas y manifestaciones establece en su Artículo 10 la exigencia de un número de personas “no inferior al 0,5% de la población inscrita en el registro electoral de la respectiva Entidad” para calificar como partido regional.
Que no es necesario postular más de un candidato se desprende de los Artículos 100 y 145 de la Ley Orgánica del Sufragio. En efecto, el Artículo 100 establece que, a los fines previstos en el Artículo 146 (relativo a quiénes serán suplentes de los representantes principales en los distintos órganos deliberantes), “en dicha lista podrá postularse hasta un número de candidatos igual al doble de los principales postulados”. Es decir, se establece un límite máximo, pero no se establece un mínimo. El Artículo 145 lo corrobora explícitamente, al decir: “Si una o más listas, por haberse presentado o haber quedado incompletas, no tuvieren el número de candidatos requeridos para llenar los puestos que le corresponderían como resultado del escrutinio, el puesto o puestos que queden disponibles, se adjudicarán a las otras listas conforme al sistema ya establecido.”
Lo “antieconómico” de este modo de representación se daría, evidentemente, si en una circunscripción electoral solamente una persona decidiera postularse por la vía uninominal: esto es, recogiendo las firmas necesarias para que su postulación fuese admitida. Pero ¿qué pasaría si esa ruta fuese tomada por muchas personas a la vez, si, por ejemplo, en el Estado Miranda 50 personas lograran inscribirse así como candidatos? De tener un abrumador éxito en la votación, los representantes elegidos serían personas postuladas uninominalmente. En el caso de un éxito intermedio, seguiría presentándose un cierto grado de complicación y de representación cuestionable.
Es por esta razón que recomendamos el siguiente tratamiento:
Formar una asociación política constituida por aquellas personas que deseen postularse uninominalmente a los cuerpos deliberantes, fuera del canal tradicional y trombosado de las listas partidistas, y por aquellas otras personas que, sin tener intención de postularse, sostengan la opinión de que el sistema uninominal es un mejor método de representación.
La asociación confeccionaría su lista de postulados según un orden que sería determinado por el número de firmas de electores que cada postulado fuese capaz de recabar individualmente. (Nunca menor al mínimo legal). Así, se presentaría al electorado una lista de personas que no ha sido determinada por un comité partidista, sino que se ha construido por voluntad directa de los electores.
La asociación debe construirse sin que haya compromiso programático explícito entre sus miembros. Es decir, no se exige que los miembros de tal asociación compartan otra noción común que no sea la del valor de la representación directa o uninominal. El compromiso programático del postulado debe darse con quienes estamparon su firma para postularlo, a excepción del siguiente: los miembros de la asociación que resulten elegidos se comprometen a introducir de inmediato los proyectos de ley que reformen el sistema electoral a fin de hacerlo clara y definitivamente uninominal.
La asociación es conveniente para que pueda darse con eficacia la protección de los votos consignados por la tarjeta pequeña de la misma, mediante la vigilancia que es estipulada como derecho por la propia Constitución Nacional, así como para optimizar la consecución de recursos financieros para las respectivas campañas.
Finalmente, la asociación se prohibe explícitamente la postulación de candidato a la Presidencia de la República, puesto que su objeto se circunscribe a la representación en cuerpos deliberantes.
La ventaja de una asociación de este tipo es que cuela de una vez, por los intersticios e imprevisiones de la actual legislación electoral, el principio de la uninominalidad. Tal cosa se hace sin necesidad de esperar a que los actores políticos tradicionales modifiquen la legislación a favor de nuevas reglas contra las que se han manifestado claramente. Lo hace el pueblo directamente, por autoinoculación del remedio necesario. De este modo se evita violentar el sistema de reglas imperante y se lleva a las cámaras legislativas un conjunto de representantes que sí estén dispuestos a modificar la legislación. Hace innecesaria esta asociación los difíciles acuerdos de un programa común, el que ha sido procurado infructuosamente, por ejemplo, en los intentos de unificación de las izquierdas. Por otro lado, la asociación puede organizar mejor todo lo correspondiente a la presencia de testigos en las distintas mesas electorales.
La asociación debe estar abierta a aquellos miembros de partidos que prefieran postularse uninominalmente en lugar de negociar un puesto en las listas elaboradas por sus propios partidos. (En la esperanza de que los partidos en cuestión no apliquen medidas disciplinarias en contra de tales personas).
Es posible que los actores políticos tradicionales intenten bloquear este autotratamiento político. Al hacerlo así, sin embargo, se exponen al riesgo de una violenta reacción, puesto que ya sería ir demasiado obviamente en contra de la verdadera base de la democracia. (Esta referencia se hace porque hay personas que, aceptando que este tratamiento es ideal, creen que debe aplicarse con el mayor sigilo, manteniendo en secreto la proposición hasta hallarnos adentrados en el próximo proceso electoral. Por lo contrario, creemos que el tratamiento debe proponerse abierta y transparentemente desde ahora. Es importante que pueda verse una luz más allá del túnel, a fin de que la energía que ya comienza a disiparse en arreglos preelectorales, pueda dedicarse a lo que realmente importa en estos momentos: la proposición de soluciones a la ingente cantidad de problemas que aquejan a la Nación).
La principal propiedad terapéutica de este tratamiento reside en que su foco es el Poder Legislativo, cuando lo tradicional es enfocar el asunto sobre el control del Poder Ejecutivo. Este continuará teniendo un gran poder, no hay duda, pero tendría que comportarse de un modo diferente frente a un Poder Legislativo que ya no sería una composición de intereses articulados en torno a la campaña presidencial. Si se quiere resumir en forma efectista, puede decirse que el golpe de Estado necesario es un golpe dirigido al Poder Legislativo.
En las primeras páginas de su libro “Técnica del Golpe de Estado”, Curzio Malaparte describe la innovación de tecnología política que constituyó el golpe bolchevique de octubre de 1917. En efecto, los golpes tradicionales consistían en asaltar por la fuerza el palacio de gobierno, para destronar directamente a la cabeza del Poder Ejecutivo. Los bolcheviques, en cambio, dejaron que Kerensky permaneciera en el edificio sede del gobierno y mientras tanto se dedicaron a cortar las vías telefónicas y telegráficas y a impedir otros servicios esenciales a la comunicación. Es así como el gobierno de Kerensky quedó completamente aislado, sin los canales de comunicación requeridos para que el gobierno pudiera funcionar. Es como si el cerebro de un organismo viviente quedara separado de los órganos sensoriales y de locomoción. Kerensky cayó, prácticamente, por sí mismo. Un concepto similar a éste es el que da substancia estratégica al tratamiento recomendado. Es posible dejar el control del Ejecutivo a otras manos y concentrarse en el control del Legislativo, ejerciendo de este modo, al estilo de ciertas aperturas ajedrecísticas relativamente modernas, un “control del centro a distancia”.
En verdad, una parte muy considerable (tal vez la mayoría) de los tratamientos requeridos para solventar los males descritos en el diagnóstico, precisa de la acción legislativa, puesto que en muchos casos se trata, más que de “generaciones de relevo” (sin desmerecer este concepto) de un cambio de las reglas de operación. Es por esto que el enfoque preferente resulta ser el de la toma del Poder Legislativo.
En puridad resultaría más uninominal el lanzamiento totalmente independiente de muchas candidaturas individuales. Como apuntamos antes, si esto se produce en número suficiente y si los candidatos individuales tienen éxito, la pura uninominalidad resultaría eficaz. El problema reside en que actuamos dentro de una reglamentación no pensada para la uninominalidad y que de esta forma el proceso resultaría, esta vez en términos literales, poco económico. Adicionalmente, está lo concerniente a la vigilancia del proceso por los interesados. Es concebible, sin embargo, que cada candidato uninominal, como de todas formas debe establecer su organización de campaña, pudiera emplear su organización en la fase final para certificar que sus votos no le son escamoteados. En todo caso, el tratamiento esencial continúa estando centrado sobre el aprovechamiento de las oportunidades que concede la actual arquitectura legal de las elecciones venezolanas. De preferirse la formación de la asociación, tal vez un nombre adecuado sea el “Sociedad Política de Venezuela”, para significar con esto que se trata del rescate de la categoría política para el diferido “país nacional”. (Este nombre fue sugerido para una organización un poco más compleja en febrero de 1985. Informe Krisis, KG16).
El tratamiento propuesto constituye la vía preferente para el recambio paradigmático en la política venezolana. Este recambio no es posible sin la apertura de nuevos canales para la emergencia de actores políticos realmente nuevos. Como dijimos, desconfiamos de las visiones que corresponden a un estilo de “academia” en la formación de los actores políticos. Es decir, no creemos en la receta platónica para formar buenos gobernantes: establecer una academia en la que se adiestre a unos privilegiados en las artes del buen gobierno. La solución verdaderamente democrática reside en adiestrar al pueblo para que sea éste quien se encuentre en capacidad de distinguir entre buenos y malos gobernantes. (Bárbara Tuchman). No es como dice Luis Bayardo Sardi, quien ve en la posibilidad del financiamiento por el Estado de la actividad partidista una gran ventaja porque “contribuirá a mejorar la formación de los cuadros partidistas para el ejercicio de los roles como dirigentes de la sociedad o como administradores de Estado”. La uninominalidad es un medio para cumplir este propósito, pues en campañas abiertas de cada candidato por separado hay mucho más oportunidad de distinguir que en una campaña electoral legislativa totalmente enmascarada por la contienda por la Presidencia de la República, y en la que un número considerable de candidatos quedan englobados en listas cerradas, para las que no se propone un programa legislativo aparte del programa del candidato a Presidente. (Es por esto, por supuesto, que conviene altamente completar el principio de la uninominalidad con el de separación de las elecciones legislativas).
