KRISIS: Memorias Prematuras

Krisis

Mi padre fue quien me enseñó aquello de que un hombre no está completo si no ha tenido un hijo, si no ha sembrado un árbol y si no ha escrito un libro. Este es mi primer libro y, si no sé cuál es el primer árbol que sembré, no tengo dudas de quien fue mi primer hijo. Es causa de un amor y de un orgullo de los que no he podido recuperarme. Dedico mi primer libro a Leopoldo Enrique Alcalá Manzanilla.

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Índice

introducción

1983

1984

1985

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La verdad respecto de un hombre es, ante todo, lo que él oculta.

André Malraux

 

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introducción

En 1972 exhibieron en Caracas una rara e interesante película que se llamaba La tienda roja. La cinta fantasea sobre la aventura de una expedición italiana hacia regiones árticas inexploradas que dirigía el general Umberto Nobile. Un grupo de expedicionarios voló con él en un dirigible que se estrelló en un inhóspito y desolado paraje. Allí los sobrevivientes pudieron radiodifundir señales de emergencia y pedir auxilio. Tres intentos de rescate, nos cuenta la película, fueron un rompehielos ruso que no pudo llegar a alcanzarlos, la solitaria y trágica figura del noruego Roald Amundsen que se acerca en su trineo y muere en la búsqueda, y, finalmente, un piloto alemán que llega hasta el sitio del accidente en un avión biplaza. Esta circunstancia significaba que podría salvarse uno de los sobrevivientes, pues el aeroplano sólo tenía puesto para una persona más. Quien se salva es Nobile, dejando atrás a sus compañeros, abandonados a una muerte prácticamente segura.

La historia sigue, muchos años más tarde, en el salón de la casa de Nobile, ya viejo. Es de noche y le visitan sus fantasmas. Su conciencia proyecta en la sala la imagen de Amundsen, la del piloto alemán, la de un grumete de la expedición que iba a casarse con la novia a quien adoraba… Es un terrible tribunal que le acosa y le pregunta por qué eligió salvarse él y no salvó a cualquier otro. Nobile responde y se defiende: “Mis influencias como general servirían para organizar una partida de salvamento. Ningún otro hacía más probable el rescate posterior de todos los que quedaban. Me salvé para salvar a los demás”.

La discusión prosigue hasta que el fantasma de Amundsen lo emplaza: “Nadie hace nada por una única razón. Siempre hay más de una razón. Pero hay una que en la última instancia es la que definitivamente inclina la balanza. ¡Nobile! ¿Cuál fue esa razón para ti? ¿Cuál, entre tantas, fue la que inclinó la balanza hacia tu propia salvación?” El general calla por un momento, sin más recurso que la sinceridad, y exclama: “¡Yo pensaba en un plato de sopa caliente y en una bañera y en una cama en que dormir al abrigo del viento!”

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Esto es la historia de una decisión personal de quien escribe. El jueves 12 de diciembre de 1985 fui a la oficina del presidente de una importante empresa a explorar la posibilidad de un empleo. Fuertemente influido por la presión de una agobiante situación económica—por la que no puedo culpar a nadie más que a mí—pensaba que podría hacer un alto de un par de años en mi proceso de preocupación creciente por la política venezolana. Pensaba que podía dejar lo que había venido haciendo últimamente y descansar, escribir unos libros con calma y consolidar mi seguridad económica. La cita con el presidente de la empresa era al final de la mañana. Una hora antes de salir trabajaba en mi escritorio. Aunque no estaba enfermo me sentía terriblemente. No recuerdo muchas veces en las que me haya sentido tan mal. El amor por mi mujer y mis hijos, que sufren la angustia de la incertidumbre que les he impuesto desde hace casi tres años, me dio fuerzas para sobreponerme y manifestar un convincente interés en emplearme. Pero me sentía mal. Yo no quería ese empleo. Yo quería seguir, en contra de considerables obstáculos, en mi creciente inmersión en la política.

La entrevista, y una posterior y casual conversación con el vicepresidente de la misma organización, fueron exitosas. La empresa tendría un lugar para mí aunque tuvieran que crear la posición, según el vicepresidente. Pero, me advirtió: “Debes pensar si eso es realmente lo que tú quieres”.

Regresé a casa y le conté a mi esposa, quien me dijo: “La decisión es tuya”.

Sería la tranquilidad económica tan ansiada. Se trataba de una remuneración anual superior a los quinientos mil bolívares, y al nivel de vida al que hemos descendido por la atrición en los ingresos, con poco que añadiéramos viviríamos más holgados, quedando un remanente con el que podríamos pagar incontables deudas con prontitud. El fin de semana, como tantos otros, lo pasé trabajando protegido por mi mujer de los reclamos de los niños. Por la madrugada del domingo 15, revisando textos comenzados e interrumpidos días atrás, encontré uno que implicaba un grave paso. Entonces supe que lo daría y sentí paz. Me sentí incomparablemente mejor que cuando fui por el empleo. Al día siguiente, 16 de diciembre de 1985, di el paso. Me presenté en la Notaría Primera del Distrito Sucre y allí autentiqué un documento. El texto es el que sigue:

“Yo, Luís Enrique Alcalá Corothie, venezolano, mayor de edad, casado, titular de la cédula de identidad número dos millones ciento treinta y nueve mil cuatrocientos ocho, ocurro ante Notario Público para certificar la siguiente declaración:

Primero. Que en ejercicio de mis derechos políticos, según lo dispuesto en los Artículos 112 y 182 de la Constitución de la República de Venezuela, he decidido solicitar de los electores venezolanos el apoyo necesario para ser postulado candidato a la Presidencia de la República en la próxima oportunidad constitucional.

Segundo. Que buscaré esta postulación directamente de los electores, según lo contemplado en el parágrafo segundo del Artículo 95 de la Ley Orgánica del Sufragio.

Tercero. Que he tomado esta decisión, en pleno uso de mis facultades y con plena conciencia de mis muchas debilidades, porque, después de un severo y laborioso examen de ambas y de una concienzuda consideración del actual proceso nacional y su posible evolución, creo reunir los requisitos que estimo necesarios para desempeñar el cargo de la Presidencia de la República con eficacia.

Cuarto. Que estoy asimismo plenamente consciente de la enorme dificultad del intento que me propongo y que, también considerada debidamente esa dificultad, creo poder vencerla, con la ayuda de Dios.

Quinto. Que en procura de tal finalidad no cabe otra conducta responsable que la de prepararme más aún, en el tiempo que me es disponible, para el servicio a la Nación desde su más obligante magistratura.

Es declaración dada en Caracas, a los dieciséis días del mes de diciembre de mil novecientos ochenta y cinco”.

Si, como a Nobile, me preguntaran cuál fue la razón que inclinó mi cargada balanza hacia esa decisión, debería contestar que fueron esos estados opuestos de desasosiego y paz que sentí por esos días. La inquietud cuando iba a solicitar empleo porque representaba una claudicación en la lucha. La paz que lograba con el otro paso. No fue esa última razón un nuevo componente racional, alguna nueva premisa que recompusiera mi análisis de las posibilidades, o algún nuevo dato que yo ignorara. Ni siquiera puedo decir que se trató de algún episodio intuitivo, o que la cosa se resolvió en el terreno emocional. Sentí la respuesta de mi ser como un conjunto global e indiferenciado, tanto en la inquietud como en la calma. No eran mi cerebro o mi corazón lo que se angustiaba o descansaba. Era una plenitud. Pero, como con Nobile, sería inadecuado describir mi decisión como el producto de tales sensaciones. En la formación de ese paso ha intervenido una larga serie de acontecimientos y percepciones, la interacción con mucha gente, incontables horas de análisis y reflexión, mientras he sido tocado, como todo otro venezolano, por los accidentes de nuestra presente crisis nacional. En cierto sentido, mi proceso personal no es otra cosa que el modo como la crisis del país me pasaba por dentro. Esa es la historia que quiero contar aquí.

Como toda historia, la hago arrancar desde un punto arbitrario: con el año de 1983. Las raíces de una preocupación por la significación histórica de la sociedad de la que soy miembro son muy anteriores a ese año. Así lo es también alguna que otra noción sobre lo social que forma parte de mi actual enfoque y comprensión de lo político. Esta es una de las maneras en que la historia de mi decisión resulta una historia incompleta, pues sería posible encontrar la fuente de algunos de sus componentes en años más remotos. Hay asimismo otra causa de inexactitud: “Cada pulpero alaba su queso”, y por más que he procurado mostrar acá, con alguna desnudez, las debilidades personales que considero pertinentes a mi actuación política y su posible eficacia, mi vergüenza limita mi sinceridad. No creo haber eludido hablar de algún defecto que me conozca y que yo crea que debe ser conocido para que las gentes se formen una opinión válida acerca de mis capacidades políticas. Sin embargo, lo que dejo traslucir en el recuento no es, por supuesto, más que una fracción de mi falibilidad.

La historia de mi decisión de buscar el voto de los venezolanos para acceder al cargo de Presidente de la República está llena de episodios de interacción con un gran número de personas. Refiero aquí la mayoría de ellos. Para eso, he optado por suprimir los nombres de las personas involucradas cuando he estimado que la narración de los hechos pudiera resultarles comprometedora. El paso dado el 16 de diciembre de 1985 fue el acto de un hombre solo. No me hice acompañar por nadie. La autenticación del documento por Notario Público es suficiente signo de que lo quise hacer del dominio general, pero la soledad que elegí habla de que fue igualmente un acto personal de mi exclusiva responsabilidad. Por esta razón, al hacer el recuento del proceso que me llevó a la decisión, a veces protejo a personas que aparecen en el relato con el silencio de sus nombres. A casi todas ellas debo agradecer en mayor o menor medida algún apoyo material o espiritual, alguna palabra de aliento o, simplemente, algún gesto de conmovedora amistad. Muchas de esas personas, preocupadas por mi suerte y la de los míos, me han visto recorrer el tortuoso camino, lleno de oscilaciones, de arranques y retrocesos, de entusiasmo y depresión. Muchos buenos y certeros consejos he recibido de ellas, los que no siempre he sabido llevar a la práctica.

Pero me ha parecido que en este texto no debo asociarlas con mi decisión, tomando en cuenta la aparente insensatez de la misma. El 23 de diciembre de 1985 desayunaban en mi casa cinco venezolanos, ya informados de mi voluntad de buscar la postulación. El más enérgico de los cinco me dijo con inmenso calor de amistad: “¡Esto que te propones es un soberano disparate!” Es necesario que refiera la gestación del disparate. Si no estoy escribiendo exclusivamente para las personas a quienes en estos últimos años he llenado con numerosas y hasta contradictorias imágenes, si bien escribo este recuento para el público en general, también pienso mucho en los amigos, en quienes me han escuchado y han sufrido de algún modo mi anómala trayectoria hacia una función pública. Dedicando, como lo hago, mucho tiempo a pensar la política, es bastante frecuente que llegue a conclusiones que modifican mis posiciones anteriores. Mis interlocutores deben luego sufrir, en entrevistas que no dejan espacio a una relación completa y continua del análisis, alguna sorpresa, alguna modificación. “Parecía tener una interpretación nueva cada semana, la cual pacientemente nos explicaba a mis colegas y a mí. Pero cuando entendíamos todos los detalles (normalmente como una semana después), él ya había refutado su propia hipótesis e ideado otra alternativa”. Así se refiere Richard Muller a su profesor, el físico y Premio Nóbel Luís Álvarez. Algún consuelo obtuve al leer esa declaración, pues pensé que no solamente yo torturaba a mis amigos con un incesante cambio en el discurso. Pido perdón por la penosa experiencia a la que he sometido, en más de una ocasión, a tantas y tan pacientes personas amigas. Solicito su comprensión ante lo ambicioso de las reflexiones emprendidas. Apelo a su benevolente entendimiento para que me concedan el atenuante de la profunda crisis que vivimos, cuya lectura es un trabajo arduo y desequilibrante. Lo cambiante del ambiente de señales que recibimos es una condición que ha exigido el constante reexamen en las hipótesis que he venido manejando; la magnitud de los problemas que enfrentamos como sociedad, un factor que induce oscilación en el pensamiento. He procurado mostrar aquí, no obstante, cómo es que, a pesar de las perturbaciones, una cierta interpretación de lo político emerge como teoría válida y cómo es que, a pesar de los cambios en mis proposiciones, cada nuevo estadio construía sobre los anteriores y preservaba lo esencial de mi enfoque, como creo también que cada nueva versión era factible en su momento y esencialmente correcta.

La misma persona que en el desayuno que referí opinó que mi decisión era disparatada se despidió de mí diciéndome: “Vuelve a escribir el Informe Krisis”. Aludía a una publicación mensual que produje desde octubre de 1983 hasta febrero de 1985, y que tanto él como otros amigos me excitaban a continuar, en parte porque podía darme algún ingreso, en parte porque piensan que es un modo de influir en la opinión de importantes actores de la vida nacional. La palabra crisis es de origen griego y en ese idioma significa decisión. Nada parecería más apropiado, pues, que llamar a esta historia de una decisión con el nombre de mi antigua publicación. Ha sido una larga crisis, una difícil pero pacificante decisión.

Otro de los asistentes al desayuno mencionado decía que mis probabilidades objetivas dependerían fundamentalmente de que yo pudiera articular un mensaje cuyos componentes tenía a la mano, no sin advertirme que era esta fácil circunstancia el peor enemigo a vencer. Muchas veces he lidiado con la estructura que daría a muchas cosas que quiero decir. Un afán puntilloso de perfección textual me hizo desechar los varios esquemas. Confío en que la organización de este relato, decidida con posterioridad a la amistosa advertencia, y en función de una secuencia temporal, me permita explicar mis ideas de un modo más natural, sin la pretensión de un ensayo acabado, de un tratado sobre la política, de un plan de acción, versiones que, entre otras, consideré escribir. Lo que aquí se lee no es otra cosa que el tránsito de la crisis que a todos influye por el alma de una persona que se ha dejado deliberadamente penetrar por aquélla. De vez en cuando se topará el lector con referencias a notorios acontecimientos de la época narrada. Un trabajo más completo, un intento más científico, procedería con un recuento sistemático de las noticias como referente paralelo a mi crisis personal. Admito la imperfección de una relación incompleta a este respecto y tal vez acometa en ocasión posterior ese trabajo referencial. Pero ahora no tengo tiempo y debo vencer los escrúpulos y presentar a la lectura este texto limitado. Creo en la transparencia política. Creo que la época no se satisface con míticos personajes ya imposibles y que nunca se equivocan, distantes y perfectos. Así expongo al escrutinio público este relato personal que, en virtud de mi decisión política, debo ofrecer. Si no por una postura moral, al menos porque en la política informatizada de nuestros días, ante un ciudadano cada vez más consciente y menos creyente en superhombres salvadores, resulta una necedad exhibirse como esos seres pretendidamente inerrantes que pueblan nuestra política cotidiana. Eso sí sería un verdadero disparate.

Son estas páginas una suerte de memorias prematuras. En mi experiencia, a medida que los recuerdos me son más antiguos, disminuye la pasión negativa que algunos acontecimientos hayan podido causarme. No guardo de estos tres últimos años de mi vida, sin embargo, ningún rencor que valga la pena.

Por lo contrario, jamás como ahora he recibido de los demás mayor cantidad de consideración, paciencia y amistad. Si a los ojos de los amigos alguna meta temporal no fue aún alcanzada tal vez eso se deba a mi falta de humildad y a la terquedad que esta carencia causa, o, como he dicho, a la sensación de lo incompleto o inadecuado de mi diseño ante un proceso social tan complejo e inusual. Es en rebeldía ante el castrante escrúpulo perfeccionista que escribo estas prematuras memorias. Seguramente podría hacerlo con mayor justicia en una ocasión posterior.

26 de diciembre de 1985.

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1983

Renuncié a mi último empleo en mayo de 1983. Hice algún sondeo como para no saltar al vacío y decidí que empezaría a trabajar como asesor externo de organizaciones. Don José Antonio Giacopini Zárraga me aconsejó pensarlo muy bien. Su avezado ojo vislumbraba tiempos más difíciles, inconvenientes para abandonar la seguridad de un ingreso regular. Razón no le faltaba, pero eludí su consejo y di el salto. No tardé mucho tiempo en involucrarme en la circunstancia electoral de ese año. Algo hice para la campaña de Rafael Caldera. No tenía mucha opción. Por accidente biográfico había sido un insólito copeyano, pues mis padres me inscribieron en el colegio de La Salle en La Colina cuando tenía seis años de edad. Allí estudié hasta egresar como bachiller en 1959. Es así como a los quince años cobro conciencia política con el derrocamiento de Pérez Jiménez, mientras me encuentro en un ambiente naturalmente inclinado a adoptar la perspectiva socialcristiana. Siendo yo un “extremista del centro”, como años más tarde trataba de explicar a compañeros de universidad, la equidistancia copeyana del liberalismo y del marxismo convenía a mi temperamento. Así, pues, desde 1958 había tenido una episódica y semiclandestina simpatía o militancia verde. Para 1983 no me había separado del Partido Socialcristiano COPEI.

Intervine en la campaña de Rafael Caldera creyendo que podría ejercer en ella, y en su eventual gobierno posterior, una influencia significativa. Por otro lado, no tenía respeto por la figura de Jaime Lusinchi, el otro contendor a considerar, quien no me impresionaba bien en el conocimiento superficial que de él tenía por ese entonces. Participé en la campaña de Caldera a pesar de sostener la opinión, que expresé ante algunos amigos en una cena en la casa de Francisco Aguerrevere, de que elegir a Caldera representaría a los venezolanos el pago de un costo. Un costo de rigidez e inercia conceptual ante las nuevas situaciones que seguramente se darían. No obstante, algunas de las cosas sostenidas por Caldera me permitieron racionalizar, para mí mismo fundamentalmente, mi cooperación. Caldera había dicho que prefería un programa de gobierno sucinto y coherente a una de esa listas increíbles por las que las campañas habituales abruman con promesas; que haría un gobierno con caras distintas (y reiteraba ante la juventud copeyana que no gobernaría “con las caras de siempre”); que todos éramos en mayor o menor medida responsables por la crisis; que había que sentir orgullo de ser venezolano.

A fines de 1982 había discutido el tema de la campaña en la casa de Allan Randolph Brewer-Carías. Hice una de mis largas y reiterativas exposiciones que el poder de síntesis de Pedro Nikken resumió en una frase: “Caldera debe asumir la crisis”. Ya 1982 contenía todos los elementos preocupantes que hoy en día dominan la percepción nacional. El mercado petrolero había forzado a comienzos de ese año el famoso primer “techo” en la producción de la Organización de Países Exportadores de Petróleo. Antes de la primera mitad del año el Ministro de Hacienda, Luís Ugueto Arismendi, había regresado del Japón con las tablas en la cabeza. El desasosiego que las malas noticias de México y Polonia habían causado en la red financiera internacional influyó para que los japoneses quisieran imponernos un interés de refinanciamiento superior al acostumbrado. Este era el primer signo de erosión en la calificación crediticia de primera clase que hasta entonces disfrutó Venezuela. Ya se había producido también el discurso detonante del General Rafael Alfonzo Ravard, quien el 27 de agosto de 1982 expresó preocupación pública por el nivel de nuestra deuda externa y esbozó un plan basado en una cuota de cien mil barriles diarios de nuestra exportación de petróleo para su repago. El discurso provocó un desusado interés. Carlos y Sofía Rangel entrevistaron al General Alfonzo de inmediato, así como Marcel Granier en “Primer Plano”. La revista Resumen puso la efigie del general en su próxima portada y el discurso fue traducido al inglés y circulado en el exterior. El discurso sirvió asimismo para que el Contralor General de la República, Manuel Rafael Rivero, quien hasta los momentos no se había manifestado al respecto, ofreciera a la prensa solemnes y preocupadas declaraciones sobre la deuda de la Nación. El presidente Herrera declaró que estas manifestaciones de altos funcionarios públicos no eran convenientes. Pocos días después se produjo su decisión, en contra de la mayoría del gabinete económico, de centralizar todas las divisas del sector público en el Banco Central de Venezuela, incluyendo, muy especialmente, las de la industria petrolera.

Así pues, para fines de 1982 ya hacía algún tiempo que se respiraba una atmósfera de inquietud por la suerte de la economía venezolana. En esa reunión en casa de Brewer-Carías argumenté que Caldera debía ser un gran explicador de la crisis a los venezolanos, aprovechando su indiscutida condición de influencia y prestigio. Pensaba ya por entonces que una condición esencial a buscar en la política venezolana era la de permitir una suerte de expiación o catarsis de la sensación de culpa nacional. Pensaba también que Caldera podía emprender esa tarea. En el juego del escondite como lo jugábamos de niños, cuando quedaba sólo un jugador por ser descubierto éste podía librar a los demás si llegaba inadvertido a la guarimba y gritaba: “¡Libro por todos!” Un líder debía venir a librar por todos en ese juego deprimente de la política nacional a las alturas de la campaña de 1983.

También dije en esa reunión que la imagen estándar que se tenía del gobierno de Luís Herrera Campíns como gobierno malo podía ser objeto de una reinterpretación, argumentando que, según las cifras conocidas en esos momentos, aún el incremento que la Administración Herrera había producido en la deuda pública externa venezolana era considerablemente menor que el causado en la administración anterior en términos porcentuales, lo que equivalía a haber desacelerado la locomotora desbocada de finales del período de Pérez. Así, fui uno de los que creyó que, en buena medida, una mejor comunicación por parte del gobierno del presidente Herrera podría modificar las percepciones. Esta postura implicaba mi creencia, que sostuve de allí en adelante, en que el problema clave de la campaña de Caldera sería el de su relación con el gobierno.

Brewer-Carías formó parte del comité de estrategia del comando de campaña de Caldera. Algunas de estas nociones e inquietudes fueron transmitidas por él a los dirigentes más involucrados en su conducción, como lo fueron Eduardo Fernández y Oswaldo Álvarez Paz. Para marzo de 1983 tuve contactos más formales con el organismo de comando a través del último de los nombrados. Álvarez Paz me recibió una tarde en el cuartel general de la urbanización El Bosque. Acusaba el impacto de los traumáticos anuncios del 18 de febrero, más brumario que aquel 18 francés. Su saludo consistió en las siguientes palabras: “Luís Enrique, dime cómo vamos a ganar esta campaña, porque así como anda vamos a perder con toda seguridad”. Repetí las escuetas líneas de mi análisis: estamos a las puertas de una profunda crisis que debe ser asumida por Rafael Caldera; Rafael Caldera confrontará un problema principal de campaña en su relación con el gobierno del presidente Herrera; habrá que decidir un curso radical ante este asunto: o defensa decidida o deslinde completamente claro. Quedamos en que desarrollaría por escrito esos conceptos, así como también describiría un nivel más operativo compatible con la lectura estratégica, en la que no diferíamos grandemente, salvo en el punto de la viabilidad de la defensa del gobierno. En su opinión, una mejoría en la imagen del gobierno no favorecía en nada a la candidatura de Caldera, aunque un deterioro de la imagen gubernamental sí le afectaría negativamente. Le recordé que una reciente encuesta en el Área Metropolitana de Caracas todavía mostraba una muy considerable proporción de entrevistados que eran renuentes a calificar la actuación del Presidente como mala o muy mala. (La encuesta en cuestión, de marzo de 1983, arrojó los siguientes resultados: opinó que el gobierno era “muy bueno” el 4% de los encuestados, “bueno” el 14%, “malo” el 17%, “muy malo” el 14% y “regular” casi el 50%. Claramente, sólo un 31% había cruzado la raya hacia el juicio definitivamente negativo). Allí había un punto de partida para una enérgica acción de viraje en el planteamiento de campaña, hasta entonces centrada en el prestigio de Caldera, el que hacia 1981 había alcanzado niveles cercanos a un 80% de venezolanos creyentes en él como el mejor presidente de la etapa democrática. Durante esta entrevista llegué a pensar que Álvarez Paz, quien mostraba cierta renuencia a aceptar la totalidad de mis planteamientos, pudiera estar convencido de la indignidad del gobierno de Luís Herrera. Así se lo pregunté. Fue la primera vez que Oswaldo Álvarez Paz me dijera: “Lo único inmoral es no ganar”.

Escribí varios documentos y los hice llegar a Eduardo Fernández, Oswaldo Álvarez Paz, Gustavo Tarre Briceño, Allan Randolph Brewer-Carías y al propio Caldera después de esa entrevista con Álvarez Paz, a quien Fernández, largo conocedor de mi tendencia a la malacrianza política, había encomendado “pastorearme”. El primero de los documentos intentó ser un análisis estratégico de la campaña. Para fortalecer el texto incluí predicciones bajo la forma de tres escenarios de llegada según se adoptara frente al problema central, el de las relaciones campaña-gobierno, uno de varios cursos posibles. (En estricto sentido técnico un escenario es una posible situación en el futuro junto con una descripción de la ruta que conduce a ella. Se ha hecho común, no obstante usar la expresión en este sentido de la mera situación futura). Los escenarios se presentaban en términos de porcentajes de la votación de diciembre que yo predecía para cada uno de tres casos de aplicación de la estrategia recomendada (defensa decidida del gobierno), y pronosticaban 50% de los votos para Lusinchi, 30% para Caldera y 20% para la izquierda (en realidad para el resto de las candidaturas), si se mantenía la dirección de campaña asumida hasta marzo.

La argumentación del documento referido era simple. Una postura radical en relación al gobierno era preferible a la estrategia de medias tintas que, desde la famosa declaración de “solidaridad inteligente”, los altos funcionarios de COPEI y particularmente Caldera habían venido manteniendo. Las veces que se hacía una diferenciación respecto del gobierno no llegaban a constituir una oposición clara, como tampoco las ocasiones en las que se lo apoyaba esto se hacía calurosamente. Aunque oficialmente la campaña no hubiera siquiera arrancado, ya había evidencia empírica de que la campaña de hecho (existía en firme desde la proclamación de Caldera como candidato copeyano), no daba resultados, pues las encuestas de fines de 1982 y comienzos de 1983 mostraban a Jaime Lusinchi como probable triunfador.

El carácter esquizofrénico de la actitud más frecuente ante la candidatura de Caldera se mostró desde el principio del período electoral. Es conocido cómo producir con facilidad una esquizofrenia canina. Se condiciona a un perro a esperar comida después de mostrarle una figura completamente circular, y se le apalea varias veces después de mostrarle otra figura claramente elíptica. Cuando el animal está fuertemente condicionado y ya responde automáticamente, con saltos de alegría ante el círculo y rechinar de dientes frente a la elipse, entonces comienza a deformarse la elipse en la dirección de un círculo, poco a poco, hasta que, al llegar a un punto en que es difícil percibir la diferencia de longitud de los ejes, el pobre perro no sabe ante cuál de las figuras se encuentra y prorrumpe en lastimeros aullidos, entremezclados con un patético agitar el rabo y ladridos de amenaza. El elector venezolano se hallaba así ante Caldera. No sabía si era que se oponía secretamente al gobierno y evitaba criticarlo en público o si lo apoyaba por tras corrales y mostraba una distancia ante la opinión pública. Ambas interpretaciones eran consistentes con los datos disponibles. Aquél que fuese partidario del gobierno le reclamaba que no lo defendiese con denuedo. El que adversara a Luís Herrera no le perdonaba que no lo condenase.

En esta trampa de doble asedio transcurrió la campaña de Rafael Caldera en 1983. Por eso mi primera recomendación escrita fue la de alejarse de esa ambigua situación, fuera para romper con el gobierno o para apoyarlo sin ambages. En realidad, llegué a recomendar la estrategia de solidaridad, el curso de defensa. Por un lado del análisis, consideraba la opción de ruptura como la de mayor costo de ejecución. La ruptura con el herrerismo significaría el peso muerto, cuando no la oposición abierta, de una fracción considerable de COPEI, que, aunque no contada efectivamente en votos del Congreso del Partido, se había manifestado muy activa durante el efímero ensayo de Montes de Oca en procura de la candidatura verde.

Pero mi convicción iba más allá de una pragmática consideración de costos. Con muy pocos venezolanos de la hora sostenía por aquel entonces que bajo cierta luz el gobierno de Herrera Campíns no había sido tan malo. Si se razonaba que el gobierno de Pérez había sido “nefasto”, había que recordar entonces que las primeras jugadas de Herrera habían gozado de un consenso apreciable. El enfriamiento de la economía fue visto unánimemente como necesario en la reunión del Grupo Santa Lucía (una muestra bastante representativa de las élites venezolanas) que tuvo lugar en Barbados en enero de 1979. También pareció que se lograría algo dramático en materia de la represión de corruptelas con el planteamiento de la batalla del “Sierra Nevada”. El gobierno anunció, en su carácter de gestor del “Estado promotor”, noción de campaña de Luís Herrera, que se produciría una importante transferencia de empresas públicas hacia manos privadas. Hasta llegó a publicarse en 1980, como globo de ensayo, un estudio conjunto de las oficinas centrales de planificación y de personal, en el que se diagnosticaba un considerable exceso en el empleo público y se implicaba la necesidad de un programa de reducción de sus niveles. Si Caldera había dejado una deuda pública de 20.000 millones (cifra adeca), Pérez la había más que quintuplicado hasta los 110.000 millones (cifra copeyana) y Luís Herrera habría hecho descender ese incremento de 400% hasta uno de 36% al haber llevado la deuda hasta 150.000 millones (cifra adeca).

Bajo esta luz el esfuerzo podría haber sido considerado casi heroico. En la experiencia de todo gerente los porcentajes de incremento positivo o negativo son variables más accesibles al control que los propios niveles absolutos, y la imagen de la locomotora desbocada del gobierno de Pérez sugería la de un terco tanque de guerra, Luís Herrera, que habría intentado frenarla completamente al embestirla sin conseguir más que una apreciable desaceleración.

Fue pensando sobre todo en el drama de Luís Herrera Campíns que escribí el primero de una serie de artículos que publiqué en El Diario de Caracas durante 1983. Lo llamé: Lo que puede hacer un presidente. Advertía allí sobre la verdadera capacidad de un jefe de gobierno venezolano. Estábamos en período electoral y pronto nos lloverían las promesas. Un presidente en Venezuela puede, aparentemente, lograr mucho, considerando la acumulación de mando que administra. Para moderar las expectativas recordé la fábula de la industria petroquímica nacional. Durante años había arrojado pérdidas, llegando a convertirse en uno de los clásicos quebraderos de cabeza de la administración pública venezolana. Luego fue entregada a la gerencia petrolera local. En cinco años dejó de ser lo que era y rindió su primer flujo de caja positivo. Ahora bien, este exitoso experimento era justamente eso: un experimento de laboratorio en condiciones harto especiales. La nueva gerencia era la mejor gerencia del país, y actuaba sin limitaciones prácticas de fondos y sin la incidencia del constante escrutinio al que se somete a un Presidente de la República. Ninguna de estas condiciones son asequibles a un jefe de gobierno. Ninguna lo era en esos momentos para Luís Herrera Campíns. Ninguna lo sería para su sucesor.

Al comienzo de su período el presidente Herrera contó con posibilidades apreciables. Fue elegido con una mayoría moderada pero más convincente que la que obtuvo Caldera en 1968 y recibió poco después la señal de un mayor apoyo de las elecciones municipales de 1979. Por recursos no pudo quejarse, pues contó para la mayor parte de su período con fuertes aumentos de ingreso por los sucesivos aumentos en los precios petroleros. Hubo de contar, es cierto, con el peso de la ya muy considerable deuda pública, aún quitándole la treintena de miles de millones que se empeñó en rebuscar y añadir a la famosa “estimación Bolinaga” para aquella antológica alocución televisada en la que anunció que la hipoteca era por 110.000 millones de bolívares. Y hubo de contar también con la distancia y la frialdad del polo calderista. Varios fenómenos gravitaron fuertemente sobre el gobierno de Luís Herrera Campíns. El primero fue aquella “solidaridad inteligente” que COPEI declaró por boca del flamante secretario general, Eduardo Fernández. El segundo, el frustrante episodio del Sierra Nevada. El tercero, naturalmente, la serie de malas noticias económicas a partir de los inicios de 1982. El cuarto, la incesante oposición adeca, que, reunida en medio de su desesperación post-perecista por la voz aleccionadora de Jaime Lusinchi, no dejó de pronosticar la recesión económica.

Por lo que respecta al indeciso apoyo de un partido controlado por personajes más afectos al calderismo, el gobierno de Luís Herrera encontró apropiado constituirse con los herreristas de mayor confianza en los puestos claves. Todos recordamos la profusión de barquisimetano-lasallistas en puestos gubernamentales, así como la resistencia del Presidente Herrera a destituir funcionarios de su régimen que estuviesen marcados por la sospecha de corrupción. El gobierno de Herrera se condujo desde un principio en un estilo pre-paranoico, pues a la natural oposición adeca se añadía el efecto de un comando partidista propio que no le apoyaba completamente. Esta circunstancia, independientemente de los orígenes de la escisión copeyana, fue constante del período.

La lucha por invalidar políticamente a Carlos Andrés Pérez sirvió posteriormente como caldo de cultivo a un cínico espíritu de rebatiña que pareció apoderarse de algunos notorios funcionarios públicos. El episodio del Sierra Nevada contribuyó grandemente a una suerte de autorización realista de la corrupción. En efecto, razonarían los convencidos de la culpabilidad de Pérez, si éste había salido indemne del proceso de juicio público que le fue montado en el Congreso de la República, entonces podría resultar una necedad, y hasta un suicidio político, adoptar una conducta honesta que sólo les dejaría enemistados con ese poderoso personaje nacional y para colmo sin recursos. Hubo consejeros que propusieron a Herrera Campíns comenzar el asedio por la figura más vulnerable de Diego Arria. Se dice que Herrera optó por irse de una vez de frente contra Carlos Andrés Pérez porque una cacería de Arria hubiese dado mucho más tiempo al ex presidente para preparar su defensa.

En todo caso, la notoria corrupción del período de Herrera Campíns fue un golpe a la opinión pública, pues Luís Herrera había accedido al poder sobre el supuesto de una cruzada moral. Desde el discurso en el acto de su proclamación por el Consejo Supremo Electoral, pasando por el de la toma de posesión, incluyendo la alocución de los 110.000 millones y las acusaciones que promovía por la vía preferente del gran inquisidor Leopoldo Díaz Bruzual, Luís Herrera Campíns había fundamentado una buena parte de su razón de gobierno en la denuncia y el ataque a Pérez y a muchos de sus funcionarios. En 1982 el país presenciaba, atónito, un endeudamiento fuertemente agravado y la epidemia de escándalos administrativos protagonizados por importantes funcionarios del gobierno.

Las malas noticias económicas de comienzos de 1982 completaron el telón de fondo de la época. No hubiera sido imposible presentir que un empeoramiento de la posición financiera del sector público se avecinaba. A fin de cuentas, ya mucho antes voces como la de Juan Pablo Pérez Alfonzo habían “profetizado el desastre”. Pero tampoco era ésta una percepción común. Tan tarde como a fines de 1981 el primer vicepresidente de Petróleos de Venezuela, Dr. Julio César Arreaza, en su discurso ante la asamblea de ARPEL de ese año, se atrevía a predecir un brillante futuro de expansión para los países petroleros. Es así como las primeras señales negativas constituyeron en la práctica una sorpresa. La decisión de la OPEP de establecer un programa de producción a sus países miembros, como una forma de adaptarse a la “debilidad momentánea” del mercado, era de por sí bastante ominosa. Mucho más lo fue el endurecimiento de los banqueros japoneses con el Ministro Ugueto. Como apunté, es probable que este endurecimiento haya tenido más que ver con los problemas de repago de la deuda externa mexicana y la de Polonia que con la situación del mercado petrolero o con el juicio que Venezuela hubiera merecido considerada aisladamente. Pero la analogía con México resultaba natural. A fin de cuentas, el gobierno de López Portillo parecía una copia al carbón del de Carlos Andrés Pérez, impulsado por el boom de los nuevos yacimientos mexicanos. México fue por esos años el paraíso del prestamista internacional. Sus problemas con la deuda externa fueron, por tanto, un golpe psicológico de primera magnitud.

La oposición de Acción Democrática también era natural. Si durante un tiempo, por la época del caso Sierra Nevada, ese partido estuvo deprimido y acomplejado, no tardó en reponerse bajo el liderazgo de Jaime Lusinchi, quien inmediatamente después de la derrota electoral animó a sus copartidarios a reagruparse para continuar en la lucha. Los resultados fueron, obviamente, correspondientes con esa valerosa postura de rechazo a la rendición. Pero la oposición de Acción Democrática contribuyó en mucho a la conformación de un clima de desconfianza en las políticas económicas del gobierno de Herrera Campíns. Una prédica incesante desacreditaba la bondad de las decisiones, y la participación adeca en el Congreso de la República no le hacía en nada fácil la vida a Luís Herrera.

Ésos fueron los cuatro principales factores que operaron negativamente sobre la administración de Herrera Campíns. Otros valen la pena de ser mencionados. El primero es el propio estilo de gobierno del ex presidente. Por un lado, desde muy temprano abrió frentes de lucha múltiples y simultáneos. Intentó arreglar el problema de los indocumentados y el del diferendo con Colombia, atacó los intereses de las televisoras comerciales con la prohibición a la propaganda de licores y cigarrillos y a la participación infantil en programas y cuñas de televisión, mostró frialdad o resentimiento ante FEDECÁMARAS al negarse a asistir a sus asambleas, estableció la pelea frontal contra el ex presidente Pérez y, en general, impuso un estilo sombrío desde aquella primera declaración: “Recibo una Venezuela hipotecada”. No era como para animar a la confianza del inversionista privado. Muy pronto, además, impuso el “enfriamiento” a una economía “recalentada”. No mucho tiempo después el Ministro Ugueto confiaba a algunos amigos lo fácil que era congelar la economía y lo difícil que era reactivarla.

Por otro lado, este estilo se complementaba con el aura misteriosa y zamarra del presidente Herrera. Había que ser un experto cultor del folklore venezolano para desentrañar su refranero, con el que pretendía conducir la psiquis del venezolano, o sus extrañas comparaciones, como aquella de la Constitución de 1961 con Sofía Loren. Nadie, se decía, ni sus más íntimos colaboradores conocían lo que pensaba en realidad el presidente. E intencionalmente mantenía dentro de su gobierno personalidades discrepantes, lo que impedía coherencia política. La más notoria de las disensiones se establecía entre Leopoldo Díaz Bruzual y el resto de los ministros de la economía. Díaz Bruzual fue empleado primero como el encargado de desacreditar los megaplanes de la época de Pérez, principalmente en lo que se refería al famoso Plan IV de la Siderúrgica del Orinoco, la que, como casi todas las empresas de la Corporación Venezolana de Guayana, había pasado a ser propiedad del Fondo de Inversiones de Venezuela, del que Díaz Bruzual fue su ministro presidente. Fue Díaz Bruzual quien se atrevió a poner en duda, a fines de 1981 y durante 1982, la productividad de Petróleos de Venezuela, cosa que convenía a su plan de llevar los importantes depósitos de divisas de PDVSA hacia las arcas del Banco Central. Y fue Díaz Bruzual, por supuesto, quien enfiló contra Carlos Andrés Pérez al destapar el turbio negocio del buque Sierra Nevada. Ya en pleno año electoral detonó la bomba del Banco de los Trabajadores de Venezuela, que había sucedido al escándalo del Banco Nacional de Descuento. Díaz Bruzual fue, pues, el gran agitador del período de Luís Herrera, su Robespierre. Ante las obvias discrepancias, Ugueto explicaba la presencia de Díaz Bruzual: “El presidente quiere una segunda voz en el gabinete económico”. Luego sería Arturo Sosa quien sufriría las atrabiliarias declaraciones del “Búfalo”. Más de una vez el impacto que éstas producían descosió los intentos de refinanciamiento de la deuda externa que Sosa pacientemente elaboraba. Venía un telegrama esperanzador del comité de bancos con acreencias sobre la República, lo seguía algún ácido desplante del presidente del Banco Central de Venezuela y desaparecía como por arte de magia toda simpatía de esos acreedores.