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Otros tratamientos son asimismo aconsejables para contribuir a la curación de la insuficiencia política funcional o para atacar algunos de los males a los que esa condición no encuentra respuestas adecuadas.
1. Reelección del Presidente de la República: La teoría predilecta del paradigma político esclerosado al respecto de la reelección presidencial establece que, dado que tradicionalmente en Venezuela existe una “tendencia al caudillismo”, la reelección es inconveniente. Además se aduce que de haber posibilidad de reelección, el presidente en ejercicio (incumbent, en la literatura política norteamericana) haría que toda la fuerza y recursos del gobierno se empleasen, con ventaja injusta, a favor de su campaña. Ambos argumentos son falsos.
Por un lado, a pesar de que existen prohibiciones legales para la intervención gubernamental en los procesos eleccionarios, tal intervención se produce de hecho. Mucho del empleo público consiste de activistas políticos mantenidos a través de los sueldos de la Administración Pública, por ejemplo, para citar sólo una técnica de intervención.
Por el otro lado, el electorado venezolano ha evidenciado no ser muy impresionable por la propaganda gubernamental. De cinco elecciones presidenciales en Venezuela tan sólo en una resultó triunfante el candidato del gobierno. (Raúl Leoni en 1963). En las cuatro restantes el resultado se correspondió con una derrota del partido «incumbente». (Obviamente, no se incluye la elección de Rómulo Betancourt, puesto que era el primero de la serie y no había sido postulado, como tampoco ninguno de sus contrincantes, por el gobierno. El caso de Wolfgang Larrazábal no era tampoco el de un candidato de gobierno, aunque fue el Presidente de la Junta de Gobierno hasta muy poco antes de cerrarse el plazo de inscripción de candidatos. Aún así, con toda la ventaja que le haya podido reportar ese ejercicio, tampoco pudo triunfar).
La reelección presidencial introduciría un principio de responsabilidad similar al de la responsabilidad de un congresante elegido uninominalmente. El presidente en funciones tendría un obvio interés en mejorar la evaluación de su gobierno, y no hay cosmética propagandística que pueda ocultar la evidencia de un gobierno malo. Bajo el sistema actual, un presidente en ejercicio debe incurrir en un complicadísimo cálculo de la carambola de alianzas que pudiera llevarle nuevamente a la silla presidencial después de diez años. Por ejemplo, pareció evidenciarse durante la campaña de 1983 que al Presidente Herrera Campíns le interesaba menos un triunfo de Rafael Caldera que su derrota. (La campaña de Caldera estuvo signada por su insistencia en que el electorado no votaría en contra de un gobierno saliente sino a favor de un gobierno entrante. Con posterioridad a la elección de diciembre de 1983 la discusión de este punto se hizo verdaderamente enrevesada en el seno de COPEI) Aún cuando se trata de una hipótesis incomprobable—y por ende no científica —aventuramos la siguiente conjetura: de haber sido permitida la reelección a partir de 1978, ni Carlos Andrés Pérez ni Luis Herrera Campíns habrían sido reelectos.
Al bloquear la reelección presidencial por un lapso de diez años se le quita a los electores la posibilidad de decidir la confirmación o el rechazo de un gobernante en virtud de sus méritos. Esto ocurre sin que, como afirman los partidarios de la no reelección inmediata, se evite el caudillismo. A lo sumo se deja a los caudillos un tanto atenuados, puesto que los casos de Carlos Andrés Pérez y Rafael Caldera revelan que el caudillismo continúa operando. Todavía están estos dos ciudadanos defendiendo sus gobiernos de hace diez y quince años, respectivamente, cuyo recuerdo ya se hace borroso para los ciudadanos que los vivimos, sin contar conque en diez o quince años se incorpora un enorme contingente de votantes nuevos que muy difícilmente podrán disponer de elementos de juicio comparativo.
Instaurar la posibilidad de reelección inmediata supone un ejercicio de confianza en el buen juicio político popular. Lo contrario es volver a decirle que “no está maduro”. Imponerle un lapso de diez años de espera a un ex presidente conlleva, por lo demás, un riesgo de anquilosamiento y obsolescencia. En promedio, los presidentes venezolanos posteriores a 1958 han llegado al cargo cuando ya han cumplido o están por cumplir los sesenta años de edad. Diez años más tarde tienen setenta años, y usualmente no emplean ese tiempo precisamente para cambiar sus puntos de vista, sino incluso para todo lo contrario: para defender con gran denuedo sus puntos de vista de una década atrás.
Algunos registros de opinión (encuestas) parecen comprobar el hecho de que la mayoría de la población estaría en contra de la reelección inmediata. Nuestra conjetura es que tales resultados se producen por el modo de formular la pregunta, lo que hace que los consultados sientan que la pregunta envuelve la aprobación concreta de la repetición de ex presidentes específicos. (V.gr. Caldera y Pérez). Creemos que la respuesta de la mayoría sería positiva si la pregunta fuese la siguiente: “¿Desearía Ud. tener, como elector, la posibilidad de confirmar en el cargo a un presidente que Ud. crea que ha gobernado adecuadamente?” Creemos, además, que la mayoría de respuestas positivas sería superior si la pregunta fuese precedida de un análisis como el precedente.
Un efecto colateral beneficioso de la reelección presidencial, finalmente, es que el Presidente en ejercicio estaría menos comprometido con la aristocracia del partido de gobierno y más comprometido con el electorado en general. Si el Presidente Lusinchi tuviese la oportunidad de ser reelegido, la segunda mitad de su actual período correría menos riesgo de ser dedicada al complicado cálculo político que la interdicción por diez años le impone, dejándole más tiempo para deliberar sobre los agudos problemas que le toca enfrentar.
La modificación de esta situación no puede hacerse por otra vía que no sea la enmienda de la Constitución, dado que ella incluye un explícito artículo al respecto. (Artículo 185). Lamentablemente, una ley de reforma de la Constitución es justamente el único tipo de ley que no puede ser introducido a las cámaras legislativas por iniciativa popular. (Anormalidad que también habría que corregir). Tal vez no sea imposible obtener una presión popular suficiente, sin embargo, para que el número necesario de congresantes se decida a introducir el proyecto de enmienda. (Una cuarta parte de los miembros de cualquiera de las Cámaras o cinco Asambleas Legislativas de los Estados. Artículo 245).
2. Marcado incremento de la remuneración de la función pública: Convenimos en que este tratamiento tiene rasgos paradójicos. En momentos cuando el estamento político, la Administración Pública, el gobierno en general, son objeto de una crítica intensa y generalizada, proponer que se aumente significativamente la remuneración del funcionario público parece todo un contrasentido. Sin embargo, muchas de las proposiciones que resuelven realmente los problemas son de carácter “contraintuitivo”.
Un ejemplo de solución intuitiva que no funciona es el de la ya abandonada política de vivienda popular de la época de Pérez Jiménez y de los primeros gobiernos democráticos. Ante el hecho de enormes contingentes de personas que viven en condiciones deplorables en nuestro medio urbano, la solución evidente fue la de construir viviendas mucho mejores. Al cabo de un tiempo se constataba que el problema se había agravado. Naturalmente, se había obviado la realidad de que la gran mayoría de esos habitantes provenían de migraciones rural-urbanas, motivadas por el atractivo de una mejora en el status. La construcción de mejores viviendas no hacía otra cosa que aumentar el atractivo al aumentar la diferencia entre el campo y la ciudad, con lo que se incrementaba el flujo migratorio y se agravaba el problema. Este problema requería, pues, un enfoque “contraintuitivo”.
Un proceso realmente preocupante es justamente el del descrédito en el que ha caído la función pública en Venezuela. Es un proceso que hasta reviste algo de peligrosidad. Se ha invertido así la valoración que sería normal respecto del funcionario público, el que en principio debiera ser apreciado, respetado y honrado por la ciudadanía.
La proposición puede ser sostenida sobre las siguientes afirmaciones: Primero, en términos absolutos: la función política posee dignidad económica. Segundo, en términos relativos, la dignidad económica de la función política es, al menos, equivalente a la de cualquiera otra profesión. Esto significa que, en contra del juicio habitual, el trabajo político, el trabajo público, no tiene por qué ser remunerado menos que un trabajo en la esfera de la economía privada. Esto es así, sin embargo. La función pública es sistemáticamente remunerada a niveles más bajos que en el sector privado, aun cuando se trate de cargos perfectamente equiparables. Tercero, en términos realistas, esta marcadísima diferencia es un incentivo de gran fuerza hacia las prácticas de corrupción administrativa.
Es mucho más fácil resistir a las tentaciones de un enriquecimiento ilícito cuando el empleado público no se halla en condiciones comparativas tan desfavorables.
Hoy en día, por ejemplo, uno de los cargos públicos más “ricamente” remunerados es el de Presidente del Banco Central de Venezuela. (Con un sueldo de treinta mil bolívares mensuales, lo que está varios miles de bolívares por encima del sueldo del Presidente de la República). Compárese esto con un cargo de gerente funcional o gerente general para los que los anuncios de oferta de empleo que se publican por la prensa capitalina ofrecen remuneraciones que alcanzan hasta los Bs. 900.000 anuales. (Remuneración mensual promedio de Bs. 75.000. Anuncio de Ofelia de Berconsky. En el caso de directivos de grandes empresas los niveles, por supuesto, son muy superiores a estas cotas).
En general, a medida que el funcionario está ubicado más alto en la escala de poder (y por tanto con mayores oportunidades de delinquir en relación al patrimonio público), la diferencia en remuneración con respecto a posiciones equivalentes del sector privado (con las que tiene que relacionarse y hasta alternar socialmente), es proporcionalmente mayor. Por supuesto, debe tomarse en cuenta que los altos funcionarios públicos disfrutan de algunos renglones de remuneración no monetaria que les permiten, hasta cierto punto, practicar un estilo de vida que no corresponde al que podrían financiarse solamente a expensas del sueldo.
Por ejemplo, el disfrute de carros con chofer, la posibilidad de descargar algunos gastos de representación (almuerzos, festejos, regalos, viajes, etcétera) en presupuestos de relaciones públicas, son algunos renglones de esta remuneración indirecta que les mantiene en un alto status. Pues bien, precisamente es esto un problema, pues tales rubros no son ahorrables, como sí lo son las remuneraciones monetarias, y el funcionario sabe que al perder su cargo, como ocurre en la práctica con todos los altos funcionarios con cada cambio de período de gobierno, su nivel de vida descenderá bruscamente.
Los sueldos de la Administración Pública deben ser fuertemente aumentados, de forma que la función pública pueda ser competitiva en la captación de recursos humanos idóneos y pueda aumentar realistamente la resistencia a la corrupción. Una escala ilustrativa puede hacer arrancar el escalafón con una remuneración al Presidente de la República de diez millones de bolívares anuales y a los ministros del gabinete con dos millones de bolívares al año. (Equivalentes, estos últimos, al sueldo de muchos presidentes de compañías privadas en Venezuela). A partir de estos niveles puede hacerse lo mismo con los restantes pisos del escalafón de la carrera administrativa, introduciendo, además, para aquellos cargos públicos que lo permitan, ingresos variables que se hagan depender del desempeño concreto del funcionario.
El viejo paradigma político recomienda otra dirección. En su forma más acostumbrada lo que se hace es cuestionar los altos sueldos de las funciones privadas y recomendar su disminución o pechaje de algún modo. Incluso esto se hace cuando, como en casos especiales, algunos puestos públicos son excepcionalmente bien remunerados. Este es el caso, por ejemplo, de las remuneraciones en el sector petrolero. En formas más curiosas del viejo paradigma se llega incluso a recomendar ¡la disminución de la remuneración pública! (Rafael Caldera propuso en 1983 que se rebajara el sueldo a aquellos empleados de la Administración Pública con sueldos superiores a los cinco mil bolívares mensuales).
Un aumento de la remuneración pública como el que se propone debería ir acompañado de un sensato y gradual programa de reducción de los volúmenes del empleo público, lo que atenuaría y hasta podría anular el efecto negativo que sobre el Presupuesto Nacional tendría el tratamiento propuesto. El nivel de redundancia en el empleo público es alarmante.
Por citar un ejemplo, en 1981 el número de empleados del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas (CONICIT). era de ¡once empleados más que los empleados de Petróleos de Venezuela! La Secretaría Ejecutiva de esa época estimaba que el servicio podría ser prestado mejor con la tercera parte del personal.
Más de una vez, por supuesto, se ha diagnosticado el mal del exceso del empleo público, pero los caminos intentados para resolverlo han estado mal planteados. La última vez que esto fue explícitamente diagnosticado ocurrió a comienzos del gobierno del Presidente Herrera Campíns, en estudio conjunto de las Oficinas Centrales de Personal y de CORDIPLAN. El gobierno de Herrera creyó que esto podría mejorarse con la transferencia de empresas del sector público al sector privado, pero intentó ejecutar esta transferencia por el método simplista de entregar al Presidente de FEDECAMARAS de la época, Carlos Sequera Yépez, una lista de las empresas de las que la Corporación Venezolana de Fomento quería desprenderse. Naturalmente, el ensayo no llegó a nada productivo.
Una reducción del empleo público debe producirse gradualmente, pues no es poco traumático el brusco recorte de personal, sin que haya mediado un programa de adiestramiento, de reciclaje o reubicación. Una meta y un ritmo razonables serían reducir el empleo público en un 30% en el lapso de cinco años. Esto es enteramente factible.
Un ejemplo de otras latitudes, muy repetido pero antonomásico, es el citado por Jean Jacques Servan-Schreiber en su obra El Desafío Mundial. Allí nos refiere como la empresa japonesa automotriz Honda convirtió todas sus líneas de ensamblaje a líneas operadas por robots, y cómo efectuó este drástico cambio sin despedir a un solo trabajador. A los trabajadores que resultaron desplazados por las máquinas les ofreció un programa de readiestramiento, mediante el cual les capacitó para trabajar justamente en el área de informática e inteligencia artificial.
El aumento significativo de la remuneración del funcionario público es un tratamiento realista encaminado a una revaloración y redignificación de la función pública, al tiempo que constituye un tratamiento verdaderamente disuasivo de la corrupción administrativa frente al usual tratamiento moralista y penalizador. Vale la pena añadir, además, que este expediente contribuiría de modo significativo a una reactivación de la demanda global en Venezuela, lo que ciertamente es atractivo para las empresas privadas que se ven ante un mercado en contracción.
3. Democratización de la justicia: Nos referimos acá a la justicia penal, la que muestra los peores signos de deterioro y descrédito popular. El sistema judicial venezolano es particularmente vulnerable a la corrupción, entre otras cosas, por razones idénticas a las tratadas en el punto anterior. Pero el sistema posee un rasgo estructural que lo hace particularmente proclive a la aceptación del soborno. Tal rasgo consiste en la excesiva potestad y discrecionalidad de un juez penal venezolano.
En efecto, el juez venezolano reúne la doble potestad de determinar la culpabilidad de un indiciado y de adjudicarle la pena a cumplir en caso de que le pronuncie culpable. Esta propiedad, sumada a características del proceso judicial, permite el espectáculo de las sentencias de un juez en inversión completa de una sentencia previa por parte de un juez diferente. En otros sistemas jurídicos este problema ha sido obviado mediante el sistema del jurado.
No hay acto social más grave y delicado que el de declarar a una persona concreta culpable de un delito. En Venezuela esto es una responsabilidad unipersonal: recae enteramente en el juez. En cambio, en los sistemas que emplean la institución del jurado esa responsabilidad se diluye cuando la comparte una docena de personas, elegidas a través de rigurosos métodos de selección que son objeto de sofisticadas regulaciones y protecciones. De este modo es la sociedad, representada por una muestra en la que intencionalmente se evita el sesgo en una determinada dirección de intereses, compuesta por ciudadanos comunes, la que juzga. El papel del juez queda reservado para dirigir el juicio según las reglas procesales, instruir a los jurados en aspectos de técnica legal y pronunciar la sentencia en caso de obtenerse un veredicto de culpabilidad. (Allí tiene toda la potestad para considerar los atenuantes o agravantes que considere pertinentes al caso en cuestión).
Así la justicia es más democrática. Allí donde se podría poner en práctica la insistente prédica de “profundizar la democracia”.
Seguramente es enormemente complicado reformar la legislación penal venezolana, fundada en principios diferentes a la justicia anglosajona en la que nació y se ha desarrollado la institución del jurado, para establecer tal institución en todos los juicios de esta índole. Pero no debe ser tan complicado delimitar alguna área especial en la que esto pueda ser ensayado. Aparece como un candidato natural el reino de los juicios de salvaguarda del patrimonio público, tanto por tratarse de un problema importante y de claro interés para la sociedad como por contarse con la feliz circunstancia de estar regulados tales juicios por una ley especial y de ser dirimidos ante tribunales especiales. Es más, ya en esta materia se ha avanzado en una dirección de modernización de nuestro proceso penal, al aceptarse grabaciones magnetofónicas como elementos probatorios en los juicios de salvaguarda.
Más aún, este sí es un caso para que se administre el tratamiento por la vía de una reforma a la Ley Orgánica de Salvaguarda del Patrimonio Público que sea introducida por iniciativa popular.
Así es como recomendamos ensayar la institución del jurado en el campo de la salvaguarda del patrimonio público y que este tratamiento se administre con la introducción al Congreso de la República de un proyecto de ley de iniciativa popular, tal como la Constitución de 1961 lo permite.
Este es un procedimiento aún no estrenado en Venezuela, a pesar de que tal disposición cuenta ya con veinticinco años de vigencia. Dice el Artículo 165 de la Constitución Nacional: “La iniciativa de las leyes corresponde… 5º – A un número no menor de veinte mil electores, identificados de acuerdo con la Ley.” Como se ve, esto es relativamente fácil de lograr, siempre y cuando la proposición sea fácilmente entendible y la resonancia a favor de la idea sea considerable. No es la primera vez que se propone emplear la vía de la iniciativa popular, sólo que quizás se ha pretendido emplearla para piezas complicadas de legislación.
Seguramente cesarían, con este tratamiento, los casos de impunidad en el delito contra la cosa pública. Es relativamente fácil corromper a una persona. Es concebible la posibilidad de corromper a doce. La probabilidad de lograr esto, sin embargo, es significativamente menor.