El otro factor digno de mencionar es el marcado aumento en el escrutinio que de las ejecutorias públicas hacían, principalmente, los medios de comunicación social. Se puede decir que a este respecto aumentó la democracia venezolana durante el período de Luís Herrera. En efecto, nunca antes un gobierno había estado expuesto a un asedio tan insistente o tan escudriñador. El día que llegue a ser posible una cuenta más objetiva de los casos de corrupción administrativa y se haga una comparación entre los producidos en el gobierno de Pérez y en el de Herrera, será posible notar que durante el período de este último aumentó la frecuencia de reporte. Habrá que decidir entonces si hubo más corrupción absoluta durante el mandato de Luís Herrera o si la percepción de que así lo fue dependió más de una mayor cantidad de iluminación, si el tumor era realmente más grande que antes o si se veía más porque la lámpara del quirófano alumbraba mejor.

Esta era la versión que del gobierno de Luís Herrera Campíns sostenía yo. Pensaba que las inocultables fallas del gobierno no se debían únicamente a su voluntad y que factores que no controlaba le habían encaminado, trágicamente, por el despeñadero. También lo juzgué mal políticamente, pues llegué a creerlo mejor hombre de Estado que lo que resultó ser. Me dejé dominar por el mito de su zamarrería y estuve esperando su famoso y anunciado “volapié” hasta el último momento. Éste nunca llegó, tal vez afortunadamente, pues signos hubo de que el volapié bien pudiera haber sido alguna sorprendente y traumática revelación relativa al caso de secuestro de William Niehous, el que había ocurrido durante el gobierno de Pérez y que había sido “resuelto” en tiempo récord a las pocas semanas del gobierno de Herrera. Digo afortunadamente porque en la tradicional política nacional sus protagonistas parecieran acertar a legitimarse sólo con el descrédito del contrario, mediante la acusación escandalosa y violenta. Una revelación agresiva de algún posible secreto sobre Niehous, aparentemente guardado por Luís Herrera con avaricia, hubiese chocado fuertemente a la psiquis venezolana, ya abrumada por la secuencia de escándalos del año de 1983, espantada ante los casos del Nacional de Descuento y del Banco de los Trabajadores, y conmovida todavía más por el asesinato del penalista Raymond Aguiar a escasas horas del acto de votación electoral. Lo cierto del caso es que el volapié no se produjo y Luís Herrera entregó a Jaime Lusinchi una Venezuela hipotecada en segundo grado.

Con todo ese peso sobre sí, la campaña de Rafael Caldera era harto difícil, pero hubiera sido posible, es mi convicción, articularla diferentemente y hasta ganarla. Por supuesto, era preciso resolver antes y con prontitud el problema central de la relación candidatura-gobierno. Como he dicho, en el primero de los documentos que hice llegar al comando copeyano discutí específicamente ese punto. En el segundo de ellos aventuraba recomendaciones de estrategia más concretas, centradas sobre la idea de levantar a Caldera por encima de un nivel de diatriba común y ponerlo a funcionar como verdadero estadista. Este segundo documento era en realidad un conjunto de varios textos, incluyendo uno de recomendaciones estratégicas y su sinopsis y un proyecto de discurso que yo proponía fuese dicho por Caldera alrededor del 19 de abril de 1983. Se convocó a una reunión en la oficina de Álvarez Paz destinada a la discusión de este material. Asistieron a ella el propio Álvarez Paz, Gustavo Tarre Briceño, Allan Randolph Brewer-Carías y el suscrito. (Con Brewer-Carías había almorzado previamente. En ocasión de este almuerzo esbocé mi noción de diferenciar entre un programa de gobierno y un “programa de Estado”, diferencia explicada luego y más detalladamente en los documentos aludidos.) El análisis no duró mucho. Todos estaban con prisa, tal vez, o, como propuso Gustavo Tarre, era mejor leerlos con detenimiento para discutirlos en otra ocasión. Durante el tiempo que empleamos en leer la primera parte de los textos, dedicada a una evaluación estratégica de la situación, Tarre Briceño me preguntó cuándo había escrito yo eso. Pensé que se refería al tiempo que me había tomado escribirlo. Le contesté, orgulloso de mi eficiencia: “Anoche”. En realidad Tarre quería saber si lo había escrito antes del 18 de febrero, pues mi análisis comenzaba diciendo que las recientes medidas económicas, luego de un breve respiro, no tardarían en agotar su efecto, por lo que pronto la situación estaría peor. “Entonces, ¿tú escribiste eso después del 18 de febrero y crees que la situación no está ya controlada?”. Así me preguntó consternado. Esta reveladora e inocente pregunta de Tarre Briceño me hizo comprender que la dirigencia copeyana había llegado a creer que el trago amargo del tristemente célebre “Viernes Negro” había sido suficiente para estabilizar la economía.

Mis recomendaciones alcanzaban a vislumbrar varios “momentos” posibles en la campaña de Rafael Caldera. El primero sería el de la “asunción de la crisis”. Para esto había elaborado un discurso prototípico cuyo texto anexé. El discurso exigía de Caldera hablar bien del país. Pero no únicamente del país en abstracto o del país en general. Lo ponía, debiendo adoptar una posición superior a la esperada y minúscula competencia, a hablar bien de Acción Democrática, del Movimiento al Socialismo, de la Confederación de Trabajadores de Venezuela y de la Federación de Cámaras y Asociaciones de Comercio y Producción. Lo ponía a explicar la crisis financiera como un resultado casi natural derivado del atragantamiento y consiguiente indigestión de dólares de la recrecida renta petrolera. Lo ponía a reconciliar al país con su propia imagen, al mostrar cómo era que las economías de los países más prestigiosos (Alemania Federal, los Estados Unidos de Norteamérica), también se hallaban en problemas y, por tanto, cómo no éramos “los indios” los únicos que habían mostrado un desempeño económico defectuoso. Lo ponía a desmontar esas inexactas visiones dicotómicas de los buenos y los malos y a explicar cómo las cualidades morales también mostrarían al análisis una distribución estadística normal. Lo ponía, finalmente, a prometer algunas consecuencias prácticas para su propia campaña electoral, en consonancia con la necesidad de contribuir a la austeridad que ya era evidentemente requerida. (Como renunciar al empleo de asesores electorales extranjeros como un medio de ahorrar, aunque fuese poco, la erogación de divisas). Ése era, claro está, el discurso que yo hubiera pronunciado de haber sido Rafael Caldera, pero fue también el discurso que Caldera no quiso pronunciar. Yo me aseguré de que el conjunto de documentos que había preparado no se extraviara por los caminos del comando de campaña e hice llegar copia de todos ellos a la residencia de Caldera. Nunca hubo la menor reacción de su parte. Más tarde me parecería irónica su pública molestia ante aquella famosa e insulsa carta que Lusinchi jamás le contestó.

Tal vez mis textos exigían demasiado. Había creído que ya Caldera estaba, en razón de su trayectoria, de que ya había sido Presidente de la República anteriormente, en posición de un mayor desprendimiento y elevación. Las recomendaciones de campaña incluían la distinción entre un jefe de Estado y un jefe de gobierno, por ejemplo. Yo sabía, por supuesto, que Caldera era renuente a un debilitamiento de la potestad presidencial, pero creía que esto se debía a una comprensión de la figura de jefe de Estado como ritual y ceremonial, dedicada a la imposición de condecoraciones y a los discursos de ocasión. No era esto, sin embargo, lo que yo proponía. Mi versión del jefe de Estado suponía que los verdaderos ministerios “de Estado” continuarían siéndole directamente responsables. Así, proponía que los ministros de Relaciones Exteriores e Interiores, Defensa y Hacienda, así como el propio jefe de gobierno, le rindiesen cuentas directamente. De este modo el jefe de Estado tendría bajo su mando directo los equipos y recursos necesarios a la función de Estado, mientras un jefe de gobierno velaría por el aspecto más propiamente gerencial de la prestación de los servicios públicos, siendo el propio jefe de Estado el supervisor supremo de la función de gobierno. Esta distinción, tan común en las estructuras empresariales de gran escala, las que separan un presidente de junta directiva (chairman of the board) del cargo de presidente ejecutivo, no es tan fácil de vender a los políticos venezolanos. (Una versión similar fue propuesta en el llamado Proyecto República del candidato presidencial Jorge Olavarría).

Otras proposiciones de parecido tenor, como la de permitir la reelección presidencial por un período adicional (a la que Caldera renunciaría en aras de la credibilidad) o la de la elección popular y directa de los gobernadores de estado, se incluían para configurar temas de campaña que atacarían el problema más de fondo de la política venezolana: el desfase entre el mayor desarrollo político del pueblo y el estancamiento de las instituciones políticas diseñadas en 1961. Más que la apremiante situación económica, a la que, naturalmente, había que buscar solución, era necesario acometer reformas constitucionales de gran vuelo, y yo suponía que Caldera, redactor principal de la Constitución de ese año, podría ser el indicado para liderar una reconstitución nacional. Llegué a mencionar en el texto, sin explicarla, la “tesis hispánica”: la tesis de la unión política de los Estados de origen ibérico.

Quizás, entonces, cosas como ésas hicieron que el comando copeyano interrumpiera súbitamente su interés por mis planteamientos, aunque nunca hubo una clara advertencia al respecto. Simplemente no se me llamó más. O tal vez fue mi exigencia de tratar mi relación con la campaña a un nivel profesional, implicando por esto una remuneración. Había supuesto, y así había entendido Álvarez Paz, que mi participación en la campaña debía darse desde la dirección de un compacto núcleo de analistas que produciríamos, entre otras cosas, un desarrollo detallado del programa de Estado de Rafael Caldera. En uno de los documentos había ofrecido las razones por las que esto debía ser así. Ante el problema de una campaña, decía, los partidos venezolanos habían aprendido a tratar seriamente una de sus dos caras: el problema de mercadeo de la campaña misma. De hecho, los partidos reconocen que se trata de un problema que, por su complejidad, aconseja el empleo de expertos. Se gasta una enormidad en el pago de asesores extranjeros, en la realización de encuestas y sondeos de opinión que van orientando la actividad de los expertos en marketing electoral, la de los compositores de marchas y la de los escritores de lemas. En cambio, ante el problema de qué hacer en la silla una vez que se ha llegado a obtenerla, ya los partidos no se comportan con igual seriedad. Lo típico es organizar una serie innumerable de reuniones, dispuestas según una estructura similar a la de aquellas “pirámides” de dólares que fueron una estafa socialmente tolerada en Caracas uno o dos años antes. La pirámide programática de Caldera era manejada por Luís Enrique Oberto, una de las “caras nuevas” que ya había sido su ministro de planificación y el conductor del programa de gobierno de Luís Herrera, el famoso texto que éste llamó Mi compromiso con Venezuela. El inconveniente de esta forma de redactar programas de gobierno es que el resultado final tiende invariablemente a la incoherencia. Más de una vez he asistido a reuniones de ese cuño. Desde una media docena de personas hasta varias decenas en algunos casos, se reúnen a “echar ideas” o a leer sus ponencias favoritas. Usualmente no le es dado al director de la reunión, aunque piense que oye alguna idea impertinente, rechazar muchas de las proposiciones, pues el compañero de Achaguas se podría resentir y el apoyo de Fulanito y los fulanistas sería escatimado. La sumatoria de un proceso de tal naturaleza es de un grado de incompatibilidad tal, o de un carácter tan absolutamente negador del concepto de prioridades (al incluir prácticamente de todo), que no es posible nunca llevarla a la práctica si se llega a ganar las elecciones.

Por esta razón, como por la ya explicada del problema de fondo del Estado venezolano, inventé el expediente del programa de Estado, para dar, por un lado, la oportunidad al candidato de esbozar, con auxilio técnico, un esquema coherente que fuese orientador para el otro nivel del programa de gobierno, y por el otro, para preservar el aparato ya montado y comandado por Oberto y así moderar roces o resistencias, no sin reconocer que las “pirámides” tienen el valor cohesionante de permitir la participación más amplia de opiniones y que, seguramente, puede encontrarse por ese método valiosas aportaciones en materia de ideas, aunque nunca saldrá de su aplicación una estructura con sentido.

El pesimismo original de Oswaldo Álvarez Paz fue atenuado luego del espejismo aleccionador del primer mitin de Caldera en la Avenida Bolívar de Caracas. Fue todo un acontecimiento. Concluyó con un enorme arco iris levantándose hacia el este de la ciudad, que pareció ser un portento enviado por los cielos, señal de que el Hacedor, conocido socialcristiano, veía con buenos ojos la candidatura de Rafael Caldera. El arco iris había sido adoptado por la campaña del fundador de COPEI para indicar que se trataba de un “candidato nacional” que respondía a todos los colores.

Poco después, en un almuerzo en la casa de Allan Brewer se evidenció un espíritu más animado en los líderes que asistieron. No obstante, fue allí la segunda vez que Álvarez Paz me sermoneó: “Lo único inmoral es no ganar”. Días más tarde expresé a Brewer-Carías una incipiente inclinación a postularme, por mi propia cuenta y riesgo, para el Senado de la República. Brewer me advirtió que las maquinarias partidistas me aplastarían inmisericordes. (Era él, por cierto, segundo en la plancha de COPEI para el Senado por el Distrito Federal, detrás de Rafael Alfonzo Ravard). Hasta se atrevió a conjeturar veladamente que yo podría estar pasando por la famosa crisis existencial de los cuarenta años y me alertó, sorprendente y divertidamente, para que no me llegara a entusiasmar con alguna adolescente señorita y se me fuera a ocurrir abandonar a mi mujer. Mi esposa y yo nos fuimos en “luna de miel de trabajo” en junio a Filadelfia, donde debía asistir al II Simposio Internacional de la Predicción al que Yehezkel Dror, mi amigo y privado maestro desde 1972, me había invitado. Allí participé en un panel sobre el tema “Predicción para Gobernantes”, en el que pronostiqué la unión política de los países ibéricos. El texto traducido al español fue luego publicado en El Diario de Caracas. Mi tesis suscitó más interés en el exterior que en Venezuela, pues llegaron a escribirme pidiéndome copias desde Wisconsin, Puerto Rico y Australia.

No hubo otro contacto con el comando de estrategia de la campaña de Caldera. La periferia copeyana, sin embargo, no dejó de involucrarme. Thaís Valero de Aguerrevere me invitó a una reunión de un movimiento de “independientes” que, comandado por un quinteto formado de Héctor Hernández Carabaño (ex ministro de Caldera), Marcel Carvallo, Arturo Ramos Caldera, Corina Parisca de Machado y la propia Thaís Valero, dio en llamarse Confianza con Caldera. Fui una mañana de agosto a la conocida casa de festejos de la urbanización Campo Alegre, en la que tuvo lugar la reunión, pues el “movimiento” no contaba aún con las consabidas y “necesarias” oficinas. Habría allí una treintena de personas. Sin mucho ánimo volví a tocar el disco ya rayado de la necesidad de enfrentar el problema central de la campaña calderista: las relaciones entre la candidatura y el gobierno de Luís Herrera Campíns. Volví a ofrecer los mismos argumentos. Para mi moderada sorpresa, el discurso entusiasmó. De pronto me encontré interactuando con el quinteto director como un líder prácticamente equivalente a ellos.

Amplié los conceptos para Hernández Carabaño y Carvallo en una reunión posterior en casa de este último, y todavía más en un documento escrito que leí, también en esa casa, ante un grupo más numeroso. Allá eché mano de una imagen aeronáutica. La campaña de Caldera, mostraban las encuestas, había logrado repuntar un poco. (Esto era lo que había despejado las aprensiones del comando de campaña). Sin embargo, dije, todo piloto sabe que se hace ascender un avión aumentando el flujo de combustible. Si el avión venía volando en un cierto “techo”, comienza a ascender. Pero sólo para colocarse en un nuevo techo; superior, por cierto, pero techo al fin. Y el problema era, no sólo que el nuevo techo conseguido no era suficiente, sino que el avión de Caldera ya no podía aumentar más el combustible porque ya no tenía otra cosa que ofrecer. También eché mano a una pedantería cibernética. En esta ciencia, recordé, se define información cómo aquello que cambia el estado mental del receptor. Si les decía a los circunstantes, por ejemplo, que Carlos Gardel había fallecido, eso no cambiaba para nada su estado mental (salvo para suponer mi necedad), puesto que ya estaban en conocimiento de aquel deceso. El planteamiento básico de la campaña de Caldera consistió en repetir una y otra vez que Caldera era un hombre muy competente e ilustrado, razón por la cual “el país entero lo necesitaba”. Pero ya el país estaba suficientemente informado acerca de las dotes extraordinarias de Caldera. Precisamente había opinado así en las encuestas de 1981, de modo que reiterar la cantinela tenía el mismo efecto que anunciar la muerte del tanguista argentino. Hasta podía volverse, dije, contraproducente. ¿Dónde estaba la gasolina necesaria para volver a subir de techo? No podría provenir del próximo anuncio del programa de gobierno, por lo que conocía de su mediocridad.

Allí era, argumenté, donde un movimiento distinto de la campaña oficial del candidato podría, tal vez, imprimir un viraje en las tendencias. Propuse que el grupo asumiera la tarea de combatir, genéricamente, el desánimo que ya cundía en el alma nacional. La tarea a realizar era, primero, la catarsis que Caldera no supo o no quiso producir, el “librar por todos” que venciera la depresión anímica de los venezolanos y, segundo, transferir ese cambio con posterioridad a la candidatura. Incluso sugerí que por esa razón dejase de llamarse al movimiento Confianza con Caldera para pasar a llamarse Confianza en Venezuela. Argüí que daría muy poco rendimiento en términos de votos uno de esos manifiestos instantáneos a favor de Caldera, cosa que se proponía, con las consabidas firmas que encabezarían Hernández Carabaño y Carvallo. Nadie se sorprendería de que ellos, conocidos filocopeyanos de antaño, estuviesen del lado de la empresa verde, por lo que muy poca influencia podría esperarse de tan trillado camino. Esa fue mi posición.

Durante un tiempo el grupo jugó con esta idea. Poco después se abandonaba. No podía montarse una campaña paralela, se me decía. El comando de campaña del candidato no lo toleraría. Además, ya se habían dado los primeros pasos en la dirección tradicional, la de esos grupos de “independientes” que se gestan al calor de cada campaña, con la esperanza, muchos de ellos, de cobrar posteriormente alguna consecuencia del triunfo de su candidato. Conversé una última vez con Hernández Carabaño y Ramos Caldera, una noche en la casa del primero. Tal vez preparé inconscientemente mi separación. Yo debería, planteé, asumir la conducción del movimiento. En un caso distinto no me interesaba. Arturo Ramos me animó a “cogerme el coroto”. Ya Marcel Carvallo, sin embargo, había invertido mucho en el asunto y habría sido difícil justificar sustituirlo en la gestión que de facto gerenciaba. Además, en el fondo me había convencido de la imposibilidad de algún efecto real, aún si yo llegaba a comandar al grupo. Colaboré en la redacción de una pequeña circular, escuché en alguna otra reunión (en las flamantes oficinas que ocupó Confianza con Caldera en el Cubo de Cristal) la especie del pánico que el exitosísimo programa de Caldera con Horangel y los Doce del Signo habría hecho cundir en las filas adecas, ofrecí dos o tres tibias recomendaciones adicionales y me separé del “movimiento”.

Ya había descuidado demasiado tiempo la conformación de la cartera de asesorías que había supuesto fácil cuando renuncié al último empleo, con las que debía alimentar a mi familia y responder ante los varios acreedores que ya había adquirido. Aceleradamente, desilusionado con la campaña y desesperanzado de poder influir en algo substancial, me dediqué a dar origen a la aventura del “Informe Krisis”. En octubre de 1983 publiqué el número “cero” con la intención de promover su venta por suscripción.

Un pobre informe foto reproducido, con una tapa de cartulina a guisa de portada y una grapa sosteniendo las hojas en forma precaria, el Informe Krisis obtuvo una apreciable acogida. Yo iba a alejarme nuevamente de la política y convertirme en empresario de la información gerencial. No me alejé demasiado. En una absurda sobrestimación de la influencia de mi panfleto llegué a pronosticar, poco tiempo antes de la elección, que el escenario de Caldera ganador se había hecho más probable, contradiciendo mis propias predicciones anteriores, incluyendo las que había hecho en febrero y mostrado en marzo a Álvarez Paz.

Mi mujer, como casi toda Sucre, era una furibunda partidaria verde, o más que eso, una clásica loyaltarra antiadeca. Un presidente adeco era una especie de anticristo. Varias veces me repitió, con la ilusión que su amor se había formado de mis capacidades, ¡que yo hiciera ganar a Caldera! No tenía otra cosa a la mano que el informe que había comenzado a publicar.

Yo mismo seguía pensando, a pesar de mi cada vez mayor decepción del candidato copeyano, que ante Jaime Lusinchi la opción de Caldera sería un mal menor. Portaba en la mente el siguiente simplista teorema: uno, la maldad de Carlos Andrés Pérez es verídica; dos, Lusinchi fue el candidato perecista contra el “incorruptible” Piñerúa. Ergo, Lusinchi representa la continuación de lo funesto.

También tenía en cuenta, para ese informe preelectoral, mi interpretación de la “elección esquizofrénica”. En efecto, consistentemente el elector venezolano decía considerar a Caldera como el mejor candidato, al tiempo que reiteraba que votaría por Lusinchi. Esto era una situación, me pareció, harto inestable, y, por tanto, a pesar de todas las encuestas, sería una elección que podría desaguarse por igual hacia cualquiera de los dos candidatos, dependiendo de factores relativamente aleatorios y que estarían funcionando hasta el último minuto. En realidad, como escribí después, el electorado estuvo esperando hasta el mismísimo final que Caldera les diese una razón adicional para votar por él, una que no fuera la machacantemente antipática de su superioridad, una distinta a la de nuestra supuesta necesidad de su providencial existencia. Si no llegamos a la esquizofrenia, al menos soportamos muchos la tensión que significa una disonancia como la que aparentaban las encuestas. Hubo, por supuesto, más de un error táctico de campaña que agravó el profundo error estratégico que varias veces he mencionado. Sus declaraciones sobre la imposibilidad de una modificación en la paridad del bolívar pocos días antes del 18 de febrero de 1983 lo dejaron en ridículo, pues era evidente que el gobierno lo había informado equívocamente de manera intencional. Hubo, también, aquella infortunada proposición suya de rebajar el sueldo de los funcionarios públicos que ganasen más de cinco mil bolívares, lo que indicaba su inexacta noción acerca de lo que esa suma compraba en el mercado. Tampoco acertó a poner a la orden del gobierno las fórmulas salvadoras con las que nos rescataría de la crisis una vez electo, como Marcel Granier le reclamó agudamente en una de sus apariciones en Primer Plano. El famoso debate en el que Lusinchi logró sacarlo de sus casillas y la exigencia patéticamente repetida de que su contendor le contestara una carta, fueron otros desaciertos de ejecución en una campaña que de todas formas estaba perdida estratégicamente. Voté por Rafael Caldera. Como correspondía a un militante copeyano, sellé también la pequeña verde.

La actividad del Informe Krisis me llevó a escribir un análisis post mortem del resultado electoral. Incluí en él la interpretación precedente. También usé algún comentario que repetí a lo largo de la campaña. Por ejemplo, recordé una reunión que Caldera sostuvo con los empresarios del sector transportista a comienzos del período electoral oficial. En esa oportunidad Caldera llegó a presentar, como lo haría multitud de veces ante cada grupo de intereses específicos, una oferta especial y particular al sector: la creación del “Fondo Nacional del Transporte”. Comenté a raíz de ese episodio que había sido una doble equivocación: por un lado, era erróneo suponer que, en una época en la que los venezolanos ya estábamos bastante escamados con los grandes monstruos burocráticos, la promesa de uno más fuera una proposición excitante; por el otro, ya los ciudadanos teníamos la firme sospecha de que lo que andaba mal no era cada pieza por separado sino la armazón del conjunto, el Estado como un todo y, por ende, lo que se quería escuchar de los candidatos no eran promesas específicas al transporte o al deporte, sino remedios generales. El venezolano que asistió a cualquiera de las innumerables reuniones que poblaron, como a cualquier otra, la batalla electoral de 1983, estaba más preocupado por el país en su conjunto, clara y evidentemente enfermo, que por el interés sectorial de su inmediata incumbencia. De allí el éxito de la vaga promesa del “Pacto Social” por Jaime Lusinchi, pues si abstracta e imprecisa, al menos tenía la virtud de ser formalmente una panacea.

Esta lectura de los hechos fue discutida con algunos de los miembros del “Grupo de Análisis y Predicción” del Informe Krisis y publicada en diciembre de 1983. Yo había querido apuntalar lo limitado de mis posibilidades analíticas con el aporte de personas cuyo juicio respetaba. Así constituí ese grupo, siguiendo el modelo del “Grupo de Predicción e Interpretación” que organicé para la Corporación Industrial Montana en 1974. Asistieron a algunas de sus reuniones Enrique Brucker, Thaís Valero de Aguerrevere, Pedro Mario Burelli, Diego Bautista Urbaneja, Manuel Felipe Sierra, Eduardo Capiello, Franklin Whaite Valery y Moisés Naím. De uno o dos meses antes de la invención del informe y la constitución del grupo es mi primera conversación con Diego Urbaneja sobre la posibilidad de alguna nueva asociación política en Venezuela; de esa conversación su primera mención del “problema de los soles”, que reiterará varias veces en el curso de los dos próximos años.

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Allan Brewer llamó en diciembre de 1983 para solicitar de “Krisis Consultores” un estudio de las causas de la derrota copeyana, análisis que sería necesario al secretario general de COPEI para explicar la debacle. Le contesté que gustosamente haríamos el informe por la módica cantidad de cincuenta mil bolívares, la mitad por adelantado.

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1984

El Informe Krisis ocupó buena parte de mi actividad en 1984, así como sirvió, además de fuente de ingresos, como canal para desaguar mis inquietudes sobre la política nacional e internacional. Nació, como dije antes, en octubre de 1983, en la recta final de las elecciones de ese año. La invasión a Grenada dominó por ese entonces la escena internacional, pues no faltó quien pensara que ese episodio presagiaba un ejercicio similar hacia Nicaragua. El conflicto centroamericano, junto con las vicisitudes del mercado petrolero internacional y el proceso de refinanciamiento que por entonces conducía el ministro Arturo Sosa, fueron los tres procesos de “interfase” externa que el informe analizó con asiduidad. Por lo que respecta a lo nacional, el Informe Krisis atendía a la actividad política, la actividad económica, la actividad “social” (más bien laboral) y a la más específica relación del gobierno con el sector empresarial.

Tuvo buena acogida. Algunos importantes personajes lo comentaron favorablemente. Ramón Escovar Salom estaba encantado y lo creía “refrescante”, mientras Eloy Anzola Etchevers me decía: “Se publican muchos informes destinados a la gerencia. Algunos son buenos y otros son malos, pero lo que tú escribes no lo está diciendo nadie más”. Hilarión Cardozo se acercó hasta mi oficina para hablarme bien de la publicación y al mismo tiempo tratar de convencerme de que, en vista de la explosiva situación en la que las elecciones habían dejado a COPEI, su propia figura resultaba la indicada para una secretaría general de salvamento y que él se comprometía a hacerlo sin pretender la candidatura a la Presidencia de la República. El amistoso optimismo de Frank Alcock Pérez-Matos auguraba un “imperio económico” que yo construiría a partir del informe. La verdad es que nunca estuve totalmente concentrado en la construcción del imperio. Más cerca de mis tendencias fue la invitación que me hizo Arturo Ramos Caldera. A fines de una mañana de marzo de 1984 me visitó. Arturo es el portador constante de su sinceridad. Es un alma noble que se dirige a las cosas sin enredarse por los vericuetos de la sofisticación intelectual. Sin mucho preámbulo me dijo: “Vengo a hacerte una invitación. Haz una revista. El informe está muy bien, pero sigue siendo una publicación para élites y tú debes hablar y escribir para todo el mundo”. En esto coincidiría, meses más tarde, la intuición de Allan Brewer. Corina Parisca de Machado había obtenido la autorización de Henrique, su marido, para invitar a su casa a varios amigos pudientes y tratar de convencerlos de aportar fondos para el desarrollo del informe. “Randy” preguntó en esa reunión si no “teníamos” planes de hacer una revista, entendiendo por esto la publicación de un semanario al estilo de la revista Resumen.

Esa reunión en la casa de los Machado fue, por mi culpa, un éxito fracasado o, tal vez, un fracaso exitoso. La cena fue programada para el 23 de agosto. Pocas horas antes de la reunión, y presa de una fuerte excitación, fui a hablar con Corina hasta su casa. Allí le dije que había decidido transparentar mi inquietud de fondo ante los invitados, pues no sentía sincero hablarles de un producto comercial de una empresa (el Informe Krisis), cuando lo que verdaderamente me movía era una vocación hacia una carrera pública. (La declaración de que esto era mi dirección la había confiado por primera vez a Francisco y Thaís Aguerrevere en 1983, durante la campaña electoral de ese año).

Corina reaccionó espantada y argumentó fuertemente en contra de ese discurso. Me dijo que no convenía y que lograría más cosas limitándome al plan establecido previamente, hablando del informe y solicitando de los circunstantes el aporte de capital necesario. (Henrique había sugerido que mis amigos gustosamente contribuirían para eso a título de fondo perdido). Creía Corina que los invitados de todos modos entenderían cuál era mi búsqueda a largo plazo sin necesidad de decírsela explícitamente. Por espacio de una hora traté de convencerla sin lograrlo. Después me rendí a la lealtad que uno debe a su anfitrión, especialmente si se trataba de personas que buscaban ayudarme, como Corina y Henrique, con gran desprendimiento. Así, hablé esa noche del informe sin coherencia y sin convicción. Fui presentado por Corina, quien abrió su discurso aclarando que Henrique le había dicho no tener “nada que ver con eso”. Después, al solicitar que me escucharan, me caracterizó como una persona que acostumbraba ver los procesos sociales “desde un helicóptero” el que a veces volaba demasiado alto. Cuando tomé la palabra ya estaba bastante desanimado. Pero fue mi culpa y mi equivocación. Yo he debido hacer una de dos cosas: o convencerme a mí mismo de que una apertura de mi espíritu era prematura y restringirme a hablar del informe y su evolución, o no haber advertido a Corina y haber dicho lo que sentía sin alarmarla previamente, aclarando en el momento de dirigirme a los presentes que ni ella ni su esposo sabían lo que yo iba a decir. En la forma torpe de ejecutarlo, después de haber asustado a la pobre Corina a última hora, lo que hice fue referirme al informe sintiendo que engañaba a los que escuchaban al no haber descubierto mis intenciones más profundas. A pesar de eso, Reinaldo Cervini, Ricardo Zuloaga y Eduardo Quintero se acercaron a ofrecerme su cooperación. Eduardo me dijo: “Espero que me llames para concretar”, lo que significaba tanto que quería ayudarme como que, en su correcta opinión, yo no había concretado nada. Ricardo me confió: “No entendí mucho, pero creo que lo que quieres hacer es algo como orientarnos en la interpretación de lo que pasa con tu informe. Estoy dispuesto a ayudarte”. Reinaldo hizo algo equivalente, algo así haría Gustavo Julio Vollmer y los Machado me despidieron aliviados.

Días más tarde Thaís Aguerrevere, quien había sido invitada pero no asistió, me llamó por teléfono para contarme de algunos comentarios. Me dijo que había oído la siguiente expresión: “Luís Enrique es muy inteligente pero no voy a meterme en ese asunto. Lo que debemos darle es un empleo”. Y Thaís expresó dudas acerca del límite de aguante de mi esposa: ya hacía más de un año que no teníamos entradas fijas y las deudas aumentaban en lugar de disminuir.

El aguante de Nacha, mi mujer, se ha revelado como prácticamente infinito. Heroicamente trabajó para el Informe Krisis. Junto con mi hermano José Luís hizo una enorme cantidad de cosas que permitieron la vida práctica del informe. Ocupada de las operaciones, mantenía el registro de los subscriptores, se encargaba de la reproducción y del envío y encontraba tiempo para animar a los vendedores y convocar a los miembros del Grupo de Análisis y Predicción, sin dejar de meter baza en el mismo análisis e interpretación, llamando la atención sobre la noticia de algún acontecimiento significativo. Por supuesto, ambos me daban ánimos cuando no me sentía particularmente animado.

Sin concretar el financiamiento, fuimos poco a poco desprendiéndonos de costos fijos que, por culpa de mis sobrestimaciones, habíamos adquirido muy temprano. El informe fue cada vez haciéndoseme más pesado, pues me interesaba más por el proceso político y sus tratamientos que por la idea de hacer un informe “analítico, interpretativo y predictivo” del acontecer pertinente a los venezolanos y que fuera destinado a la “gerencia nacional”. Ocupándome cada vez más de la idea de una nueva forma de participar políticamente, publiqué el último numero en febrero de 1985, en el que efectivamente vertí, aunque, como veremos, todavía frenado de algún modo, una buena parte de mi interpretación de la política. Meses antes había detenido la venta de subscripciones. Recuerdo que a los pocos minutos de haber tomado la decisión llegó una llamada de Henrique Salas Römer con intención de subscribirse. Nunca atendí su petición.

Allan Brewer no volvió a mencionar el estudio que requería el Secretario General de COPEI tan urgentemente en diciembre. Era una lástima. No me habrían caído mal los cincuenta mil bolívares que contribuyeron a disuadirlo de insistir en su petición. En cambio, en enero de 1984 fui invitado con mi señora a cenar a la hermosa casa de los gentiles Brewer Leal. A la cena asistiría Eduardo Fernández, y el objeto de la misma fue discutir por qué Rafael Caldera y COPEI habían perdido las elecciones. Estuvieron esa noche Gustavo Tarre Briceño, los Aguerrevere, Juan José y Maga Bolinaga, y Henrique (a regañadientes) y Corina Machado.

Pocos días antes había habido una conversación con Thaís Aguerrevere y Corina Machado y la noche de la cena esta última tomó la palabra para recomendar, generosamente para conmigo, que Fernández y Tarre me pusieran atención, no sin reconvenirme para que hablara con brevedad. Como estaba muy fresco aún todo lo que yo había recomendado durante la campaña electoral, tuve la oportunidad de contestar brusca y brevemente la pregunta de la noche: “Ustedes perdieron las elecciones porque no me hicieron caso”.

Así abrí fuegos. Dije que entendía la necesidad política que el Secretario General de COPEI tenía ante el próximo directorio de su partido, convocado para analizar precisamente las causas de la derrota. En esa ocasión Eduardo Fernández tenía que producir un discurso que repartiera las culpas sin dejarle mal parado. De algo le sirvió el análisis que publiqué en el Informe Krisis en diciembre de 1983, del que repetí sus puntos principales. Sin embargo, dije que me interesaba el futuro más que esa disección post mortem. Le dije a Eduardo Fernández que no había duda de que hacia 1988 él parecía tener la primera opción de hacerse el candidato presidencial copeyano, en virtud de ser el principal ejecutivo del partido y en razón de su edad, propia a un relevo generacional. Le dije que, asimismo, de acuerdo al típico movimiento pendular que sucede a los períodos de gobierno que concluyen en deterioro y en crecimiento de la oposición, y ante lo difícil de la coyuntura que Lusinchi debería manejar, que la probabilidad de que llegara a ser Presidente de la República no era nada despreciable. Pero le dije también: “El que a mí me contente eso va a depender de cuánto decidas dedicarte al estudio y a la reflexión, de cuánto sea lo que estés dispuesto a cambiar, pues es más de una la concepción política que debes desechar por obsoleta”. Debo decir a favor del equilibrio de Eduardo Fernández que aguantó pacientemente la andanada y manifestó estar dispuesto a someterse a los ejercicios necesarios. Hasta me preguntó como se haría y hablamos de un retiro de una semana que yo conduciría para un grupo de dirigentes de su elección.

Se habló de varias cosas más. Gustavo Tarre, por ejemplo, dijo a Eduardo Fernández que algo claro y decisivo debía ser hecho respecto de los casos de corrupción protagonizados por copeyanos, a lo que éste replicó estar dispuesto siempre y cuando se llegara a estar en posesión de pruebas convincentes. Ya por ese entonces Álvarez Paz, el mismo que más de una vez me repitió que lo único inmoral era no ganar, alzaba las banderas robesperriano-piñeruístas de la anticorrupción. Luego comimos la siempre excelente comida de los Brewer y nos retiramos. Yo, por lo menos, iba contento de que un héroe pareciera dispuesto a escuchar y aprender.

A las pocas semanas recibí una invitación por boca de la secretaria de Fernández. Habría una reunión en el bufete de “Randy” Brewer, como continuación de la anterior. Esta vez, 7 de marzo, asistimos sólo Gustavo Tarre, “Juanji” Bolinaga, Pedro Nikken, Pedro Palma y el suscrito, además, por supuesto, del anfitrión y el propio Eduardo Fernández. Resultó ser una reunión convocada para solicitar ideas relativas a la evaluación de las primeras medidas anunciadas por el gobierno de Jaime Lusinchi, en vista de que COPEI pronto presentaría un comunicado al respecto. Pedro Palma hizo una exposición semitécnica sobre las graves dificultades para la renegociación de la deuda y de las estrecheces financieras que confrontaríamos. Esto pareció convenir a Eduardo Fernández, pues mostraba un solícito interés por los aspectos más negativos de la situación financiera nacional. Como se discutía, entre otras cosas, la formulación del gobierno de buscar una reducción del “déficit fiscal en favor de la eliminación del gasto innecesario” y una “ampliación de las fuentes generadoras de recursos del Estado”, Fernández hizo el consabido comentario a favor de los gastos de inversión y en contra del gasto público corriente. Juan José Bolinaga alertó respecto de ese cliché. En su criterio, respaldado por una incontestable experiencia de primera mano desde el interior de la administración pública, dijo que en materia del gasto público venezolano era precisamente el gasto de inversión el que había causado el mayor número de dolores de cabeza. Lo preocupante era, justamente, la conducta del gobierno inversionista.

No recuerdo haber contribuido a esa reunión mucho más allá de una general advertencia de prudencia y auxilio al gobierno, lo recomendable en medio de una crisis tan profunda como la que vivíamos. Le dije a Fernández que no debía pensar tanto en un automático papel oposicionista como en un aporte al país y sus acuciantes problemas. Más tarde, el comunicado de COPEI sería encabezado así: “El Partido Social Cristiano COPEI, conciente (sic) de su responsabilidad como principal partido de oposición…” En el párrafo final se presentaba a COPEI como “alternativa válida de gobierno” y se justificaba su “voz admonitoria”, no sin dejar de ofrecer su cooperación para la “búsqueda de soluciones efectivas a la grave crisis que estamos atravesando”. El relleno del sandwich lo constituyó una crítica a cada una de las medidas anunciadas por el presidente Lusinchi, junto con una queja porque el gobierno estaría manejando “una campaña dirigida a intentar destruir la reserva de valores que hay en los venezolanos que no comulgan con las ideas del gobierno de turno”. Es curioso, pero nuestros partidos se refieren al gobierno como el “de turno” solamente cuando están en la oposición.

La reunión fue diseñada, pues, como un mecanismo para que Eduardo Fernández pudiese ser asesorado. Esto no tiene nada de malo en sí, pero pareció que eso sería la cooperación que en adelante exigiría de nosotros, pues anunció que habría más reuniones como ésta. Se me ocurrió preguntar a Fernández qué había pasado con su disposición del mes de enero a realizar un ejercicio de reflexión profunda. (Tal vez, menos apremiado porque ya había sorteado con éxito el directorio copeyano postelectoral, sentía menos su necesidad, reconfirmado, como lo había sido, en la secretaría general de un modo muy estable). Me dijo que lo íbamos a hacer y que pensaba que podíamos usar tres días para el retiro. Cuando caminábamos hacia el estacionamiento, Juan José Bolinaga nos comentó aparte a Brewer Carías y a mí: “No te va a dar ningunos tres días. No esperes más de un día, cuando mucho”.