4. Programas integrales de desarrollo económico: La actitud del Sector Público ante la conducción de los asuntos económicos, como apuntábamos en el diagnóstico, también está signada por una excesiva inmersión, por una hipertrofia funcional. Tanto como ente regulador (a través de la inconsistente, ineficaz e ineficiente red permisológica) como en su carácter de agente económico directo o productor, la presencia del Sector Público es recrecida. La restitución de las garantías económicas constitucionales es un punto a lograr por razones de simetría y equidad jurídica, pero sería equivocado suponer que esto contribuiría de modo decisivo a la tan ansiada “reactivación” de la economía.
Una restitución de las garantías económicas, aún con la legislación adicional que se supone necesaria para emprenderla (ley antimonopolios, por ejemplo), no produciría mayor grado de reactivación que el derivado de una mejora del clima para la inversión. El problema es, sin embargo, ¿en qué invertir? Pero es necesario considerar, además, que por la vía de una legislación antimonopolista pudiese colarse un mayor nivel de restricción y control que el actualmente existente. Finalmente, no es despreciable el escenario de un sector privado tomado como chivo expiatorio hacia el final de este período. Siendo conocido de todos el tratamiento favorable que el Presidente Lusinchi ha concedido al sector privado de la economía, muy bien pudiera verse tentado el Gobierno de acusar a los empresarios privados, al no haber respondido con un “esfuerzo de patria” a los privilegios concedidos, en el caso, extremadamente probable, de que el desempeño económico no experimente un marcado repunte antes de la conclusión de su mandato. En estos casos, las soluciones ineficaces tienden a exhibir un comportamiento pendular.
Los tratamientos deben buscarse en otra dirección. (Acá se tratarán los problemas que pueden ser resueltos al nivel funcional. Para el grave asunto de la insuficiencia constitucional en sus aspectos económicos, veáse la próxima sección).
Como advertimos ya antes, sustentamos el criterio de que el Sector Público debe restringir su intervención en la actividad económica hasta el punto de que la mayor parte de ésta se conduzca por patrones, fundamentalmente, de autorregulación. Es decir, la actividad económica debe ser en principio libre. Hay algunas funciones básicas que debe reservarse a la función de gobierno. Entre ellas la principal es la de la regulación monetaria, siendo otra la de la regulación del intercambio externo a través de la interfase aduanal.
No creemos que haya ninguna razón funcional de fondo por la que, por ejemplo, la actividad extractiva—petróleo, minería—deba estar reservada a la explotación pública. Existe, sí, una tradición jurídica que se remonta a usos de la antigua Corona Española por la que los bienes del subsuelo eran de patrimonio real. Pero aún manteniendo esto, el Estado venezolano toleró por largos años una explotación del petróleo y del hierro por parte de manos privadas, sólo que se trataba de empresas privadas extranjeras. Es claro que no se hallan en Venezuela (a la escala de Venezuela, ver próxima sección) los capitales privados necesarios para que, por ejemplo, el patrimonio de PDVSA (la que tampoco posee el subsuelo), pudiese pasar al sistema de empresa privada.
Igualmente, no vemos razones funcionales para que actividades tales como las de generación de electricidad, aviación internacional, radiodifusión y televisión, telefonía, y otras, no puedan ser ejercidas por actividad privada. En el caso de la telefonía se argumenta con frecuencia que la “seguridad” de las comunicaciones del Estado exige que la organización y explotación del servicio telefónico sea de exclusiva competencia pública. Esto es cada vez menos sostenible, en vistas a la profunda modificación de la tecnología electrónica, la que permite que computadoras del Pentágono sean penetradas por adolescentes y, en una escala más modesta, las conversaciones del Presidente de Venezuela sean espiadas por funcionarios de la propia CANTV, como se dice que ocurrió durante el gobierno de Luis Herrera Campíns.
Pero debe quedar a la función gubernamental la importante misión de establecer nuevas direcciones a la actividad económica, mediante el fomento directo de programas de desarrollo económico en un conjunto limitado y concentrado de áreas estratégicamente seleccionadas.
Los programas deben ser integrales. Esto es, deben ir más allá de la mera concesión crediticia a proyectos individuales con posible validez en sí mismos, pero que no poseen necesariamente la concatenación necesaria al establecimiento, digamos, de un nuevo sector económico. Esto no significa que aboguemos por la supresión de todo financiamiento del Estado a proyectos que no formen parte de los programas integrales. Al contrario, sostenemos que una marcada mayoría de fondos públicos destinados al fomento económico deben ir a estos proyectos presentados aisladamente por los empresarios particulares, con tal que éstos cumplan con los requisitos mínimos de racionalidad y viabilidad económica. Sustentamos que el remanente, tal vez una tercera parte de los fondos disponibles debe ir a la financiación de proyectos agrupados en programas mayores, en un número no mayor, tal vez, de una media docena de programas, y que, en todo caso, también la ejecución de estos programas integrales sea confiada a manos privadas.
Esto es importante porque sólo de una manera intencionalmente decidida será posible concentrar los recursos y los esfuerzos necesarios para que sectores económicos completos lleguen a poseer la escala suficiente como para que sean significativos.
Entre los sectores que consideramos susceptibles de un tratamiento de esa naturaleza queremos citar los siguientes:
1. el sector turístico: es un sector de amplia capacidad de empleo, generador de divisas y de impacto directo en la elevación del nivel de vida de la población por la vía del esparcimiento. Adicionalmente tiene la ventaja de ser un sector estimulante de la actividad de construcción. El país tiene obvias ventajas en este campo, lo que hace innecesaria su enumeración, al tiempo que se ha invertido ya un monto considerable de fondos en el desarrollo de infraestructura turística.
2. el sector petrolero: aun cuando los países de alto desarrollo y consumo energético continuasen en su tendencia reciente de escaso crecimiento en el consumo, existe un mercado enorme para el petróleo y sus derivados en los países que deben entrar en fase de mayor desarrollo. En todo caso, los recursos del país a este respecto son de enorme importancia, como es de todos conocido.
3. el sector informático: de primera importancia en la fase actual de desarrollo de una economía “postindustrial”, de altísima importancia estratégica y geopolítica, este sector debe ser uno a los que el Estado dedique mayor estímulo. Abre un campo, por lo demás, en el que la inteligencia y la creatividad son el factor económico preponderante, más allá de la posesión física de las plantas. (Internacionalmente la industria se caracteriza por la integración de componentes fabricados en lugares muy distantes). Por esta razón no es tan difícil que un país recién llegado al campo pueda obtener logros de significación comercial elevada.
(Para una interesante consideración del sector informático remitimos a la lectura del importante trabajo de la Dra. Carlota Pérez en la edición correspondiente al sexto aniversario de la revista Número).
4. el sector financiero: sector de servicios, por tanto sector terciario y moderno, es un componente apreciable de apoyo logístico y factible exportador e importador de capitales. Durante el último decenio ha experimentado un considerable crecimiento y una marcada modernización, proceso a todas luces aprovechable. Será de gran importancia en el apoyo a las nuevas direcciones de la comercialización petrolera nacional.
La enumeración de estos sectores se ha introducido a título ilustrativo. Es posible destacar alguna ausencia relativamente obvia. Por ejemplo, no se menciona el sector agrícola, aun cuando en él se ha obtenido algunos éxitos recientes (quizás prematuramente celebrados). No se le incluyó en la enumeración porque se trata, en realidad, de un macrosector, compuesto de un variado conjunto de actividades, muchas de las cuales serían tratables individualmente como programa integral de desarrollo.
Una ventaja importante del concepto de programas integrales es la de que, por su adopción, se abandonaría la funesta práctica de la planificación exhaustiva venezolana. Esto es, una planificación que aspira a planificar todos los sectores de una economía.
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tratamiento constitucional
Afirmábamos en el diagnóstico que una grave falla estructural del Estado venezolano reside precisamente en la definición de Venezuela como Estado independiente. El tamaño de su población le confiere unas dimensiones que la hacen marginalmente influyente en el concierto internacional de naciones y, a la inversa, de acusada vulnerabilidad política, militar y económica. Asimismo, la escala poblacional venezolana equivale a la ausencia de un mercado interno de proporciones suficientes para el sostenimiento competitivo de una economía diversificada.
La vulnerabilidad venezolana se hace patente al considerar la desproporcionada dependencia de su economía en un único producto de exportación: el petróleo. En los momentos sufrimos las consecuencias de un repentino descenso en los volúmenes y en los precios de esa exportación. Al mediano plazo es posible considerar, tanto una continuación de esta situación, como una cierta mejoría. (No creemos en un deterioro adicional muy prolongado, salvo que se presenten cataclismos económicos de grandes proporciones y de escala mundial, lo que algunos analistas consideran con cierta probabilidad. Por esta vía, una crisis financiera de gran magnitud, un ciclo de nueva recesión en los países industrializados, podrían dar al traste con las expectativas de nivelación y aún progreso en los mercados petroleros). Dentro de un escenario de continuación de la presente situación, simplemente la vulnerabilidad se mantiene, tomando en cuenta el problema de la deuda pública externa. Dentro de un escenario de repunte, el factor a tomar en cuenta será el del interés geopolítico, al aproximarse las dos superpotencias al límite de sus reservas propias de petróleo. (Estados Unidos, 9 años; Unión Soviética; 14 años). En tales circunstancias, la presión externa (principalmente norteamericana) sobre Venezuela tenderá a incrementarse.
La reciente política exterior norteamericana ha dado muestras evidentes de endurecimiento (Malvinas, Granada, Nicaragua, “la OPEP de rodillas”, la no renovación de los Tratados “SALT”, la “Iniciativa de Defensa Estratégica”, renacimiento de actitudes y medidas proteccionistas, etc). acompañada de un reciclaje emocional que ha permitido la absorción del trauma de la guerra de Viet Nam y que se expresa, entre otras cosas, en la nueva profusión de folk heroes agresivos al estilo de “Rambo”, el exterminador.
Esta última afirmación no es despreciable en absoluto. David McClelland, el psicólogo social norteamericano más conocido por sus estudios sobre la motivación al logro y su relación con el desarrollo capitalista, publicó estudios relativos a la codificación de imágenes de alto contenido de motivación al poder e imágenes violentas, encontrando una alta correlación de períodos en los que prevalecían imágenes de esta clase con episodios de participación norteamericana en guerras. (David McClelland: Power: The inner experience. Irvington Publishers, Inc., N.Y. 1975, capítulo 9, “Love and Power: the psychological basis of war”. Pags. 314-359, ).
No es insensato pensar en un aumento de las pretensiones de dominio norteamericano sobre nuestra zona. Las nuevas tecnologías de comunicación no hacen sino aumentar la potencialidad de control y dominación que una supernación desarrollada en ese aspecto puede querer emplear, sobre todo si se trata de asuntos que esa potencia considera vitales para sus intereses más fundamentales.
Esta situación tiene sus salidas, por supuesto. Una de ellas es la de “curarse en salud”: en vez de esperar a que nos impongan el dominio por la fuerza podemos adoptar el curso de Puerto Rico y convertirnos en el segundo “Estado Libre Asociado” a los Estados Unidos de Norteamérica. O—¿por qué no?—hasta en un estado más de la unión norteamericana.
No es una salida la visión de que es posible seguir siendo “un país pequeño y eficiente” que mantenga, no obstante, una independencia considerable en los procesos de reacomodo político que comienzan a darse en grandes bloques de homogeneidad cultural: recientes contactos y limadura de asperezas en la zona Japón-Corea, acercamiento de las dos Alemanias, primera visita de Estado del Primer Ministro canadiense a los Estados Unidos de Norteamérica en la que celebró la “hermandad” canadiense-estadounidense, etcétera.
En cambio, es nuestra salida la integración en nuestro propio conjunto afín, en nuestro propio conjunto de homogeneidad cultural. Esto debe buscarse en el seno de la cultura latina.
Los problemas constitucionales son, por su propia índole, de un ritmo de largo plazo. Asimismo, sus tratamientos deben, necesariamente, adoptar la misma perspectiva temporal. El reacomodo geopolítico en bloques culturales al que aludimos es un proceso que se hace posible en razón del progreso de las comunicaciones. Es este proceso el que permitirá que la consideración geográfica pierda algo de su importancia ante el criterio de homogeneidad cultural. En épocas cuando la posibilidad de comunicación dependía muy estrictamente de la distancia geográfica era la geografía la determinante fundamental en la construcción de las unidades políticas. En cambio ahora, la tecnología electrónica hace que la comunicación sea prácticamente instantánea entre dos puntos cualesquiera del globo. De allí que, establecidas las redes de comunicación previsibles, sea el contenido de la comunicación lo que cobra relevancia.
Ésta es pues, la tendencia geopolítica previsible. La unidad eslava, la unidad anglo-germánica, la unidad árabe, la unidad latina.
Los planteamientos terapéuticos que preconizan nuestra integración en Latinoamérica o, más limitadamente, en el bloque andino, parten de una postura describible en los términos siguientes: la unidad política es el desiderátum final pero no es asequible en estos momentos; por esto es necesario iniciar el proceso por la integración económica y el estímulo a la integración cultural. Es así como se suceden las “misiones culturales de buena voluntad”: enviamos a Yolanda Moreno a danzar por el continente y a la Orquesta Sinfónica Juvenil a dar conciertos; es así como establecemos “supercordiplanes” al estilo del SELA o los órganos del Acuerdo de Cartagena.
Respecto de lo cultural la estrategia no puede ser más correcta. Lo equivocado está en suponer que la integración económica es más fácil que la integración política. Esto no es así. La actividad económica tiende a presentar, como rasgo predominante de su proceso, el carácter de lo competitivo. Difícilmente puede entonces conducirnos a la integración efectiva, sobre todo si cada componente de los pactos de integración económica se comprende a sí mismo como portador de una vocación perenne de Estado independiente. ¿Por qué es tan difícil un acuerdo, digamos, en el seno del Pacto Andino? Porque Bolivia supone que algún día habrá de ser ella sola, por más distante que esto se halle en el futuro, como los Estados Unidos. Porque Venezuela pretende lo mismo, porque Colombia pretende igualmente, y así sucesivamente.
La integración a la que debe procederse lo antes que sea posible es la integración política. La integración económica vendrá entonces por sí sola, con el proceso casi automático de la acomodación de las unidades productivas, lo que es mucho más sano y flexible que las integraciones económicas forzadas a partir de burocracias tecnocráticas, que si han fracasado dentro de los límites nacionales, con mayor certidumbre fracasarán en el intento de manejar entidades de escala superior.
Por la integración política en un contexto cultural homogéneo Venezuela consigue resolver varios problemas importantes de un golpe. Para comenzar, es necesario precisar que el tratamiento propuesto es el de una integración federativa. Esto es, la integración no consiste en transferir todas las funciones públicas a un gobierno supranacional, sino únicamente las funciones de Estado clásicas: representación diplomática o relación política con terceros estados, defensa ante terceros estados, emisión de una moneda única del área integrada, principalmente. Otras funciones pueden ser adjudicadas, según conveniencia, al nivel federal. Por ejemplo, pareciera conveniente el establecimiento de una policía federal, para el eficaz combate de fenómenos delictuales que trascienden actuales fronteras nacionales, como el binomio narcotráfico-guerrillas. Aparece también como aconsejable el establecimiento de cortes federales para el trámite legal de intereses interestatales o que sean definidos de antemano como pertenecientes al nivel federal. O pudiera parecer conveniente, asimismo, la integración federal de un sistema de correos del área, etcétera.
El resto de los asuntos públicos debe permanecer al arbitrio de cada estado federado en particular. Muy especialmente, el régimen legal propio a cada estado federado debe permanecer, en lo posible, incólume, para atender así a la costumbre jurídica de cada país. (Siempre y cuando un estado federado no limite el li¬bre tránsito de los ciudadanos del conjunto y la libre circulación de los bienes económicos, lo que equivale, directamente, a la integración económica).
Resulta obvio que el modelo descrito corresponde a la estructura adoptada por los Estados Unidos de Norteamérica a partir de 1787, y lo que se propone entender es que, aún dentro de la interpretación más pesimista de la sociología latinoamericana, debemos ser capaces de hacer hoy lo que los norteamericanos pudieron efectuar hace más de doscientos años, sobre todo cuando tenemos por delante el precedente de esa unión norteña, a todas luces exitosa. Los norteamericanos, en cambio, no contaban con precedente alguno. Nosotros tenemos la ventaja de haber presenciado un experimento político que ya se ha prolongado por sobre los dos siglos de existencia.
Es legítimo preguntarse por qué la integración política fue posible a los norteamericanos y no a nosotros, ni siquiera en la primera mitad del siglo XIX, cuando ya el experimento de los Estados Unidos llevaba varias décadas funcionando. La respuesta reside en que durante ese período la tecnología de las comunicaciones permaneció prácticamente inalterada, imponiendo una suerte de perímetro máximo a lo integrable. Los Estados Unidos que nacieron en 1776 no ocupaban el área que hoy poseen. En 1776 se reunieron trece colonias norteamericanas cuya superficie conjunta era de 888.000 kilómetros cuadrados. Es decir, una superficie inferior a la de Venezuela. Por esta razón era muy difícil mantener integrada la Gran Colombia, cuatro veces mayor que los Estados Unidos originarios, no digamos la América del Sur entera. Cuando Bolívar escribía una carta a Sucre, ordenándole que persiguiera y presentara batalla a determinado jefe realista, el “término de la distancia” se contaba muy frecuentemente en meses. Hubo casos cuando Bolívar impartió una orden de esa naturaleza en carta fechada cinco días después del fallecimiento del eventual contendiente de Sucre, circunstancia que Bolívar ignoraba en virtud de esa misma lentitud de las comunicaciones. Hoy en día las circunstancias han variado radicalmente, lo que permite que, por ejemplo, el estado de Hawai esté perfectamente integrado a los procesos políticos de sus 49 colegas continentales.
Una integración política del área latina resuelve para Venezuela, por ejemplo, el problema de escala económica tocado al comienzo. Con una libre circulación económica el mercado interno vendría a ser ahora, dependiendo de quiénes participen en la unión, entre trescientos y cuatrocientos cincuenta millones de habitantes. Es cierto que compartiríamos ese espacio económico con los restantes miembros de la unión, pero el efecto de la agregación de los mercados resulta en un espacio superior al actualmente llenado por el total de las unidades productivas del área en sus respectivos mercados individuales.