“Juanji” Bolinaga es un buen profeta. Después de una reunión de Eduardo Fernández y yo, en la que se discutió cuál sería el grupo de personas a invitar, se determinó que nos reuniríamos el viernes 27 de abril en la casa de Henrique y Corina Machado en San Antonio de Los Altos. La semana completa que se previó en enero había quedado reducida a un único día en abril. Yo insistí en invitar a Andrés Sosa Pietri. Lo había oído hablar en reuniones promovidas por Confianza con Caldera durante la pasada campaña y me había impresionado muy favorablemente. A raíz de ese breve contacto fui a visitarlo a principios de 1984. No tenía otro conocimiento de él que el ya mencionado, junto con la noción de que había sido persona ligada al Movimiento al Socialismo. Esa circunstancia estimulaba mi curiosidad, pues me parecía en principio valiente que un empresario industrial, miembro de una prominente familia de la clase alta—Andrés es sobrino de Julio Sosa Rodríguez—expresara una inquietud socialista. Otros no pensaban igual. Cuando en 1977 se invitó al primer seminario de lo que luego sería el Grupo Santa Lucía, Pedro Pick, quien conocía a Andrés por sus ejecutorias en el Instituto Venezolano de Petroquímica, asomó su nombre. Fue rechazado. No se debía dar tribuna a “los enemigos”. En mi primera visita a Andrés Sosa Pietri le espeté directamente que yo quería emprender una carrera pública, sin que la forma de esa carrera estuviese muy especificada. Andrés respondió muy entusiasta y generosamente, pues en los duros comienzos del Informe Krisis metió su mano para ayudarme. El también me recordaba de la época de Confianza con Caldera y también había apreciado las cosas que yo había dicho allí. Fue el responsable, sin embargo, de que tanto él como yo, el ponente o director de la reunión de San Antonio de los Altos, llegáramos a ella con más de una hora de retraso. Luego quiso compensar como chofer su parsimoniosa impuntualidad; su conducción del automóvil por la Carretera Panamericana ha quedado impresa con horror en mi memoria.

A la reunión de San Antonio de Los Altos (que los periodistas no acertaron a descubrir), asistieron además de Eduardo Fernández, Corina Parisca de Machado, Gustavo Tarre Briceño, Pedro Nikken, Allan Randolph Brewer Carías, Juan José Bolinaga y el suscrito. El formato prescrito consistió en una exposición mía dividida en dos partes, la realización de tres ejercicios y la discusión y la elaboración de las conclusiones a las que hubiere lugar.

La primera parte de la exposición versó sobre mi teoría de la crisis paradigmática de la política venezolana. Tomé prestado ese agobiante término de las teorías de Tomás Kuhn sobre la evolución de la práctica científica. (La primera vez que empleé el término en público para referirme a un proceso venezolano fue en la reunión del Grupo Santa Lucía en las Islas Bahamas, donde hablé de un “paradigma jurídico-militar”: desde la Primera República habían sido presidentes de Venezuela personas adiestradas en el dogmatismo de nuestro derecho latino deductivista o personas del campo militar, muy imbuidas de una forma catequística de pensar. Era notoria la excepción del médico José María Vargas, quien de todos modos no había durado mucho en el cargo. Más tarde la nueva excepción sería Jaime Lusinchi. Luego, y simultáneamente con personas como Ignacio Ávalos y Marcel Antonorsi, utilicé la expresión a mi paso por la secretaría ejecutiva del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas, entre 1980 y 1981. Allí me referí a los “paradigmas” que soportaban las políticas científicas venezolanas y latinoamericanas).

Tomás Kuhn se había dado al estudio de las revoluciones en la ciencia. De sus investigaciones concluyó que el desarrollo histórico de la ciencia podía entenderse como la sucesión de épocas en las que dominaba un cierto paradigma, una cierta concepción o teoría general, a las que una revolución o crisis del paradigma central ponía fin con la introducción de un paradigma distinto y más completo. Newton destronando a Aristóteles para ser destronado a su vez por Einstein. Un fenómeno análogo, argumenté, se estaba produciendo en política. Las concepciones fundamentales que daban sentido a la acción política de nuestros partidos ya no servían ni siquiera para describir la realidad social, afirmación que me apresuré a justificar. Esto significaba que era de crucial importancia el desarrollo de un nuevo enfoque de lo político y que a la vez, por no tratarse de un desarrollo académico, era asimismo importante que un movimiento social fuese el portador del nuevo paradigma. Si un movimiento existente quería asumir ese papel sería necesario que sufriera grandes cambios, inclusive cambios traumáticos, pues lo necesario era nada menos que sustituir el marco ideológico ya obsoleto por una nueva plataforma conceptual. Tales cambios llevarían implicadas modificaciones profundas en la estructura y modo habituales de conducirse del partido o movimiento que pretendiera ser el portador de las nuevas concepciones.

Tal vez lo más interesante de la reunión resultó ser el conjunto de tres ejercicios. Los dos primeros consistieron en verificar el grado de acuerdo de los asistentes con dos listas de transformaciones que yo proponía como necesarias. Una de las listas se refería a transformaciones necesarias en la organización y manejo de un partido que quisiera “cambiar de frecuencia”, para pasar de un viejo a un nuevo paradigma político. Los cambios incluían reorganizaciones que darían peso especial a una “unidad de análisis de políticas”, desde la que debía intentarse un procedimiento más científico y profesional en el diseño de soluciones a problemas públicos. También se mencionaba como importante la preparación de un documento del secretario general o cabeza de partido, a manera de guía para un profundo examen y cuestionamiento de los supuestos que hasta entonces habrían dado basamento doctrinario a la organización. Esto tenía relación con aquella proposición del “programa de Estado” para la campaña de Rafael Caldera, puesto que para una transformación como la que estaba proponiendo la orientación gruesa del proceso no podía dejarse al azar de otra “pirámide” de ponencias disímiles. Los lineamientos generales debían provenir del liderazgo, el que, si a ver vamos, no tiene otra razón de existir que precisamente la de proveer ese nivel de definiciones.

Esa lista de transformaciones más bien internas contó con un alto porcentaje de aprobación. Un destino inverso recayó sobre la lista del otro ejercicio. En este caso se trataba de un conjunto de transformaciones en el aparato político del país: la elección uninominal de senadores y diputados, la elección directa de gobernadores de estados, la separación entre un jefe de Estado y un jefe de gobierno, la informatización de la sociedad venezolana, la sustitución del proceso tradicional de los “planes de la Nación” por un esquema más moderno de lineamientos generales de desarrollo, la unión política con los países del área iberoamericana, etcétera. La mayoría de los cambios propuestos fue rechazada. Los argumentos favoritos se sintetizan en la siguiente fórmula: “eso nunca ha sido hecho así en Venezuela”. Para contradecir la proposición de separar los negocios de Estado de los negocios de gobierno, por ejemplo, Allan Brewer dictó una miniclase magistral sobre los orígenes de nuestra juridicidad en el Código Napoleónico. Igualmente, se rechazó la elección uninominal de los representantes en el Congreso de la República, argumentando, entre otras cosas, que al establecerla se romperían los canales de organización temática y doctrinaria de la sociedad venezolana: los partidos. Por un lado pues, la lista de cambios en el organigrama de un partido descrito abstractamente pareció cómoda y conveniente. Por el otro, la enumeración de cambios reales en la forma de los procesos e instituciones políticas de Venezuela ya no parecía tan aconsejable. Aparentemente se aceptaba la necesidad de modernizar un partido aunque la sociedad sobre la que actuaba permaneciera prácticamente inalterada.

Quedaba el tercer ejercicio. Fue concebido sobre la marcha del “taller”, pues los resultados de los ejercicios previos ya mostraban la contradicción antes señalada. Al comienzo de la reunión yo había advertido que el taller no debería ser visto como un ejercicio copeyano y mucho menos como uno “eduardista”, en vista de las afirmaciones que haría. En efecto, yo proponía que tanto la concepción socialcristiana como la socialdemócrata eran formas alternas del viejo paradigma en crisis. Por tanto, podría estar diciendo lo mismo ante otro juego de interlocutores. Se me ocurrió pedir a los participantes que retomasen el papel y el lápiz para anotar seis diferencias de fondo entre Acción Democrática y COPEI. Fue interesante ver cómo pasaban trabajo el Secretario General de COPEI y sus compañeros. Eduardo Fernández escribía, borraba, volvía a escribir, tornaba a borrar, como un escolar que no estuviera muy seguro de las respuestas a un examen escrito. La discusión de las pocas diferencias que se pudo anotar sobre una hoja de rotafolio reveló que tales diferencias no eran verdaderamente de fondo. Ya estaba dicho prácticamente todo.

Durante el día Corina nos ofreció un suculento almuerzo. Con la atmósfera más relajada se habló de temas más concretos en el acontecer de COPEI. Dos temas dominaron la plática: Rafael Caldera y Oswaldo Álvarez Paz. En el ambiente estaba la pregunta de cuál sería la candidatura copeyana de 1988. Eduardo Fernández no terminaba de decir que se lanzaría aun compitiendo con las posibles pretensiones reincidentes de Rafael Caldera. Respecto de Oswaldo Álvarez y su campaña dijo tan solo las siguientes cosas: “Oswaldo denuncia afuera, pero en el Comité Nacional no se compromete con acusaciones específicas. Es muy fácil señalar con el dedo y reclamar que se bote a los corruptos. Yo no puedo voltearme hacia más nadie y reclamar lo mismo. Yo soy el Secretario General. Yo soy quien tiene que botarlos”.

Por la tarde, y a pesar de la incómoda experiencia del ejercicio de las diferencias, intentamos llegar a algunas conclusiones. Las de Eduardo Fernández fueron una oferta: “Luís Enrique, tú debieras estar en el comité nacional de COPEI. Y tú debieras ser quien dirija la unidad de análisis de políticas del partido”. No muy convencido por los resultados de la reunión le dije que no se apresurara, pues todavía quedaban muchas cosas por ver.

Después de que los “del partido” se fueron—Fernández, Tarre, Nikken, Brewer—el resto se quedó para comentarios. Muy poco valientemente, relaté en su ausencia algunas razones por las que no creía en la convicción de Eduardo Fernández. Del mecate de los políticos creyendo en unidades de análisis yo tenía un rollo, dije. Siempre decían creer en su utilidad para no adoptar nunca más de un escaso porcentaje de las recomendaciones. En esto incluía a Eduardo Fernández, pues en 1979 había querido involucrarme en la constitución de un instituto de análisis para COPEI y luego no había creído necesario dotarlo de un presupuesto adecuado. Y en una ocasión posterior me había llamado a participar en un grupo que acometería la tarea de reactualizar el programa del partido y ese grupo no se reunió más de una vez. Corina Machado y Juan José Bolinaga me reclamaron cordialmente que no hubiera hablado así delante de Eduardo Fernández. Tenían razón, por supuesto.

Por la época de la sesión de San Antonio de Los Altos reuní un grupo diferente en las oficinas de Andrés Sosa Pietri en Chuao. Lo conformaban el propio anfitrión, Corina Parisca de Machado, Thaís Aguerrevere, Alberto Krygier y Diego Bautista Urbaneja. Cada uno había recibido personalmente mi catecismo de la crisis paradigmática. Con Andrés, Corina y Thaís había llegado hasta la formulación de la necesidad de un movimiento que viniera a portar el nuevo paradigma político necesario y difundirlo, y hasta la conclusión de que sólo COPEI podría estar en condiciones de aceptar el cambio requerido para eso. Acción Democrática, razonábamos, en situación de saturación de poder, en medio de su éxito, difícilmente tendría oídos para una proposición semejante. El Movimiento al Socialismo había sido destrozado por las elecciones. COPEI había quedado muy maltrecho pero no hasta el punto del MAS, y precisamente por el traumatismo electoral que había sufrido podría estar en disposición psicológica favorable a un profundo examen de conciencia y un cambio igualmente profundo. Fue Alberto Krygier quien expresó claramente su escepticismo ante esta última conclusión.

El grupo mencionado se reunió, sin propósitos muy definidos, antes de la reunión de San Antonio, por lo que la hipótesis subyacente a esta última era la ya mencionada de la probabilidad de la apertura de COPEI en virtud del efecto conmovedor de su descalabro. De hecho, en la primera reunión que tuvimos con posterioridad a la de San Antonio de Los Altos, Andrés Sosa Pietri exclamó: “Luís Enrique. ¡Eduardo Fernández se te ha abierto de capa!” Pero era precisamente lo magnífico de la oferta de Fernández lo que resultaba contradictorio con aquella negación de las transformaciones políticas que habíamos propuesto en San Antonio.

Lo que me dijo Alberto Krygier una mañana de mayo terminó de convencerme. Tras la hipótesis de buscar a COPEI como portador del paradigma (y del análisis que requería preguntarse antes por Acción Democrática y por el MAS) se escondía la noción de que no había tiempo, ante la crisis, de organizar un camino diferente. Alberto me contradijo. En su opinión se estaba formando un ambiente propicio a nuevas búsquedas y había un considerable y creciente número de venezolanos, que hasta entonces no aparecían como protagonistas en las instituciones más visibles del país, y que responderían positivamente ante nuevos planteamientos. En esta última formulación quedaba implicado yo con mis planteamientos de nuevo estilo, los que había dado a conocer tímidamente a través del Informe Krisis.

Es así como el martes 26 de junio nos reunimos los antes nombrados, otra vez en la oficina de Sosa Pietri. En esta reunión propuse que pensáramos en una nueva organización dedicada al desarrollo y difusión del “nuevo paradigma”. Ante las obvias inclinaciones políticas de la proposición, puesto que se había hecho referida a los partidos y se había concluido en su rechazo, Diego Bautista Urbaneja comentó: “Yo emprendería cualquier cosa, un círculo de estudios, una revista, una editorial, y dejaría al correr del tiempo las implicaciones políticas que llegue a tener. Y me daría por bien servido si lo que hagamos llegare a tener la influencia que llegó a significar, por ejemplo, el Fondo de Cultura Económica de México”.

Ante este planteamiento esgrimí mi primera metáfora ajedrecística de 1984: “Un buen jugador de ajedrez tiene un plan desde el mismo comienzo del juego: ganar la partida dando mate al rey contrario. Eso no significa que intente dar mate durante la fase de apertura. Más bien, la apertura se emplea para colocar las piezas en las mejores posiciones posibles. Luego vendrá un medio juego, en el que los contrincantes, ya colocados, comienzan la batalla. Será al final cuando se haga posible dar mate. Pero desde el principio se conoce el objetivo. Así, lo que vamos a hacer es político y es bueno que lo sepamos desde el comienzo mismo”.

Nos dimos a la tarea de “ir pensando” lo que sería la nueva asociación. Diego Urbaneja y yo quedamos comisionados para preparar un diseño preliminar. A fin de cuentas, éramos los que disponíamos de más tiempo y aquéllos para quienes el tema resultaba más antiguo, pues ya lo habíamos esbozado durante nuestras conversaciones del año anterior. Urbaneja tornó a plantear lo que él llamaba “el problema de los soles”, sobre el que ya me había advertido en 1983. Se refería a la coexistencia de pretensiones de liderazgo en aquellas personas que estaban buscando algo nuevo. Esta vez contesté que ése era un problema constante a todos los movimientos políticos de todas las épocas y que, por tanto, no era razón para impedirnos el intento. En un promedio de dos veces por semana Diego Urbaneja venía a mi casa para discutir el proyecto. El actuaba fundamentalmente como escucha crítico, planteando problemas como el “de los soles”, el del financiamiento de una organización política nueva, el de cómo captar recursos provenientes de un mecenazgo que supuestamente estaría comprometido con el viejo estilo político que se deseaba cambiar. Este último era, de hecho, de los problemas que más le preocupaban por 1983. Y desde aquella época le había dado mi respuesta, pues desde aquella época yo le había dicho que el nuevo enfoque no se formulaba en términos de derecha o izquierda y no debía ser definido como una postura en pro o en contra de la empresa privada.

Hay meses más activos y meses más tranquilos. Los meses de agosto y septiembre comparten, con el tiempo de Navidad, el carácter de mes de vacaciones. Invitados por mi suegro, mi familia y yo pudimos pasar un fin de semana de playa en el Club Camurí. El sábado primero de septiembre me topé con el Dr. Arturo Sosa hijo, el ex Ministro de Hacienda del último año de Luís Herrera. Con su característica elegancia lingüística me dijo: “Mira carajito, si tienes diez minutos quiero mostrarte la Gaither de agosto. La situación es muy preocupante”. Yo tenía tiempo para leer la encuesta, pero Arturo se disponía en esos momentos a jugar dominó, por lo que me dijo que podríamos hacerlo al día siguiente, domingo. Lamentablemente, ya yo había decidido que subiría a Caracas esa misma noche, así que quedamos en que me la enseñaría durante la siguiente semana.

No pude leer la encuesta hasta el siguiente jueves 6 de septiembre, pero el domingo anterior comencé a pensar por qué un ex Ministro de Hacienda, un poderoso financista y hombre de negocios como Arturo Sosa, informado como el que más, tenía que esperar a que una encuestadora viniera a decirle que la situación era preocupante. Impulsado por una urgencia repentina decidí escribirle una carta antes de conocer los resultados de la encuesta. Resultó ser un largo documento, que comencé antes de leer “la Gaither” y concluí después de hacerlo, el 7 de septiembre. Transcribo aquí su contenido íntegro:

Querido Arturo: Antes de que me enseñes la Gaither imagino lo que significa “lo preocupante de la situación”. Debes referirte a los síntomas de lo que algunos llaman el sector social. De las expresiones de malestar. Del nivel de desaprobación del gobierno. De la emergencia de algún proceso que tiene la potencialidad de evolucionar, más o menos rápidamente, hasta necesitar un espacio tal que la existencia de las organizaciones que conocemos y de las que dependemos se vea severamente amenazada. Y si la Gaither no registra eso entonces es una mala encuesta.

A principios de este año pregunté a los miembros de una organización de qué tamaño queríamos la crisis para comenzar a actuar. ¿Por qué debería sorprendernos que la situación sea muy preocupante? ¿Es necesario que enumere a Arturo Sosa las razones, eventos y secuencias de los últimos años que nos gritan que estamos en gravísimo peligro?

¿Hay alguien que haya formulado la solución? Más aún, ¿es que hay alguien que haya explicado realmente la crisis? Yo creo que se han dado muchas explicaciones que son ciertamente partes de la verdadera explicación y que bastante gente se ha orientado en la dirección de la correcta solución sin aproximarse lo suficiente. Cuando se han atrevido más han chocado contra el muro infranqueable de conceptualizaciones aparentemente correctas y se detienen y dan vueltas, como esos peces que se han acostumbrado a peceras tabicadas y que cuando se les retira el tabique suponen que aún existe.

Pero de que es crisis es crisis. Es un tipo clásico de crisis. O corremos o nos encaramamos. No tenemos salida intermedia. O hacemos lo que tenemos que hacer y entonces tenemos un futuro brillante, más brillante de lo que antes nadie haya propuesto, o permanecemos en un estado que significará la ruina y la insignificancia.

Lo que hay que hacer es sorprendentemente factible. No exigirá demasiados de nuestros recursos y se asienta en tendencias e intuiciones del pueblo venezolano, pues, como he dicho, ya en varios e importantes puntos de nuestra inteligencia colectiva se ha barruntado las direcciones que nuestros esfuerzos deben asumir.

Es necesario, por supuesto, resolver un manojo de problemas. Pero por debajo de esos problemas se desplaza y se agrava un problema más central y básico, más profundo y trascendente. Es más, resuelto este último, las soluciones a los demás problemas se hallan con más facilidad, pues todo casa en una nueva estructura de la percepción y de las posibilidades. Resuelto el problema fundamental, nuestra capacidad habrá aumentado de tal modo que el enjambre de angustias que hoy nos acucian entrará de repente dentro de los límites de una fácil gobernabilidad.

Pero empecemos. Empecemos por uno cualquiera de los graves síntomas. ¿Qué tal si empezamos por considerar con total franqueza el problema de nuestro sustento económico?

Nuestro petróleo, referido a sus mercados tradicionales, no puede tener otro futuro que el de la declinación. Apartando los reajustes a corto plazo, las sociedades del Norte han adoptado con fuerza de irreversibilidad, un curso de progresiva sustitución de los hidrocarburos como fuente energética. De aquí en adelante, y, como digo, apartando repuntes momentáneos de demanda, el curso de nuestro negocio petrolero en esos mercados será de declinación. Ese es el mediano plazo, pues al verdaderamente largo plazo, el agotamiento ineludible de los yacimientos encontrados y por encontrar, impondrá universalmente un suministro energético de fuentes distintas. Pero no es preciso ahora actuar para acomodarse a tan largo plazo. Queda suficiente tiempo de uso de nuestro recurso petrolero si somos capaces de colocarlo en mercados que sí pueden ir a la expansión. Esos mercados existen. Son más grandes, potencialmente, que los mercados que nos hemos acostumbrado a servir. Y son mercados que, a diferencia de los tradicionales, justifican una tasa de crecimiento significativa, mientras que los otros, por hallarse más cerca de las tasas de consumo límite, por estar ejecutando reales y serios programas de ahorro y sustitución y por favorecerse de una reciente eclosión—no totalmente agotada todavía—de nuevos yacimientos petrolíferos, ostentarán una tendencia a tasas de crecimiento inferiores a las vegetativas. (Por lo menos en lo que respecta a petróleo de la OPEP o más específicamente a petróleo venezolano). ¿Qué hace entretanto PDVSA? En contestación directa a mis preguntas, la más alta dirigencia petrolera venezolana declara que no tiene el más mínimo interés en el “mercado del Tercer Mundo”, del que deben ocuparse los árabes, que a fin de cuentas son los mercaderes de la antigüedad y de siempre. (Sic).

Por lo que respecta al petróleo, necesitamos encontrar, antes de que los efectos de la gran conversión energética que ya ha comenzado desvanezcan el valor económico que aún tienen nuestras reservas petrolíferas, un nuevo mercado de tamaño congruente con lo que será nuestra enorme capacidad ociosa. Ese mercado, hoy en día, no luce atractivo porque, pobre como es y abrumado por tanto compromiso financiero, escasamente está en capacidad de pagar sus actuales niveles de consumo petrolero, mucho menos un incremento significativo en su consumo, a los precios actuales. Pero sí podría consumir y pagar una mayor cantidad de lo que hoy en día usa si los precios fuesen marcadamente menores.

Por ejemplo, tomemos un mercado como el del mundo hispánico, de trescientos millones de personas. El consumo de ese mercado a un nivel per cápita equivalente al venezolano – que es por supuesto el más elevado de ese conjunto – representaría un ingreso doble del actual ingreso petrolero venezolano si se pagase a un tercio de los precios internacionales de hoy. Dejemos, por ahora, lo que acabo de decir como un ejemplo solamente, dibujado a un muy grueso trazo y naturalmente susceptible de precisión. Ilustra una escala, un orden de magnitud y un enfoque que puede aplicarse en muchísimas direcciones. (Dicho sea de paso, el expediente de expandir mercado mediante un marcado descenso de los precios no es una estrategia que sólo cobra sentido en un contexto petrolero. Es ninguna otra cosa que un descenso de los precios lo que detonó la creación, pues fue ni más ni menos eso, del mercado de computación personal y del hogar. Se acostumbra fechar la revolución del computador personal con la aparición del primer computador Apple, en 1976. Como estamos acostumbrados a atribuir todos los hechos de esa industria a un súbito avance en materia tecnológica, la revolución de Apple se entiende comúnmente como una revolución de tecnología. Esto es sólo parcialmente exacto. Es cierto que el microcomputador es lo que físicamente “es” el computador personal. Pero éste es algo más: el computador personal es un microcomputador a un precio bajo. De hecho, varios años antes ya existía el microcomputador en uso individual. La ubicua IBM ya disponía de un modelo con todas las características básicas de los actuales computadores personales. ¿Por qué no era un computador personal en el sentido que ahora tiene? Porque lo que termina de definir a un computador como personal no es que lo use una sola persona, sino que lo pueda adquirir una persona, y el “micro” de IBM costaba decenas de miles de dólares. Por eso, si no prácticamente hecho a la medida para el más consentido de los ingenieros o investigadores del Instituto de Investigaciones de Stanford o el Laboratorio de Propulsión a Chorro de Pasadena, por lo menos su filosofía era totalmente de un producto hecho a pedido, un producto artesanal de la más alta artesanía, pero no era un producto industrial).

Este concepto de crear o adquirir mercado por la vía de precios menores es absolutamente clave en una época en la que pocas cosas parecen surtir efecto contra la inflación. Para que sea posible, claro, el tamaño de los mercados es la variable importante. De allí lo profundamente lógico de una estrategia venezolana de exportación. Después de todas las vueltas que se quiera darle, el mercado venezolano, creciendo a tasas que admita la gobernabilidad de la sociedad, nunca podrá alcanzar el tamaño requerido para que la producción permita a su vez un nivel de precios que incorpore al consumo a la mayoría de la población. En cambio, las economías de escala, a las que da origen la exportación a un mercado mayor, pueden llevar los costos unitarios por debajo del umbral de adquisición para grandes contingentes humanos, hoy impedidos de contribuir a la formación de la demanda global. Pero aún sin exportación, para algunos sectores de producción en Venezuela, y en conjunto con programas de transferencia por parte del sector público, es perfectamente factible aumentar sus ingresos netos globales con una estrategia de menores precios e incorporación de segmentos en situación de “subasequibilidad”.

Si continuamos en lo económico, y más allá del petróleo, precisamente se trata de hacer cosas distintas de la extracción y comercialización de recursos agotables, en general, y de hidrocarburos en particular. ¿Cómo vamos a hacer eso? ¿Cuáles son los sectores de actividad económica a los que debiéramos crear y permitir el paso?

Cabe acá nombrar algunos sectores cuya defensa es ya, más que un cliché, una perogrullada. La agricultura, por ejemplo. Sí, ya sabemos que importamos más de la mitad de nuestros comestibles. Sí, ya sabemos que debemos “sembrar el petróleo”. Eso ha sido dicho hasta la náusea. Y hasta el vértigo se ha invertido dinero, una gigantesca suma de fondos en una siembra que no sólo no da resultados sino que nos ha colocado en una precaria situación de vulnerabilidad alimenticia. Hasta ahora, sin embargo, nuestra agricultura sigue sin beneficiarse de las necesarias escalas de explotación, sin las que, nuevamente, el bajo precio que universaliza el consumo no puede darse. Así nos enfrentamos otra vez a la rígida disyuntiva del subsidio que abruma al Estado o los precios que se hacen ya onerosos y en el futuro prácticamente prohibitivos. Hace poco me lamentaba ante Gustavo Julio Vollmer de que su casa, cuya raigambre era agraria, se hubiese urbanizado demasiado. Su mirada y su doloroso silencio me convencieron de que había tocado un sitio resentido.

En efecto, lo que en la época de Betancourt se concibió como necesidad política y social produjo muchas decisiones cuyos costos ya no tienen hoy ningún sentido. (Entre otras decisiones de esa época y la fase inmediatamente anterior, la de las Juntas de Gobierno de 1958, están, por ejemplo, las que definieron unas reglas de juego de la educación superior y permitieron su evolución hasta el deplorable estado en que se encuentran. Están también las que se prescribieron a la estructura y a la conducta de nuestras Fuerzas Armadas, como el retiro mandatorio y excesivamente temprano, con su asociada política de intensa rotación de altos mandos. Es bastante más de un coronel que me ha confiado que la profundidad de los planes que elabora no tiene sentido más allá de un año, pues su jefe nunca dura mucho más que eso y cada jefe trae, invariablemente, ideas nuevas). Pero están también las profundas decisiones, las profundas consecuencias de la Reforma Agraria de Betancourt. Esta tuvo como efecto colateral la de condenar el sector agrícola a la improductividad, al pautar como escala promedio de la explotación agrícola el tamaño del “super-conuco”. Es como si se quisiera resolver el problema de improductividad de una gran fábrica metalmecánica con capacidad ociosa, mediante el expediente de fragmentarla en talleres-conuco cuya propiedad fuese adjudicada a los obreros. Para explotar el campo venezolano se necesita, por lo contrario, escala de gran tamaño en la unidad productiva típica. Escala que admita la utilidad de la tecnología pertinente y que autorice la magnitud de una explotación que, otra vez, exporte y alcance un piso de costos sobre el que un precio atractivo sea no obstante inferior a lo que el venezolano pueda pagar con comodidad. Y en el campo venezolano también ha operado el prejuicio anticapitalista, y se ha aplicado en él la red de entrabamiento permisológico y por eso un posible coloso del agro, como Vollmer, ha tenido que urbanizarse y hacerse banquero.

¿Es la siderúrgica un sector que puede diluir la vulnerabilidad de nuestra dependencia del petróleo? La respuesta es nuevamente afirmativa si se considera un mediano plazo en los términos del que consideré antes para el petróleo. La estructura del problema del hierro y del acero es, por lo demás, parecida a la situación petrolera en varios aspectos.

Para comenzar, hoy en día existe lo que Business Week (20/8/84) define como “the enormous glut in world steelmaking capacity”. No es de extrañar si, como registra esa publicación, en la última década las naciones del “Tercer Mundo” han más que doblado su capacidad. Luego, hay que considerar que, en el mundo industrializado, “a return to the high steel-consumption growth rates of the 1960s looks very unlikely”. (Palabras del Secretario General del Instituto Internacional del Hierro y del Acero. Desde 1970 la cantidad de acero consumida por unidad de producto nacional bruto ha tenido un descenso anual promedio de 3% en los Estados Unidos, Europa y Japón. Por esto los economistas de ese Instituto creen que la demanda no crecerá para nada en el mundo industrializado de 1985 a 1990. En cambio Chase Econometrics está pronosticando un crecimiento de 5 a 6% interanual para la demanda de acero del “Tercer Mundo” para la próxima década).

Nuevamente se da un futuro en el que el crecimiento sólo puede esperarse fuera de los países ya industrializados al tiempo que confrontamos una acelerada proliferación de productores del “Tercer Mundo”, léase competencia. Y es competencia formidable: Corea del Sur, Taiwan, Brasil, China. (“Today, newcomers to the steel business can buy state-of-the-art equipment and hire the Japanese to teach them how to use it. At Nippon Steel’s Kimitsu Works, several hundred Chinese are now being trained to run a mill that their government is building with Nippon Steel’s help”. Business Week.) ¿Podemos imaginar la respuesta a esta situación y sus perspectivas?

He escrito que a raíz de la exitosísima y reciente aparición de Felipe González en la televisión venezolana se generó un entusiasmo con lo que de sus decires fue menos importante, habiéndose descuidado o pasado por alto la más penetrante de sus admoniciones. Felipe, al comienzo mismo del “Primer Plano” ubicó el reto verdadero, el reto realmente decisivo, en el reto de la modernización. Por eso he hablado de medianos y de largos plazos. De lo que Octavio Paz, aceptando la fórmula francesa, llama procesos de “cuenta corta” y de “cuenta larga”. ¿Cuánto tiempo querremos ignorar a Toffler, a Naisbitt, a Servan-Schreiber, a Úslar Pietri, a Escovar Salom y ahora a González? A largo plazo, ni la siderúrgica actual, ni mucho menos el petróleo, como industrias de “segunda ola”, podrán darnos vida en el arranque definitivo de la gran “tercera ola”. Lo que pasa, claro, es que viendo el tamaño de nuestro Estado y la altura de la vara se concluye que no nos será posible superarla. Eso debe quedar para otros que puedan. No para nosotros, que ni siquiera hemos dominado las tecnologías de la segunda ola. Entonces estaríamos condenados a la insignificancia. Y de lo que se trata, exactamente, es de cuál va a ser nuestra significación.

No se trata solamente de salvar el apremio de la deuda de nuestro país. Eso se va a lograr ahora. (En gran medida, lo que se va a lograr ahora es mejor que lo que se hubiera logrado si se hubiese insistido en cerrar una negociación a fines de 1983, precisamente porque se tuvo el pulso para no aceptar las únicas condiciones que se ofrecían en 1983. Pero eso no tengo que contártelo a ti.) Los problemas reales son los de la capacidad de pago futura, la que dependerá de la posibilidad, no sólo de “reactivar” la economía, sino de hacerla progresar y expandirse. Pero ¿cómo puede progresar y expandirse una actividad económica que continuaría estando sujeta a las principales limitantes estructurales de hoy? Está claro que por un tiempo podrá contarse con una cierta disposición, en el sector público, de proteger la actividad privada. (Aunque ya estamos viendo, en el caso de la Electricidad de Caracas, como esa intención puede rápidamente alcanzar sus límites). Pero no es la actividad empresarial privada la que, en el lapso que tomará volver a llegar al momento de pagar la deuda, va a generar el flujo de fondos necesario. pues esa actividad privada, aún con una exportación mayor—lastrada por la viscosidad permisológica de un sector público muy alejado de la mentalidad aliancista del MITI japonés—seguiría arrojando productos de “segunda ola” para un mercado superindustrial cuyo crecimiento más significativo se daría en consumo de “tercera ola” y un mercado del “Tercer Mundo” con las características que ya vimos: en crecimiento, con poca capacidad de pago y altamente competido por ofertas de decenas de países en la misma necesidad que la nuestra. A mediano plazo, cuando vuelva a madurar el pago de la deuda, deberán salir los “churupos” de las actuales fuentes de divisas, del petróleo. Y ya vimos cómo puede llegar a estar la cosa petrolera.

Y ahora para la “cuenta larga”. Felipe tiene razón. Las sociedades que no encuentren la voluntad y la forma de modernizarse, de informatizarse, de cabalgar la “tercera ola”, van a quedar descolgados. Ahora bien, la “tercera ola” no es sólo la informatización, el espacio exterior o la bioingeniería. En el nivel político, más que nunca la “tercera ola” será una discusión de grandes interlocutores. Y hasta ahora sólo parece que conversarán los sajones, los eslavos, los europeos dependientes de los sajones y los dependientes de los eslavos, los chinos y los japoneses, los hindúes. Es decir, unidades políticas de centenares de millones de personas. Los demás no “conversamos”. Los demás hacemos ruido, proceso de por sí inorgánico y sin dirección. Los demás hacemos un telón de fondo abigarrado y cacofónico. Que, por supuesto, puede llegar a forzar, en ocasiones, la mano de los grandes interlocutores, con el lacerante aguijón del terrorismo, con la posibilidad de la huelga o el boicot. Y que, no menos obviamente, puede convertirse en cataclismo social global, si aceptáramos para nosotros el papel de proletarios globales ante esa nueva configuración de señores.

Son señores ante los que Venezuela, una población y no un pueblo, con sus quince millones de habitantes, ni siquiera tiene sentido. Quince millones de habitantes no son más que la cifra oficial de hispanoparlantes que hay en los Estados Unidos de Norteamérica. La población mexicana de Los Ángeles sólo es superada por la de Ciudad de México y Miami es dos tercios cubana.

¿Qué son, entonces, quince millones de habitantes? No son un mercado económico, no son el soldado de gran cerebro que es Israel, no son el gerente especializado que es Suiza. No son, es claro, interlocutores válidos para los grandes actores de la “tercera ola”. Así, no debe sorprendernos que la primera parte del discurso de Felipe sea recibido como que si no fuera con nosotros, porque forzar la definición de Venezuela como si fuera un pueblo lleva de inmediato a la conciencia de que somos enano ante gigantes.

Venezuela no es un pueblo. Es tan sólo la población que de la parte septentrional de América del Sur ha hecho el pueblo español. Esta es la verdad que ya no debemos eludir. Un pueblo es un conjunto que sí puede ser, como lo exigía Toynbee, un “campo inteligible” para el estudio histórico.

En 1968 Jorge Luís Borges pasó un tiempo en Cambridge “on the Charles” para enseñar en las aulas de Harvard. Por ese tiempo se le hizo un conjunto de entrevistas muy iluminadoras de su pensamiento. En una de ellas dice diferenciarse de Unamuno en que a éste le angustia la trascendencia y la inmortalidad, mientras que a él, Borges, no le importa si ya no sigue siendo Borges, si no hubiera sido nunca Borges, si no hubiera nunca sido. Es claro que Borges es un redomado mentiroso. Si a alguien le preocupan esas cosas es a Borges, que no cesa de escribir del infinito, de los espejos y de sus dobles. En el fondo, no puede haber español a quien no interese la trascendencia.

Y tú, y yo, y tus hijos y mis hijos, no menos que Grases y Alfonsín y Juan Carlos y Felipe y Bolívar y Sucre y Castro y Ortega y Duarte y Cortázar y García Márquez y Borges y Mendoza y Vollmer y Tinoco y Lansberg y Neumann y Cisneros y Aparicio y Armas y Maradona y Berrocal y Soto y Botero y Saura y Gades y Segovia y Díaz y trescientos millones más, somos exactamente eso: somos españoles.

Hemos incurrido en dos errores de óptica cuando hemos pensado en la integración. El primero, error de operación, ha consistido en suponer que la integración económica es menos difícil que la política, cuando comenzar por lo económico es comenzar por la competencia. El segundo error, error de construcción, error más grave, ha sido pensar en integración sin pensar en España, en integrar solamente a la “América Latina”. Y, como he dicho en Filadelfia, no estaremos completos sin España.

He escrito América Latina entre comillas porque América Latina no existe. América Latina no es un pueblo. Es la población que del continente americano, hecho físico, hizo el español. Por eso, tampoco la población española de la península ibérica es algo más que parte de un pueblo que un día tuvo que separarse pero ya no necesita permanecer desunido.

¿Qué coño hace Felipe González en la Comunidad Económica Europea? ¿Allí donde tantas trabas le ponen, donde quieren someter a prueba de varios años la “calidad humana” del español antes de franquear su libre tránsito? ¿Qué coño hace Felipe en la OTAN que lo convertirá en blanco de cohetes rusos, violentando hasta el dolor personal sus sentimientos más ancestrales?

Somos peces en peceras de tabiques móviles. España peninsular se dirige hacia los francos y sajones porque se sabe también pequeña. Es también una población en busca de un pueblo. Quisiera acercarse más y lo hace tímidamente. Pasa vacaciones en América y protege a Contadora y defiende las Malvinas. Pero no es capaz de imaginar que nosotros pudiéramos reconocernos sus hermanos, como ya estaba declarado para 1810: “…cuando ya han sido declarados, no colonos, sino partes integrantes de la Corona de España, y como tales han sido llamados al ejercicio de la soberanía interina y a la reforma de la constitución nacional…” (Acta del Ayuntamiento de Caracas del 19 de abril de 1810). España peninsular, que todavía se siente madre, no se ha percatado de que no es otra cosa que hermana. Hermano mayor, sí, el más adelantado, el que más nos puede enseñar de industria. Hermano.

Nosotros también lo intuimos, pero parcialmente. Lo ha procurado Ángel Bernardo Viso sin llegar a proponerlo. Lo viene sugiriendo Úslar con temerosa insistencia. Pero todavía no terminamos de entender que reunirnos con Iberia no significa representar al hijo pródigo, lo que no queremos. Ya no volveríamos a la Madre Patria. Ahora iríamos al encuentro de un hermano.

Casi lo postula Cambio 16: “Si Argentina y España consolidan sus regímenes democráticos, resuelven sus apuros económicos actuales y empiezan a andar por la historia con normalidad, en muy poco tiempo tocarán a su fin dos siglos de impotencia en el área de lo que fue el viejo imperio español”. (Juan-Tomás de Salas. Editorial de junio de 1984. Destacado nuestro).

Equivoca el ámbito, por cierto, y elige sugerir la unión de las democracias más incipientes, sin tomar en cuenta la doble dificultad que significaría la asociación de dos mochos para rascarse, la casi imposibilidad de lograr el equilibrio por la fusión de dos inestabilidades. Y dice Juan-Tomás: “Pensando en grande, pensando así, la suerte del Presidente Alfonsín en Argentina es, de algún modo, nuestra propia suerte. Si allí se consolida la libertad, la nuestra se fortalece de inmediato; y si Argentina fracasa, nosotros fracasamos también. Bien conviene no olvidar esta verdad cuando escuchemos las palabras del presidente Alfonsín en este su primer viaje de Estado a Europa. Quijotismo no, pero ayudar lo que se pueda”.

Habrá que recordar a Salas que quijotismo es una doble aberración, que no consiste en afrontar gigantes. Consiste sí, en afrontarlos solos. Y dos contra los gigantes también es poco. Consiste, también, en ver gigantes donde sólo hay molinos, que son máquinas.

Es la máquina de las civilizaciones glorificadoras de la máquina lo que nos abruma. La sociedad sajona que uno de sus psicólogos, Skinner, explica como reflejo condicionado, como mecanismo. Es el poder del ruso, que también Pavlov explica como lo explica Skinner—no por coincidencia, si recordamos a Tocqueville, quien entre otros percibió en el ruso y el norteamericano las similitudes. Es la sociedad que no sólo se aliena como dijeron Hegel y Marx y Feuerbach, pues ya no sólo es que habrían creado su Dios y luego le adoran, sino que son creadores de máquinas y se conciben luego a sí mismos como tales. Es el molino de Mac Luhan, para quien “el medio es el mensaje”. Es la pura herramienta, que ciertamente invita al uso. Es la herramienta sin destino. Para el protestante, fabricante sin cesar de la herramienta, no hay otro camino que el ensanchamiento de los medios, pues su religión le dice que no puede haber fines porque el fin ya está predestinado.

Y son esos gigantes con atavismo de esclavo los que ahora apilan cohetes y coleccionan probabilidad de muerte. La pura herramienta que, ciertamente, invita al uso. Al uso por parte de un vaquero que hace chistes con cataclismos inminentes o por parte del colosal tirano ruso, a quien ya empieza a vislumbrársele el derrumbe. Y no hay holocausto más peligroso que el de un tirano cuando se desploma.

Por esto es que más allá de las necesidades nuestras, más allá del gran mercado que sí habría que proteger, y de los precios y las inflaciones, nos toca el deber de ser la gran cuña de paz, neutral y sin cohetes de España reconstituida. Venezuela resultaría aplastada si pretendiese interponerse entre el Kremlin y la Casa Blanca, como quedaría reducida España dentro de la OTAN y de la Comunidad Económica Europea. Pero fuera del pueblo español no hay otro candidato a ese papel amortiguador, porque no lo es China y no lo es la India ni el Japón y porque Europa es sólo un posible campo de batalla y de los demás ningún otro tiene el tamaño.

Y entonces sí seríamos un mercado enorme, en el que alcanzaríamos la dimensión necesaria a una verdadera industrialización. Entonces sí podríamos salir de la inflación. Entonces lo que debemos entre todos se tornaría un arma poderosa. Entonces sí podríamos decir a soviéticos y norteamericanos que el conflicto de Centroamérica va a ser digerido en nuestro seno. Entonces la Guyana ya no sería el contendor indespreciable que es para Venezuela, sino lo que Hong Kong es a la China para una federación española. Entonces sí podríamos emprender la senda de la informatización y la modernidad. Entonces seríamos protagonistas de la “tercera ola”. Lo suficientemente significativos como para proponer incluso la reconstitución de una hermandad más temprana, la del español y el portugués.

Habrá que despejar suspicacias. Habrá que explicar que nuestros Estados conservarían su autonomía ante un gobierno federal democráticamente electo—“constituido por el voto de estos fieles habitantes”. (Acta del 19 de abril). Habría que asegurar que permanecerían las peculiaridades vascas, catalanas, peruanas, mexicanas, canarias, uruguayas, panameñas, colombianas, venezolanas, castellanas. Habría que darse cuenta de que contaríamos con un tribunal propio y eficaz para dirimir los diferendos territoriales entre nuestros Estados—como los Estados norteamericanos acordaron un procedimiento para dirimir los suyos—y de que entonces sí nos arreglaríamos para explotaciones conjuntas de yacimientos comunes y que ya no tendríamos, por esto, que alienar nuestra voluntad a jueces alemanes o ingleses reunidos en La Haya.

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Y habrá que hacer engranar esta “cuenta larga” con nuestra “cuenta corta” de hoy en día. Porque también en este Estado venezolano, como en Argentina, como en la Península, como en Brasil, como en Chile, se sufre la penuria de una fortuna fragmentada. Porque también acá ya no se puede deducir ninguna solución de los axiomas de las encíclicas papales o de los textos capitales del marxismo, puesto que son irrelevantes.

Porque acá nuestros partidos no encuentran cómo responder a lo que el pueblo pide y porque ya éste se da cuenta—Gaither registra que el 43% de la población metropolitana de Caracas no puede identificar un mejor partido, y seguramente los otros mencionan a los que existen porque no pueden ver opciones diferentes. Porque esos partidos insisten en las dicotomías y en una economía romántica, como le señala Emeterio Gómez este día 7 de septiembre a Luís Herrera. Porque seguirán impidiendo que el pueblo designe a sus representantes y los impondrán desde un consejo feudal, un directorio, un cogollito. Porque todavía entienden “la cuestión social” como el regateo del patrono y del obrero cuando nuestro cuerpo social ya ha rebasado esa antigua disposición clasista, como un día la revolución industrial sustrajo el sentido a los viejos estamentos medievales. Porque todavía quieren pautarle a lo económico algo más que un perímetro y unas direcciones, llegando a prescribirle la estructura, cuando es así que el tejido económico se fabrica bien si se fabrica a sí mismo. Porque todavía no entienden que el acto político no es una decisión penal de inquisición y no se agota en una lucha contra una “corrupción” que no es otra cosa que expresión de una curva normal y de una indigestión por comilonas sucesivas de moneda extraña. Porque no se dan cuenta de que el “bien común” o la “justicia social” no pueden ser objetivos, sino criterios para seleccionar de la gama de opciones factibles, de los proyectos con base, aquel proyecto y aquella opción que más justicia realice y mayor bien alcance.

Por todas estas cosas y otras similares, es por lo que varios crearemos una nueva sociedad política en y desde Venezuela.

Una nueva sociedad política, no un partido. No una organización que sólo acierta a definirse si postula, casi en el mismo instante de su nacimiento, un candidato a la Presidencia de la República. Una nueva sociedad, un pacto social. Que sea ella misma el paradigma para la sociedad venezolana. Que para ella sea inconsecuente que alguno de sus miembros sea, por supuesto, mujer o negro o empresario o musulmán o militar, como que tampoco tenga necesidad ninguna de impedir la entrada de los que sean copeyanos, adecos, masistas, o fieles a cualquiera otra de estas subrreligiones, con tal de que entiendan que ninguno de esos puntos de vista fragmentarios tiene la respuesta a los verdaderos problemas de hoy día. Y que por ende les dote de un lenguaje común en el que puedan formular proposiciones que les hagan acordarse, si es que aún no se han percatado de que son sus puntos de partida los que les mantienen enconados.

Una idea, que genere un movimiento que funde una organización que preste un servicio. Una organización que emplee recursos de su presupuesto central para alimentar operaciones políticas. Como campañas pro leyes que se introduzcan por iniciativa popular. O como la elección de miembros a cargos representativos, siempre y cuando cada uno de éstos haya sido capaz de juntar un grupo de electores que lo apoye. Una sociedad que propugne un pacto social cuya encarnación no se limite a ser la Comisión Nacional de Costos, Precios y Salarios. Que lo extienda más allá de una transferencia de la economía pública a la economía privada, y que lo lleve a la transferencia de lo hipertrofiado del gobierno central al estrato del interés y la gerencia provincial y municipal. Que no restrinja la formulación de un “plan de la Nación” a la recomendación terapéutica y tenga la audacia de emplear concentrada y concienzudamente una fracción de sus recursos en conquistas más audaces. Una sociedad que lleve a todas las aulas la revolución de la informática y que al mismo tiempo establezca una comunicación regular con sus miembros que trascienda la esporádica convocatoria a un “acto de masas”. Una sociedad que nunca más se refiera a sus miembros como “masa”. Una sociedad que haga uso de la inmediata posibilidad tecnológica para dar paso a la participación de la voz del pueblo, que promueva la encuesta, la consulta, el referéndum.

Una organización que ya no pretenda generar la política pública sin recurrir al análisis científico de las políticas. Que pueda ser selectivamente radical para no matar al paciente de choque cuando intente reformas universales para las que no hay capacidad de gerenciar y también para que no se conforme con una estrategia de paños calientes. Que sea humilde como para entender que es necesaria la experimentación social porque de lo social se sabe menos de lo necesario para estar totalmente seguro de todo. Que no entienda la ocasional incertidumbre política como debilidad y que no crea que la equivocación debe ser ocultada a toda costa. Que piense que si ha podido ver más es porque no tuvo que inventar la rueda de 1958 y que si los líderes de hoy no han podido ofrecer el nuevo modelo, el nuevo paradigma, es porque se encontraron atareados construyendo las posibilidades que tenemos ahora y que hoy son héroes de una profecía ya cumplida.

Que esos mismos héroes quieren una nueva aventura. Que Fernández, Brewer-Carías, Bruni Celli, Matos, Urbaneja y Marta Sousa quisieran una causa nueva. Una sociedad que sepa que el modelo no lo definirá ni construirá uno solo y que se decida a llamar a Maxim Ross y a Emeterio Gómez y a Moisés Naím y a Ramón Piñango y a Eloy Anzola y Etchevers y a Ignacio Andrade y Arcaya y a Andrés Sosa y Pietri y a Corina Parisca de Machado y a Thaís Valero de Aguerrevere y a Alberto Krygier y a Pedro Mario Burelli y a Martha Rodríguez y a Walter Martínez y a cientos más, para que vengan a decir lo que ellos han visto.

Que cesen los partidos y se consolide la unión.

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Y todo eso es posible y se va a hacer. Muy pronto constituiremos la sociedad. Muy pronto convocaremos al evento que rubrique una constitución, un manifiesto y una organización inicial y un plan primero. No debe esperarse más. Como tú dices, la situación es preocupante. Otra vez, ¿de qué tamaño queremos que sea la disensión, la acumulación de presión social, el espíritu de rebatiña? ¿Hasta cuán cerca del abismo queremos acercarnos? No debe esperarse más, porque tenemos la fortuna de un terreno abonado, unas armas ya existentes y probadas, el diseño listo y las voluntades claras y dispuestas.

A esto dedicaré mi vida. Y tú sabes que soy jugador de frontón que se lanza contra la pared en busca de la pelota.

Te lo he contado a ti porque necesitas menos que otros para asumir la causa como tuya. Porque sabes lo que eres, español. Porque sabes ver por encima de los compartimientos estancos de los partidos, porque conoces el mundo y las fuerzas que en él se mueven, porque tú mismo eres fuerte y te respetan y te oyen, porque tú has apoyado el sueño audaz y correcto de Eduardo Capiello, porque tú sabes en qué consiste dominar la información y dominar por ella. Porque te necesitamos.

Debemos, muy pronto, juntarnos para hablar y para hacer. Es necesario que cesen los partidos y se consolide la unión. Grases demostró a la Generalitat catalana cómo el Bolívar tardío, como lo fue el originario, era un Bolívar español. Cómo su último sueño era la democracia en la Península que hasta ahora ha sido que Juan Carlos y Adolfo Suárez y Felipe González han podido completar. Sueño al que hubiese dedicado otro juramento si las fuerzas no le hubiesen faltado. El no pudo regresar a la casa paterna puesto que las leyes de la vida le exigían la emancipación. Nosotros sí podemos convocar a todos los hermanos.

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Ese fue el texto que firmé, llevé a Arturo Sosa y di a leer luego a unas cuantas personas más.

Hay algunas cosas en ese documento que no se entienden fuera del condominio de información de Arturo Sosa y mío. Por ejemplo, el sueño audaz y correcto de Eduardo Capiello se refiere al innovador y excelente diseño de un carburador de motores que este doble ingeniero venezolano intentó llevar hasta la consumación de la fábrica. No fue posible, aunque personas como Arturo lo ayudaron. Otros, entre ellos el gobierno venezolano, le negaron su apoyo, porque parecía demasiado audaz meterse en el territorio de las transnacionales del automóvil o porque lo apoyaban capitalistas venezolanos. Yo no pude convencer al Directorio del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas de que ayudaran al proyecto del Dr. Capiello, gracias al prejuicio dominante contra la empresa privada. Tengo el privilegio de conocer a Eduardo Capiello. No conozco muchas personas como él. Pero sé que hay más de un venezolano creativo que se atreve al sentimiento de George Bernard Shaw: “Muchos ven las cosas como son y preguntan por qué. Yo sueño con las cosas que no han sido y pregunto ¿por qué no?”

La alusión al juego del frontón se refiere a un episodio acaecido en la cancha que Arturo Sosa tiene en sus terrenos de La Castellana, y en los que religiosamente se juega los martes, los jueves y los domingos de cada semana. Mi suegro y varios de sus hermanos son jugadores regulares. Recién casado con Nacha llegué a entusiasmarme con la posibilidad de incorporarme a ese grupo de deportistas, todos mayores en edad que yo, cada uno de los cuales me derrota en unos diez minutos de juego, gracias a mi vicio del cigarrillo. En uno de los juegos a los que asistí fui a buscar la pelota demasiado cerca de la pared lateral y con demasiado ímpetu. Le di un cabezazo a la pared, cosa que no dejó de ser celebrada para mi furia, primero, y para mi resignación después, durante largos meses. Cada vez que Arturo Sosa tenía oportunidad de presentarme a alguna persona, no dejaba de citar el episodio.

Es injusto haber escrito que “la más alta dirigencia petrolera” venezolana opinaba que no deberíamos pensar en los mercados del Tercer Mundo: en realidad no tuve conversación explícita sobre el punto sino con uno de los dos vicepresidentes de Petróleos de Venezuela. En la misma ocasión argumentó su posición de que Venezuela debía dedicarse al mercado del Norte, al “lomito”, según su expresión.

Cuando escribí la carta no conocía a Maxim Ross, a Emeterio Gómez, A Martha Rodríguez ni a Walter Martínez. Hoy no conozco todavía a los tres últimos. Admiro, como de muchos otros, su trabajo sin conocerlos.

La carta, como dije, la di a leer a varias personas. Recuerdo especialmente un cierto eje de personas relacionadas. Diego Urbaneja y Haydeé su esposa, Joaquín Marta Sosa, Marcel Antonorsi e Ignacio Ávalos. Diego no expresaba acuerdo con la parte de la propuesta unión política hispánica. Algunas veces había sentido simpatía por alguna parte o consecuencia de la idea. Por ejemplo, a comienzos de 1984, en ocasión de los incumplimientos de Bolivia en el servicio de su deuda externa, comentábamos esto en una sesión de trabajo para el Informe Krisis. Yo le decía que el gobierno venezolano debía aprovechar la ocasión para convocar a los países del área hispánica, y convencerlos de decir a la comunidad financiera internacional que estos países nos constituíamos en fiadores principales y solidarios de Bolivia, que la deuda de Bolivia sí sería pagada. Con esa formulación Diego expresó entusiasmo, y hasta dijo que le hubiera gustado que esa idea se le hubiera ocurrido a él para ponerla en un artículo. Años antes yo había mostrado a Diego un texto muy apretado e intenso: el más viejo antecedente explícito de la proposición global incluida en la carta a Arturo Sosa, texto que escribí en 1976.

Diego me indicó que Haydeé había disfrutado el texto de la carta y había expresado dudas de cuánta gente resonaría con la idea. El mismo mensaje me transmitió de Joaquín Marta Sosa, a quien yo nombraba en la carta como Marta Sousa, con la intencional implicación de que debía estar orgulloso de su patronímico portugués. Joaquín no estaba seguro de que la idea hispánica entusiasmara al pueblo. Uno tiende a pensar en aquel chiste sobre los efectos tardíos de la Guerra de Independencia: un grandote entra súbitamente en un bar y, sin mediar palabra, la emprende a golpes contra el español dueño del establecimiento, de quien hasta hace nada era amigo y a quien deja muy mal parado. Uno de sus compañeros de tragos le reclama: “¡Pero chico! ¿Qué te ha hecho el pobre José?” Y el agresor responde: “Bueno, ¿y es que tú no sabes que los españoles mataron a miles de venezolanos, violaron mujeres y torturaron?” “¡Pero eso fue hace siglo y medio!” “Sí—contesta el violento—pero tienes que comprender que yo me enteré hace media hora”.

Uno supone que el venezolano promedio rechazaría la idea de formar un mayor Estado con la unión de los Estados latinoamericanos. Marcel Antonorsi no es un venezolano promedio, pero en una reunión en la que discutimos la carta a Arturo Sosa con él, con Diego Urbaneja y con Ignacio Ávalos, Marcel me dijo al final: “Todo está muy bien, ¡pero, por favor, no digas españoles! Pon más bien hispanos, iberos o latinos”. Su pelea no era con el contenido del frasco de remedio, sino con su etiqueta.

La carta expresaba, sin lugar a dudas, que intentaría junto con otras personas la creación de una nueva asociación política. Por más que el dibujo que ya por ese entonces tenía de la asociación explícitamente permitía que militantes de partido formaran parte de ella, sentí que debía renunciar a COPEI. Es así como el 25 de septiembre envío mi carta de renuncia. Iba dirigida al Directorio Nacional de COPEI, cuando mi intención era en realidad al Comité Nacional. (El Directorio es un órgano más numeroso que el Comité Nacional e incluye a éste. Yo no tenía recursos que justificaran copias para muchos de sus miembros. Enviaría una decena de copias a los miembros más conspicuos. En realidad habría bastado enviarla al Secretario de Organización. En la carta dije que para nada que fuese realmente importante políticamente era necesario estar en COPEI).

A los pocos días tuve contacto con un capaz trabajador de la periferia copeyana: Alfredo Keller, director de Conciencia 21, centro de análisis político que sirve a COPEI. Su visita, y la que yo hice poco después a sus oficinas, sirvieron para que, al exponer, yo pudiera asentar, con mayor precisión, algunas formulaciones más explícitas de lo que se venía configurando como mi comprensión de lo político y que había venido exponiendo ante el auditorio unipersonal de Diego Urbaneja.

Ante Alfredo esbocé una caracterización del liderazgo político clásico, y comparé varios de sus rasgos con el de un nuevo liderazgo que a mi juicio era posible y era mejor. Por ejemplo, dije que el liderazgo tradicional operaba por oposición, mientras que el nuevo liderazgo debía actuar por “superposición”, al traer un nuevo paradigma político que cubría y hacía prescindible el anterior. Hasta eché mano de Max Weber para discutir una diferencia en la “legitimación” del liderazgo clásico y el liderazgo más moderno que era posible. Max Weber es uno de los grandes de la sociología de fin de siglo. Al estudiar las formas de la legitimación del poder describió tres “tipos ideales”: tres formas cualitativamente diferentes y que podían ser estudiadas con cierta abstracción. El poder puede legitimarse por la vía carismática: el de un liderazgo que tiene poder de conectar alógicamente, influyendo fuertemente de modo afectivo sobre un gran conjunto de personas. Fidel Castro, Adolfo Hitler, John Fitzgerald Kennedy, Renny Ottolina, José Luís Rodríguez, son personas con carisma. Se da también la legitimación tradicional, referida a un largo pasado de unión con una vieja fuente originaria o fundadora: la de Isabel II de Inglaterra o la de Caldera. Y también se establece legitimación para el poder por razones burocráticas: se controla un aparato poderoso. Es el caso de Eduardo Fernández, de Talleyrand, de López Contreras, de Manuel Peñalver.

Había que añadir, le decía a Alfredo Keller, una vía más pertinente al problema. Los próximos líderes se legitimarán porque traerán soluciones que sí sean suficientes, y será posible esto porque enfocarán la política de un modo diferente. La legitimación será programática, porque se establecerá más racionalmente por aquellos que suministren metas con mayor sentido, y será paradigmática, porque aportará una nueva arquitectura para nuevas interpretaciones de los hechos políticos.

Parábola. El reino de la política se parece a la situación de una persona que utiliza un computador para realizar ciertas operaciones con unos datos. Esas operaciones son cada vez menos suficientes: hay razones para necesitar otras cosas y se hace necesario un programa distinto que con los mismos datos haga más operaciones y operaciones más interesantes. En los microcomputadores que aceptan trabajar sobre dos diskettes a la vez, lo usual es poner uno lleno de datos junto con otro que contiene el programa. Pues, cambiando solamente el programa se puede hacer muchas cosas más, pues se cambia la interpretación de los datos. Hay que cambiar el diskette de programa en la política venezolana.

Poco tiempo después asistí, gracias a la generosidad de Eduardo Quintero Núñez y Andrés Sosa Pietri, a la reunión del “grupo Santa Lucía” que ese año se celebró en la isla de Aruba. Para el grupo la condición de relativo aislamiento en un ambiente agradable al turista ha sido siempre parte de su técnica. El año anterior se había efectuado la reunión en Cabimas y no había sido particularmente feliz. Yo iba dispuesto a “presentar batalla” en Aruba. La reunión de Aruba fue muy especial y, en algunos aspectos, revolucionaria. El programa de la reunión era particularmente atractivo desde el punto de vista político. Participaba en condiciones de expositor Luís Matos Azócar, aguerrido ministro de planificación, con los componentes más importantes de su equipo de colaboradores; participaba el “Grupo Roraima” con sus dirigentes más destacados; participaba el presidente de FEDECÁMARAS, Adán Celis; igualmente lo hacía el presidente de la Confederación de Trabajadores de Venezuela, Juan José Delpino; asimismo lo hacía también Eduardo Fernández, el secretario general de los socialcristianos. La reunión terminaría con la exposición de los enfants terribles del IESA, quienes expondrían por primera vez de modo público las conclusiones principales de su estudio: “El Caso Venezuela”.

La reunión comenzó con una sesión sobre el narcotráfico. Se me ocurrió preguntar, a un funcionario norteamericano que disertó sobre el tema, por las influencias de toda una época de saturación de comunicaciones norteamericanas en actitud promedio favorable al uso de ciertas drogas “blandas”. Así, recordé a la revista Playboy, que se envía a toda Latinoamérica, con su “Playboy Philosophy” y su lucha por la descriminalización de la marihuana. Se podía argumentar que Playboy no necesariamente era representativa de la sociedad norteamericana. Por esto recordé también mencionar la revista “Scientific American”, que hacia comienzos de los setenta había dedicado una portada a esa planta y un artículo muy favorable a esa droga. En el debate subsiguiente Eugenio Mendoza seleccionó su memoria y se refirió solamente a mi lectura de Playboy con gazmoño tono de reconvención. Para incrementar mi error, no se me ocurrió otra cosa mejor que gastar algo de los pocos bolívares que había llevado a la isla en comprar una elegante edición de Playboy que se encontraba en la librería del hotel y regalársela a Eugenio Mendoza en público, después de un discurso de ocasión, y ante la gélida mirada de su esposa. Con muy poco buen pie comenzaba la “batalla de Aruba”. En realidad, hay algunas personas para las que oponerse a un funcionario norteamericano en público es poco menos que sacrílego.

Varios aspectos hicieron, como dije, interesante y hasta revolucionaria la reunión. Por un lado, era la primera vez que se admitía la presencia de “izquierdistas” en una reunión del “grupo Santa Lucía”. Desde 1977 Alberto Quirós y yo habíamos venido proponiendo que esto se hiciera, pero siempre habíamos topado con la resistencia de quienes no querían “ofrecer trinchera al enemigo”. Es así como a la reunión de Aruba fueron invitados Miguel Henrique Otero, Carlos Blanco, Diego Bautista Urbaneja, Maxim Ross y el antaño empresario masista Andrés Sosa Pietri. Por otra parte, era la primera vez que miembros del grupo participarían tan intensamente como expositores. Generalmente, en las sesiones del Grupo Santa Lucía los miembros participan como oyentes de los expositores, como debatientes en intervenciones de tres minutos estrictamente cronometrados y en sesiones de pequeños grupos en los que se puede ventilar un poquito más extensamente algún punto de vista. Acá resultaba que Eduardo Fernández, Luís Matos Azócar, Marcel Granier, Eduardo Quintero Núñez, Gustavo Roosen y Marco Lovera, todos miembros del Grupo Santa Lucía, tendrían amplio tiempo para exponer sus ideas. Si yo iba a presentar batalla sería bueno que administrara muy bien los escasos minutos que se puede hablar en plenaria si no se es expositor.

Al día siguiente se presentaba la “Proposición al País” del Grupo Roraima. Justo después de las elecciones, en el mismo mes de diciembre, el Grupo Roraima había presentado sus recomendaciones al Presidente Electo, al alto mando copeyano y a los comandos de otras instituciones nacionales destacadas. El estudio de Roraima tiene grandes virtudes, no siendo las menos las de una buena arquitectura argumental, su diagnóstico del problema al nivel axiomático de los principios subyacentes a la política económica de la última década y el valor de significación que le concede al hecho de que aún economías de países de mayor prestigio internacional (Reino Unido, Holanda, Noruega y México), mostraron un desempeño económico defectuoso. También, en mi opinión no especializada, es valioso su concepto de “zonas de paridad” diferentes. Dice el texto presentado por el Grupo Roraima: “En Venezuela, producir un barril de petróleo cuesta unos Bs. 27-28, y se vende en $25, de modo que la exportación de petróleo sería rentable con una tasa de cambio de Bs. 1,25 o 1,50 por dólar. Por otra parte, un estudio de la industria manufacturera de Venezuela indica que la mayor parte de las industrias sólo son competitivas en un rango de Bs. 8-13 por dólar. El mantener la tasa fija en Bs. 4,30/US$ 1 significa que ha habido una sobrevaluación implícita de tal vez Bs. 5 o 6: la diferencia entre los Bs. 9-10/US$ 1 que necesita el sector manufacturero y el nivel actual de Bs. 4,30/US$ 1”. (Plan de Acción; Proposición al País – Proyecto Roraima; Caracas, diciembre de 1983).

Causa más problema la insistencia de los proponentes en que lo indicado es no “utilizar parcialmente esta proposición al país. Debe ponerse en práctica como lo que es: un todo coherente”. De hecho, la presentación que hicieron Manuel Arcaya, Marcel Granier, Marco Lovera, Gustavo Roosen y Eduardo Quintero Núñez fue comentada negativamente por esa razón: por la pretensión de ser una teoría completa e inevitable. Si se le daba la razón a Roraima en este punto entonces su teoría era muy vulnerable: ellos mismos la declaraban incompatible con el resto de las proposiciones posibles. Esto significaba que el hallazgo de cualquier falla en ella la derrotaría por completo, cosa que no sucedería a un planteamiento más flexible, más humilde. La tarea de hallarle defectos es bastante fácil, por supuesto, y en realidad sorprende un planteamiento tal en un siglo en el que hasta las ciencias matemáticas fueron mostradas en 1931 por un gran matemático checoslovaco como sistemas de razonamiento permanentemente incompletos.

El planteamiento de Roraima es incompleto en el diagnóstico, pues si bien identifica acertadamente una cierta regularidad en la conducta económica por parte de los países productores de petróleo, no hace mención de incontables otros factores de importancia que condicionaron nuestro comportamiento en tanto economía. No se mencionan para nada, por ejemplo, los errores de política económica de los Estados Unidos de Norteamérica (tan solo se menciona de paso el déficit fiscal norteamericano como base pronóstica de tasas de interés altas y sobrevaluación del dólar), como tampoco se señala la alegría con la que la banca internacional prestó dinero a los países que ahora confrontan gravísimos problemas para el repago de su endeudamiento. Es decir, en el diagnóstico del grupo Roraima está implícita una culpa exclusiva de nosotros, pues se soslaya comentar otros factores al ofrecer una explicación basada solamente en la aplicación de una política común de los productores petroleros. También está ausente de la “proposición al país” toda consideración relativa a factores sociales o políticos.

En resumen, el estudio de Roraima es definitivamente incompleto, por lo que mal puede pretender que se le tome como un todo coherente. No obstante, sus valores permanecen como un inteligente aporte a la discusión de la complicada coyuntura nacional. En mi opinión, no deja de ser razonable la proposición de Roraima de distinguir varios conjuntos de empresas según sea su “capacidad para incorporarse al proceso de liberalización”. Resulta obvio que la aplicación de una política arancelario-fiscal uniforme resultaría en desajustes a alguno de los conjuntos considerados, puesto que se hallan en diferentes condiciones. (Hay empresas, distingue el estudio, que “operan en un mercado interno suficientemente competitivo como para garantizar los derechos de los consumidores” y al mismo tiempo “están en condiciones y capacidad de competir con las importaciones, sin más protección que la que provee una tasa de cambio adecuada”. Muy distinta es la situación de aquellas otras empresas que “no operan en mercados internos aceptablemente competitivos” o que “requieren de fórmulas de protección anormalmente elevadas y extensas”).

Es una tradicional razón de ineficacia política la aplicación de políticas “promediadas”, en las que se afecta relativamente poco a unidades sociales cercanas a algún valor o criterio medio, mientras se es ineficiente o hasta ineficaz en el tratamiento de aquellas unidades cuyos valores se alejen de la condición promedio. Tal vez por algo parecido el grupo Roraima insistía sobre una posición de “todo o nada” respecto de sus tesis. Muchos tratamientos sintéticos son ineficaces por no ser “ni chicha ni limonada”. Se cuenta que durante la guerra de Vietnam existían dos grupos diferenciados por su postura en el seno de la famosa Corporación Rand, el banco de cerebros norteamericano que desde su creación es asesor importante de los militares norteamericanos. Había en la Corporación Rand un grupo de “halcones”, partidarios de buscar la conclusión del conflicto por un recrudecimiento de la acción militar. Otros, por lo contrario, eran las “palomas” convencidas de que lo indicado era poner fin a la guerra a través de la negociación. No ha faltado algún observador que comentara que la guerra se alargó más de la cuenta porque los Estados Unidos intentaron ejecutar ambas políticas simultáneamente: negociando con Le Duc Tho en París al tiempo que proseguían con sus bombardeos. Así, el grupo Roraima ha podido pensar que su proposición correría el riesgo de anular su eficacia terapéutica si se la combinaba con remedios de signo contrario.

Hacia el final del “día Roraima”, hubo oportunidad para hacer preguntas a los expositores o tratar de rebatirlos. Claro, en intervenciones no mayores a los tres minutos, para las cuales uno debía inscribirse desde la mañana. Cuando pedí la palabra pensaba decir algo, aunque fuera poco, de la evaluación que antecede. Pero en la tarde hubo otra sesión en la que Marco Lovera parecía contradecir algo dicho por Marcel Granier en la mañana. Por la mañana Granier había sido muy enfático al decir que él hablaba como ciudadano y no como representante de un grupo de intereses. A la tarde Marco Lovera hablaba claramente de Roraima como un grupo de empresarios jóvenes. No resistí la tentación y usé mis tres minutos para referirme a eso y sugerir que si se trataba de un grupo empresarial sus intereses podían ser muy legítimos, y que no habría por qué ocultarlos, pidiendo que se nos aclarara por fin qué era Roraima. La mesa envió mi pregunta directamente a Marcel Granier. Este evadió la respuesta, diciendo que no la contestaría porque él me había visto levantar la mano antes de que Marco Lovera hablara. La contestación de Marcel provocó general hilaridad, para mi rabia y mi azoramiento. El segundo round de mi batalla de Aruba tampoco había sido muy afortunado. Había lanzado mis golpes al aire. Thaís Aguerrevere, ocasional cronista de mis traspiés, se me acercó a comentarme: “¡Por eso es que Marcel es bueno! ¡Ese training de la televisión lo pone rápido!”. Uno o dos días después, compadecida, trató de consolarme con lo siguiente: “Hay que ver que hay gente, como Marcel, que tiene suerte de haber tenido todas las posibilidades. En cambio hay algunos que son muy capaces y no tienen los recursos”.

Mi problema con CORDIPLÁN y su exposición fue otro. La presentación de los lineamientos del VII “Plan de la Nación” no fue hecha por Luís Matos, sino por Bernardo Hausmann y Ana Julia Jatar. Por un lado, se les sentía honestidad y horas de trabajo en lo que decían; por el otro, para mí resultó Ana Julia Jatar una mujer extraordinariamente atractiva. Ambos factores amortiguaron las ganas que le tenía a la retórica proposición de CORDIPLÁN. (Como consta a varios que brindaron incesantemente conmigo, durante todos esos días recordaba a mi mujer a cada rato. Más de un brindis por Nacha, dejada en Caracas porque no teníamos el dinero para que asistiera, tuvieron que aguantar mis acompañantes en dos o tres cenas en varios restaurantes de la isla. Y como consta a mis amigas del grupo Santa Lucía, mi declaración de encontrar atractiva a Ana Julia no proviene de una actitud de cochino macho chauvinista. No ha habido nadie como yo que haya peleado tantas veces por la participación de la mujer en las sesiones del grupo en condiciones de igualdad. Respeto profesionalmente mucho, además, a la Dra. Jatar).

La esencia del documento guía para el VII Plan se reducía a lo siguiente: una lista de una veintena de problemas “estratégicos” de Venezuela, una metodología de diseño de proyectos en reuniones de los “sectores más representativos del país” que debían producir los proyectos, y una sola recomendación programática: el “sistema económico de cooperación”. En apariencia impecable.

El problema con la lista de problemas es precisamente ése. Se trata de una lista que sólo incluye problemas. No están listadas igualmente las ventajas nacionales, sus fortalezas o sus oportunidades. Esta característica peculiar de la experiencia de planificación gubernamental venezolana induce desde un comienzo un tono negativo, puesto que nuestra descripción se concreta a los aspectos negativos o problemáticos. Lo que siempre se nos dice a través de los planes es que somos una sociedad subdesarrollada, externamente dependiente o sojuzgada, llena de problemas y de crisis. No tengo memoria de un plan en Venezuela que haya hecho igual énfasis en aspectos más positivos, sobre los que resulte posible diseñar aunque sea un poco de aventura con audacia. Por otra parte, la lista de problemas siempre deja algo fuera, y su tendencia es al crecimiento. No habían pasado dos meses de la lista inicial cuando ya amenazaba reunírsele una media docena de problemas “olvidados”.

Por lo que respecta a la metodología de “pacto social” para arribar a los proyectos que debían constituir el tratamiento a los veinte y tantos problemas, su falla principal consiste en que, como con las “pirámides” de los planes de gobierno de los candidatos presidenciales, es difícil llegar a un diseño coherente o verdaderamente práctico. En aras del “consenso” las diferencias entre los participantes se van diluyendo con el expediente de hacer cada vez más abstractas y generales las afirmaciones, con lo que se obtiene un tibio e inocuo planteamiento, no más concreto que esas soluciones que dicen que hay que “relanzar la democracia”, “reactivar la economía”, “adecentar a los jueces” o “buscar el consenso”. La metodología de CORDIPLÁN, aparentemente tan democrática, equivalía a la de un compositor de música que dijera a los ejecutantes que compusieran cada uno sus partes por separado, en la clave y el tiempo que desearan, para luego ensamblar un concierto con la ilusa esperanza de que resultara armónico.

Finalmente, estaba el difuso dibujo del “sector económico de cooperación”. Por esto debía entenderse, aparentemente, algo como la “propiedad comunitaria” de Abdón Vivas Terán y otros copeyanos “astronautas”, pues se lo describía como un conjunto de empresas pequeñas o medianas en las que se daría alguna forma de cogestión o copropiedad obrero-capitalista. Este conjunto sería deliberadamente creado y estimulado por el gobierno, al decir de Luís Matos Azócar y sus lineamientos para el VII Plan de la Nación. Yo creo que hay cierto tipo de procesos sociales significativos que en general resulta inconveniente tratar de imponerlos por acción gubernamental. Tanto Luís Matos Azócar como yo fuimos secretarios ejecutivos del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas. El punto alto del paso de mi tocayo por esa institución fue el Primer Congreso de Ciencia y Tecnología y su directa consecuencia: el Primer Plan de Ciencia y Tecnología. El esquema que allí aplicó fue esencialmente el mismo que, con algunos refinamientos en el léxico (ahora Luís Matos hablaba de “escenarios”), inspiró los lineamientos para el VII Plan. Hizo un congreso en el que participó un gentío y en el que todo resultó, a la postre, ser “prioritario”.

El primer plan del sector científico-tecnológico que resultó del evento y sus secuelas fue un ejercicio que luego calificarían dos expertos del área, Ignacio Ávalos y Marcel Antonorsi, de “planificación ilusoria”, en un libro que escribieron sobre el caso del plan científico de Matos y que llevó exactamente ese nombre: “La Planificación Ilusoria”. Mi tratamiento al problema de la planificación en ciencia y tecnología resultó ser diferente. Como secretario ejecutivo del CONICIT redacté algo más modesto: un esquema general de plan operativo de la institución (no del sector), en el que argumenté en favor de un tratamiento combinado: no más de un treinta por ciento de los recursos del CONICIT para financiamiento de la investigación debía ser destinado a “programas integrales” de investigación que conformasen una red coherente de proyectos, dirigidos a tratar algún problema importante, al aprovechamiento de alguna ventaja natural a Venezuela, o al atrevimiento de alguna penetración significativa en algún sector científico-tecnológico de avanzada. El resto de los recursos, en mi opinión, debía dejarse a “demanda libre”, lo que en terminología del CONICIT significa la libre solicitud de fondos que los investigadores hacen al organismo, para que éste les financie proyectos de investigación que han sido seleccionados y diseñados por ellos mismos. Conociendo de antes las diferencias de enfoque, no me había sorprendido encontrarlas renovadas en ocasión del planteamiento de partida del VII Plan “de la Nación”.

Recuerdo haber hecho en Aruba una apresurada síntesis de mi evaluación de sus proposiciones en algo más de tres minutos, incómodo por los factores ambos mencionados. Mi ser natural me impulsaba a buscar la simpatía de la Dra. Jatar mientras tenía que atacar su trabajo, que, por lo que ella y Hausmann traslucían, les había tomado considerables horas de dura y mística labor profesional. Sin embargo, acopié fuerzas e hice mi crítica. La respuesta de Ana Julia Jatar fue buena y persuasiva, pero no logró ser convincente. Round nivelado. Llegué a pensar que podría recuperarme para el resto de la pelea.