En lo tocante a lo económico resulta importante destacar para Venezuela, naturalmente lo que sería dentro de una unión latina, el mercado interno petrolero. Una manera de considerarlo se refiere a un consumo del área en el caso hipotético de tasas de consumo per cápita equivalentes a la de Venezuela. (Consumo anual de 7,4 barriles de petróleo per cápita). Tan sólo la población de América Latina (372 millones de habitantes en 1984) representaría a esta tasa un consumo diario total de petróleo de 7.646.000 barriles. Si el barril de petróleo se cobrara en este mercado interno a un precio de US$ 10, y Venezuela supliese la mitad de ese consumo, esto reportaría al país un ingreso total de 13.764 millones de dólares anuales por concepto de mercado interno.
DATOS SOBRE PETROLEO EN EL AREA IBEROPARLANTE
(cifras en millones)
Reservas de petróleo en el área: (barriles)
Los demás 60.000
Venezuela 300.000
TOTAL 360.000 (más del 50% del mundo)
Consumo de petróleo en el área: (barriles diarios)
Los demás 5,5
Venezuela 0,3 5,17%
TOTAL 5,8
Producción de petróleo en el área: (barriles diarios)
Los demás 4,9
Venezuela 1,8 26,87%
TOTAL 6,7
(Potencial inmediato de Venezuela: 2,6 MMB/D; potencial en 1-1,5 años: 3 MMB/D).
Oferta y demanda de petróleo en el área: (barriles diarios)
Oferta neta de países exportadores 3,5
Demanda neta de países importadores 2,5
Exportación neta 1,0
Venezuela representa con sus exportaciones “normales” (1,4 MMB/D) el 56% de la demanda de los países importadores del área. Al máximo de su potencial a corto plazo (2,6 MMB/D exportables), Venezuela podría cubrir el 100% de la demanda importadora de países del área ibero-parlante. En tal caso, las exportaciones de México quedarían para ser colocadas totalmente fuera del área. Si Venezuela y México participaran proporcionalmente en el mercado ofrecido por el área ibero-parlante, a Venezuela le corresponderían 1,25 MMB/D, debiendo colocar cualquier cantidad adicional fuera del área.
Una discusión de esta nueva posibilidad para la industria petrolera venezolana debe tomar en cuenta los siguientes factores: 1. en tiempos de precios altos en el mercado mundial, el mercado del área ibero-parlante probablemente pagaría menos; 2. en tiempos de precios bajos, el mercado del área ibero-parlante puede asegurar la colocación de nuestros barriles; 3. las posibilidades de negocios de compensación o trueque mejoran al incluir a España y Portugal en el área ibero-parlante, y más aún si se hace lo mismo con Italia.
Un razonamiento equivalente puede hacerse para otros productos de los países que entrarían a conformar la nueva unión política. También, por supuesto, mejoraría lo relacionado con el problema genérico de la deuda pública externa de los países involucrados, al asumir el nuevo Estado la responsabilidad global por la deuda. (Tal como lo hicieron los propios Estados Unidos de Norteamérica). Así se daría de modo automático el “tratamiento conjunto” que insistentemente se ha venido proponiendo para la deuda latinoamericana. (Los entes acreedores seguramente resultarían favorecidos, pues el programa global de pagos resultaría en una mejor proposición que la que pueden hacer los países aisladamente). Una ventaja indudable en el terreno económico, finalmente, viene dada por la emergencia de un nuevo signo monetario único del área.
Hay otros efectos diferentes del estrictamente económico que hacen atractiva a Venezuela (y a los demás países participantes) la opción de convertir su razón de Estado a través de una confederación de estados del área latina, aún cuando también el aumento de eficacia se traduce en muchos casos en un menor gasto por concepto de funciones de Estado. Por ejemplo, tenemos lo concerniente a seguridad y defensa. El ahorro sería considerable si, en vez de hacer como ahora, que además de defender con ejércitos el perímetro latino, gastamos en una defensa interfronteriza, elimináramos este último renglón. Es así como la contribución que cada país haría al presupuesto federal de defensa sería menor que la cantidad que cada quien gasta por separado. Por supuesto, es de esperar que la agregación de las posibilidades de defensa individuales daría como resultado unas fuerzas armadas comunes de considerablemente mayor tamaño y potencia. El efecto que la emergencia de esta nueva postura de defensa tendría sobre la actual tensión mundial pudiera ser altamente beneficioso, de continuar el nuevo Estado, como es de suponer, en la tradición pacifista de la mayoría de los países del conjunto.
Igual efecto beneficioso se tendría en lo relacionado con la función de cancillería. En principio se reduciría el número de embajadas por un factor de alrededor de veinte veces. Pero el efecto cualitativo sería mayor, tanto por el hecho de que la cancillería del nuevo Estado representaría a una entidad geopolítica mucho más grande, como por el hecho de permitirse de ese modo una mejor selección del personal diplomático. La eficacia de una agregación de esta escala para obtener resultados favorables en casos como los de los diferendos de la Guayana Esequiba, Gibraltar y las Malvinas sería indudablemente muy superior, así como la influencia amortiguadora sobre las tensiones mundiales también aumentaría.
Un efecto interno de gran importancia es que la liberación de recursos y esfuerzos que se produciría a nivel local de cada país, como consecuencia de los ahorros que la nueva escala arrojaría, redundaría en un súbito aumento de la gobernabilidad de los países miembros. Liberados en gran parte de las tareas de Estado, las funciones de gobierno contarían con recursos frescos para una mejoría de la calidad de vida de las respectivas poblaciones locales.
En general, pues, la nueva escala tendería a representar un efecto beneficioso en todos los renglones. Hay efectos intermiembros que también serían beneficiosos y de importancia. Uno de ellos es el de proveer un mecanismo propio para la solución de diferendos entre estados miembros de la unión. Hasta ahora las alternativas a la discusión directa y bilateral de diferendos como el colombo-venezolano son todas de transferencia a instancias extrañas: Secretaría General de la Organización de las Naciones Unidas, Tribunal Internacional de La Haya, Estado del Vaticano. Los iberoamericanos podríamos, en cambio, pautar procedimientos propios para la dilucidación de estos diferendos, tal como lo hicieron los norteamericanos al establecer su confederación.
El nuevo Estado haría también más fácil la reducción de conflictos más intensos, en especial, el de la zona centroamericana. Es importante notar que, si se describe un continuum que va de los gobiernos de marcado izquierdismo (dictaduras de izquierda), hasta las dictaduras de derecha, pasando por una zona media de las democracias, la distribución de formas de gobierno adopta una configuración de “curva normal”. A dos dictaduras de izquierda (Nicaragua, Cuba) corresponden dos dictaduras de derecha (Paraguay, Chile), siendo abrumadoramente mayoritarias las democracias existentes en los restantes países. En estas condiciones se hace políticamente más factible la democratización de los extremos.
Este tratamiento de la unión política del área latina incurriría, no hay por qué dudarlo, en algunos costos. Sería imposible que no se produjesen desajustes. Pero en todo caso serían desajustes menores que los que se producirían por la absorción de algunos Estados latinoamericanos, digamos Venezuela, en un bloque también mayor pero de cultura disímil, como lo es el bloque norteamericano, sea que esto se produzca por la fuerza o por aquiescencia a lo Puerto Rico. Y también serían desajustes menores que los que, por ejemplo, experimentamos ahora en la mayoría de los países del área, precisamente por hallarnos divididos.
La mayor parte de las resistencias son de orden psicológico, derivadas de nuestra peculiar historia. Mucha gente entendería en una proposición de este tenor que se trata de lograr una restitución o reconstitución de lo fragmentado. Esto es en parte así, pero no es la justificación de la proposición. Esta se sustenta, más bien, en las oportunidades y necesidades del futuro.
La viabilidad del tratamiento depende, pues, de una aceptación de la idea al nivel psicológico. A este respecto, es muy posible que las resistencias mayores vengan ofrecidas, otra vez, por los actores políticos tradicionales. Acostumbrados a verse como jefes de Estado, ¿aceptarían Lusinchi, Alfonsín o García contemplarse ahora como gobernadores de los estados de Venezuela, Argentina y Perú? O, en otra dirección, ¿no es esto, por la misma gigantesca escala de lo que se propone, un proyecto carente de realismo, “grandioso” antes que grande?
Francamente, que Venezuela se perciba a sí misma en la escala política de Massachusetts es mucho más realista que pretenda estar en la misma liga, para no exagerar demasiado, a la que pertenece Francia. Si más de un venezolano versado en cuestiones políticas sugiere que los venezolanos hemos incurrido en delirio de grandeza, con planes de “la gran Venezuela” y recomiendan una noción de país pequeño y eficiente, ¿no es más adecuado y satisfactorio saber que, conscientes de nuestra escasa talla, podemos pertenecer sin embargo a una entidad mucho mayor y con más posibilidades de significación histórica?
Las opciones no son otras que las de la insignificancia y la perpetua vulnerabilidad o la conversión en estado satélite de la gran nación norteamericana, a la que admiramos y precisamente intentamos imitar en más de uno de los tratamientos propuestos, pero que superpondría a nuestra forma de entender el mundo valores muy diferentes, válidos, por cierto, pero no más válidos, intrínsecamente considerados, que los nuestros propios. En la búsqueda de salidas a nuestro actual embrollo nacional, tampoco ha faltado la búsqueda de modelos que se considera adecuados a la escala de Venezuela. Se habla de Israel, por ejemplo, o de países como Corea del Sur o Singapur. Está de más señalar las enormes y radicales diferencias culturales, políticas y de toda índole que separan a estos países de nuestras experiencias y de nuestras posibilidades.