En el siguiente episodio me las tendría que ver con COPEI, o más exactamente, con Eduardo Fernández. Era el día del panel sobre el “pacto social”, el que incluía a la Confederación de Trabajadores de Venezuela en la persona de Juan José Delpino, a FEDECÁMARAS por boca de Adán Celis y a Luís Matos y Eduardo Fernández en representación del gobierno-Acción Democrática y de COPEI respectivamente. (La más veraz y aplaudida de las intervenciones fue la de Juan José Delpino. Adán Celis dijo creer en las bondades del “pacto social”. En la mesa del equipo en el que me tocó trabajar expresó una opinión contraria tan pronto como bajó del proscenio, con una sonrisa que excusaba su insinceridad). Después de las intervenciones de los panelistas fuimos a almorzar. Fernández me buscó para que me sentara en su mesa entre él y su esposa, Marisabel. Antes me había dicho que no sería aceptada mi renuncia a COPEI

Durante el almuerzo repetí algunas de las cosas dichas en la carta de renuncia. Eduardo dijo que todo eso se podía conversar. No eran muy felices las caras de Marisabel de Fernández y de Oswaldo Álvarez Paz, con quien no crucé palabra. Por la tarde escuché a Eduardo Fernández decir que no era verdad que el modelo de desarrollo venezolano estuviera agotado, sino que, por lo contrario, estaba escrito en el “preámbulo” de la Constitución de 1961 y que lo que había que hacer era ponerlo en práctica completo. Es decir, la tesis calcada de Caldera. Lo que dice el preámbulo mencionado es esto: “El Congreso de la República de Venezuela… con el propósito de mantener la independencia y la integridad territorial de la Nación, fortalecer su unidad, asegurar la libertad, la paz y la estabilidad de las instituciones; proteger y enaltecer el trabajo, la dignidad humana, promover el bienestar general y la seguridad social; lograr la participación equitativa de todos en el disfrute de la riqueza, según los principios de la justicia social, y fomentar el desarrollo de la economía al servicio del hombre; mantener la igualdad social y jurídica, sin discriminaciones de raza, sexo, credo o condición social; cooperar con las demás naciones y, de modo especial, con las repúblicas hermanas del continente, en los fines de la comunidad internacional, sobre la base del recíproco respeto de las soberanías, la autodeterminación de los pueblos, la garantía universal de los derechos individuales y sociales de la persona humana, y el repudio de la guerra, de la conquista y del predominio económico como instrumento de política internacional; sustentar el orden democrático como único e irrenunciable medio de asegurar los derechos y la dignidad de los ciudadanos, y favorecer pacíficamente su extensión a todos los pueblos de la Tierra; y conservar y acrecer el patrimonio moral e histórico de la Nación, forjado por el pueblo en sus luchas por la libertad y la justicia y por el pensamiento y la acción de los grandes servidores de la patria, cuya expresión más alta es Simón Bolívar, El Libertador, decreta la siguiente Constitución..”.

Un análisis cuidadoso de un texto así revela que es una lista de reglas de conducta, por un lado, (por ejemplo, “sobre la base del recíproco respeto de las soberanías”) y por el otro, un conjunto de estados deseables (“lograr la participación equitativa de todos en el disfrute de la riqueza”, por ejemplo). Estos estados deseables son, como se refirió a ellos el profesor Juan Carlos Rey: “…una serie de valores que se han ido desarrollando a lo largo de nuestra vida como Nación y que han entrado a formar parte de nuestro patrimonio espiritual”. (Doctrina de Seguridad Nacional e Ideología Autoritaria, 1980). En ese sentido pueden funcionar, en tanto valores, como criterios de selección de políticas o modelos concretos de desarrollo. Pero estos últimos provendrán de la creatividad política de los ciudadanos, y no como deducción de unos principios generales y abstractos. (Por ejemplo, “según los principios de la justicia social”.) Lo que no pueden ser es objetivos reales de un programa de desarrollo, dado que son descripciones de estados ideales. De hecho, el “preámbulo” de la Constitución de 1961 es más un listado de problemas que de soluciones. (El texto de la Constitución de 1961 refleja un estilo de redacción que se encuentra con gran frecuencia en la política venezolana. Me tropecé con un caso extremo al asumir la Secretaría Ejecutiva del CONICIT en 1980. Para ese año estaba vigente ya un plan operativo de ese consejo. En el aparte correspondiente a los objetivos para 1980 de la Oficina de Relaciones Internacionales del CONICIT, unas siete u ocho personas, podía leerse que su primera meta era: ¡lograr un nuevo orden económico internacional!)

Del texto del “preámbulo” de la Constitución de 1961 se puede anotar la siguiente curiosa subliminalidad, seguramente coincidencia no intencional: las últimas ocho palabras del mismo son: “…Simón Bolívar, el Libertador, decreta la siguiente Constitución”. La Constitución de 1961 no fue decretada por Bolívar, pero me gusta pensar lo que habría hecho si hubiese tenido la oportunidad de hacerlo. Me gusta pensar que tal vez habría escrito un texto muy parecido pero no lo hubiera aplicado solamente a Venezuela; en ese caso lo aplicaría a un ámbito territorial bastante superior. El Libertador habría estado muy de acuerdo con previsiones de la Constitución Nacional vigente hoy, sólo que habría estado interesado por la constitución de un conjunto más viable.

Intervine en la sesión de esa tarde refiriéndome directamente a lo que había dicho Eduardo Fernández y criticándolo según la línea de análisis descrita. Era la primera vez que discrepaba en público de ese ilustre conciudadano. Fernández no se defendió de mi crítica. El segundo que prefirió hacer como si la cosa no fuera con él.

La última mañana del seminario de Aruba estuvo dedicado a la discusión de un trabajo de Ramón Piñango y Moisés Naím, directores del Instituto de Estudios Superiores de Administración. El trabajo consistía en un capítulo sintético final de lo que luego aparecería publicado en forma de libro como “El Caso Venezuela: Una Ilusión de Armonía”. (El libro se compone de trabajos escritos por varios autores, entre los que se encuentran los nombrados, Gustavo Escobar, Gustavo Pinto Cohén, Gustavo Coronel, Diego Bautista Urbaneja, Asdrúbal Baptista, Eva Josko de Guerón, Ignacio Ávalos, Elisa Lerner).

El libro es un gran aporte a la calibración de la crisis nacional. Más de un trabajo contribuye a desmitificar las interpretaciones usuales de la situación venezolana. La moraleja de conjunto se sintetiza en el subtítulo del libro: en Venezuela ha operado una ilusión de armonía gracias a que, hasta 1982-83, ha habido suficientes recursos financieros como para aceitar los conflictos potenciales de nuestra sociedad. Ahora ya no se dispone de la bonanza y será muy difícil pretender la posibilidad de un consenso, en ausencia de “un poderoso marco ideológico capaz de aglutinar esfuerzos, exigir sacrificios, postergar gratificaciones y dar un sentido de orientación al país o sus grupos dirigentes”. (El Caso Venezuela, página 546.) Por esto la recomendación de los autores es la siguiente: “No hay razones para pensar que el conflicto social vaya a disminuir. Con seguridad se va a intensificar. Quienes han dominado la discusión pública del país han insistido en la urgente necesidad del consenso. Desde nuestra óptica, más bien, lo urgente es preparar el país para manejar adecuadamente los conflictos. La búsqueda del consenso hay que dirigirla hacia las maneras de organizarnos para solucionar los conflictos”. (Página 575). Estoy de acuerdo con esa definición. El diseño que ya tenía del proyecto de la “sociedad política de Venezuela” era una respuesta a ese problema.

Con muchas de las cosas contenidas en el análisis de Naím y Piñango estoy de acuerdo. Con dos, particularmente, estaba en desacuerdo. Una era el tono de reconvención y regaño implícitos en el trabajo. Hay algún punto en el que, acertadamente, los autores critican implacablemente a la práctica de la exhortación como herramienta políticamente ineficaz: “Pero la exhortación va mucho más allá para decirnos, a través de todos los medios posibles y con toda la amplificación necesaria, cómo deben comportarse los venezolanos y sus organizaciones”. (Página 568). Tan difícil es, en abono a su tesis, separarse del exhortacionismo, que pocas páginas después, (en la 574), ellos mismos incurren en la práctica y empiezan: “Poco cambiaremos si no cambiamos prácticas como esas”. Y luego viene una lista de “cómo deben comportarse los venezolanos y sus organizaciones”. (Por ejemplo, la selección de los jueces “…deberá depender más de los méritos de cada candidato a juez, y los partidos deberán reconocer lo perniciosa que es su intervención sistemática en el nombramiento de funcionarios judiciales”). Exhortacionismo del más puro.

Un punto más de fondo es la recomendación de Naím & Piñango de enfatizar la “carpintería” de las cosas: “El mejoramiento de la gestión diaria del país requiere que los grupos influyentes abandonen esa constante preocupación por lo grandioso, esa búsqueda de una solución histórica, en la forma del gran plan, la gran política, la idea, el hombre o el grupo salvador. Es urgente que se convenzan de que no hay una solución, que un país se construye ocupándose de soluciones aparentemente pequeñas que forman eso que, con cierto desprecio, se ha llamado “la carpintería”. Si bien no hay dudas de que la preocupación por lo cotidiano es mucho menos atractiva y seductora que la preocupación por el gran diseño del país, es imperativo que cambiemos nuestros enfoques”. (Pág. 579). Veamos que hay detrás de esa nueva “exhortación” de Naím y Piñango. Hay, primero que nada, una legítima preocupación con la miríada de operaciones concretas que son necesarias para que el más pequeño o el más grande proyecto pueda ser llevado a la práctica. Estoy de acuerdo en que despreciar los detalles es una actitud perdedora. Se puede apuntar, por otro lado, que la mayor clientela del IESA se concentra en el sector privado de la economía, orgulloso de su capacidad “carpintera”, lo que hacía esa exhortación conveniente desde el punto de vista de la aceptación del libro y las relaciones públicas de la institución. Hay también, en esa postura una sintonía con recientes cambios en la moda gerencial. Unos años atrás los enfoques gerenciales más prestigiosos estaban ligados a la noción de planificación estratégica. (Entre los más renombrados postulantes de la necesidad o la moda de planificar estratégicamente estuvo, por ejemplo, un grupo de consultores conocido como el Boston Consulting Group, al que hoy en día pocos le hacen caso). Luego vendría la crisis y el descrédito. Firmas como EXXON abandonaron algunos de sus intentos por leer el futuro y en todas partes comenzó a cuestionarse fuertemente la planificación estratégica y a gestarse una “rebelión de los tácticos”. Se exigía capacidad de maniobra operacional al tiempo que se desacreditaba la planificación estratégica.

Creo que ese enfoque es erróneo. Si lo que está mal es la estrategia esto no se resuelve poniendo a los tácticos en el sitio de los estrategas, sino consiguiéndose estrategas diferentes. Si lo que está mal es el diseño del mueble, eso es lo que hay que cambiar y no hacer una carpintería sin diseño y sin sentido, pues el mueble resultaría incoherente. Es perfectamente posible ejecutar eficientemente una política ineficaz.

No obstante lo anterior, tanto el trabajo de Piñango y Naím como el libro completo publicado por el IESA al año siguiente, en 1985, son indudablemente muy valiosos. (Son mis trabajos favoritos dentro de ese conjunto, los dos de Gustavo Escobar y el de Janet Kelly de Escobar, el de Antonio Cova y Thamara Hannot, el de Eva Josko de Guerón, el de Gustavo Pinto Cohén. Son muy serios todos y algunos de ellos contribuyen a no ver las cosas enteramente por lentes de coloración negativa. Hay otros que forman una colección a la vez exhortacionista y cínica. El artículo que menos me gusta es el que abre la serie, el capítulo primero. Está tan bien escrito, y Elisa Lerner es tan perspicaz, que precisamente es por eso tan peligroso. Es uno de esos textos que agravan la sensación de culpa venezolana, que aumentan la autoflagelación, que pretende retratar al país más por lo notorio que por lo notable, y que hace, definitivamente, mofa de nosotros mismos. Si no fuera porque introduce una lista de tareas, el artículo de Ignacio Ávalos habría competido con el de Lerner por el primer lugar entre los varios artículos que, de un modo u otro, enfocan el análisis a partir de una denigración).

La sesión sabatina sobre el “caso” del IESA fue más larga de lo que yo pude permanecer. No me sentí, otra vez, exitoso en la reunión del Grupo Santa Lucía. Por esto quise irme pronto y con pocas personas, en vez de irme en el avión fletado para la mayoría. Pedí a Hans Neumann, con quien había venido, que me permitiera regresarme también en el avión de su empresa. Me advirtió que debíamos salir muy puntualmente, antes de que concluyera la sesión del “caso Venezuela”.

Estuve oyendo a Ramón y a Moisés a ver si dejarían por un momento de regañarnos. No sólo era el trabajo exhortacionista y de tendencia denigratoria, sino que Moisés y Ramón, excelentes profesores y analistas pero no muy buenos haciendo chistes, se dedicaron a reprendernos por el trabajo que los equipos de estudio habíamos hecho sobre su ponencia. Faltando pocos minutos para que el inapelable término de Hans Neumann se cumpliera, y viendo que nadie se defendía, decidí interrumpir a Moisés para decirle que nos habían pedido pensar sobre las cosas más gruesas del país en algo menos de una hora, cuando ellos habían dispuesto al menos de dos años para reflexionar y escribir sobre el asunto, y que en general no estaba de acuerdo con el tono condescendiente y superior con el que se referían al país y sus problemas. Luego escuché unos minutos más, infeliz por haber herido a Moisés, hasta que el implacable gesto de Hans anunció la extemporánea salida. Ese fue el último round de lo que yo había soñado fuese gloriosa batalla, de la que debía volver cubierto de laureles. Recuerdo con agrado algunas conversaciones interesantes. Con Maxim Ross, a quien veía por primera vez. Con Edgar Dao, Alberto Quirós y Diego Bautista Urbaneja. Hubo en Aruba muy buenas intervenciones de algunas personas, entre otras las de Diego Urbaneja y Carlos Blanco. Marco Tulio Bruni Celli se complació en descubrir “inadvertidamente” que Diego era dirigente masista, lo que para más de un circunstante constituía razón para execrarlo. Ver a una venezolana de reciente prominencia pública trasnochar procazmente dinero en el baccarat junto con su joven hija fue algo lamentable. Un hecho muy triste contribuyó a deprimir mi tenso y desilusionado estado de ánimo: el padre de María de Krygier murió durante la reunión y Alberto y su mujer tuvieron que abandonarnos en medio de su dolor. Volví a Caracas con pocas noticias buenas para mi mujer. Ella me había colocado, sin yo saberlo, una dulce carta en el equipaje para Aruba. En sus palabras me animaba a decir las cosas que llevaba por dentro. No encontré la carta hasta el segundo día, lo que aumentó la sorpresa y el benéfico efecto que su amoroso gesto tuvo sobre mí. Si ella no hubiera escrito esas líneas me habría ido mucho peor.

Hacia la segunda mitad de octubre Andrés Sosa Pietri llamó a mi casa una mañana. Ya hacía cierto tiempo que mi oficina había vuelto a mi hogar. Me pidió que le “sacara” el número de diciembre de la revista de sus empresas. Estaba inconforme con lo que se había venido publicando. No fue hasta mediados de noviembre cuando se pudo arribar al concepto de lo que fue el primer número de la revista Válvula. Era una locura. Desde fines de noviembre es cuando las imprentas se hallan más atareadas. Se decidió publicar un número dedicado a un solo gran tema: el conjunto de los pueblos hispánicos. Yo tenía la posibilidad de armar rápidamente un texto con lo que había escrito a Arturo Sosa y lo que había dicho en Filadelfia. Se decidió pedir a Arturo Úslar Pietri que escribiese algo. No le fue necesario. Tenía a la mano el texto inédito de una conferencia suya en Tenerife de varios años antes y de una gran actualidad. Contactado Ariel Toledano, un extraordinario diseñador venezolano, y Editorial Arte, una noble y excelente imprenta, estuve más confiado con el tiempo de que disponíamos: convencí a Andrés para que solicitáramos críticas a cuatro personas a quienes se les hizo llegar el texto del Dr. Úslar Pietri y el mío. Pedimos su opinión a Hermann Roo, Ángel Padilla, Ángel Bernardo Viso y Diego Urbaneja. Mi ego había rebotado hacia arriba, desde sus profundidades postarubeñas, gracias a este gesto de Andrés Sosa Pietri, pues me permitió hacer y escribir sobre lo más soñador y lejano. Por otra parte, una poderosa razón para sentirme inflado fue, simplemente, que el Dr. Úslar Pietri consintiera en aparecer junto conmigo en una publicación en esas condiciones. Me sentí como un novillero a quien el gran maestro de los matadores le diera la alternativa en una corrida mano a mano.

El Dr. Úslar Pietri es clarísimo en su registro de las nuevas coordenadas históricas. Es clarísimo en cuanto a las posibilidades de ser significativos si insistimos en una perspectiva cuyo mayor ámbito sea el venezolano: Venezuela frente al mundo. Pregunta el Dr. Úslar: “Qué hago yo en mi patriecita para sacar mejor provecho de esa situación? Todo ha revestido esas magnitudes que imponen que no podamos ya seguir pensando en términos nacionales. Eso ocurre en la magnitud de los problemas, y si tuviéramos que verlo más lejos, lo veríamos en los hechos mismos”.

Prosigue Úslar enseñando la escala que pudiéramos alcanzar, escala que sería la idónea para enfrentar los problemas de hoy, que también son los de una gran dimensión: “Tenemos un espacio geográfico inmenso y una suma de recursos inmensa, porque si sumamos lo que representa la América Hispana entera desde Méjico hasta la Argentina tendremos una inmensa porción de los recursos del mundo, recursos vegetales, hidráulicos, el más grande reservorio de agua y oxígeno que la humanidad tiene en el espacio amazónico, todos los climas, una parte enorme de la tierra arable, todo lo que representa una suma de recursos que muy difícilmente se dan en otra parte. Y sin embargo seguimos separados, partidos en una veintena de países, cada uno pretendiendo tener un estilo nacional distinto. Esta realidad del mundo nos obliga a los miembros de la familia de los pueblos ibéricos e hispánicos a replantear nuestra situación y a definir lo que queremos hacer en el mundo. ¿Vamos a dejar que nos lo sigan dirigiendo los anglosajones y los eslavos? ¿Vamos a seguir comprando el radio de transistores que ellos fabricaron? ¿Vamos a seguir copiando la tecnología que ellos inventan? ¿Vamos a resignarnos a vivir en un mercado de segunda mano a perpetuidad? ¿Vamos a reducirnos a un papel de usuarios y de espectadores? ¿O vamos a resolvernos a entrar en el primer rango de la escena a jugar un papel de protagonistas?” Y nos pone Úslar un compromiso y una fecha por delante: “Faltan pocos años para 1992. Ese año celebraremos el Quinto Centenario del Descubrimiento de América. ¿Cómo lo vamos a celebrar? ¿Con los discursos tradicionales, con los desfiles que hemos hecho siempre, con un gran jolgorio, llenándonos la boca con las glorias pasadas?” Úslar nos invita a celebrarlo “quietamente, sólidamente, orgullosamente diciendo: a los quinientos años del Descubrimiento hemos creado una nueva circunstancia mundial, nos hemos puesto de acuerdo y desde ahora, en las grandes familias de pueblos, al mismo nivel de la familia anglosajona, de la eslava o de la asiática, está la familia de los pueblos ibéricos y está desempeñando un papel de primer orden”.

Mientras salía Válvula tuve más de una buena conversación con Gerardo Cabañas Arcos. Gerardo es el Director Ejecutivo de la Asociación Venezolana de Ejecutivos, habiendo realizado una gran labor gerencial bajo la presidencia de Alberto Krygier y luego bajo la de Gustavo Julio Vollmer. Alberto Krygier me había recomendado más de una vez que hablara con él. Esto no chocaba en absoluto contra mi admirada impresión de Gerardo, a quien había conocido varios años antes, cuando tuve la oportunidad de asesorar al sistema de planificación del Instituto Nacional de Canalizaciones, donde Gerardo trabajó. Gerardo Cabañas reaccionó entusiastamente a mi forma de entender la cosa política. Muy temprano me advirtió sobre la concreción a la que había que llegar: tarde o temprano habría que plantearse el problema del poder real, del poder en toda su concreción.

En una reunión de Diego Urbaneja, Andrés Sosa Pietri, Alberto Krygier y yo, llegamos a la estimación de que la emergencia pública de la “sociedad política de Venezuela”, cuyo diseño estaba prácticamente listo, no debía producirse en un tiempo tan cercano a la Navidad. De hecho, en el mes de enero siguiente el país estaría dominado por la presencia de Juan Pablo II. Su atención estaría poco dispuesta a interesarse por un planteamiento como el nuestro. No obstante, quise hacer una reunión en diciembre con los nombrados y con la adición de Tulio Rodríguez, un profesional empleado en Krygier, Morales & Asociados a quien conocí en un curso que dicté a la División de Consultoría de esa empresa. También quise incorporar a Ariel Toledano, el inteligente diseñador de Válvula. La reunión se efectuó un lunes de diciembre en las oficinas de Alberto Krygier. La noche de la víspera, el domingo, pedí a Diego Urbaneja y Gerardo Cabañas que pasaran por la casa a conversar, en preparación de la reunión. Ya yo le había hablado a Urbaneja de Gerardo. Este último, tal vez por su inmersión cotidiana en lo operativo, tenía un tono distinto al de Urbaneja ante los proyectos. Mientras Diego presentaba dudas, expresaba inseguridad, enumeraba obstáculos, Gerardo exhibía una conducta práctica y positiva. Le dije a Diego que nos convenía un hombre como él. En esa reunión en mi casa expuse por primera vez mi noción de la ruta que estaba marcada para nuestra legitimación en tanto políticos como un camino “médico”. La llamé “la metáfora médica”.

El acto político es un acto médico, dije, pues en el fondo se trata de proponer, seleccionar y aplicar tratamientos a los problemas. De hecho, tesis como la que propuse en “Válvula” o aún la misma receta de la “sociedad política de Venezuela” no eran otra cosa que tratamientos, propuestos para ofrecer respuestas que, a diferencia de las respuestas insuficientes, las respuestas sub-estándar emitidas por los actores políticos tradicionales, fuesen al menos un intento de atacar los problemas en sus dimensiones más importantes. En efecto dije que sería posible distinguir entre la “sociedad política de Venezuela” como asociación que intervendría en la política concreta del país, y una “Sociedad Política” en el sentido de una asociación de profesionales que entendía la política como una actividad médica, con una clara conciencia de la grave responsabilidad que significaba tratar de modificar la realidad social. Fue la primera vez que mencioné a Jaime Lusinchi, de formación médica, como posible miembro de ambas sociedades, y dije que a mí me gustaría invitarlo, idea que no contó con el agrado de Diego Urbaneja. Ni él ni Gerardo, por otro lado, terminaron de captar las implicaciones del planteamiento “médico” de la política. En parte porque pareció un retroceso. A fin de cuentas, los médicos tienen las limitaciones del juramento de Hipócrates y mi proposición parecía tan sólo ofrecer un nombre nuevo para esos “sabios” que sirven de consejeros a los políticos. Pero “la metáfora médica” es una respuesta al “problema de los soles”, que Urbaneja reiteraba de vez en cuando. En efecto, el procedimiento médico consiste en lo siguiente: ante un paciente gravemente enfermo lo aconsejable es recabar las opiniones de toda una junta médica. Los distintos tratamientos, así como su apoyo diagnóstico y sus presunciones pronósticas se contrastan, hasta que se llega a una situación en la que algún tratamiento emerge como el mejor de los disponibles. Entonces se aplica ése. No porque se piense que es el mejor en términos de una verdad médica absoluta, sino porque hay que tratar al paciente, quien no puede esperar a que un conjunto académico llegue a la verdad definitiva. Así, reglas similares aplicadas a la política servirían para dilucidar quiénes serían “soles” y quiénes “astros secundarios”. Esto es, por supuesto, otra manera de decir lo que había discutido un tiempo antes con Alfredo Keller en torno a la legitimación paradigmática. Dicho sea de paso, en algún momento de las últimas semanas, ante una de las reiteradas preocupaciones de Diego por la posible aceptación de alguna norma que yo proponía para la “sociedad política de Venezuela”, lo invité por primera vez a que formáramos la asociación de una vez, entre él y yo. Le dije que una asociación civil tenía que estar formada por al menos dos personas y que por lo tanto él y yo seríamos suficientes.

Urbaneja manifestaba dos tipos de problema. Uno era ese temor a que ciertas reglas, como la consagración de la crítica o la regla de no postular candidatos a elecciones, fuesen admitidas por los hipotéticos miembros de la asociación. Otro era el de más de un nombre que Diego no quería dentro de la sociedad, puesto que yo sostenía el “principio de puerta abierta”. Por esto mi proposición, que le repetí más de una vez, de constituir la asociación entre los dos, puesto que si no tenía inconveniente en cerrar las puertas a alguien, no debería tener un inconveniente conceptual serio a una asociación reducida a su mínima expresión. Ya nos ocuparíamos de ir convenciendo y reclutando, pero los principios había que mantenerlos y eso podía hacerse en una asociación que podíamos firmar de inmediato entre ambos. No se lo propuse nunca a Gerardo Cabañas porque ya se lo había ofrecido a Diego Urbaneja, a quien quise darle precedencia.

Al día siguiente de mi conversación dominical con Gerardo y Diego intenté explicar el concepto del acto político como actividad “médica” a una reunión de muy irregular puntualidad. Andrés Sosa llegó tardísimo, Alberto Krygier se despegó de otra reunión para asistir y Tulio Rodríguez vino un pequeño rato para irse antes de que se concluyera. No se pudo discutir, en consecuencia, el enfoque con suficiente profundidad. En esa reunión Diego dijo que eso eran “mis” ideas.

A comienzos del año siguiente, 1985, recibí copia de unos trabajos de Yehezkel Dror, enviados a mí por intermedio de Suhail Khan, gerente de planificación de CORPOVEN. En uno de ellos Dror, amigo y maestro desde el año de 1972, decía lo siguiente: “…policy sciences are, in part, a clinical profession and craft”. (Las ciencias de las políticas son, en parte, una profesión y un arte clínicos). Esto fue para mí una confirmación de que andaba por el camino correcto. Yehezkel Dror es uno de los hombres que más experiencia tienen con los problemas y los sistemas concretos de la política. Su posición era sólo ligeramente menos radical que la mía, puesto que lo que a mí me interesaba era el territorio conceptual que se define, justamente, por esa parte que es una profesión y un arte “clínicos”. Por esos días pasaban por el canal 8 de televisión una de esas buenas “telenovelas” brasileñas, tal vez la mejor de todas: “Una mujer llamada Malú”. Malú es socióloga, mi colega, pues seguí los estudios de sociología en la Universidad Católica Andrés Bello entre 1963 y 1968. Un día trata de explicarle a su hija por qué le resulta tan difícil conseguir un empleo y le dice: “es que la sociología no es una profesión”. Tiene razón. La sociología no es una profesión, sino una ciencia, bastante incipiente, por cierto. Si uno va a los laboratorios del IVIC y se topa con alguien que trabaje, digamos, en fisiología celular y uno le pregunta cuál es su profesión, no oiremos que nos contesta que su profesión es la fisiología. Nos dirá que su profesión es la de investigador. La fisiología es un campo, una disciplina, una ciencia, pero no una profesión. Del mismo modo son ciencias y no profesiones la sociología, la antropología, la politología y aún la misma economía. Es la política, la ocupación de resolver problemas públicos, lo que es una profesión, que se ejerce desde distintas posiciones. Hay algunos políticos que ejercen su profesión clínicamente, limitando su acción hasta la prescripción de los tratamientos. Otros son más médicos de cabecera o políticos terapeutas o cirujanos, más directamente involucrados en operaciones o aplicaciones de los tratamientos. Hay políticos generales, análogos a los médicos que hacen medicina general. Hay políticos especialistas, como los hay también en la profesión médica.

Algún temor hubo en Diego Urbaneja de que esta nueva formulación fuese un retroceso. Entre Diego y yo se había producido lo que llamé el “efecto Zitman”. Cuando se lo dije me pidió que le explicara qué significaba eso. Para esto hay que ir de cuento. Cornelis y Vera Zitman son dos holandeses que han elegido a Venezuela por hogar. Cornelis es un gran escultor; Vera es una fina artista; ambos son seres humanos extraordinarios. Ya habían vivido en Venezuela cuando regresaron a Holanda. Luego, Cornelis fue invitado por la facultad de Arquitectura de la Universidad Central de Venezuela. Cornelis se vino solo y dejó a Vera en Holanda. Acá encontró un día las ruinas de un viejo trapiche, en los terrenos de la antigua hacienda La Trinidad. Le pareció que allí debería construir una casa, cosa que hizo luego, pues hoy en día vive en una hermosísima residencia que es prueba de la sensibilidad suya y la de su esposa. Pues bien, mientras Vera estaba todavía en Holanda, Cornelis empezó a decirle en sus cartas que se viniera a Venezuela. Vera escribía todo lo contrario y le dio mil razones para que se regresara a Holanda. Al cabo de unos meses de correspondencia resultó que ambos habían sido igualmente persuasivos: ¡Cornelis estaba convencido de regresarse a Holanda y Vera estaba convencida de venirse a Venezuela!

Algo así parecía estar pasando entre Diego y yo. Al comienzo de las reuniones de nuestro pequeño grupo Diego había sido más reticente y yo más lanzado. Ahora parecía que yo aminoraba el paso y Diego no quería abandonar lo político. Había entendido que la metáfora médica implicaba una suerte de renuncia a la concreción del poder. Por esos días usé con él una segunda analogía ajedrecística: en el juego del ajedrez, y más concretamente en su fase de apertura, son varios los objetivos a alcanzar. Uno de ellos es el dominio del centro del tablero. Aquel que domine el centro tendrá más espacio para la acción de sus piezas, mientras su contrincante estará en una situación inversa. Para las teorías clásicas de la apertura de ajedrez el dominio del centro equivalía a ocuparlo: había que colocar peones en las casillas centrales. Teorías más modernas mostraron cómo era posible controlar el centro a distancia, sin ocuparlo: la influencia de piezas más poderosas que los peones se podía hacer sentir desde más lejos. Así, no necesariamente deberíamos seguir nosotros una clásica disposición de preeminencia aparente. La receta clásica que más de una vez habíamos discutido en el grupo era la consabida de redactar un manifiesto, hacerlo firmar por una constelación variada de impresionantes nombres y publicarlo en la prensa a páginas desplegadas. Siempre frené esos impulsos a una salida de ese tipo.

La imagen o metáfora médica de la política no me es enteramente original. Recibí el trabajo mencionado de Yehezkel Dror unos meses después de la exposición que hice a los amigos nombrados, como también es cierto que el foco de mi proposición está desplazado respecto de la admisión parcial de Yehezkel. Sin embargo, en mi memoria inconsciente ha debido quedar algo de la lectura de uno de sus libros: Design for Policy Sciences (Diseño para las ciencias de las políticas). Allí dice, en 1971: “…the analogue between policy sciences and medicine is nevertheless a very suggestive one, because of strong similarities in some of the main paradigms and secondary characteristics”. (“La analogía entre las ciencias de la políticas y la medicina es, no obstante, una muy sugestiva, en razón de fuertes similitudes en algunos de los paradigmas principales y algunas características secundarias”). En el mismo punto cita a René Dubois, quien, en Man, Medicine and Environment, dice lo siguiente: “…la medicina parece mejor adaptada para presidir en una forma arquitectónica sobre el desarrollo de una nueva ciencia de la vida humana”. (“…Medicine seems best suited to preside in an architectonic way over the development of a new science of human life”).

Mi aporte consiste, tal vez, en poner el énfasis en la profesión, en el arte, más que en las ciencias o disciplinas que le dan basamento a esa actividad. Pero me siento muy orgulloso de mi raíz droriana. El día que recibí el texto que Yehezkel Dror me envió en 1985 sentí una profunda alegría. Era bueno constatar nuestra sintonía una vez más y la oportunidad de su envío me pareció cuasimágica.

El viernes 21 de diciembre de 1984 Editorial Arte nos entregó la mitad de los mil ejemplares de Válvula que Andrés Sosa Pietri había ordenado. Fueron una perfecta e increíble impresión de Editorial Arte sobre el elegante diseño de Ariel Toledano. Ariel como diseñador, Javier Aizpúrua, Domingo Roco y los del taller de Editorial Arte se habían fajado para la “misión imposible” de imprimir la revista en la época más complicada del año editorial, aún cuando el asunto todo había sido concebido en fechas tan tardías. Editorial Arte estuvo en posesión de los artes finales el sábado 15 de diciembre. Cuando acompañé a Ariel a llevarlos pensé que Javier no los recibiría. Respiré aliviado cuando éste me aseguró que me reservaría una prensa y que podríamos disponer de algunos ejemplares antes de Navidad. Llevé el primer ejemplar, uno que fue armado para mí por los operarios del taller, a la oficina de Andrés Sosa Pietri en Chuao. Andrés quedó encantado. Sentí la alegría de haberle cumplido al amigo que tanto me había ayudado y animado.

La oportunidad que Válvula abrió para mí fue inmensa. Gracias a ella pude conversar dos o tres veces con el Dr. Úslar. Pude decir a un número de gentes mayor que la que yo alcanzaba con el Informe Krisis mis ideas más creídas por mí. Pude hacerlo dentro de un empaque digno de los temas. Es muy difícil pagar eso a Andrés Sosa. Como gesto de gratitud el texto que publiqué en el primer número de su revista bajo el título de “La verdad que ya no podemos eludir” le fue dedicado a él y a la memoria de mi padre, Don Pedro Enrique Alcalá y Reverón, muerto de cáncer el 23 de diciembre de 1982. Como un mes antes de morir papá, había tenido una larga conversación con él. Hablamos, entre otras muchas cosas, de la unión política de los hispanos. A esa tesis ofreció una de sus postreras bendiciones.

Como dije antes, el texto que publiqué en Válvula es el ensamblaje de dos piezas previas mediante algo de escritura nueva. Para mí resultó sorpresivo pero explicable el texto de Ángel Bernardo Viso. Viso considera la unión política hispánica algo imposible. “La realidad económica, geográfica y política nos condena a vivir separados”. Imprimimos su hermoso texto separado del resto de textos críticos que solicitamos. Yo había leído unos años antes su importante libro, “Venezuela, identidad y ruptura”, y había supuesto que por las intuiciones que dicho libro dejaba traslucir reaccionaría entusiastamente a las proposiciones de Úslar y a las mías. Me pareció que lo que escribió para “Válvula”, en su terrible eficacia argumental, era indicador del dolor que padecía un sensitivo hombre que desearía la unión y no la considera factible.

Más me sorprendió lo que escribió Diego Urbaneja. A fin de cuentas, hasta el momento no había revelado alguna postura realmente contraria a la idea, y ya hacía varios años que conversábamos sobre el asunto. Había expresado dudas, como Haydeé su esposa y como Joaquín Marta Sosa, de que la proposición encontrase eco entusiasta en la población venezolana. Pero nunca esperé el texto que me entregó. Un pequeño desliz de su parte me permitió escribir una réplica a sus proposiciones. Se le ocurrió concluir su escrito con una nota especial en la que hacía alusión directa a mí.

A los miembros del panel crítico de Válvula habíamos hecho tres preguntas a guisa de orientación. Ángel Padilla y Hermann Roo contestaron positivamente. Sólo los abogados del panel, Viso y Urbaneja, habían expresado oposición. Recordé una frase escuchada a un importante empresario químico norteamericano, quien afirmaba que él tenía la suerte de contar con un abogado que a cada solución era capaz de encontrarle una docena de inconvenientes.

Reproduzco acá las respuestas de Diego Bautista Urbaneja al cuestionario, así como la contrarréplica que su directa alusión me permitió:

“Primera pregunta: ¿Cree Ud. que la tesis de una unión política hispánica es una tesis correcta?

Urbaneja: Supongo que es correcta en cuanto que, si se lograra, resolvería algunos problemas importantes de los “hoy” países soberanos. Pero en este momento no descubro bases de corrección más importantes. Cierto es que hay varios elementos—historia, cultura, religión, lengua—que hacen una idea como ésa intuitivamente muy deseable. Bellísima, dicho esto sin ninguna ironía. Pero intuyo que la pregunta está mal planteada, No veo que se pueda adelantar mucho diciendo “sí, sí es correcta”. Seguramente que hay otras tesis equivalentes igualmente “correctas”.

Sospecho que la pregunta podría haber sido, “tal tesis, ¿es la más correcta?” En ese caso me habría inhibido explícitamente de responder a la pregunta, por incompetente, en vez de elegir la forma disfrazada de inhibición que constituye la respuesta que estoy dando.

Formúlesela como se la formule, en todo caso, la pregunta me parece presuponer respuestas a preguntas previas. Por ejemplo, “correcta” ¿en relación a qué actor? ¿Para cada uno de los países miembros de tal unión? ¿Para tal unión misma? ¿Qué entender, en el primer caso por “país”? Porque posiblemente para distintos sectores de él haya diferentes tesis “correctas”.

Veamos un caso extremo: Puerto Rico. Suponiendo que pudiese escoger: ¿qué sería más correcto para Puerto Rico? ¿Ser miembro de la Unión Hispánica o de la Unión Norteamericana? ¿Y para quién en Puerto Rico?

¿No habla uno, al hablar de estas cosas, dando por sentado hechos y valores buenos para la retórica, pero que la historia y los acontecimientos han debilitado grandemente en la realidad?

Una reflexión a propósito de ciertas políticas españolas y expresión de otra duda más. ¿Qué puede inspirar, por ejemplo, la decisión española de mirar hacia Europa más que hacia Iberoamérica? ¿No será que España quiere vincularse a un mundo que la “hale” hacia adelante y no a uno que ella tenga que “halar” o que la “hale” a ella, pero hacia atrás? ¿No será que quiere escapar a la maldición que le infirió el siempre y por otra parte admirabilísimo Unamuno—“¡que inventen ellos!”—o al dicho de Luís Felipe Vivanco, “España, esa eterna retrasada en Dios”?

Sea pues cual sea la respuesta que quienes se sientan capacitados den a la pregunta, habrá que sortear el riesgo de que la “unión de los retrasos” se haga de tal forma que ella sirva para basar alguna forma de adelanto, y no para la consolación de que nosotros, Unamuno y Rodó, todos unidos ahora, sí sabemos de fines y valores, mientras “ellos” inventan.

Segunda pregunta: En caso afirmativo, ¿cuál piensa Ud. que pudiese ser la forma más rápida de lograrla y cuánto tiempo cree Ud. que tardaría en cristalizar?

Urbaneja: (Se abstuvo de contestar a esta pregunta, lo que justifica en su contestación a la siguiente).

Tercera pregunta: ¿Cuáles cree Ud. que serían los principales obstáculos a la realización de una comunidad política hispánica o ibérica?

Urbaneja: La existencia o no de obstáculos depende de la respuesta que tenga la siguiente pregunta: desde el punto de vista de la racionalidad acotada de los actores involucrados, ¿es racional apuntar hacia la creación de tal comunidad política? No sé qué respuesta daría cada actor, pero sí sé que de esa pregunta depende todo.

Soslayé la respuesta a la pregunta dos porque poco tenía que decir y lo que tenía que decir lo puedo poner aquí. Las medidas a tomar para la realización, si la respuesta a la primera pregunta es afirmativa, deben ser tales y de tal gradualidad que vayan haciendo por lo menos “casi sensato” a los distintos actores—sean ellos los que de hecho sean—irlas adoptando o aceptando. Contando desde luego con el “plus” de decisión que en estas cosas corresponde a los gobiernos pero sin olvidar que éstos están sometidos a presiones a veces decisivas. Si se soslaya esa condición de la “cuasi-sensatez”, la implicación política de la respuesta afirmativa a la primera pregunta sería desastrosa: la factibilidad de una cosa tan deseable dependería de la existencia de una constelación de dictaduras manejadas por minorías ilustradas coincidentes en el punto de la Unión Hispánica.

Tratando de responder, todavía en un plano general, con un poco de más precisión, diría que existe una amplia gama de oposición y diversidad de intereses, de actuación y efectividad inmediatas sobre los países y sus sectores, que constituyen componentes de mucho peso en el cuadro de acción que enmarca las decisiones de los actores. Sólo una consideración aparentemente muy de largo plazo—y ella misma muy discutible—cuyo tipo es de escasa gravitación en los modos habituales de decidir que tenemos por aquí, podría inspirar una política unionista consistente y central. Lo que sí parece poder hacerse es una línea marginal de políticas que apunte consistentemente en un sentido unionista y cuya existencia imponga al resto de las políticas globales el deber de compatibilizarse con esa política marginal que entonces, desde luego, no lo sería tanto.

(Nota final sobre grandiosidad y realismo. Luís Enrique Alcalá acostumbra decir que en Venezuela llamamos realista a quien es capaz de oponer la lista más completa de obstáculos a cualquier idea audaz. Digamos, por extensión, a quien es capaz de valerse de esos obstáculos para echar por tierra en la práctica toda idea grandiosa. Bolívar, el grandioso, Páez, Santander y Flores los realistas, es decir, los mezquinos. Gran Colombia contra “patriecitas”.

En este tema tiendo a jugar el papel de realista. Tengo presentes los obstáculos más que la línea abstracta de razonamiento que, concluyendo en una supuesta necesidad de la Unión Hispánica, añade: “luego hay que hacerlo, sin más cuestión”.

Sólo diré aquí que Bolívar en 1830 estaba errado, no Páez. Y que, si acaso, sólo después que Páez y todos los Páez hayan podido desplegar su razón, serán posibles los sueños de Bolívar. Lo cual no bastará para que, amantes de la grandiosidad, digamos siempre que Bolívar tuvo razón, y Páez nunca).

……………….

 

LA IMPROBABILIDAD DE LAS PROPOSICIONES

Respuesta de Luís Enrique Alcalá a Diego Bautista Urbaneja

La directa alusión de Diego Bautista Urbaneja me permite ejercer el derecho a replicar.

Urbaneja hace el más moderno de los análisis en relación a mi tesis. Su enfoque tiene mucho de metalingüístico, puesto que casi no se refiere al contenido de las preguntas sin hacer un cuestionamiento de las mismas. Pero, en general, por el tono de sus observaciones se podría colegir que Urbaneja casi habría preferido que no le hubieran hecho esas preguntas. Y ya que él tuvo la confianza de incluir algo que es como un juego privado entre nosotros, yo voy a hacer uso de información privilegiada que apoya la tesis de su incomodidad con las preguntas.

En efecto, Diego ha dicho muchas veces que éste es un año de indecisiones, y en un período de indecisión una persona tan escrupulosa como él exige que una tesis sea, en efecto, la tesis más correcta.

Yo le digo que no existe la tesis más correcta, si por esto se entiende una tesis que no sea superable por otra. Cualquier tesis dejará un cierto número de problemas por resolver, problemas para los que no tendrá respuesta porque no se propuso resolverlos o porque los problemas irresueltos ni siquiera eran percibidos al formular la tesis de que se trate. Ya vendrá otra tesis a desplazar la vigente cuando sean demasiados los acertijos que ésta no resuelva.

Pero es que es más que una tesis. En este caso se trata de una causa, lo que exige muchísimo más que una mera tesis explicativa o interpretativa. Yo creo conocer pocas personas que son tan intelectualmente escrupulosas como Diego Urbaneja. Más de una vez he sido testigo de la agonía por un sinónimo en alguno de sus importantes artículos. Pero Diego es también noble y generoso. Así que la corrección de la tesis es para él la justicia de la causa. Así trasluce cuando pregunta ¿correcto para quién?

Diego comienza diciendo que si la tesis se lograra resolvería algunos problemas importantes que padecen los miembros de una tal confederación. Ante esa declaración, la calificación de más correcta le cabría si no fuese posible concebir otra tesis que resolviera los mismos problemas a un menor costo o resolviera más problemas. A menos que se comprobase, aún en ausencia de tesis competidoras, que la tesis propuesta incurriese en costos mayores que los beneficios que obtiene.

Pero discutamos primero lo primero. Veamos, antes de preguntar si hay ofrecidas tesis alternas, cuál es la lista de problemas a los que la tesis de la confederación iberoamericana da respuesta.

Primero: el problema económico. El problema de escala de todos los países que entran dentro de la calificación iberoamericana, incluyendo a Brasil y España. En España, por ejemplo, se va a una “reconversión” industrial que tiene la mira puesta en el mercado de los países de la OECD, empezando por los de la Comunidad Económica Europea en la que aspira a entrar a pesar de, como he leído, la insultante condición de impedir el libre tránsito de españoles por los países de la comunidad por un “período de prueba” de varios años. La reconversión podría ser un poco menos drástica si sus industrias se orientaran, casi que como están, a un mercado que aún tiene mucho que construir dentro de necesidades de “segunda ola”. También en lo económico, seguramente obtendríamos un mejor tratamiento de parte de los acreedores de nuestras deudas por mera agregación a una escala mayor.

Para nosotros, en particular, la posibilidad de contar con un mercado petrolero y de hierro y acero mucho mayor que al que ahora tenemos acceso, el que permitiría, por tanto, a mayores escalas de producción, costos operativos menores que permitieran mantener y aún superar los niveles absolutos de beneficio, con precios menores que pudiesen ser pagados por este mercado hasta ahora tenido a menos.

Tiene que tomarse en cuenta, para toda discusión de lo económico, que se estaría trabajando con la ventaja de una nueva moneda única para esa inmensa zona de circulación, como Hans Neumann, entre otros, ha sugerido que sería altamente beneficioso.

Segundo: resuelve un problema de alivio de tensiones inter-iberoamericanas. Argentina y Chile han tenido que buscar un árbitro hacia una entidad supranacional de la que ambos participan para dirimir el diferendo del Beagle: han tenido que recurrir al campo católico, un campo religioso, porque no han tenido un común campo político en el cual acordarse. Así como Diego Urbaneja suele decir que dentro de una confederación ibérica o hispánica la solución al conflicto centroamericano sería más “dulce”, así también se dulcificaría el término del diferendo colombo-venezolano y los de otros estados iberoamericanos del continente.

Tercero: resuelve un problema de escala para mejorar nuestra posición en discusiones tales como Gibraltar, las Malvinas, Guyana, Centroamérica (entendida en este caso en relación a las intervenciones rusonorteamericanas, otánico-varsovistas, norteñas en Centroamérica). Cuando Shlaudeman dice que Contadora no es suficiente no está diciendo que si se añade uno o dos artículos técnicos al Proyecto de Tratado o se firma tal o cual protocolo los Estados Unidos suscribirán gustosos, sino que, a lo Stalin refiriéndose al Papa, está insinuando que nada más que cuatro países iberoamericanos no tenemos suficientes divisiones.

Cuarto: resuelve un problema de amortiguación o aplacamiento, por neutralidad, de la peligrosísima situación del terrorífico equilibrio nuclear. Situación que no creo mejore con el aumento que la URSS dará a su presupuesto de “defensa”: 12%.

Mucho se ha pensado, en una especie de convicción de invulnerabilidad final muy acusada en nuestro pueblo, que una conflagración nuclear en países del Hemisferio Norte (OTAN-Varsovia), si bien nos afectaría grandemente por el lado económico, al menos nos sería leve en cuanto a lo físico, a los daños por los efectos mismos de las explosiones, entre otras cosas por distancia y por factores naturales tales como el pulmón de la Amazonia. Pero los modelos más recientes de meteorología nuclear nos muestran como nos veríamos directa e impensablemente afectados por un invierno artificial de proporciones cataclísmicas, que incluiría la traslación, por inversión de los ciclos eólicos normales, de nubes de hollín y polvo que harían barrera a más del 90% de la radiación solar incidente (con lo que muy pronto la superficie terrestre descendería a temperaturas de subcongelación) y de nubes intensamente radiactivas. (Para un caso base de un intercambio de 5.000 megatones, equivalente a la mitad del arsenal actual. Ackerman, Pollack y Sagan, Scientific American, Agosto de 1984).

Quinto: nos ubica en posición más favorable para tener acceso a las tecnologías y modificaciones profundas de una Tercera Ola.

En resumen, resuelve un problema económico crucial (la escala), un incómodo problema de política interna (los diferendos interiberamericanos), un importante problema de soberanía ante, fundamentalmente, los sajones (Gibraltar, etc.), un definitivo problema de seguridad del sistema mundial (moderación) y un problema esencial de significación futura (la nueva modernización).

Desde el punto de vista venezolano, por ejemplo, debemos darnos cuenta de que, después de un intento de emancipación opepístico, la arteria petrolera y la vena de la deuda, la aorta y la cava de nuestro sistema económico, están ahora más controladas por el exterior. Dentro de nuestro actual perímetro, podemos combinar y recombinar política económica tras política económica sin que podamos modificar la verdad de un petróleo en demanda norteña declinante—con lo que se nos agota lo que el IESA ha reconocido como aquello que nos ha permitido el lujo de una aversión al conflicto—o la verdad de un mercado interno no sólo pequeño, sino depauperándose entre las pinzas del desempleo y la inflación.

Estos son, entre otros, problemas que la “tesis” de la confederación ibérica o hispánica resuelve. Por tanto la declaración de tesis correcta debe darse sólo si no hubiese otras tesis que resolvieran el mismo conjunto de problemas. Acá no cabe otra cosa que invitar a la proposición de esas tesis alternas. Me gustaría mucho poder escucharlas, pero hasta ahora no conozco ninguna. Creo que Diego Urbaneja tiene razón en llamar importantes a estos y otros problemas. E importantes significa, justamente, que hay que buscarles solución. No podemos ignorarlos.

Esa es la justificación interna, la justificación de lo correcto para “tal unión misma”. No conozco “daños” sociales que esa confederación pudiera inflingir a los estados miembros que resulten superiores a los beneficios que pudiera reportar a cada uno. En lo de Puerto Rico casándose con los Estados Unidos de Norteamérica, en lo de España entrando en la OTAN o el Mercado Común Europeo, creo que si se vislumbrara la posibilidad de la unión política iberoamericana las cosas se verían diferentes, del mismo modo que un elector promedio en Francia dice que votará por la oposición en las elecciones legislativas de 1985 porque no tiene otra opción. Nuestra inveterada tendencia a disminuirnos y la propaganda de los países herramentistas que nos ha hecho identificar el progreso con una mayor cantidad de herramientas, llevan a que se suponga que el ingreso de España en un club armamentista o en un mercado en el que se le condiciona el título de comerciante y se le niega el de ciudadano es “halar hacia adelante”, mientras puede ser visto como “halar hacia atrás” la reunión de los activos iberoamericanos.

Hay que ser realmente muy poco valorador de uno mismo para pensar, por otra parte, que nuestro desarrollo pudiera ser negativo para otros, pero, si aún así lo fuera, se trataría de elegir entre un desarrollo de los otros que nos ha sojuzgado o un desarrollo nuestro sin intención alguna de dañarles.

Estos debieran ser argumentos suficientes. No creo que necesitamos, siendo las cosas así, una justificación histórica. No se trata de “reconstituir” un imperio ni de justificarnos como museo en una eterna reiteración adoratriz de los panteones. El futuro no es historia todavía, por lo que una justificación por el futuro difícilmente puede justificar históricamente nada. Pero a mayor abundamiento tenemos esa historia, y esa lengua y esa religión y esa cultura que Diego reconoce como factores de una hermosa intuición. Pregunto, ¿qué tiene de malo que la idea de la unión iberoamericana sea, como él lo declara, bellísima? La pura racionalidad, actuando sobre contenidos incorrectos, es perfectamente capaz de producir locuras. Por esto no es nada despreciable, aún desde un punto de vista estrictamente funcional y utilitario, la estética política. ¿Qué tiene de malo que sea “intuitivamente muy deseable”? Los calificativos no los he puesto yo; es Diego Urbaneja quien ha elegido decir que los problemas que se resolverían son importantes, que la deseabilidad de la unión es mucha y que la estética de la idea es superlativa. Pero hay un sentido profundo en el que la tesis, o más que la tesis la causa, puede ser declarada como correcta. En política la corrección final la confiere el entusiasmo del pueblo. ¿Por qué no consultar el asunto con él? ¿Por qué no preguntarle a los habitantes del área? Ése sería un experimento corroborador o falsificador. No tengo dudas de que si se expusiera la idea correctamente formulada los habitantes de Iberoamérica responderían positivamente, como negativamente los españoles están respondiendo al referéndum sobre el ingreso definitivo a la OTAN.

Luego viene, por supuesto, el terreno de la corrección por factibilidad. Por eso preguntamos por los obstáculos. Por eso inquirimos por la improbabilidad. Lo que me lleva a discutir el asunto con la intención de referirme a la nota final de Diego Urbaneja sobre “grandiosidad” y “realismo”.

Hay un cierto grado de improbabilidad. Toda la que se derive de nuestras tendencias a presumir de cabeza de ratón. Todo lo que tendría que ser el esfuerzo adaptativo de nuestras actuales políticas, formuladas en términos de perímetros locales, para el ensamblaje del conjunto. Todo lo que sean malas interpretaciones de lo que en verdad se está proponiendo.

Por ejemplo, hay un documento de la historia política no muy conocido: los Artículos de la Confederación de los Estados Unidos de América, los que fueron redactados con antelación a la constitución norteamericana. En ellos se estipula (Artículo Segundo), que cada Estado retendrá “su soberanía, libertad e independencia, y cada poder, jurisdicción y derecho que no sea por esta Confederación delegado a los Estados Unidos reunidos en Congreso”. En lo que se propone, pues, no se va más allá de justamente la misma previsión de los norteamericanos. No se va en contra de facultades actuales que no sean, por ejemplo, el derecho de practicar la guerra contra terceros, cosa que no creo sea muy interesante o práctica para ningún miembro de la confederación que se postula. No es éste el espacio para delinear lo que serían unos artículos de la Confederación Iberoamericana, pero se trataría en todo caso de cosas tales como la mencionada de la guerra y en general la diplomacia, el establecimiento de una moneda general del ámbito, la fusión de las deudas externas, el libre tránsito y comercio de los nuevos ciudadanos. Cosas, por ejemplo, como una policía federal, más potente, concederemos, que nuestras policías locales ante la vigente realidad de un crimen transnacionalizado.

Que esto sea improbable es una perogrullada. El trabajo del hombre es precisamente la negación de probabilidades, la consecución de cosas improbables. Esto no se dará por arte de magia, de una mano histórico-telúrica.

La Confederación Iberoamericana, Dr. Urbaneja, es ciertamente improbable. De eso justamente se trata. Su improbabilidad es la que llama nuestro esfuerzo. Pero ese esfuerzo no puede ser “casi sensato”. Eso estaría muy bien si los otros, si los interlocutores sajón y ruso se comportaran “sensatamente”, si tuviéramos todo el tiempo del mundo. No lo tenemos. Y, finalmente, de la necesidad de un ritmo “insensato” hay que pasar a comentar lo de la “grandiosidad”. Es interesante constatar lo cargado de la comparación, pues Diego no opone realismo, término positivo que usa para describir su postura, a grandeza, sino al término degenerado de grandiosidad que emplea para describir la mía. Es también muy sesgado oponer lo concreto de los obstáculos a lo que él llama una “línea de razonamiento abstracta”, la que en todo caso, no sería más abstracta que la de él. Comencemos por esto último.

Mi discurso no ha versado sobre una geometría, sobre un sistema gramatical teórico o alguna estructura algebraica. Yo creo que pocas cosas tienen más concreción que los problemas a los que nos hemos referido. Por lo contrario, casi que el peligro es sólido. Eso por lo que toca a la acusación de “abstracto”, añadiendo, tal vez, que tan concreto como un obstáculo es un recurso y tan exigente es una oportunidad como una amenaza.

Por lo que respecta a la denuncia de “grandiosidad” lo que puedo decir es que el tamaño del problema no ha sido determinado por mí. Con todos mis pecados, puedo probar que no soy el mayor “responsable” de la crisis. Ella está allí afuera, delante de nosotros en toda su inmensa dimensión. Y por lo que concierne a lo que parece ser la ineludible referencia a Bolívar y a los que fueron sus opositores, llegaría a decir que Páez tuvo razón y Bolívar también. La diferencia está en que Bolívar tuvo una razón más grande.

Este es, en verdad, un período de indecisiones. Pero es en gran medida un período de indecisión porque es un período de indecidibilidad; porque, como ocurre cada vez que un esquema, una tesis, una doctrina prevaleciente, queda rebasada por los problemas, parece trabarse y ser incapaz de ofrecer la posibilidad de decidir. Dentro de un paradigma ya agotado, el problema es que encontramos proposiciones contradictorias para las que carecemos de regla de decisión. Dentro de un paradigma que ya se nos trabó, nos es imposible conciliar la idea de la validez de la emancipación americana con la de una nueva reunión. En cambio, en un punto de vista desde el que pasear la mirada ya no reconoce, entre otras cosas, la realidad ya muerta de un sojuzgamiento por parte de España, es posible seguir declarando la grandeza de la epopeya de Bolívar y la altísima conveniencia de la confederación.

Suelo decir que lo importante rara vez es urgente. En cuanto a la certificación de importancia me basta con la que una persona tan especial como Diego Urbaneja ha emitido al comienzo de sus respuestas. Lo que quiero proponer es que el momento de la identificación entre importancia y urgencia ya ha llegado”.

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1985

Comencé el año de 1985 con los efectos positivos de Válvula muy actuantes. Arturo Sosa, a quien conseguí en la fiesta de año nuevo de la familia Sucre y quien ya había leído la revista, se apresuró a comentármela, esta vez sin mucho aderezo en el lenguaje: “No se dice alternas y en Filipinas ya casi nadie habla español. Pero me gusta la cosa”. Se refería, por supuesto, a cosas por mí mencionadas en el texto. Arturo, como es sabido, no es hombre dado a extensos discursos. Pero su entusiasmo estaba claro, tal vez influido por la circunstancia de Año Nuevo o por la hermosura de la concepción gráfica de Ariel Toledano. Fue definitivamente más locuaz que cuando me había comentado el texto casi idéntico de la carta que le había escrito en septiembre del año que había terminado. Era una palpable demostración del poder que tienen los medios. Mi tesis impresionaba mucho más dentro de un empaque Toledano.

Diego Urbaneja dijo que la revista le había caído como un bálsamo y que le había levantado el espíritu. La repartí con orgullo. Al Dr. Úslar Pietri le había encantado. Recomendó su envío a España y a universidades norteamericanas. La llevé o entregué personalmente a una buena cantidad de gente. A mi madre y mis hermanos, a mis suegros, a Marcel Roche, que pasaba unos días en Venezuela antes de regresar a representar a Venezuela ante la UNESCO en París, a Abel Figueira Chaves, el dueño del Automercado Los Palos Grandes, a Isidro Dos Santos, mi suplidor de leche y periódicos, a Oscar Avilán, el amistoso cobrador de las cuotas del automóvil, al profesor Horacio Vanegas, a Cruz Arguinzones, mi mensajero, a Elías Santana, el dirigente de las asociaciones de vecinos, a Gerardo Cabañas, entre otros. Son personas en las que tiendo a pensar cuando tengo algo que dar.

Thaís Aguerrevere llamó para decir que se había contentado de que “por fin” yo tuviera mi revista. Le aclaré que ésa era la revista de Andrés Sosa Pietri. El embajador de México envió una amable nota, así como Luís Felipe Urbaneja, el padre de Diego. Henry Gómez, el presidente del IESA, arregló una tertulia en su casa para hablar del tema. Asistieron el embajador de Colombia, Sebastián Alegrett, Marco Tulio Bruni-Celli, Gustavo Tarre Briceño, Marcel Granier, Diego Urbaneja, Ramón Piñango. El embajador Alberto Zalamea se interesó mucho. Luego me invitaría frecuentemente a la embajada colombiana.

Gustavo Julio Vollmer, luego de hacerme saber con cierta grave solemnidad que había leído lo que yo había escrito, me dijo: “Tú lo que tienes que hacer es empezar a decir a la gente qué es lo que tú quieres que haga”.

En suma, Válvula, me puso a flotar de contento. Llegué a suponer que los acreedores a quienes envié la revista no me presionarían por un tiempo. Pronto hubo dos o tres golpes que me asustaron mucho y a mi esposa. Nacha había salido en estado en diciembre. El tema de la inconveniencia de la preñez había salido a relucir más de una vez, pues como toda madre lo haría, mi mujer se preocupaba por la dureza de nuestra situación económica. María Ignacia nacería nueve meses después como un acto de fe en que yo podría proveer a la familia.

Habíamos podido pasar unas navidades tranquilas gracias a un curso que pude dar en diciembre a los gerentes generales de una operadora petrolera. Pero no había, como ya no la había desde mayo de 1983, la perspectiva cierta de un ingreso regular. La despensa llegaba con frecuencia al agotamiento y hacía mucho ya que no pagábamos la comida de contado. Se nos reclamaba la puntualidad en los pagos de los colegios, y a veces no había con qué llenar el tanque de gasolina o pagarle al panadero, no digamos a los bancos. Entre la meta enorme de una unión política iberoamericana y la realidad angustiosa de muy grandes y muy pequeños compromisos financieros que no alcanzábamos a pagar hay una feroz distancia. La violencia de esa distancia hizo que mi esposa y yo tuviésemos por esos días una fuerte desavenencia. Nada más razonable que su angustia y nada más justo que su desesperación de verme muy interesado en las más grandes estructuras políticas mientras no había carne en la casa.

Continué el trabajo de diseñar la “sociedad política de Venezuela”. Incontables noches robé a mi familia en reuniones que se hacían en mi biblioteca, las más de las veces con Diego Urbaneja, pero también con Gerardo Cabañas y Ariel Toledano. Con este último y con el profesor Horacio Vanegas exploré la idea de publicar una revista dirigida a todos los públicos y que fuese “netamente” comercial. Tendría publicidad y sería la respuesta a mi pobreza. Por supuesto, esto no era más que otra de las ensoñaciones empresariales que emprendía cada vez que lo económico me deprimía.

Diego Urbaneja volvió a plantear en enero el “problema de los soles”. Esta vez le ofrecí una solución distinta. Le conté como fue que Newton, a la hora de calcular los movimientos y fuerzas del sistema solar conocido en su época—seis planetas, la luna y el sol—se dio cuenta de lo enormemente complicado que resultaba el ejercicio, por lo que comenzó el cálculo en el sistema Tierra-Luna, sobre dos cuerpos solamente. Así inventó el método del “problema de los dos cuerpos” (two-body problem). Le dije a Diego que si estaba tan preocupado por el “problema de los soles” yo estaba dispuesto a que lo resolviéramos primero entre dos cuerpos: él y yo.

Se negó a esa proposición. Se negó otra vez a constituir de una vez la “sociedad política de Venezuela” entre ambos, sobre las bases que yo le había venido exponiendo, la mayoría de las cuales estaban ya sintetizadas por escrito en la última parte de mi carta a Arturo Sosa de septiembre del año pasado y que él, por supuesto, conocía y no había contradicho. Se negó, asimismo, a discutir a fondo la tesis hispánica, invitación que le hice más de una vez en el transcurso de 1985. Para ese entonces ya estaba más que claro que yo creía que dos reglas fundamentales a la “sociedad política de Venezuela” serían lo que más tarde llamé “la consagración de la crítica” y el método de confrontación de los tratamientos políticos, reglas en las que él decía creer. Pues bien, no lo convenció de discutir conmigo el argumento que le expuse: “Nosotros decimos que en la Sociedad Política de Venezuela se deberá proponer tratamientos para su discusión y comparación con tratamientos alternos. Pues bien, mi tesis hispánica es exactamente eso, un tratamiento. Y no sólo la Sociedad Política de Venezuela debiera consagrar el debate de las ideas una vez constituida. En el camino hacia su constitución deberíamos demostrar que creemos en el método de contraste más científico posible. Discutamos la tesis hispánica”. Evadió la confrontación diciéndome otra vez: “Eso son tus ideas”.

A comienzos de febrero no mejoraba la situación económica de la casa. Un viernes por la tarde recibí una larga visita de Luís Ugueto Arismendi, a quien había llamado para tratar de obtener una buena cantidad de dinero prestado. Le conté a Luís, con quien durante 1984 había hablado unas dos veces, lo que veníamos haciendo, llegando a detallarle bastante el dibujo de la “sociedad política de Venezuela”. Luego le hablé de lo apremiante de mi economía personal. Luís Ugueto me habló con su característica manera de ir al grano. Interrumpió mi discurso y me dijo: “Yo lo que quiero es que tú me digas para qué quieres mi dinero. Si se trata de apoyar a Luís Enrique Alcalá para que pueda dedicarse a tiempo completo a desarrollar el proyecto de sociedad política, me basta que me mandes una paginita al mes en la que digas cómo ves al país o alguna otra cosa como ésa, para justificar el gasto ante la administración de impuestos, y yo te doy mil o dos mil bolívares mensuales. Entre varios amigos podemos reunirte lo que necesites para vivir. Incluso puede darte para servir un crédito bancario que no habrá inconveniente en conseguir y que te permitiría poner al día tus obligaciones. Pero si me pides dinero para la sociedad política en sí misma entonces tienes que explicarme más cosas. Quiénes son, para dónde van, qué quieren y buscan”.

Hacia el domingo siguiente no había terminado de captar lo que Luís Ugueto había querido transmitirme. Por la noche le dije a mi mujer que le pediría empleo a Gustavo Julio Vollmer, que le pediría me permitiera refugiarme a escribir en la hacienda El Palmar, en una especie de exilio voluntario. Fuga, seguramente, ante el agobio de tantos problemas. Llamé a Gustavo Julio esa misma noche. Ana Teresa, su señora, me atendió y me dijo que Gustavo no se encontraba. Así, y gracias a Dios, Gustavo Julio no se enteró nunca de esta nueva ocurrencia. Para la fecha de mi próxima entrevista con él ya yo había mudado de parecer.

No fue hasta el lunes por la mañana cuando me dije que el consejo de Luís Ugueto era realmente una solución. Mi normal tendencia es la de despreciar el problema económico como si fuese una molestia que me distrae de mi verdadera vocación pública. Así, cuando he acumulado una tensión muy grande y ya no puedo retrasar más algún pago salgo corriendo a casa de algún amigo de fortuna y pretendo que él me resuelva solo todo el problema. La innovación de Luís Ugueto consistía en hacerme ver claramente por primera vez, puesto que consejos similares los había recibido de otros anteriormente, que me sería más fácil si repartía la carga entre varios contribuyentes. Lo conversé con Nacha y decidí hacer un experimento. Por la tarde tenía una entrevista concertada de antemano con un importante empresario y amigo de muchos años. Preparé un texto de una página que explicaba cómo quería dedicar mis esfuerzos del próximo año a la invención de una asociación política nueva, ya que me había convencido de la irreversibilidad de la impertinencia de las asociaciones políticas tradicionales. Puse también allí que solicitaba el auxilio económico de personas amigas y pudientes para poder dedicarme de lleno a esa tarea. Hice mis cálculos y me propuse solicitar del empresario amigo dos mil bolívares al mes por un año y alguna cantidad inicial extra, dado que confesaría encontrarme apremiado. Le dije a Nacha que si no tenía éxito insistiría con Gustavo Julio. Decirle a Nacha que pudiera ser que nos retiráramos a El Palmar no constituyó nunca problema. Ya habíamos pensado antes en el descanso. En irnos a Boston para que yo estudiara un postgrado en economía política y gobierno en Harvard, en irnos a Puerto La Cruz para trabajar en MENEVEN, en residenciarnos en Maracaibo, donde yo estudiaría derecho bajo la tutela del Dr. Delgado Ocando, ¡en pedirle a Hans Neumann la plaza de gerente de su finca El Milagro!

Por la tarde visité al empresario con quien tenía concertada la cita. Me armé de valor y despepité mi cuento, con ayuda del texto de una página que le entregué. Para mi sorpresa, el resultado fue muy positivo. Por supuesto, nuestro empresario, como es natural, esperable y requerido de él, aplicó un descuento inmediato. Aceptó el año de dos mil bolívares por mes, y me dijo que el mismo viernes podía enviar a recoger un adelanto de tres meses. Así se ahorró la cantidad extra que yo pensaba obtener, al tiempo que me impedía obtener más dinero de su fuente durante los tres próximos meses. Pero era, indudablemente, el primer signo de que lo que Luís Ugueto Arismendi me había recomendado era perfectamente posible. Llegué a casa eufórico. Al menos tendríamos seis mil bolívares, con los que no se contaba hacía unas horas, en sólo cuatro días más. En poco tiempo hablé con una media docena más de personas, todas las cuales respondieron positivamente. No a todas les llegaría a “cobrar”.

El inmenso alivio de tener a la mano una receta concreta para la enfermedad económica me dio la autoridad moral para pedirle a Nacha que me dejara trabajar solo en Caracas el próximo fin de semana. Le pedí que se fuera con los niños a la playa. Solo, y recuperándome ya de las demasiado recientes demandas económicas, encontré la paz necesaria para escribir lo que hacía ya tanto tiempo me pedían los miembros del grupo soñador de la “sociedad política de Venezuela”: unos me pedían el nuevo “paradigma” político, otros el diseño de la nueva asociación que sería su portadora. En tres días compuse el décimo séptimo y último número del Informe Krisis: el número “KG-16, de febrero de 1985.

Cuando Nacha llegó el domingo por la noche pude presentarle algo sólido. En ese momento me faltarían unas doce páginas de un documento de alrededor de cincuenta. Después que se durmió me fui a escribir. Al despuntar el día tenía para ella la primera copia del documento completo, que le dediqué. Sin leerlo todavía, suspiró resignada y me agradeció y felicitó. De inmediato falté a la cortesía y le pedí que me prestara su copia para hacer pequeñas correcciones. Envié la siguiente copia a la casa de Diego Urbaneja. Para el próximo día ya tenían el texto Alberto Krygier, Andrés Sosa Pietri y Gerardo Cabañas, en impresiones salidas del impresor de un IBM PC, un método de reproducción lento y caro. Después el documento se fotocopió doscientas veces en las oficinas de un amigo. Cruz Arguinzones las distribuyó a los clientes del Informe Krisis cuya suscripción no hubiese vencido y a una lista adicional de personas. Mi mujer dijo que era bueno. Sentí más orgullo de eso que de todos los parabienes que había recibido por Válvula.

Reproduzco aquí el texto íntegro del último Informe Krisis. Me había persuadido de que el largo parto había concluido y que por tanto ya la noción de krisis o crisis debía desaparecer de lo que yo fuese a escribir de aquí en adelante. No podía, entonces, considerar al número KG-16 como otra cosa que no fuera la última entrega de ese informe. Cuando Arturo Sosa habló conmigo después de la lectura del texto me dijo que allí había una buena cantidad de afirmaciones que debían ser soportadas. Ya para esos momentos había elaborado unas cuantas notas, que reproduzco aquí, así como también un conjunto de gráficos que auxilian a la comprensión de los conceptos. El texto del informe KG16, junto con sus notas y los gráficos, compone el conjunto que hubiera querido publicar. En aquéllos momentos sólo fue posible publicar el cuerpo principal del documento.

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INFORME KRISIS

KG-16

FEBRERO DE 1985

PARADIGMA

En la edición KG 12 del Informe KRISIS decíamos así: “…la actual crisis política venezolana no es una que vaya a ser resuelta sin una catástrofe mental que comience por una sustitución radical de las ideas y concepciones de lo político. Afortunadamente, se puede afirmar que las nuevas ideas se hallan ahora en su fase de puesta a punto, por lo que su emergencia pública es ya cuestión de semanas o aún de días”. Es claro que cuando publicamos esa afirmación hacíamos uso de información privilegiada.

Hubiera podido ser cuestión de días. El que haya sido algo más que semanas obedece a varias razones, no siendo la menos importante que el grupo que había venido discutiendo sobre su creación consideró inoportuno para tal emergencia pública el momento de fines de noviembre, justo antes del intervalo navideño. Asimismo, estimó que tampoco se habría escuchado el mensaje durante el mes de enero ante la total saturación que el país viviría con la visita de Juan Pablo II. Pero éste se acaba de ir y ya hemos sido despertados a la dura realidad de los problemas con el indignante asesinato de Ibarra Riverol. Y con noticias así la duración del efecto del Papa no puede ser mucha.

En esta edición reproducimos uno de un conjunto de documentos que están siendo discutidos por un grupo de personas que los presentará a una asamblea o congreso mayor, en el que se quiere decidir la constitución de una nueva asociación política, una cuya creación envuelve la creación de una nueva clase de asociación política. El documento en cuestión lleva las siguientes denominaciones: Congreso para la Formación de una Nueva Asociación Política, Documento Base, Borrador. Se trata de una asociación que aspira a ser el canal de las nuevas ideas políticas a las que se refirió la edición KG 12. Dada la extensión del texto, la reproducción del documento se convirtió de hecho en el tema dominante de esta edición.

No estamos violando un documento confidencial o privado de un grupo de personas. Por un lado y como cuestión de principio, la política debiera tener una ética cercana a la ética médica; así, del mismo modo que un determinado tratamiento médico es público (no se patenta un procedimiento quirúrgico, por ejemplo), así también las proposiciones políticas, en particular cuando se tiene por delante una crisis, no son para que las atesore secreta y avariciosamente un grupo sino para que sean dadas a la publicidad y al debate general. Pero, por otro lado, esta publicación nos ha sido expresamente permitida. Como se verá al leerlo, está en la esencia del proyecto de asociación la idea de consagrar la crítica como proceso propio de la asociación para aproximarse a la objetividad política. En cumplimiento de ese principio los autores del documento nos han permitido su publicación y aún expresaron su interés en recibir las observaciones críticas que los lectores de este informe tuviesen a bien hacer. Para esto, los lectores que deseen comentar críticamente el documento o quieran solicitar información adicional sobre el proceso de constitución de la asociación, están cordialmente invitados a escribir o llamar a la siguiente dirección y teléfono: Qta. Anforo Hill, Calle 12, Los Palos Grandes, 2834574.

Los autores están interesados en observaciones críticas que pudiesen establecer:

a. que el proyecto, de realizarse, incurriría en costos superiores a los beneficios que pudiera traer.

b. que de no darse la condición anterior existe, no obstante, otro proyecto que o aporta los mismos beneficios que éste a un menor costo, o aporta más beneficios.

c. correcciones al proyecto que lo puedan mejorar o desarrollos que lo completen.

Y, por supuesto, los autores también están interesados en despertar la disposición de personas que deseen contribuir al nacimiento y a la vida de la asociación.

El documento es, en efecto, un documento sinóptico, puesto que no incluye todo lo hasta ahora elaborado en materia de la proyectada asociación. Resume sí, lo más importante de otros documentos que, como dijimos, serán sometidos a la más abierta discusión, y que incluyen una justificación de la proposición de una nueva asociación política, la normativa general de la asociación, la estructura y funcionamiento que la caracterizarían, un posible programa inicial.

El surgimiento de esta nueva asociación, la presencia de este nuevo actor de la escena política nacional introducirá un elemento modificador de una clase enteramente diferente. Creemos que servirá de espacio para que un conjunto decididamente inusual de actores, percepciones, enfoques y prácticas pueda desenvolverse políticamente con arreglo a criterios de modernidad y seriedad. Como destacó hace ya unos años el Dr. Carrera Damas, la dirigencia política tradicional está cada vez menos capacitada para el manejo de una sociedad de fines del siglo XX. Lo que la nueva asociación puede proveer, en razón de su atipicidad, es el conducto necesario a un flujo verdaderamente renovador, sin el que la ya más que crítica situación nacional podría rebasar un umbral de agravamiento decisivo.

BORRADOR

CONGRESO PARA LA FORMACION

DE UNA NUEVA ASOCIACION POLITICA

Documento base

Febrero de 1985

CONTENIDO

LAS RAZONES

La insuficiencia política

El mercado político

La objetividad política

UN NUEVO PARADIGMA POLITICO

La sociedad normal

La oportunidad social moderna

Los valores. ¿Fines o criterios?

El futuro plural

LA SOCIEDAD POLITICA DE VENEZUELA

Objeto

Integrantes

Consagración de la crítica

Operaciones estatutarias

No postularás

Dignidad económica de la política

La operación como criterio organizador

Temporalidad

Programa inicial

TIEMPO DE INCONGRUENCIA

LAS RAZONES

La insuficiencia política

Intervenir la sociedad con la intención de moldearla involucra una responsabilidad bastante grande, una responsabilidad muy grave. Por tal razón, ¿qué justificaría la constitución de una nueva asociación política en Venezuela? ¿Qué la justificaría en cualquier parte?

Una insuficiencia de los actores políticos tradicionales sería parte de la justificación si esos actores estuvieran incapacitados para cambiar lo que es necesario cambiar. Y que ésta es la situación de los actores políticos tradicionales es justamente la afirmación que hacemos.

Y no es que descalifiquemos a los actores políticos tradicionales porque supongamos que en ellos se encuentre una mayor cantidad de malicia que lo que sería dado esperar en agrupaciones humanas normales.

Los descalificamos porque nos hemos convencido de su incapacidad de comprender los procesos políticos de un modo que no sea a través de conceptos y significados altamente inexactos. Los desautorizamos, entonces, porque nos hemos convencido de su incapacidad para diseñar cursos de acción que resuelvan problemas realmente cruciales. El espacio intelectual de los actores políticos tradicionales ya no puede incluir ni siquiera referencia a lo que son los verdaderos problemas de fondo, mucho menos resolverlos. Así lo revela el análisis de las proposiciones que surgen de los actores políticos tradicionales como supuestas soluciones a la crítica situación nacional, situación a la vez penosa y peligrosa.

Pero junto con esa insuficiencia en la conceptualización de lo político debe anotarse un total divorcio entre lo que es el adiestramiento típico de los líderes políticos y lo que serían las capacidades necesarias para el manejo de los asuntos públicos. Por esto, no solamente se trata de entender la política de modo diferente, sino de permitir la emergencia de nuevos actores políticos que posean experiencias y conocimientos distintos.

Las organizaciones políticas que operan en el país no son canales que permitan la emergencia de los nuevos actores que se requieren. Por lo contrario, su dinámica ejerce un efecto deformante sobre la persona política, hasta el punto de imponerle una inercia conceptual, técnica y actitudinal que le hacen incompetente políticamente. Hasta ahora, por supuesto, el país no ha conocido opciones diferentes, pero, como bien sabemos, aún en esas condiciones los registros de opinión pública han detectado grandes desplazamientos en la valoración popular de los actores políticos tradicionales, la que es cada vez más negativa.1

Por evidencia experimental de primera mano sabemos que los actores políticos tradicionales están conformados de modo que sus reglas de operación se oponen a los cambios requeridos en conceptos, configuraciones y acciones políticas. Por esto es que es necesaria una nueva asociación política: porque de ninguna otra manera saludable podría proveerse un canal de salida a los nuevos actores políticos.

El mercado político

Lo que se está ofreciendo al país en momentos de obvia crisis es insuficiente. El gobierno, por ejemplo, el que, dicho sea de paso, ha cumplido un primer año de casi máxima eficiencia dentro de los viejos marcos en los que opera, no ha hecho otra proposición substancial que la oferta del llamado “pacto social” y la adopción de un estilo de gobierno que ofrece un contraste favorable respecto de otros anteriores. Pero el “pacto social” no es otra cosa que un instrumento, una herramienta. Es una herramienta, para comenzar, que no tiene nada de nueva. Es el viejo instrumento del diálogo o del consenso, de la concertación o del acuerdo, con el viejo nombre que vuelve a estar de moda de “pacto social”. Y es una herramienta, por lo demás, que para algunos importantes analistas requiere un substrato de relativa prosperidad para ser manejada. Pero no hay en esa proposición instrumental del “pacto social” una visión del país, una concepción del Estado, mucho menos un programa.

Tampoco se puede llamar programa del gobierno a los lineamientos para un VII Plan “de la Nación” puesto que aún el gobierno no lo reconoce como su proposición, y sobre todo cuando hemos sido testigos de la forma como se separó de su cargo el campeón de ese documento. Sin embargo, la proposición está allí; ¿qué encontramos en ella?

Los primeros componentes de lo que habría sido el VII Plan “de la Nación” revelaron un intento por mejorar la metodología con la que se había venido arribando a los planes “de la Nación”, los que debieran ser el atado de las políticas más importantes y más a largo plazo de la gestión de gobierno. Nuevamente, pues, una preocupación por la herramienta que en este caso representó un intento más o menos serio por mejorar.

Luego puede encontrarse en los lineamientos del VII Plan un conjunto meramente enumerativo de los que se considera “los” problemas nacionales. No hay a su lado una enumeración de oportunidades que nos salve de otra de esas listas abrumantes y castradoras de nuestro lado calamitoso. No hay allí una verdadera trabazón diagnóstica de los problemas enumerados. Ni siquiera puede considerarse a esa lista, más aún, una taxonomía completa, pues más de un profundo problema ha quedado sin incluir. Como tal enumeración problemática, contribuye a la depresión de la psicología nacional sin postular al menos una verdadera explicación de esa problemática.