Como dijimos, es posible que los principales oponentes a la idea lleguen a encontrarse en las filas de los actores políticos tradicionales. Esto no es una predicción, sin embargo. En el fondo, es muy difícil encontrar un político latinoamericano que no sustente, de una u otra forma, alguna versión de la integración de nuestros países. Tal vez les disuada de la idea de la integración política la opinión de que tal proyecto sería rechazado por el ciudadano común. Nuestra directa experiencia a este respecto es que cada vez que explicamos el tratamiento con claridad a un ciudadano de la calle, la idea es recibida con entusiasmo. Una certificación más científica de que esto puede ser así nos la ofrece el Instituto de Integración Latinoamericana de la Universidad de La Plata. (Boletín Nº 2 de febrero de 1986). Aunque la encuesta que llevó a cabo (sólo disponemos de datos preliminares) se efectuó sobre una muestra representativa de diversos actores sociales importantes o elites (“a quienes tienen funciones políticas relevantes, como a quienes tienen un poder de movilización o multiplicación de la opinión pública”, Boletín citado, página 6), la muestra incluyó no sólo a líderes políticos, sino también a empresarios (grandes, medianos y pequeños), obreros, funcionarios públicos, periodistas, estudiantes, intelectuales y militares. Un anticipo de los resultados permite al Boletín del mencionado Instituto aventurar, entre otras, las siguientes conclusiones: a. más del 95% adhiere a la idea de la integración latinoamericana; b. se asigna viabilidad económica a América Latina como conjunto; c. se admite la integración con países de regímenes políticos y sistemas económicos diferentes, pero hay una fuerte tendencia a integrarse con países democráticos; d. se da mayor prioridad, en conjunto, a la integración completa que a la comercial; e. la crítica a los organismos de integración y regionales es muy alta, pero con un grado muy bajo de fundamentos; f. en general, casi el 90% no cree que existan desventajas en la integración; g. la mayoría opina que no habrá oposición activa a la integración de parte de las empresas transnacionales, gobiernos extrarregionales y organismos internacionales; h. se asigna una alta importancia a la negociación en bloque en relación con la deuda externa. Estos hallazgos son, a nuestro juicio, de la máxima importancia, por provenir de la República Argentina, por cuya psiquis circulaba, hacia la década de los 50, el hermoso y legítimo sueño de llegar a ser una potencia individual.
No resistimos citar la obra de un argentino, el empresario Ottocar Rosarios. Por el año de 1966 publicó una lúcida argumentación a favor de la integración completa de los países latinoamericanos en un libro que llevó el título de América Latina: veinte repúblicas, una Nación. Es de notar también que fundó Acción para la Unidad Latinoamericana, con capítulos que para la época se establecieron en Argentina, Bolivia, Brasil, Colombia, Costa Rica, Chile, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Haití, Honduras, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú, Uruguay y Venezuela. Estos comités nacionales estaban constituidos por destacadas personalidades de cada país, como lo atestigua, por ejemplo, la nómina de miembros brasileños, entre quienes se contaban el Presidente de la Delegación Brasilera a la Conferencia de Bogotá de 1955, el Presidente de la Academia Brasileira de Letras, el Rector de la Universidad de Río de Janeiro, el propietario del Diario de Noticias de la misma ciudad y el Presidente de la Asociación de Cultura Brasileira. Para quienes puedan pensar, por ejemplo, que la noción de integración política latinoamericana es una idea “izquierdista” basta listar la nómina de los miembros del comité venezolano: José Antonio Olavarría†, Ramón Díaz, Diego Cisneros†, John Phelps Jr., Enrique Sánchez y Ricardo Zuloaga.
Conjetura: Previa una explicación de un esquema federativo latinoamericano, una abrumadora mayoría de los habitantes de Venezuela y de Latinoamérica en general, contestará favorablemente a una consulta de opinión sobre la unión política de nuestros países.
El tratamiento de elección en el caso de insuficiencia política constitucional del que nos ocupamos—la unión política en el área latina—debe comenzar, nuevamente, por la consulta a todos los habitantes del área. Hemos venido insistiendo en el carácter médico de la mejor política que es hoy posible. Pues bien, así como las casas farmacéuticas proceden sistemáticamente a evaluar la tolerancia de las poblaciones a los medicamentos que producen antes de lanzarlos al mercado, igualmente debe hacerse con los tratamientos políticos. La consulta de la opinión pública es, en nuestro caso, el recurso equivalente al ensayo farmacológico.
Consistentemente hemos empleado la denominación “latina” a lo largo de esta discusión. Tal práctica no es accidental. Consideramos que, en un perímetro máximo, la integración posible comprende a España, a Portugal y también a Italia. España y Portugal no jugarían, de aceptar la integración, el antiguo papel de metrópolis de colonización, sino que serían invitadas a unirse en plan de iguales, a menos que quisieran adoptar una fórmula de asociación menos completa, lo que de todos modos debiera ser bienvenido.
Por lo que respecta a Italia no hay que argumentar mucho para demostrar la similitud de enfoques, de fonética y gramáticas, de tono cultural en general. No en balde el proceso de latinización es previo al de cristianización e hispanización de las patrias madres, España y Portugal, e Italia compartió con ellas las primeras angustias del Descubrimiento. Baste como signo de la fácil asimilabilidad del italiano y el latinoamericano, las fusiones establecidas entre los inmigrantes de Italia y la población local de países como Argentina y Venezuela. Es posible concebir perímetros menores. Por ejemplo, puede darse la integración inicial sin la participación de las naciones latinas europeas. Puede ser que no le sea tan fácil a Brasil integrarse en una unión del tipo descrito, lo que sería comprensible, pues, a fin de cuentas, Brasil es casi por sí solo un subcontinente, y con una base poblacional de más de ciento cincuenta millones de habitantes puede sustentar legítimamente la idea de autosuficiencia política. Nuestro criterio, sin embargo, es que Brasil se encontraría extrañado fuera de una unión latina, pues fuera de ella no sería fácil que se explicara a sí mismo. Por otra parte, ya vimos como muy lúcidas inteligencias brasileiras están a favor de la integración. Por lo que respecta a quienes no encontrasen la forma de unirse de inmediato, es posible estipular la misma salvedad que los norteamericanos establecieron en sus “Artículos de Confederación” frente a Canadá: “Article Eleven. Canada, acceding to this Confederation, and joining in the measures of the United States, shall be admitted into and entitled to all the advantages of this Union” (Artículo Once. Canadá, de acceder a esta Confederación, y sumándose a las disposiciones de los Estados Unidos, será admitida y con derecho a todas las ventajas de esta Unión).
Es, en todo caso, la conciencia común de los latinos lo que da pie y base a la posibilidad de la integración política. Hasta parecemos una misma cosa para los otros, que nos engloban bajo la denominación común de latins. Pero somos nosotros mismos quienes nos reconocemos. Si de algo bueno han servido las numerosas dictaduras latinas, hoy tocando a su fin, es para que a través de los múltiples exilios sepamos que el cubano es nuestro, que el español es nuestro, que el argentino es nuestro, que el brasileiro es nuestro, como lo son el portugués, el colombiano, el mexicano, el italiano. Nuevos procesos y sucesos recientes han agudizado esta conciencia común. La guerra de las Malvinas, la agobiante deuda externa, el proceso centroamericano. No menos decisiva, la contribución itinerante de los artistas del canto y el baile latino. Es así como la toma de conciencia ha experimentado una aceleración. Hasta en el lenguaje de los líderes políticos ha aumentado la frecuencia de las referencias al conjunto latinoamericano. Incluso pudiera decirse que estamos, a la manera de los antiguos bárbaros, penetrando al Estado hoy análogo al Imperio Romano.
John Naisbitt es un conocido y sofisticado pronosticador social norteamericano. En su libro Megatrends (Megatendencias) se topa uno con afirmaciones del siguiente tenor: “For Americans, it is self-evident that this is the time to learn another language—and learn it well. The size, proximity, and economic promises of Latin America make Spanish an attractive choice”. “To be really successful, you will have to be trilingual: fluent in English, Spanish, and computer.” (“Para los norteamericanos es evidente por sí mismo que éste es el momento para aprender otro idioma—y para aprenderlo bien. El tamaño, la proximidad y las promesas económicas de Latinoamérica hacen que el español sea una selección atractiva.” “Para ser realmente exitoso uno deberá ser trilingüe: fluido en inglés, en español y en computador.”)
Asimismo, hablando de la influencia de las minorías étnicas en los Estados Unidos, afirma lo siguiente: “Pero ninguno de los grupos individualmente considerados puede siquiera comenzar a corresponder a la cantidad y la influencia potencial de los norteamericanos de habla española. Algunos expertos creen que hacia 1990 los americanos hispanoparlantes de raza negra y blanca serán el grupo étnico más grande de la nación. La población mejicana de Los Angeles, por ejemplo, es superada sólo por la de Ciudad de México, y Miami es en dos terceras partes cubana. Es mi opinión la de que el actual debate sobre la educación bilingüe será tarde o temprano resuelto a favor de los hispanoparlantes y que seremos transformados en un país bilingüe antes del término de la centuria.”
A veces son los otros quienes están más claros acerca de quiénes somos nosotros.