En cuanto a las soluciones se las ofrece de tres clases: primera, una lista de estados deseables (más democratización, mejor distribución de la riqueza, etcétera), lo que obviamente no es la solución sino el estado que se alcanzaría después de aplicar las soluciones que no se proponen; segunda, una fórmula procedimental de obtener las soluciones—otra vez—por consenso de “sectores representativos”; y, tercera, la “solución” del “sector económico de cooperación”. Se nos dice que por esto último debe entenderse la implantación—tampoco detallada en su aplicabilidad—de nuevas variantes de la propiedad de medios de producción. (En el mundo se están dando, con éxito, nuevas formas de asociación productiva de modo espontáneo, pero es difícil entender cómo podría manejarse un proceso así desde un centro gubernamental).2 Los lineamientos del VII Plan no son, en consecuencia, una solución suficiente o pertinente.

Otros actores—los partidos—proponen, básicamente, o un apoyo al gobierno o una oposición. Ambos se rigen por una regla de silencio y control por parte de pequeños círculos o “cogollos”, lo que hace aún menos probable en ellos la emergencia de proposiciones de refrescamiento. El “principal partido de la oposición” ha propuesto un programa compuesto del “objetivo” de oponerse “vigorosamente” al gobierno actual y el de recuperar el control del poder público en la próxima oportunidad electoral. Para más tarde se propone realizar un evento bajo la guisa de un “congreso ideológico”, pues vagamente barrunta que debe haber algo fundamentalmente malo en su forma de comprender lo político. Será un evento que difícilmente puede ofrecerle, a posteriori, una justificación para haberse opuesto que no sea la del mero deseo de recuperar el poder, que es la que hasta ahora han ofrecido.3 Recientemente, luego de volver a leer en la opinión pública un rechazo cada vez más generalizado a la gestión de los actores políticos tradicionales, ese partido ha desempolvado para proponer al gobierno una suerte de agenda de concertación, en la que efectivamente sólo puede hallarse otra enumeración incompleta de áreas en las que “deberían” ponerse de acuerdo, sin que, por supuesto, tal agenda haya sido acompañada de un conjunto equivalente de proposiciones concretas sobre el manejo de cada área. Ocasionalmente, es cierto, algún “equipo” de ese partido emite consideraciones y algunas proposiciones en torno a ciertas coyunturas particulares, en las que las diferencias que logra establecer respecto de las líneas gubernamentales son usualmente diferencias de grado.

De otros lados ha surgido, en aprovechamiento de una “moda de la derecha” y ante la evidencia del preocupante desempeño económico, dos proposiciones cuya asociación no es todavía definitiva. Un grupo de jóvenes empresarios ha patrocinado la realización de un estudio acerca del reciente proceso económico nacional, estudio en el que se incluyen proposiciones de cambio en la política económica general hasta ahora seguida por los gobiernos venezolanos.4 El estudio es demasiado limitado y puntual como para que pueda considerársele una proposición global, pues no considera sino aspectos económicos e incurre en algunas apreciaciones inexactas, como cuando hace residir el mayor peso de la explicación de la problemática en el modelo de desarrollo aplicado por países que experimentaron un auge petrolero.5 Tiene sin embargo este estudio el inestimable valor de haber apuntado en la dirección correcta cuando sugiere que lo que es necesario cambiar son los “axiomas” en los que se ha sustentado la política económica.

Hasta cierto punto asociado a esa proposición ha resurgido un discurso liberal que propone una generación de relevo opuesta al Estado, el que es visto como la explicación última de casi todos los males.6 Acompañan a esta reedición del liberalismo seudoexplicaciones de nuestro “subdesarrollo” tan manidas como la de este tenor: “…una naturaleza sobreprotectora, que nos ha dotado a la vez de un clima benigno y de riquezas naturales, que no exigen otro sacrificio que la extracción, ha ido estimulando en nosotros… la certidumbre de que nos basta extender la mano para que el pan llueva sobre ella, y por esa vía, ha fomentado en nosotros la irresponsabilidad, la pereza y la sensación de que siempre algún milagro nos rescatará de la miseria, sin necesidad de que ofrezcamos nuestro esfuerzo a cambio”. 7 Son explicaciones que forman familia con las de una supuesta “huella perenne” o mala calidad del “material humano” nacional, en las que el pronombre “nosotros” de alguna manera deja de aplicarse al explicador de turno. (Los explicadores de esta clase no suelen concebirse como formando parte de ese “material humano”).

No es suficiente, sin embargo, destacar las obvias negatividades del “Estado” ni ofrecer la perogrullada de que debe venir un “relevo”, menos aún cuando lo que pareciera sugerirse es que el relevo simplemente debe darse de ciertos políticos por ciertos empresarios, o cuando se fundamentan los diagnósticos en semiverdades que no hacen otra cosa que denostar del grupo humano nacional. Además, el relevo que no obstante es necesario, no es un relevo de generación sino un relevo de competencia.

Otras voces menos poderosas han propuesto otras direcciones, y durante la campaña electoral pasada hubo algunos planteamientos más profundos respecto del problema de Estado y el problema de Gobierno. Unos, lamentablemente, han estado excesivamente asociados a una actitud de escándalo moralizante o no se han emancipado todavía de fundamentaciones invigentes.8 Otros fueron ofrecidos a comandos de campaña de actores políticos tradicionales, quienes los rechazaron al encontrar que iban en dirección distinta a la que le permite concebir su estructura de prejuicios y, muy principalmente, porque habrían requerido la descomposición de su red de aversiones y enemistades.

Esta es, a grandes rasgos, la oferta política nacional. Su caracterización más sencilla consiste en darse cuenta de que se trata de una oferta política cualitativamente insuficiente.

 

Esto se traduce, a la hora de evaluar los actores políticos, en una calificación de los actores políticos tradicionales como incompetentes.

La objetividad política

No basta, sin embargo, para justificar la aparición de una nueva asociación política la más contundente descalificación de las asociaciones existentes. La nueva asociación debe ser expresión ella misma de una nueva forma de entender y hacer la política y debe estar en capacidad de demostrar que sí propone soluciones que escapan a la descalificación que se ha hecho de las otras opciones. En suma, debe ser capaz de proponer soluciones reales, pertinentes y factibles a los problemas verdaderos.

No debe entenderse por esto, sin embargo, que tal asociación pretenda conocer la más correcta solución a los problemas. Tal cosa no existe y por tanto tampoco existe la persona o personas que puedan conocerla. Ningún actor político que pretenda proponer la solución completa o perfecta es un actor serio.

Siendo las cosas así, lo que proponga un actor político cualquiera siempre podrá en principio ser mejorado, lo que de todas formas no necesariamente debe desembocar en el inmovilismo, ante la fundamental y eterna ignorancia de la mejor solución. Más todavía, una proposición política aceptable debe permitir ser sustituida por otra que se demuestre mejor: es decir, debe ser formulada de modo tal que la comparación de beneficios y costos entre varias proposiciones sea posible.

De este modo, una proposición deberá considerarse aceptable siempre y cuando resuelva realmente un conjunto de problemas, es decir, cuando tenga éxito en describir una secuencia de acciones concretas que vayan más allá de la mera recomendación de emplear una particular herramienta, de listar un agregado de estados deseables o de hacer explícitos los valores a partir de los cuales se rechaza el actual estado de cosas como indeseable. Pero una proposición aceptable debe ser sustituida si se da alguno de los siguientes dos casos: primero, si la proposición involucra obtener los beneficios que alcanza incurriendo en costos inaceptables o superiores a los beneficios; segundo, si a pesar de producir un beneficio neto existe otra proposición que resuelve más problemas o que resuelve los mismos problemas a un menor costo.

En ausencia de estas condiciones para su sustitución la política que se proponga puede considerarse correcta y, dependiendo de la urgencia de los problemas y de su importancia (o del tiempo de que se disponga para buscar una mejor solución), será necesario llevarla a la práctica, pues el reino político es reino de acción y no de una interminable y académica búsqueda de lo perfecto.

Pero es importante también establecer que no constituyen razones válidas para rechazar una proposición la novedad de la misma (“no se ha hecho nunca”) o la

presunción de resistencias a la proposición. Por lo que respecta a la primera razón debe apuntarse que una precondición de las políticas aceptables es precisamente la novedad.  Respecto de la existencia de resistencias y obstáculos hay que señalar que eso es un rasgo insalvable de toda nueva proposición. El que las resistencias y los obstáculos hagan a una proposición improbable no es una descalificación válida, puesto que, como se ha dicho, “El trabajo del hombre es precisamente la negación de probabilidades, la consecución de cosas improbables”.9

Toda proposición política seria, y muy especialmente la que pretenda emerger por el canal de una nueva asociación política deberá estar dispuesta a someterse a un escrutinio y a una crítica comparativa que se conduzcan con arreglo a las normas descritas más arriba. La “objetividad” política sólo se consigue a través de un proceso abierto y explícito de conjetura y refutación, pero jamás dentro de un ámbito en el que lo pautado es el silencio y el acatamiento a “líneas” establecidas por oligarquías, o en el que se confunde la legitimidad política con la mera descalificación del adversario.

UN NUEVO PARADIGMA POLITICO

Las ofertas provenientes de los actores políticos tradicionales son insuficientes porque se producen dentro de una obsoleta conceptualización de lo político. En el fondo de la incompetencia de los actores políticos tradicionales está su manera de entender el negocio político. Son puntos de vista que subyacen, paradójicamente, a las distintas opciones doctrinarias en pugna. Es la sustitución de esas concepciones por otras más acordes con la realidad de las cosas lo primero que es necesario, pues las políticas que se desprenden del uso de tales marcos conceptuales son políticas destinadas a aplicarse sobre un objeto que ya no está allí, sobre una sociedad que ya no existe.

La sociedad normal

Tal vez el mito político más generalizado y penetrante sea el mito de la igualdad. Hay diferencia entre las versiones, pero en general ese mito es compartido por las cuatro principales ideologías del espectro político de la época industrial: el marxismo ortodoxo, la socialdemocracia, el social cristianismo y el liberalismo. Sea que se postule como una condición originaria—como en el liberalismo—o que se vislumbre como utopía final—como en el marxismo—la igualdad del grupo humano es postulada como descripción básica en las ideologías de los distintos actores políticos tradicionales. El estado actual de los hombres no es ése, por supuesto, como jamás lo ha sido y nunca lo será. Tal condición de desigualdad se reconoce, pero se supone que minimizando al Estado es posible aproximarse a un mítico estado original del hombre, o, por lo contrario, se supone que la absolutización del poder del Estado como paso necesario a la construcción de la utopía igualitaria, hará posible llegar a la igualdad. (Entre estos polos procedimentales extremos se desenvuelven corrientes de postura intermedia, como la socialdemocracia y el social cristianismo.) Entretanto, se concibe usualmente a la obvia desigualdad como organizada dicotómicamente. Así, por ejemplo, se comprende a la realidad política como si estuviese compuesta por un conjunto de los honestos y un conjunto de los corruptos, por un conjunto de los poseedores y un conjunto de los desposeídos, un conjunto de los reaccionarios y uno de los revolucionarios, etcétera.

La realidad social no es así. Tómese, para el caso, la distinción entre “honestos” y “corruptos” que parece tan crucial a la actual problemática de corrupción administrativa. Si se piensa en la distribución real de la “honestidad”—o, menos abstractamente, en la conducta promedio de los hombres referida a un eje que va de la deshonestidad máxima a la honestidad máxima—es fácil constatar que no se trata de que existan dos grupos nítidamente distinguibles. Toda sociedad lo suficientemente grande tiende a ostentar

una distribución que la ciencia estadística conoce como distribución normal de lo que se llama corrientemente “las cualidades morales”: en esa sociedad habrá, naturalmente, pocos héroes y pocos santos, como habrá también pocos felones, y en medio de esos extremos la gran masa de personas cuya conducta se aleja tanto de la heroicidad como de la felonía.

Si no se entiende las cosas de ese modo la política pública se diseña entonces para un objeto social inexistente. Y esto es lo usual, pues nuestra legislación típica incluye un sesgo hacia una descripción angélica de los grupos humanos—la famosa “comunidad de profesores y estudiantes en busca de la verdad” de nuestra legislación universitaria, por ejemplo—o bien hacia el polo contrario de una legislación que supone la generalizada existencia de una propensión a delinquir, como es el caso de la legislación electoral o del instrumento orgánico de “salvaguarda del patrimonio público”.

Es necesario entonces que esa óptica dicotómica e igualitarista sea suplantada por un punto de vista que reconoce lo que es una distribución normal de los grupos humanos.

Por ejemplo, la distribución teóricamente “correcta” de las rentas, de adoptarse un principio meritológico, sería también la expresada por una curva de “distribución normal”, dado que en virtud de lo anteriormente anotado sobre la distribución de la heroicidad y en virtud de la distribución observable de las capacidades humanas—inteligencia, talentos especiales, facultades físicas, etc.—los esfuerzos humanos adoptarán asimismo una configuración de curva normal.

Esta concepción que parece tan poco misteriosa y natural contiene, sin embargo, implicaciones muy importantes. Para comenzar, en relación con discusiones tales como la de la distribución de las riquezas, nos muestra que no hay algo intrínsecamente malo en la existencia de personas que perciban elevadas rentas, o que esto en principio se deba impedir por el solo hecho de que el resto de la población no las perciba. Por otra parte, también implica esa concepción que las operaciones factibles sobre la distribución de la renta en una sociedad tendrían como límite óptimo la de una “normalización”, en el sentido de que, si a esa distribución de la renta se la hiciera corresponder con una distribución de esfuerzos o de aportes, las características propias de los grupos humanos harían que esa distribución fuese una curva normal y no una distribución igualitaria, independientemente de si esa igualación fuese planteada hacia “arriba” o hacia “abajo”.

No es la normalización de una sociedad una tarea pequeña. La actual distribución de la riqueza en Venezuela dista mucho de parecerse a una curva normal y es importante políticamente, al igual que correspondiente a cualquier noción o valor de justicia social que se sustente, que ese estado de cosas sea modificado. Pero la tarea es la de obtener

la normalización, no la de establecer primitivas “políticas de Robin Hood” o de “Hood Robin”, como se las ha llamado.10

Otra conclusión, finalmente, que se desprende del concepto de sociedad normal, es que el progreso posible de una sociedad es el progreso que desplaza a la curva normal como conjunto en una dirección positiva, y no el de intentar el igualamiento de la distribución por modificación en la forma de la curva. Si bien es posible que todos progresen, los esfuerzos que lleven una intencionalidad igualitaria están condenados al fracaso por constituir operaciones tan imposibles como las de construir un móvil perpetuo. Tan imposible como hacer que una población esté compuesta por genios, es lograr que sea toda de idiotas.11 Tan imposible como hacer que toda sea una población de santos es obtener que sea íntegramente conformada por delincuentes, y, por tanto, en una sociedad económicamente justa, no podrá ser que todos sus habitantes sean ricos o que todos sus habitantes sean pobres.

La oportunidad social moderna

Libros enteros han sido escritos sobre lo que se ha denominado “el problema social moderno” o “cuestión social”. En su esencia, lo que se entiende en esa literatura por tal expresión es el problema de la adjudicación de la renta entre empresarios y obreros, o entre capitalistas y proletarios, según otra terminología. Definido así hacia la segunda mitad del siglo XIX, este problema social que ya no podemos llamar moderno se asocia a la cuestión de la propiedad de los medios de producción, estableciendo un eje en el que se acomodan y determinan las ideologías correspondientes a los actores políticos tradicionales y que también se conoce como el eje “derecha-izquierda”. Es un eje que sirve para que, en una descripción mecanicista de las cosas, se pueda concebir la existencia de “espacios políticos” que serían ocupados por los actores políticos que esa misma vieja concepción llama “fuerzas”.

Como se sabe, de “izquierda” a “derecha” se disponen por orden el marxismo, la socialdemocracia, el social cristianismo y el liberalismo. Hoy en día, a pesar de que la sociedad moderna es mucho más compleja que esa sociedad industrial del siglo pasado que dio origen a la noción de que ésa es “la cuestión social”, los actores políticos tradicionales continúan entendiendo que el principal y más básico problema político es el de determinar los mecanismos para la distribución de la renta entre “los dos lados” de una actividad industrial.

Pero de hecho la sociedad que hoy exige ser gobernada ya no responde a tan simplista descripción, y la dicotomía capitalista-proletario ha sido reemplazada por una gama mucho más variada de roles y agrupaciones sociales. Por otra parte, estamos asistiendo a la irrupción de la nueva era informática, la que ha trastocado los supuestos básicos de la organización social decimonónica. Existen bastantes más de un “problema social moderno”, pero si hubiese que destacar uno como más importante habría que pronunciarse por el crucial problema de conciliar el reino del conocimiento con el reino del poder.12

La época que nos ha tocado en suerte contiene las más asombrosas posibilidades. Si todavía la dimensión de ciertos problemas parece abrumadora, también es cierto que las más recientes rupturas tecnológicas—principalmente en las tecnologías de computación, de comunicaciones y de bioingeniería—permiten avizorar nuevas y más eficaces soluciones. En particular, el horizonte tecnológico de lo democrático se ha expandido, y el actual nivel de participación popular en la formación de las decisiones públicas es muy inferior al que es tecnológicamente posible.

Ésa es la verdadera oportunidad social moderna. Lo tecnológico abre caminos a una mayor libertad y a una mayor democracia. Hay ahora los primeros atisbos de una gran tecnología a escala y uso de la persona. Pero es una tecnología cuyo empleo roba sentido a las tradicionales dicotomías y cambia el contenido de los roles sociales. Una concepción política que todavía sólo acierta a discernir entre obreros (poder sindical) y empresarios (poder capital) a la hora de concebir los actores de un “pacto social”, no es capaz de aprovechar esa novísima y trascendente oportunidad. En el fondo, los actores políticos tradicionales entienden el mundo como dividido en dos clases de corte: aquél que les separa a ellos, únicos integrantes del “país político”, de un “país nacional” que a su vez es cortado por la distinción social obsoleta que agota a una nación en las imágenes del empresario y del obrero. Y en una época en la que existe una empresa de transporte aéreo cuyo líder sirve periódicamente de sobrecargo y todo empleado es accionista de la empresa,13 esa distinción, conveniente a un autodenominado “país político” que justifica su existencia como el árbitro de esa disputa y que por eso hasta cierto punto la estimula, es una distinción que ya no tiene sentido.

Para aprovechar la oportunidad social moderna es necesario tener la flexibilidad de conciliar las futuras “formas económicas de cooperación” que se darán, como lo desea en Venezuela la más izquierdista de las proposiciones tradicionales, con la realidad de que esas nuevas formas se están dando en el mundo por la ruta de la libre iniciativa y la libre asociación.

Los valores. ¿Fines o criterios?

Y para aprovechar la oportunidad social moderna es preciso mayor humildad respecto de lo que son nuestros máximos fines. Precisamente porque la mejor forma que puede adoptar a largo plazo la distribución social es la distribución normal, y porque aún dentro de nosotros mismos, personas, cohabita el recuerdo de algunos actos excelentes junto con la memoria de algunos abominables y la de innumerables actos normales, naturales y cotidianos, nosotros debemos ser más humildes con nuestros fines; nosotros que habitamos un mundo al que la ciencia más desarrollada y más profunda ha renunciado a descubrirle finalidad.14

Debemos desacralizar nuestros valores. A veces, cuando no se sabe resolver de otro modo el problema del tantas veces invocado “nuevo modelo de desarrollo”, se apela a un uso indebido de los valores. Se nos propone, por ejemplo, que antes que haberse agotado el modelo de desarrollo lo que ocurre es que el modelo no ha sido desarrollado, y que el modelo debe buscarse en el Preámbulo de la Constitución de 1961.15 Pero lo que contiene ese importante documento no es un modelo de desarrollo, no es un programa, no es ni puede ser un conjunto de objetivos. Es un conjunto de valores que, como se ha dicho, “es la expresión de una realidad histórico-sociológica”; es un conjunto de “valores que se han ido desarrollando a lo largo de nuestra vida como Nación y que son compartidos por la inmensa mayoría de los venezolanos, de manera que han entrado a formar parte de nuestro patrimonio espiritual”.16

Ahora bien, el uso que es posible dar en una política competente a los valores es el de criterios para seleccionar entre cursos de acción diferentes. Los objetivos aceptables políticamente son aquellos que involucran un progreso transitable desde la situación de partida. Por esto los objetivos surgen de la invención de quien sabe diseñar políticas, y los mejores objetivos son los que mejor cumplen con los valores considerados como criterios. Por esto no es posible hacer del Preámbulo de la Constitución de 1961 un programa o modelo de desarrollo. El valor democracia, el valor justicia, el valor paz, sirven de criterio para escoger aquella política que sea más democrática, o más justa o más pacífica que otras políticas competidoras. No pueden tales valores servir como objetivos porque, como es fácil reconocer, no es posible que se dé la democracia perfecta, la justicia perfecta o la paz perfecta.

El futuro plural

Los actores políticos tradicionales usualmente entienden el futuro de un modo que también es dicotómico: el futuro manejado por ellos es el mejor futuro, el futuro manejado por el oponente es el peor. Aunque llega a haber actores políticos tradicionales tan mesiánicos que llegan a convencerse de que el único futuro posible es el manejado por ellos.

Pero el futuro es mucho más plural que una opuesta pareja de profecías esgrimida simultáneamente por los mismos profetas, la profecía del desastre que el contrincante necesariamente causaría y la profecía de un vivir mejor si ellos son los que gobiernan. El futuro es un conjunto en principio infinito de futuros posibles. Los hay muy negativos y hasta letales. Los hay buenos y hasta brillantes. Y, naturalmente, depende en buen

medida de la conducta de los actores el que se dé uno u otro futuro. Y ser capaz de imaginar un futuro al que pueda llegarse desde nuestro presente y que aumente significativamente el bienestar, la viabilidad y la significación de una sociedad requiere el abandono de las antiguas visiones sobre el futuro.

………………………………

Las concepciones que hemos contrastado son algunas de las que constituyen un viejo y un nuevo paradigma político. Por un lado las concepciones que se hacen cada vez más ineficaces y menos pertinentes. Por el otro las que introducen una perspectiva inusitada y en correspondencia con una visión más exacta de lo social, lo que reduce la impertinencia política, al ser concepciones más del tiempo de esta gran fase nueva de la civilización. Es importante construir lo necesario para que se dé el tránsito de uno a otro paradigma, de uno a otro concepto, de una vieja a una nueva conceptualización. Esto precisa de una nueva asociación política. Los actores políticos tradicionales, legitimados internamente por sostener alguna posición ideológica en algún “espacio” del viejo eje político de derechas e izquierdas, difícilmente pueden aceptar lo que tendrían que aceptar, que es, ni más ni menos, que de aquello que les sostiene no es posible deducir soluciones a los problemas políticos importantes. Las reglas de las organizaciones políticas tradicionales configuran un ambiente asfixiante que impide la ventilación de planteamientos que difieran de las interpretaciones consagradas. Es necesario por esto diseñar y crear una nueva asociación política, con unas normas que faciliten la emergencia y difusión de las nuevas concepciones, así como la actividad de nuevos y más competentes actores políticos individuales.

LA SOCIEDAD POLITICA DE VENEZUELA

Lo que es necesario constituir debe llamarse la Sociedad Política de Venezuela, para que comience desde el propio nombre a distinguirse de los actores políticos tradicionales conocidos como partidos.

Objeto

No se funda la Sociedad Política de Venezuela con el objetivo de una participación electoral. Se funda porque un grupo humano quiere ejercer una acción pública para que nuestra sociedad tenga las mayores oportunidades de hacerse significativa, de evitar la aparentemente ineludible insignificancia de nuestra Nación a la entrada del nuevo ciclo civilizatorio de la humanidad. Para esto se necesita identificar una nueva razón de Estado que dote a nuestra sociedad de un nuevo sentido, y comunicar esa nueva razón de Estado al cuerpo social. Una nueva razón de Estado que nos ofrezca un futuro significativo dentro de los poderosos y gigantescos procesos que están cambiando al mundo.17

Se funda la Sociedad Política de Venezuela porque se quiere ejercer una acción pública para acrecentar la democracia hasta que ésta alcance sus límites tecnológicos, pues la participación democrática de los ciudadanos está hoy muy por debajo de lo que es posible y deseable.

Se funda la Sociedad Política de Venezuela porque se desea un desarrollo político que haga que la formación de las políticas públicas sea, no solamente más democrática, sino también más idónea y responsable porque consagre el recurso permanente al análisis científico de las políticas públicas.

Se funda la Sociedad Política de Venezuela porque se pretende crear un nuevo conducto político que no se defina por mera oposición a los otros conductos existentes, sino que entienda su mensaje como superposición sobre los mensajes incompletos de los actores políticos tradicionales, los que vistos de este modo pueden ser objeto de rescate en lo que tengan de positivo.18

La Sociedad Política de Venezuela es una nueva asociación política que surge con el expreso propósito de ejecutar operaciones políticas, esto es, operaciones que transformen la estructura y la dinámica de los procesos políticos en las direcciones descritas por los objetos antes mencionados.

Integrantes

Los miembros de la Sociedad Política de Venezuela serán todas aquellas personas que manifiesten el deseo de serlo, conozcan su normativa y consientan en acatarla. En particular, no obstará para ser miembro de la Sociedad Política de Venezuela que una persona sea miembro de algún partido, del mismo modo que no se impedirá la entrada por razones de religión, sexo, raza, edad o cualquier otro criterio similar. Las ideologías son expresión de valores como lo son las posturas religiosas. Las diferencias ideológicas y prácticas entre los partidos venezolanos se han ido atenuando hasta el punto de que constituyen ofertas poco distinguibles, fenómeno que conocen y comentan aun algunos líderes de tales organizaciones.19

Consagración de la crítica

La Sociedad Política de Venezuela realizará operaciones políticas que formen parte de programas establecidos explícitamente por ella. Estos programas surgirán de la inventividad política de sus miembros, no de un proceso deductivo que parta de algún texto supremo. Ya no es posible deducir la solución de los problemas sociales concretos a partir de supertextos cuasibíblicos, sean éstos encíclicas papales o los libros capitales del marxismo. La política no se deduce; la política se inventa y se escoge. La Sociedad Política de Venezuela instrumentará el ambiente necesario para dar alojamiento a la invención política y para que las proposiciones que por ella surjan puedan ser adoptadas luego del más estricto análisis y la consulta más amplia posible.

Así, cualquier miembro podrá en cualquier instante elevar proposiciones programáticas a los órganos competentes de la Sociedad Política de Venezuela, a fin de que éstas sean evaluadas y convertidas en programas si se las encuentra importantes y conmensurables con los recursos que pueda la Sociedad arbitrar. Cualquier miembro podrá hacer eso en cualquier momento, aun si se trata de proposiciones que aspiren a sustituir a programas vigentes de la sociedad. Para esto se instrumentará una normativa que permita la comparación crítica de proposiciones alternas o competidoras y que asegure un máximo de objetividad política tal como la definimos anteriormente.

Por tanto, no será objeto de sanción de ninguna naturaleza aquel miembro que sustente una opinión diferente o aun opuesta a lo que sean los programas corrientes de la sociedad, puesto que creemos que es de la refutación constante de las ideas y las formulaciones de los hombres de donde proviene el progreso, en un incesante proceso de superación de las cotas alcanzadas por anteriores esfuerzos. La Sociedad Política de Venezuela someterá a consulta de sus miembros las proposiciones que le hayan sido elevadas y que resulten evaluadas como importantes y factibles por el órgano competente. Bastará, para que sean incorporadas como programas al conjunto de operaciones que la Sociedad Política de Venezuela emprenda, la opinión favorable mayoritaria de los miembros. Si esa opinión favorable fuere de al menos las dos terceras partes de los miembros entonces no sólo sería la proposición así consagrada un programa de la Sociedad Política de Venezuela, sino que entonces sí se exigiría la defensa de la misma por parte de los miembros.

Operaciones estatutarias

La Sociedad Política de Venezuela llevará a cabo, además de las operaciones que formen parte de programas establecidos según el procedimiento descrito, operaciones consideradas básicas o estatutarias. Así, se tendrá por una operación estatutaria el establecimiento y operación de un medio de comunicación de la Sociedad que permita un flujo en ambas direcciones: en una dirección como vehículo de información y difusión, en la otra dirección como medio de consulta periódica de la opinión de los miembros. Se tendrá también como operación pautada estatutariamente un programa de adiestramiento de obligatorio cumplimiento para funcionarios u operadores de la Sociedad, en el que se les provea del lenguaje analítico necesario para acometer el análisis de los problemas según criterios modernos y científicos.

No postularás

Finalmente, una tercera clase de operación en la que intervendrá la Sociedad Política de Venezuela, junto con las ya mencionadas operaciones estatutarias y operaciones programáticas, está constituida por las operaciones electorales. Y acá la Sociedad Política de Venezuela introduce una normativa que difiere radicalmente de la habitual participación electoral de los actores políticos tradicionales. La Sociedad Política de Venezuela en ningún caso postulará a persona alguna para un cargo público electivo. Esta norma puede parecer a primera vista la negación de la esencia de lo político. Sin embargo, esto no significa en modo alguno que la Sociedad Política de Venezuela renuncia a toda participación en los procesos electorales del país. Al contrario, la Sociedad podrá emplear recursos financieros y técnicos en apoyo a la postulación de miembros suyos a cargos electivos, pero siempre y cuando los miembros en cuestión soliciten los recursos descritos luego de que hayan obtenido el apoyo de un grupo de electores. Este apoyo deberá expresarse en un número de electores aun superior al que determinen las actuales leyes electorales venezolanas como definición de grupo de electores.

Con esta norma quiere consagrarse el principio de la representación real, en sustitución de la representación incompleta e imperfecta que hoy en día supone la práctica partidista de imponerle a los ciudadanos unos representantes que menos lo son de la ciudadanía que de las circunstanciales oligarquías partidistas. No debe bastar que alguien sea miembro de la Sociedad y en ese sentido se entienda que en principio tal persona comprenda la política desde un nuevo punto de vista. Ni siquiera debe bastar que los órganos directivos de la Sociedad consideren que uno de sus miembros es además particularmente idóneo para un cierto cargo electivo. La condición verdaderamente importante debe estar dada por la voluntad de los electores mismos, por esa voluntad que continúa siendo mediatizada y escamoteada en beneficio de una soberbia pretensión de los partidos de que son ellos más idóneos que el propio electorado para determinar quién debe representarlo. Por esto la norma de la no postulación tiene el más profundo sentido democrático, y la Sociedad Política de Venezuela de ese modo da sustancia real y operante al concepto de la democracia factible y verdadera opción para que nuevos actores políticos puedan acceder a la carrera de orientación pública. Y precisamente por tratarse de proveer oportunidades a los nuevos actores, la Sociedad contará asimismo con los mecanismos por los cuales sea posible ayudar a nuevos actores políticos a darse a conocer a los electores. Pero serán éstos, en definitiva, quienes tendrán la voz determinante para decir: “queremos que sea éste quien nos represente”.

Dignidad económica de la política

Este conjunto de operaciones requerirá, naturalmente, una organización y un con- junto de personas comprometidas profesionalmente con la tarea de llevarlas a cabo. Es de suprema importancia que la labor de estas personas sea remunerada según el criterio de dignidad económica de la política, y no con arreglo al patrón tradicional de considerar a lo político o a lo público como algo que intrínsecamente merecería una compensación económica inferior a la de una actividad de carácter privado. De hecho, consideramos que menos problemas de corrupción confrontaríamos en estos momentos si la remuneración del funcionario público fuese más digna. La Sociedad Política de Venezuela, queriendo ser paradigmática también en el sentido castellano de ejemplo o modelo, remunerará a sus funcionarios y operadores según la importancia de la labor que desarrollen y de un modo tal que permita la total dedicación a la tarea, sin que ésta deba ser menoscabada por el recurso del funcionario a fuentes alternas de ingreso porque su persona se vea impelida a tal expediente en razón de una infravaloración económica de su trabajo político.

La Sociedad Política de Venezuela ha podido generar un diseño de su estructura y de su flujo financiero tal que permite la puesta en práctica de ese criterio de la dignidad económica. La Sociedad Política de Venezuela recibirá fondos, principalmente, de la economización de algunas de sus operaciones. A este fin establecerá empresas cuyas ganancias pasen, por la vía de dividendos preferidos, a una fundación que establecerá los fondos necesarios a cada tipo de operación. Estos fondos serán un fondo de operaciones estatutarias, un fondo de operaciones programáticas, un fondo de apoyo electoral y un fondo de seguridad social de los funcionarios de la Sociedad.

La operación como criterio organizador

A lo largo de esta descripción de la Sociedad Política de Venezuela la palabra “operación” ha sido repetida insistentemente. No es esto mera casualidad. Se trata de una asociación política y no de una asociación académica de estudios políticos. Por esta razón lo operativo tiene un lugar preeminente en la concepción de la Sociedad Política de Venezuela.

Pero además esta insistencia en la idea de la operación como criterio organizador debe interpretarse como una preferencia decidida por lo que son operaciones en contraste con lo que son “funciones” congeladas dentro de un organigrama, tal como acontece en la organización de los partidos políticos típicos. La organización por funciones tiende a producir, como se sabe desde hace tiempo en las ciencias organizativas, una autojustificación y autoperpetuación de las unidades organizativas funcionales en las que a veces no es tan fácil distinguir si éstas continúan siendo verdaderamente útiles.

Por esto la Sociedad Política de Venezuela adoptará una organización perpetuamente cambiante, en la que equipos operativos nuevos irán adicionándose para cada nueva operación o programa adoptado. Los programas y operaciones deberán ser definidos claramente como tareas: es decir, con una condición que permita finalizarlos una vez que hayan cumplido con su misión. Incluso las operaciones definidas como estatutarias deberán formular periódicamente sus metas de un modo tal que éstas sean evaluables y se pueda determinar si los objetivos planteados están siendo alcanzados, si el servicio que tales operaciones estatutarias involucran está siendo prestado con el alcance que sea posible.

Temporalidad

Finalmente, la propia Sociedad Política de Venezuela se concibe como una operación. Es una paradójica conjunción de soberbia e inseguridad lo que a veces impele a las organizaciones humanas a plantearse como permanentes. La raíz de soberbia induce a pensar que se ha conocido la forma definitiva de arreglar un problema, la ley perfecta, la norma inmejorable. Así, por ejemplo, nuestras leyes son formuladas, con escasas excepciones como las de las leyes presupuestarias, como leyes intemporales y con vocación de eternidad. Más cónsono con la humildad que debiera derivarse del más elemental conocimiento de las limitaciones de las ciencias de lo político, sería un proceso legislativo en el que las leyes fuesen formuladas para una vigencia temporal limitada y explícita, prescribiendo un lapso luego del cual el cuerpo legislativo esté obligado a una evaluación de la ley en cuestión a la luz de la experiencia de su aplicación y a un acto reconfirmatorio de la ley sin el que ella quedaría automáticamente derogada.20

Por lo que respecta a la raíz de inseguridad, la formulación de lo permanente protege a una clase de espíritu que es incapaz de tolerar la crítica y el riesgo de transformación.

Nuevamente la Sociedad Política de Venezuela se hace paradigmática en torno a este problema y no teme incluir una insólita norma constitutiva y estatutaria respecto de su duración. La Sociedad Política de Venezuela se constituye con una duración limitada, más allá de la cual, para prolongar su existencia requiere del expreso acto aprobatorio de la mayoría de sus miembros, de un acto que extienda la vida de la asociación por un lapso adicional, al fin del cual se repetirá la condición. La Sociedad Política de Venezuela piensa que si una mayoría de sus miembros no cree que su vigencia debe extenderse entonces no vale la pena, por lo que no teme condicionar su propia supervivencia al juicio democrático, el que dictaminará, por supuesto, según sea la historia de logros de la Sociedad.

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Ésta es, a grandes rasgos, la normativa que define la clase de espacio que es la Sociedad Política de Venezuela, así como su objeto. Es una normativa, ciertamente, que difiere de la típica normativa partidista. Para aquellos puntos de vista según los cuales no puede hacerse política eficaz si no es en la democracia mínima de los partidos, ese conjunto de normas es insoportable o imposible. Pero para quienes conocen las verdaderas formas de lo humano y contraponen la democracia factible a esa democracia mínima que nos quiere conceder el tradicional “país político”, una normativa de esa clase fluye natural de lo evidente.

Programa inicial

Y ante aquél que pudiera pensar que una asociación tal pudiera agotarse en una pura normativa, en una normativa intelectualmente satisfactoria pero incapaz de ser llenada operativamente, la Sociedad Política de Venezuela puede exhibir proposiciones de acción que son tanto factibles como importantes.

Para empezar, y en atención a operaciones estatutarias, la Sociedad Política de Venezuela producirá una publicación periódica que sirva, como la membrana a un núcleo celular, para interfase de los miembros y los órganos de la Sociedad. La publicación puede ser producida y distribuida a costos que permitan la adquisición de ejemplares a un gran número de personas y que asimismo permita un beneficio monetario que financiará otras operaciones de la Sociedad. Esta interfase de la Sociedad Política de Venezuela será asimismo paradigmática, puesto que conformará un ambiente editorial en el que los planteamientos serán presentados críticamente, y no como si se tratara de palabra revelada y definitiva. Por esa interfase llegarán a los miembros de la Sociedad los análisis e interpretaciones que interesan al ciudadano en general, proposiciones de solución a problemas públicos, la explicación de la nueva política y sus nuevos puntos de vista, sus nuevos paradigmas. En esa interfase se juntarán las opiniones de los miembros por la vía de periódicas y sistemáticas consultas, de modo que no se ignore a los miembros como los partidos ignoran a esa militancia que sólo convocan en ocasión electoral.

También es programa estatutario lo atinente al adiestramiento de sus funcionarios. Este programa comenzará con un taller de clínica política, en el que una metodología seria y científica será mostrada a través de los nuevos enfoques y fundamentada en éstos. El primer taller estará concurrido por todos aquellos que conformen los primeros equipos operativos de la Sociedad, a fin de asegurar, como ya se dijo, la ventaja de un lenguaje analítico y una filosofía gerencial comunes.

Pero además de estas operaciones estatutarias la Sociedad Política de Venezuela intentará un primer programa de operación política. Esto es, un primer programa cuyo objetivo sea cambiar de modo significativo el ambiente político del país. El primer programa que ha sido propuesto es el de diseñar un proyecto de ley de reforma del sistema electoral que consagre de una vez por todas la elección uninominal de cargos representativos, comenzando por la representación en el Congreso de la República. Pero el programa no se agota en el mero diseño del proyecto. Su fase más importante y la que marcará la más significativa diferencia, será la de explicar el proyecto a la ciudadanía y recabar el apoyo de firmas para que ese proyecto sea introducido a las cámaras legislativas por la vía consagrada constitucionalmente de la iniciativa popular.21 Otra vez se trata de señalar una conducta diferente: la de creer en una democracia factible más allá de la retórica, al emplear en la práctica los canales que nuestra propia legislación vigente ha dispuesto para la participación popular. Y es más que justicia que un proyecto de ley destinado a incrementar esa participación sea precisamente introducido por iniciativa popular.

Este programa de la Sociedad Política de Venezuela debe ser su meta operativa principal, en la que concentre la mayor cantidad de esfuerzos. Esta concentración es recomendable no sólo porque en general es lo inteligente no diluirse en demasiadas operaciones, sino porque el programa es altamente paradigmático, una suerte de prueba o experimento corroborador o negador de las hipótesis que sustentan la emergencia de la Sociedad Política de Venezuela. Su éxito consagrará con la mayor contundencia la posibilidad real de una nueva manera de hacer política.