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apéndice
El estado de la psiquis venezolana:
Síndrome de la sociedad culpable
En las páginas precedentes nos referimos a procesos de la patología política que se desenvuelven en la arquitectura del soma nacional. No es menos importante alguna consideración, aunque sea somera, del estado de la psiquis venezolana en la actualidad. Esto es así, porque es lo psíquico lo más rápida y fácilmente cambiable. En efecto, las infraestructuras físicas, los procesos educativos, el desarrollo de tecnologías, las estructuras económicas, son todos procesos o componentes que requieren de una larga maduración. En cambio, sobre el estado de ánimo de una nación es posible provocar cambios de incepción más inmediata.
La crisis de confianza no es una que se restrinja a la desconfianza de los actores políticos, de la actividad económica privada o de cualquier otra institución de la vida nacional. La crisis llega a ser tan englobante que llega, en más de un momento, a manifestarse como desconfianza en el país como un todo.
El síndrome subyacente es el síndrome de sociedad culpable.
Esto no es exclusivo de Venezuela. Algunas sociedades contemporáneas, por lo menos algunas pertenecientes a la clase de sociedades democráticas, pueden ser descritas como “sociedades culpables”. Sus componentes sociales, clases, profesiones, instituciones y sus líderes, todos ellos han “pecado”, algunas veces con la noción de inevitabilidad, cuandoquiera que interactúan políticamente. Para decirlo en otras palabras: cada componente social se percibe a sí mismo como “forzado”, hasta cierto punto, a comportarse de un modo que no es moralmente placentero sino desagradable y aún traumático. Hay un cierto momento cuando cada quien parece aceptar “las realidades de la vida” de la Realpolitik y comienza a comportarse inmoralmente “por necesidad”.
No parece haber un modo de escapar de tal condición. Todo el mundo “sabe” y todo el mundo olvida convenientemente, ya que no parece haber salida, ninguna manera de detener la mala conducta social y política. Pero nadie olvida realmente y todo el mundo se siente culpable.
Quizás el instrumento psicológico más poderoso de las religiones es precisamente el de la liberación de la culpa. La Santa Confesión de la Iglesia Católica Romana es tan sólo una versión de los muchos ritos de expiación que se encuentran en el curso de las edades en la práctica religiosa. Sus efectos principales son el de una instantánea sensación de alivio, usualmente acoplada con un tono emocional optimista, un sentimiento de que el progreso es después de todo posible, de que esta vez las cosas sí van a salir bien. Esa clase de estado emocional es justamente lo opuesto de la conciencia de sociedad culpable descrita antes. Y una cuestión que surge de inmediato es la de si es posible visualizar un mecanismo para el perdón y la expiación sociales que permita una reordenación optimista de los componentes sociales actualmente erosionados en su eficacia por una fatiga general y por difundidas creencias de impotencia sistémica.
Una consecuencia de la sociedad culpable es un modelo de evaluación estándar para el manejo de la interacción social y política. Este modelo incluye la gerencia del conflicto a través del uso de una política del poder puro como la técnica social preferida. En tal situación, la entropía es la gananciosa, y la eficacia la perdedora. La gobernabilidad se debilita, si no es que es definitivamente destruida.
Esta última afirmación puede parecer peregrina a muchas personas. Algunos estarían prestos a argumentar que gobernar una sociedad es precisamente gerenciar el conflicto. A esto respondemos que es posible registrar, o por lo menos concebir, situaciones en la que la eficacia de los actores políticos se detiene justamente en la resolución de los conflictos, incapaces de ir más allá de ese punto hacia logros más positivos de metas societales. De hecho, pudiese ser que mucha de la política de hoy se pareciera al trabajo de Penélope, de nula consecuencia.
La política puede ser, en efecto, congelada en ineficacia a través del estéril proceso de perpetuar el conflicto en el medio de cultivo de una sociedad culpable. Es por esto que una de las tareas principales para una nueva manera de conducir el negocio político es la búsqueda de líderes, partidos o instituciones políticas de una clase diferente, que puedan hacer surgir la expiación o absolución general de una sociedad.
Tal tarea se compone de dos distintas fases o procesos. Una consiste en la “naturalización” de conductas inmorales pasadas. El ser capaz de mostrar o explicar que ciertos tipos de conducta no ética tienen sus propias y muy fuertes cadenas de causalidad, que “no somos tan malos” después de todo, que hicimos esto y aquello por razones relativamente poderosas, evitando al mismo tiempo la versión cínica de este estado mental, es decir, la justificación de absolutamente todo. Esta primera parte de la tarea sería conducente a una reconciliación general. Uno no sólo estaría absuelto sino también consciente de la necesidad del otro de su mala conducta aparente.
La segunda fase es más complicada. Implicaría el problema de convencer a los miembros de una sociedad de un destino constructivo posible para todos, un destino que sería obtenible por métodos que difieren de los procedimientos usuales de la Realpolitik. Esto, a su vez, implica un diseño societal e incluso trascendental que tenga la capacidad de recapturar la fe y la esperanza humanas.
Ambas cosas son logrables con la sociedad venezolana. No hay duda de que estamos, con ella, ante un caso agudo de sociedad culpable. Reiteradamente, la mayoría de los diagnosticadores sociales nos restriega la culpa de nuestra desbocada conducta económica en nuestro pasado inmediato. Esto viene haciéndose desde hace ya varios años de modo sistemático. Las “proposiciones” de solución a los problemas vienen usualmente formuladas en términos de la transferencia de la culpa hacia otros. “Estamos mal porque aquél se portó mal”. Todos los días.
Pero esta exageración es, por supuesto, desmedida. No se trata de negar que se ha incurrido en conductas inadecuadas y hasta patológicas. Pero, en primer término, el proceso ha sido en gran medida eso: una patología. Como tal patología, la conducta social inadecuada puede ser juzgada con atenuantes. ¿Qué sociedad bien equilibrada no hubiera exhibido patrones de conducta similares a los venezolanos luego de la tremenda indigestión de moneda extraña que tuvo lugar durante la década de 1973 a 1983? ¿Qué conducta podía esperarse en una sociedad que, como la nuestra, ha retenido largamente la satisfacción de necesidades y se ve súbitamente anegada de recursos y posibilidades? Recordamos la similitud con aquellos campesinos que de repente eran llevados a los cursos de un mes de duración que patrocinaba el Instituto Venezolano de Acción Comunitaria, y que se enfermaban con la ingestión de tres comidas diarias, porque esta dieta era para ellos un salto enorme en la alimentación a la que estaban acostumbrados.
Recordamos aquellos suicidios “anómicos” registrados por Émile Durkheim en Europa de fines de siglo, cuando una persona se quitaba la vida al experimentar un súbito desnivel entre sus metas y sus recursos, así fuera cuando el desequilibrio se produjese por la repentina y fortuita adquisición de una fortuna.
La dimensión del atragantamiento de divisas provenientes del negocio petrolero ha sido enorme. Bajo otra luz distinta a la que habitualmente se dispone para el análisis de este proceso, bien pudiera resultar que halláramos mérito en nuestra sociedad, pues tal vez nos hubiera ido peor, con una menor capacidad de absorción del impacto.
En términos relativos, además, nuestra conducta se compara con similitud ante la de otros países. El Grupo Roraima, en importante trabajo sobre la inadecuación de ciertos axiomas clásicos de nuestra política económica, no hizo más que constatar la semejanza de comportamientos de Venezuela con los de países que, con arreglo a otros indicadores, son habitualmente considerados como más desarrollados que nosotros. (Reino Unido, por ejemplo). Es conocido el regaño que Helmut Kohl imprimiera a sus compatriotas en el discurso inaugural como Primer Ministro de la República Federal Alemana, hace sólo tres años. La revista TIME exhibió crudamente la conducta económica desarreglada de muy grandes contingentes de norteamericanos en un famoso artículo de 1982. Etcétera.
Esto es importante constatarlo, no para refugiarnos en el consuelo de los tontos, el mal de muchos, sino para salir al paso de muchas implicaciones, explícitas e implícitas, que suelen poblar la constante regañifa que, desde hace años, soporta el pueblo venezolano. Es decir, implicaciones que establecen comparación desfavorable de nuestra inadecuada conducta con la supuestamente regular conducta de países “realmente civilizados.”
Está bien, ya basta. Nos comportamos mal. Dilapidamos. Pero ya basta. No tenemos siquiera ahora la capacidad de dilapidar. Es hora de emprender otra clase de reflexión que no sea la abrumante de la autoflagelación.
Más aún. Ya basta de hacer residir la explicación de estos hechos en una supuesta tara congénita del venezolano, en “huellas perennes”, en la inferioridad del español ante el sajón, en la costumbre de la flojera indígena o la tendencia festiva del negro. Es necesario acabar con esa prédica, porque ella realimenta el síndrome de la sociedad culpable, que nos anula.
Pero es que además es posible recapturar la imaginación del venezolano y su perspectiva de un futuro que, más allá de lo confortable, ingrese a lo trascendente y significativo. No es necesario para esto la expiación hitleriana, que tan literal fue con lo de la expiación que encontró su chivo expiatorio en los judíos. No es necesario reavivar el espíritu nacional con un aumento de la agresividad, como parece estar consiguiéndolo Ronald Reagan con el pueblo norteamericano de la era postvietnamita. Un sueño como el de la reunión de los latinos dispersos, en una época privilegiada por las oportunidades, es un sucedáneo suficiente y, para colmo, pacífico, como corresponde a nuestro carácter.
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