TIEMPO DE INCONGRUENCIA

Esa nueva manera de hacer política requiere un nuevo actor político. El actor político tradicional pretende hacer, dentro de su típica organización partidista, una carrera que legitime su aspiración de conducir y gobernar una democracia. Sin embargo, el adiestramiento y formación que imponen los partidos a sus miembros es el de la capacidad para maniobrar dentro de pequeños conciliábulos, de cerrados cogollos y cenáculos. Se pretende ir así de la aristocracia a la democracia. El camino debe ser justamente el inverso. Debe partirse de la democracia para llegar a la aristocracia, pues no se trata de negar el hecho evidente de que los conductores políticos, los gobernantes, no pueden ser muchos. Pero lo que asegura la ruta verdaderamente democrática, no la ruta pequeña y palaciega de los cogollos partidistas, es que ese pequeño grupo de personas que se dediquen a la profesión pública sean una verdadera aristocracia en el sentido original de la palabra: el que sean los mejores. Pues no serán los mejores en términos de democracia si su alcanzar los puestos de representación y comando les viene de la voluntad de un caudillo o la negociación con un grupo. No serán los mejores si las tesis con las que pretenden originar soluciones a los problemas no pueden ser discutidas o cuestionadas so pena de extrañamiento de quien se atreva a refutarlas.

Ese nuevo actor político, pues, requiere una valentía diferente a la que el actor político tradicional ha estimado necesaria. El actor político tradicional parte del principio de que debe exhibirse como un ser inerrante, como alguien que nunca se ha equivocado, pues sostiene que eso es exigencia de un pueblo que sólo valoraría la prepotencia. El nuevo actor político, en cambio, tiene la valentía y la honestidad intelectual de fundar sus cimientos sobre la realidad de la falibilidad humana. Por eso no teme a la crítica sino que la busca y la consagra.

De allí también su transparencia. El ocultamiento y el secreto son el modo cotidiano en la operación del actor político tradicional, y revelan en él una inseguridad, una presunta carencia de autoridad moral que lo hacen en el fondo incompetente. La política pública es precisamente eso: pública. Como tal debe ser una política abierta, una política transparente, como corresponde a una obra que es de los hombres, no de inexistentes ángeles infalibles.

Más de una voz se alzará para decir que esta conceptualización de la política es irrealizable. Más de uno asegurará que “no estamos maduros para ella”. Que tal forma de hacer la político sólo está dada a pueblos de ojos uniformemente azules o constantemente rasgados. Son las mismas voces que limitan la modernización de nuestra sociedad o que la pretenden sólo para ellos.

Pero también brotará la duda entre quienes sinceramente desearían que la política fuese de ese modo y que continúan sin embargo pensando en los viejos actores como sus únicos protagonistas. Habrá que explicarles que la nueva política será posible porque surgirá de la acción de los nuevos actores.

Serán, precisamente, actores nuevos. Exhibirán otras conductas y serán incongruentes con las imágenes que nos hemos acostumbrado a entender como pertenecientes de modo natural a los políticos. Por esto tomará un tiempo aceptar que son los actores políticos adecuados, los que tienen la competencia necesaria,22 pues, como ha sido dicho, nuestro problema es que “los hombres aceptables ya no son competentes mientras los hombres competentes no son todavía aceptables”. 23

Porque es que son nuevos actores políticos los que son necesarios para la osadía de consentir un espacio a la grandeza. Para que más allá de la resolución de los problemas y la superación de las dificultades se pueda acometer el logro de la significación de nuestra sociedad. Para que más allá de la lectura negativa y castrante de nuestra sociología se profiera y se conquiste la realidad de un brillante futuro que es posible. Para que más allá de esa democracia mínima, de esa política mínima que es la oferta política actual, surja la política nueva que no tema la lejanía de los horizontes necesarios.

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NOTAS

1. Ya en agosto de 1984 la encuesta Gaither había detectado un súbito movimiento de opinión respecto de encuestas anteriores por lo que respectaba a la identificación del “mejor partido”. Dicha encuesta comparaba sus resultados contra los obtenidos en la pregunta “¿cuál es el mejor partido?” en agosto de 1974 (primer año de gobierno de Pérez), septiembre de 1979 (primer año de Herrera) y octubre de 1983 (dos meses antes de las últimas elecciones). Los siguientes datos dan los porcentajes de personas que respondieron “ninguno” (entre las opciones AD, COPEI, MAS y otros) y que no opinaron.

AGO.74            SEP.79            OCT.83            AGO.84

NINGUNO                16              14               19              29

NO OPINA                13              13                     8              14

TOTAL                 29               27                   27              43

Como puede verse, el total de personas que no logra identificar un mejor partido entre las opciones disponibles experimentó un salto brusco equivalente a 16% más de los encuestados que en veces anteriores. Este fenómeno es muy similar a los movimientos de opinión que están siendo observados en otras latitudes. Por ejemplo, en España el gobierno ha perdido puntos sin que tal pérdida haya significado un aumento de puntos en la opinión favorable al principal partido de oposición. La población representada por tales puntos de porcentaje se queda en una especie de “limbo”, según la expresión de la revista Cambio 16. Asimismo, L’Express realizó una encuesta sobre las elecciones legislativas de 1985 en Francia. Las dos terceras partes de los encuestados opinaron que las elecciones serían ganadas por la oposición, mientras que más de las tres cuartas partes cree que la oposición ganará por descrédito del gobierno socialista.

2. La economía tiende a ser como los tejidos celulares, que se desarrollan básicamente por sí mismos. Ya la ultraplanificación de una economía es un proceso bastante ineficaz. Más difícil y menos eficaz, y mucho más costoso socialmente, es pretender instalar todo un nuevo sistema económico—mal definido, por lo demás—a partir de un plan central. En cambio, las nuevas formas empresariales en países como los EEUU se dan de forma espontánea, sin que ningún organismo federal pueda vanagloriarse de ser responsable. Así, por ejemplo, se dan las asociaciones funcionales entre nuevas empresas formadas por los empresarios-tecnólogos y empresas que proveen servicios de mercadeo. La presión introducida por familias tecnológicas completamente nuevas—caso de la bioingeniería—ha generado peculiares empresas poseídas por universidades o sus profesores. O se da el caso de los intrapreneurs, término que designa a aquellas personas que trabajan en empresas que operan como si fuesen mercados internos de capitales y que ha sido descubierto recientemente por la revista Time (4 de febrero de 1985) y bastante antes por The Economist (17 de abril de 1982).

3. Cuando Eduardo Fernández obtuvo por primera vez la Secretaría General de COPEI en 1979, declaró que sus dos metas principales serían la de modernizar a su partido y actualizar el programa de COPEI En cuanto a la primera meta se produjeron algunas modificaciones en dirección hacia una mayor democracia interna en la elección de autoridades partidistas. Respecto de la segunda de las metas, la que guarda relación con su reciente anuncio del “congreso ideológico”, no se logró prácticamente nada. Un primer impulso de convocar grupos que se diesen a esta tarea culminó en una característica “negociación”. Fernández confió tan trascendente objetivo de la actualización ideológica a un dirigente regional afecto a la tendencia de Pedro Pablo Aguilar por su interés de obtener, en carambola política, una concesión del presidente Herrera, sin que se produjese nada significativo. Tal vez ahora el “congreso ideológico”—nombre que revela lo tradicional del enfoque —corra con un poco más de suerte.

4. Se trata de la llamada Proposición al País del Grupo Roraima. El estudio exhibe una excelente arquitectura y está soportado por un útil “banco de datos”. Como avance en la interpretación económica puede destacarse el que ponga de relieve que “la economía se comportó mejor durante el período 1964-73 que durante la bonanza petrolera” (pág. 7). así como la noción de que Venezuela no es un caso económico único (pág. 11). Asimismo, el Grupo Roraima ha sido de los primeros en destacar con gran fuerza pedagógica el concepto de zonas de paridad sobrevaluada. (El Grupo Roraima presentó sus proposiciones inmediatamente después de las elecciones de diciembre de 1983). Por último, el estudio establece una distinción entre tres grupos de actividades empresariales según sea el grado de protección que requieren, proponiendo un tratamiento diferencial a grandes rasgos adecuados para cada caso.

5. Si bien es cierto lo que apunta la Proposición al País del Grupo Roraima en cuanto a la similitud de los modelos de gestión macroeconómica aplicados en países petroleros de distinta clase (Reino Unido, Noruega, Holanda, México y Venezuela), en la situación económica de éstos ha influido también la conducta económica de otros países. Notablemente, ha influido de manera desfavorable la política deficitaria de los EEUU, así como la irresponsable política de préstamos de sus principales entes financieros. En otras palabras, sin que estos dos últimos procesos agoten una lista de factores determinantes de la situación económica mundial y aceptando que los países petroleros adoptaron políticas similares, la explicación de la problemática actual no puede ser fundada únicamente en este hecho. De todos modos, esa postulación del Grupo Roraima tiene gran valor porque señala que nosotros no hemos sido los únicos equivocados.

6. Marcel Granier, La generación de relevo vs. el Estado omnipotente.

7. Marcel Granier, op.cit., páginas 2 y 3.

8. Proyecto Nueva República de Jorge Olavarría. Contiene importantes sugerencias para la modificación estructural del aparato político venezolano.

9. Luís Enrique Alcalá, La improbabilidad de las proposiciones, Revista Válvula, No. 1, diciembre de 1984, página 38.

10. La expresión “Hood Robin” es empleada insistentemente por Luís Matos Azócar para referirse, en una concepción tradicional, a una política económica que prefiere a los “ricos” antes que a los “pobres”.

11. La tendencia de los grupos humanos a adoptar configuraciones de curva estadística normal va en contra, por ejemplo, de los primeros planteamientos de Luís Alberto Machado respecto de su “revolución de la inteligencia”. Posteriormente, pudo beneficiarse de enfoques más científicos, como los que le proporcionara la Dra. Corina Parisca de Machado, y atenuar de ese modo lo mucho de utópico que tenían sus proposiciones iniciales.

12. Respecto de lo político puede afirmarse que, más que las mujeres, más que las minorías étnicas, los científicos constituyen un grupo humano discriminado y limitado políticamente. Tal vez es más fácil ver como Presidente de los EEUU a Geraldine Ferraro que a Carl Sagan. Sin embargo, la “Tercera Ola” introduce presiones de cambio en este sentido. La tradicional subordinación del científico al político cambiará, no hacia una subordinación del político al científico, sino hacia la emergencia de políticos más “científicos” y hacia una simbiosis de los dos grupos originales y equivalentes—héroes y sabios—de la vieja leyenda germánica.

13. La empresa People Express (Revista Time, 7 de enero de 1985), que comenzó en 1980 con un terminal abandonado e “infestado con ratas” en Newark y tres Boeing 737 usados, mueve hoy a un millón de pasajeros por mes.

14. Ya no pretenden los científicos modernos decir cómo “es” en realidad el mundo, sino que se conforman con proporcionar modelos cada vez más ajustados a lo que arrojen los datos experimentales. Y hace ya bastante tiempo, de tres a cuatro siglos, que la “causa final “ de Aristóteles es una noción inoperante para la ciencia.

15. Es la proposición de Rafael Caldera, repetida y acatada por Eduardo Fernández, entre otros miembros de su partido.

16. Juan Carlos Rey, Doctrina de Seguridad Nacional e Ideología Autoritaria, en Seguridad, Defensa y Democracia, Editorial Equinoccio, Caracas 1980, página 196.

17. Los procesos a los que nos referimos son, por supuesto, los de la llamada “Tercera Ola”, término propuesto por Alvin Toffler en su libro del mismo nombre para designar la profunda transformación de la era informática, la que sucede a la era industrial como ésta a su vez sucedió a la era agrícola. Tratamientos similares se ofrecen en las obras de Hermann Kahn, John Naisbitt y Jean Jacques Servan-Schreiber, entre otros. Para un tratamiento del problema desde un punto de vista venezolano, véanse los trabajos de Arturo Úslar Pietri y Luís Enrique Alcalá en la revista Válvula, No. 1, diciembre de 1984.

18. Los actores políticos tradicionales, por supuesto, han aportado muy importantes y beneficiosas transformaciones al desarrollo político nacional. Para empezar, la implantación misma de las más elementales nociones del juego democrático. Nuestro análisis no descalifica a los partidos tradicionales por un inventario de su actual negatividad, sino por la insuficiencia de su positividad. Sin embargo, es posible encontrar dentro de los planteamientos que circulan por los partidos venezolanos algunas ideas positivas, sobre todo ahora cuando han sentido la presión de la desfavorable opinión pública sobre ellos.

19. Últimamente ha sido Luís Matos Azócar el más explícito líder partidista en denunciar la inexistencia de diferencias realmente substanciales. Investigadores privados han realizado compilaciones comparativas de las ofertas de los programas de gobierno en las varias elecciones recientes. Ese trabajo revela la casi uniformidad de las mismas, siendo que las variaciones suelen ser insignificantes.

20. En general, las decisiones públicas no deben atentar contra la libertad de decisión en el futuro. No es suficiente que en el fondo siempre esté presente la posibilidad de reformar las leyes. Como sabemos, una vez que una ley ha sido aprobada por el Congreso ésta adquiere una inercia considerable, aún en el caso de que haya consenso acerca de alguna imperfección en alguna ley particular.

21. El Ordinal 5º del Artículo 165 de la Constitución Nacional de 1961 establece que la iniciativa de las leyes corresponde también a “…un número no menor de veinte mil electores, identificados de acuerdo con la ley”.

22. Una de las dificultades psicológicas más características es la de transportar la imaginación a una situación nueva. Aunque se haya logrado en primera instancia cambiar una percepción habitual por otra diferente, lo usual es que el juicio de la nueva situación se haga todavía con base en nociones todavía antiguas. A veces se puede decir de quien oralmente defiende nuevos conceptos pero actúa de modo viejo que “habla de boquilla”. Pero es razonable entender que toma un cierto tiempo asumir los nuevos conceptos en toda la plenitud de sus implicaciones.

23. Stafford Beer, “Platform for Change”, Wiley, N.Y., 1965.

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El texto que antecede suscitó una buena cantidad de comentarios. Uno que no fue de los primeros, el de Andrés Stambouli, tuvo que ver con una recriminación de paternidad irresponsable. El día que me llamó para expresarme sus parabienes y su apoyo, Stambouli me dijo: “¿Por qué no lo firmaste?”

Diego tuvo razón las veces que decía que eso eran mis ideas. “Uno crea sus propios precursores” dice Jorge Luís Borges. Hay precursores que uno olvida. Ha leído algo y no recuerda que lo leyó. Hay precursores de los que sí ha estado consciente. Pero Diego Urbaneja tiene razón: eso son mis ideas. No son mucho más que un ensamblaje, una composición de nociones adelantadas antes por varios autores. Muy pocas ideas son originales en sí. La disposición de las piezas es lo que puede resultar innovador. Pero son mis ideas. ¿Por qué había elegido la anonimia? ¿Por qué había sustituido la paternidad del documento, ocultándola tras dos o tres capas de subterfugio y provisionalidad?

Había presentado mi texto como si fuera el borrador de un documento redactado por un grupo que sería discutido en un congreso todavía por realizar. Además de eso, había elegido al Informe Krisis como vehículo. Había hablado de ese borrador, de ese documento base que sería discutido en ese congreso que aún estaba por realizarse, en la sección editorial, que varias veces había publicado en el informe bajo el nombre de “Paradigma” para hablar sobre el contenido de cada edición o de algún proceso importante sobre el que creyera útil expresar mi enfoque. ¿A qué venía una serie de antifaces tan escrupulosa y tan elaborada?

La contestación a esa pregunta es de orden compuesto. Algunas razones deben provenir de mi modo de ser. De un reflejo de tantos años de ocupación con lo público desde posiciones clínicas, de asesoría, en las que lo que uno produce o crea es para el público reconocimiento de otro. De temor por sentirme vulnerable y censurable por algunas de mis conductas y no querer cargar a la proposición con ese riesgo. De creer que debía renunciar al mérito exclusivo por un texto al que sabía bueno y de querer compartirlo con los amigos que habían compartido conmigo preocupaciones por el país. De la necesidad de demostrar que las ideas contenidas en el texto, todas las cuales había venido exponiendo ante ellos desde hacía meses, no eran ideas tan futuristas o sofisticadas como aparecían ante sus ojos y que comprobaban su resonancia con el sentir de bastantes personas. En algún momento había dicho antes a Diego Urbaneja que me había cruzado por la mente usar el informe para publicar el “paradigma” que el grupo me pedía. Diego se había beneficiado de un mayor tiempo de explicación de las ideas y podía ver cómo ciertas objeciones del grupo a la factibilidad “psicológica” de alguna de mis proposiciones se debían a un cálculo conservador sobre el potencial arraigo masivo de éstas. Le dije lo de la idea de publicarlo como Informe Krisis al quejarme de alguna conservadora incredulidad.

Por una mezcla de estas razones, a las que se añadía por supuesto mi entorno personal, publiqué mi texto de ese modo. Pero hay otro aspecto del informe KG16 que es más importante de explicar desde el punto de vista político: el por qué se restringió la distribución a un grupo de unas doscientas y tantas personas. En alguna de mis conversaciones con Arturo Sosa éste me preguntó: “¿A cuánta gente piensas tú decirle eso?” En su pregunta no sólo quería averiguar a cuántas personas pediría apoyo económico, sino también si extendería mi mensaje más allá del círculo de doscientos y tantos destinatarios del informe de febrero.

Ese conjunto de lectores, míreselo como se lo mire, es un grupo elitesco. ¿Por qué, si el texto contenía una proposición política, ésta no era difundida más ampliamente? Nuevamente hay más de una razón para esto. Por un lado está la intención de sonda que el trabajo tenía: para llevar a cabo un experimento válido acerca de la aceptación de las ideas bastaba un número no demasiado grande de interlocutores. Por otro lado, una comunicación plenamente pública pasaría, definitivamente, por encima de los amigos con quienes me había venido reuniendo. En tercer término, intervino la sempiterna limitación económica: la reproducción y envío de cincuenta páginas es algo costoso. Por último, envié el trabajo a un grupo tan reducido porque es mi creencia que la revolución que necesitamos es distinta a las revoluciones tradicionales. Es una revolución mental antes que una revolución de hechos que luego no encuentra sentido al no haberse producido la primera. Porque es una revolución mental, una “catástrofe en las ideas”, lo que es necesario para que los hechos políticos que se produzcan dejen de ser insuficientes o dañinos. Por eso creo que las élites deben hacerse revolucionarias.

El grupo al que se le envió el informe KG 16 es, ciertamente, elitesco. Es élite Elías Santana, carismático dirigente de las asociaciones de vecinos; es élite Allan Randolph Brewer-Carías, el extraordinario jurisconsulto; es élite Gustavo Julio Vollmer, importante y joven empresario; es élite Eduardo Fernández, es élite Alberto Quirós Corradi, e igualmente lo son Rafael Tudela y Aníbal Latuff, Diego Bautista Urbaneja, Carlos Blanco, Luís Matos Azócar; como son élite Pedro R. Tinoco hijo, Moisés Naím y Ramón Piñango, Henry Gómez Samper, Alberto Zalamea, Joaquín Marta Sousa, el hermoso político con alma de poeta y José Rafael Revenga, una de las mentes más admirables que yo he conocido. También lo son Frank Alcock Pérez-Matos, Gustavo Antonio Marturet, Alonso Palacios, Andrés Sosa Pietri, Marco Tulio Bruni Celli, Arturo Úslar Pietri, Eduardo Quintero Núñez, Heinz Sonntag, Eloy Anzola Etchevers, Hans Neumann, Marcel Granier, Gustavo Tarre Briceño, Miguel Henrique Otero, Henrique Machado Zuloaga, Corina Parisca de Machado, José Antonio Olavarría, Ricardo Zuloaga, Maxim Ross, Reinaldo Cervini, Philippe Erard, Eduardo Quintana Benshimol, Ariel Toledano, Horacio Vanegas, Edgar Dao, Carlos Zuloaga, Ignacio Andrade Arcaya, Gustavo Roosen, Frank Briceño Fortique, Aníbal Romero, Ignacio Ávalos, Francisco Aguerrevere, Sebastián Alegrett. Hay bastantes más que no he nombrado.

Las reacciones al trabajo adoptaron una distribución “normal”. Un porcentaje muy pequeño de personas expresó alguna discrepancia respecto del análisis y las proposiciones. En realidad fueron sólo tres personas: Edgar Dao, quien dijo no estar de acuerdo con la caracterización que se hacía en el documento de los “actores políticos tradicionales”; Aníbal Romero—“todavía hay AD y COPEI para mucho rato”—y Arturo Ramos Caldera, quien en un acto heroico había decidido inscribirse en COPEI después de su contundente derrota. Me mostró el carnet en un restaurante al que me invitó a cenar. Allí me dijo que yo no sería político hasta que no dejara de desear las cosas para empezar a quererlas. Pocos días más tarde me envió de regalo el libro Líderes, de Richard Nixon. Leí en el libro, en palabras del ex presidente estadounidense, la fórmula que me había propuesto Ramos Caldera: “Esta es una distinción vital a la hora de comprender qué es el poder y cómo son los hombres que lo ejercen. Desear es una actitud pasiva; querer es activa. Los partidarios desean; los líderes quieren”.

Otro reducido grupo de personas se encontraba en el otro extremo. Estas recibieron el texto con el mayor entusiasmo y proponían salir de inmediato a la luz pública. Luego de reuniones que se suscitaron a raíz del informe hubo quien propuso que se emitiera un manifiesto público el día 5 de julio de 1985. La mayoría no era tan apremiante, aunque sí estaba decididamente de acuerdo con el documento y sus nuevos enfoques del problema político nacional. El experimento había rendido frutos muy halagadores. Joaquín Marta Sousa consideraba el texto “inmejorable”, Gerardo Cabañas decía que se veía que estaba trabajado hasta el último detalle, pulimentado y armado con mucho celo. Aníbal Latuff me felicitó, como lo hizo también Rafael Tudela. Igualmente expresaron calurosamente su acuerdo los del IESA, Henry Gómez, Moisés Naím, Ramón Piñango, Ignacio Ávalos. Moisés llegó a decirme una tarde: “Tú eres el secretario general de todos nosotros”. Elías Santana, entusiasmado con el texto de “Válvula” y con el de febrero, me invitó a participar en un seminario que los casi bachilleres del Colegio El Ángel, en el que él es profesor, quisieron reunir sobre el tema de la reforma del Estado. Me pidió que hablara del análisis contenido en el Informe KG 16. Así lo hice, ante un insólito grupo de alumnos que habían preferido gastar recursos en un seminario así en lugar de realizar la consabida fiesta de graduación.

Una persona resultó sorprendentemente fría: Diego Bautista Urbaneja. La primera copia del texto que salió de mi casa lo hizo para llegar a la casa de Urbaneja. Se la envié con alegría dándole el puesto de honor de la primicia. Para mi sorpresa, pasaron más de diez días para que supiera de su opinión. Tuve que llamarlo yo, extrañado y dolido, pues decidió sumirse en el más extraño silencio. Trató de explicarme su reacción diciéndome que él ya me había escuchado bastantes veces las cosas que había escrito en el informe. Después de esto, y viendo la buena acogida que tuvieron las ideas por un número muy significativo de personas, volvió a incorporarse a las tareas preparatorias de la asociación por nacer.

Todo el mes de marzo se fue en conversaciones con mucha gente lectora del documento. Alonso Palacios, quien había recibido una copia de manos de Diego Urbaneja, me visitó dos veces. Le preocupaba entender si la noción de “sociedad normal” y la de “normalización” no representaban una postura reaccionaria disfrazada. Manuel Felipe Sierra me solicitó un artículo para la edición aniversaria de la revista Número, que cumpliría diez años. Me concedió el honor de confiarme el tema de la política en la Venezuela “postpetrolera”.

Junto con estas ocupaciones yo continuaba en mi malabarismo financiero diario, sin más entradas que los pocos apoyos que me había preocupado en buscar. El 17 de abril fuimos a almorzar a La Belle Époque, sitio seleccionado por Alberto Quirós Corradi, éste, Allan Randolph Brewer-Carías, Diego Bautista Urbaneja, Alberto Krygier, Andrés Sosa Pietri y yo. En este almuerzo se determinó que lo que faltaba era un proyecto de acta constitutiva y se discutió ampliamente sobre el tema de los “fundadores”. Esto es, había quienes pensaban que debía publicarse un manifiesto en la prensa firmado por una docena de nombres notables y representativos. Por ejemplo, se decía que había que pedir a Úslar Pietri su firma, como también a Ramón Escovar Salom. Mi posición difería de esta postura. Prefería, en cambio, que si se publicaba algo fuese sin nombres, dando relieve a las ideas más que a las personas. Ya habría tiempo, dije, para que se viera quiénes estaban detrás de las ideas. Sin embargo, una posición intermedia fue sobre lo que nos acordamos. La lista de firmantes podría ser ampliada a unos cincuenta nombres. De ese modo habría suficiente número como para componer un grupo en “distribución normal”, para que pudiera contener personas de origen “izquierdista” o “derechista”, “independientes”, copeyanos, adecos, etcétera. Es decir, para emitir la señal de que se trataba de algo nuevo, y no de un movimiento que quisiese ocupar un “espacio” dentro del ya gastado eje de “derechas” e “izquierdas”. Barajando nombres experimentamos alguna dificultad en imaginar nombres “adecos” y nombres de mujeres. Quedamos en que nos reuniríamos de nuevo a considerar un proyecto de acta constitutiva y una lista de posibles miembros fundadores. Yo dije que querría invitar a algunas otras personas a esa reunión y mencioné especialmente los nombres de Ignacio Andrade Arcaya, Joaquín Marta Sousa, Gerardo Cabañas, Eloy Anzola Etchevers y Elías Santana. Allan Brewer se ofreció como anfitrión, luego de pagar generosamente la parte alícuota que me correspondía en la cuenta del almuerzo. Respecto del contenido del Informe KG 16 hubo sólo un comentario: “Randy” Brewer creía que se debía ir más allá del mandamiento de “no postularás”, llegando al más estricto de decir “no apoyarás”. En su opinión la posibilidad de apoyar candidatos a elecciones podía ser un problema. Alberto Quirós expresó una opinión contraria: él prefería dejar abierta la posibilidad de apoyar y aún de postular, pero en todo caso creía un error “cortarse las alas”, como “Randy” proponía.

La reunión en el bufete de Brewer Carías, un elegante pent house en el este de Caracas, se llevó a cabo la noche del miércoles siguiente, 24 de abril, aunque había sido programada previamente para el martes 23. Esto hizo que Alberto Quirós no pudiera asistir. Tampoco fueron Corina Parisca de Machado, Thaís Aguerrevere e Ignacio Andrade, a quienes había invitado. Alberto Krygier no se presentó. Terminaron asistiendo, además del anfitrión y yo, Joaquín Marta Sousa, Gerardo Cabañas, Andrés Sosa Pietri, Elías Santana, Horacio Vanegas, Diego Urbaneja y Eloy Anzola Etchevers. Previamente a la reunión les había enviado a cada uno el siguiente texto como proyecto de Acta Constitutiva:

ACTA CONSTITUTIVA

DE LA

SOCIEDAD POLITICA DE VENEZUELA

Nosotros los abajo firmantes, todos venezolanos, mayores de edad y de este domicilio, declaramos: que hemos convenido en constituir, como en efecto lo hacemos, una asociación civil, la cual se regirá por las disposiciones contenidas en la presente Acta Constitutiva así como en el futuro por los Estatutos que resultaren aprobados por la Convención que se llevará a cabo dentro de los doce meses siguientes a la protocolización de este documento.

Cláusula Primera.- DEL OBJETO.

La asociación tiene por objeto estimular la emergencia de actores políticos idóneos para un mejor desempeño de las funciones públicas y el de llevar a cabo operaciones que transformen la estructura y la dinámica de los procesos políticos nacionales a fin de:

1. obtener un desarrollo político del país que modernice y haga más científico el proceso de formación de las políticas públicas.

2. acrecentar la democracia en dirección de límites que la tecnología política le permite.

3. aumentar la significación y la participación de la sociedad venezolana en los nuevos procesos civilizatorios del mundo.

Cláusula Segunda.- DE LOS ASOCIADOS

Para ser miembro de la asociación bastará reunir los siguientes requisitos:

1. ser persona venezolana por accidente biográfico, esto es, por su nacimiento o el de sus progenitores, o por expresa decisión, es decir, por naturalización.

2. ser mayor de dieciocho años de edad.

3. expresar voluntad de pertenecer a la asociación y general aprobación de los métodos y normas de la misma, así como estar en capacidad de demostrar familiaridad con tales métodos y normas.

Cláusula Tercera.-DE LA DURACION

La asociación tendrá una duración de doce meses, contados a partir de la protocolización de este documento, al cabo de los cuales se habrá determinado sobre la prórroga de su existencia según lo decidido por la Convención estipulada en la cláusula siguiente.

Cláusula Cuarta.- DE LA CONVENCION

Dentro de los doce meses siguientes a la protocolización de la presente Acta Constitutiva, la asociación llevará a cabo una Convención para la que se convocará a los miembros registrados hasta ese momento y la cual considerará un proyecto de Estatutos de la asociación y decidirá sobre la continuidad de la misma.

Cláusula Quinta.- DE LA DIRECCION Y ADMINIS- TRACION

Hasta tanto se reúna la Convención la dirección y administración de la asociación estará a cargo de un Comité Directivo de siete miembros, el que elegirá de su seno un Director General. Dicho Comité Directivo se encargará de proveer todo lo necesario a la convocatoria y realización de la Convención.

Único. Se elige como miembros del Comité Directivo a los señores….

Cláusula Sexta.- DEL DOMICILIO

El domicilio de la asociación estará ubicado en la ciudad de Caracas.

Cláusula Séptima.-DEL NOMBRE

La asociación llevará por nombre el de Sociedad Política de Venezuela.

…………………………………….

Ese proyecto de acta constitutiva contiene alguna que otra desusada redacción y también—¿por qué negarlo?—alguna travesura. Por ejemplo, la redacción relativa a la nacionalidad de los miembros, que está hecha con una mayor valorización que la habitual de la nacionalidad por naturalización, puede ser considerada por algunos como algo irreverente. Luego, está lo concerniente a una duración tan corta como la de doce meses, pero, al fin y al cabo, esto no es más que una traslación de lo ya asentado como principio en el texto de febrero. Por otro lado, este simple punto servía para que a la asociación no le fuese aplicable la definición de partido político que se encuentra en el texto de la Ley de Partidos Políticos, Reuniones Públicas y Manifestaciones. En efecto, el Artículo Segundo de esta ley define a los partidos políticos como “agrupaciones de carácter permanente”. Claramente, no sería procedente aplicar las previsiones de esta ley a una asociación que se define con duración temporal. Finalmente, es totalmente inusual la colocación de la cláusula sobre el nombre en el último lugar, cuando lo acostumbrado es que su ubicación sea al comienzo mismo de un documento constitutivo. Cuando lo redacté así pensaba en Arturo Úslar Pietri. Es una de sus agudas observaciones la comparación entre la conducta nominalista del conquistador español y la relación que con los nombres de las poblaciones tenían los primeros colonos norteamericanos. Úslar dice que estos últimos llegaban a un sitio a establecerse y allí fabricaban sus casas, sembraban, criaban animales, tenían descendencia. A medida que crecía el asentamiento surgían más necesidades de construcción. Una escuela, una iglesia, un granero común. Después de hacer todas estas cosas caían en cuenta de que tenían un pueblo y entonces decidían ponerle un nombre. El conquistador español, en contraste, llegaba a un valle, descendía del caballo, y mucho antes de que estuviese levantada la primera piedra decía: “Ésta es la ciudad de Santiago de León de Caracas”. Así, quise indicar con la colocación de la cláusula del nombre al final, que en este caso considerábamos más importante el hecho que su etiqueta nominal, compensando así la redacción del documento de febrero, que justamente había comenzado a la inversa, por el nombre. Consulté el asunto, por supuesto, con un abogado, quien en este caso resultó ser mi hermana. Sylvia me aseguró que no había nada mandatorio en comenzar un documento de esa clase con la identificación nominal.

Así llegamos a la reunión del bufete Beaumeister & Brewer en sus oficinas de la Torre América. Llevaba conmigo una lista de unos sesenta nombres conversada con Diego Urbaneja varias veces, los que suponíamos podrían ser los fundadores de la asociación, según lo convenido en el almuerzo ya referido de La Belle Époque.

Una vez sentados alrededor de la mesa de reuniones del bufete y una vez en posesión de sendos vasos de vino blanco y algún exquisito jamón ahumado que “Randy” había provisto, comenzó la reunión. Yo hice una exposición introductoria. Acto seguido, Eloy Anzola hizo una razonada exposición de sus criterios pesimistas respecto de la posibilidad de constituir una asociación formada por personas de muy distinto origen ideológico. Se refirió a las tendencias evidentes en el mundo hacia una política más conservadora, mencionando a Reagan, a Thatcher y a los recientes movimientos derechistas de Mitterrand. Sorpresivamente, Andrés Sosa Pietri intervino luego para apoyar lo dicho por Eloy, llegando a decir que él había pensado que la asociación debiera ocupar un “espacio de centro-derecha”. Al oír esto, “Randy”, que como anfitrión se había sentado al lado mío, se levantó de esta posición para pasar a sentarse frente a mí, al lado de Andrés. Parecía que lo dominaba su experiencia de jurado examinador universitario. Allí comenzó a cuchichear al oído de Sosa Pietri.

La batalla continuó con las intervenciones muy buenas de Diego, Joaquín y Elías, cada una de las cuales contradijo lo dicho por Eloy y por Andrés. Yo también me sumé a la defensa. Diego le ripostó a Eloy explicándole que precisamente el planteamiento era el de abandonar las ubicaciones políticas que se establecían en referencia a un eje político ya superado. Joaquín dijo que aun cuando los planteamientos del texto de febrero pudiesen resultar a la postre demasiado sofisticados, él consideraba que el esfuerzo valía la pena. Elías hizo otro tanto, y dijo que era necesaria a Venezuela una “redistribución del poder”, tal vez más que una redistribución de la riqueza. Gerardo intercaló algún abstruso comentario en favor de la concreción, al estilo de los más obscuros autores franceses. El Profesor Vanegas permaneció mudo. Más tarde me confesó que se había sentido como “cucaracha en baile de gallinas”.

Después de que su postura recibió contundente respuesta Eloy cambió en algo su tónica. Cambió de la primera persona del singular a la primera persona del plural, y dijo que él creía que “tendríamos”, incluyéndose él en ese nosotros, éxito al principio, pero que le preocupaba el largo plazo, en el que veía las tensiones que produciría una mezcla ideológica demasiado variada. Luego se salió por la tangente, y con su mejor talante aristocrático empezó a dirigirse exclusivamente a Allan Brewer, su colega, para burlarse de la desusada redacción del proyecto de acta constitutiva. Le pregunté qué veía de malo en ella y murmuró algo respecto de la diferencia entre sociedades y asociaciones, sin voltear a verme y agitando las dos páginas del proyecto mientras se reía en su burla. El aporte de “Randy” consistió en decir que lo que estaba faltando era “una paginita”, unas líneas que explicaran lo que se quería. Parecía que no habían bastado las cincuenta páginas de febrero.

Así concluyó la reunión. Habría que redactar “la paginita”. En el trasfondo de la reunión del bufete Brewer habían operado, para sorpresa de mi ingenua percepción, algunas tensiones interpersonales más que reales discrepancias de fondo. Me abstendré de nombrarlas, pero supe más tarde de una pareja de asistentes a esa reunión que en términos prácticos eran poco menos que inmiscibles.

Días más tarde Andrés me dijo que la reunión se me había ido de las manos. Tal vez creyó que yo hubiese podido regañar a “Randy” por su comportamiento de alumno díscolo y a Eloy Anzola por su intervención contraria a la idea sin previo aviso. No comentó nada, por supuesto, de su propia responsabilidad en ese resultado, al haber abandonado meses de análisis y conclusiones a la primera proposición derechista de Eloy Anzola Etchevers. Le dije que “la paginita” no debía ser difícil de redactar por quien leyese el Informe KG 16 y que por lo que respectaba al acta constitutiva tal vez Eloy, Allan Brewer y él mismo, que eran abogados, encontrarían fácil proceder a su redacción. Nunca lo hicieron.

Tampoco, en realidad, les di oportunidad. Entre el primero y el siete de mayo redacté unas “Notas al Proyecto de la Sociedad Política de Venezuela”, las que pude enviar a una buena parte de los destinatarios del texto de febrero. Estas notas fueron propuestas por mí en una reunión que se celebró en mi casa y a la que asistieron Joaquín Marta Sousa, Diego Bautista Urbaneja y Elías Santana. Yo expuse que tal vez Eloy tenía razón, y que como, a fin de cuentas, el proyecto de la “sociedad política de Venezuela” tendería a cambiar la distribución del poder en Venezuela, a lo mejor nos encontraríamos enfrentados tarde o temprano a quienes de un modo u otro estaban relacionados con tal distribución, incluyendo a Brewer, Anzola y Sosa Pietri. Sin embargo, quería preservar mi sueño de una asociación que los incluyera a ellos. Por esto propuse reducir el nivel de compromiso que el proyecto de la “spV”, como llamábamos abreviadamente a la asociación proyectada, exigía de los futuros miembros. Dije que sería suficiente comenzar por la primera función básica: organizar el debate político en Venezuela siguiendo normas científicas para la discusión. Dije también que pensaba redactar, no “una paginita”, sino unas notas que recogieran las observaciones y comentarios que el texto de febrero había venido suscitando para discutirlos o aceptarlos. Diego se opuso a la idea de las notas. Elías y Joaquín, en cambio, estuvieron de acuerdo. Este último repitió que a él el texto de febrero le parecía “insuperable”. Así, terminé de redactar las notas entre las fechas ya mencionadas y las envié. Su contenido es el siguiente:

Desde que ha circulado el proyecto de una nueva asociación política en Venezuela—la Sociedad Política de Venezuela—han venido sumándose observaciones y reacciones que, como se quería, mejoran considerablemente la proposición original. En estas notas quiero reconocer algunas y comentarlas, así como reformular mi proposición según las modificaciones que se deducen de comentarios que mi primera proposición ha suscitado.

1. Por coincidencia, son precisamente mis consideraciones sobre el mercado político nacional (al comienzo mismo del texto de febrero) las que cronológicamente provocaron las primeras observaciones. Andrés Sosa Pietri me dijo que la caracterización de los actores políticos tradicionales era excesivamente dura. Tiene razón. Frases como “…nos hemos convencido de su incapacidad para comprender los procesos políticos..” y “…nos hemos convencido de su incapacidad para diseñar cursos de acción…” (Pág. 4) son inexactitudes que tal vez se excusen en un documento demasiado compacto y que por eso mismo careció de espacio para poder ser más explícito. (Arturo Sosa llamó por cierto mi atención sobre la existencia en el documento de afirmaciones no sustentadas. Para ese entonces ya yo había sentido el desequilibrio de algunos puntos e intentado compensarlos mediante veintitrés notas que hice al documento. Algunas de ellas las copiaré en este análisis).

El más sutil de los atentados a la libertad es el de suponer el futuro como historia congelada. No se puede decir que los actores políticos tradicionales serán incapaces para comprender los procesos políticos o que serán incapaces para diseñar cursos de acción. Si esto es así tiene fundamento la pregunta de Hans Neumann: ¿no será lo indicado trabajar en la transformación de los actores políticos tradicionales? Cuando me hizo la pregunta me recordó el planteamiento de Marco Tulio Bruni-Celli: la reforma del Estado se hará más factible en la medida en que se la comience por la democratización de los partidos.

Parábola. El reino de la política de hoy se parece a la carrera de un joven visionario que presentó el concepto de un computador personal a un ingeniero de una gran firma electrónica con la intención de llevarlo a la práctica dentro de esa empresa. El ingeniero se entusiasmó con la idea y la transmitió a sus jefes, quienes, comprensiblemente, rechazaron el proyecto. Pero el ingeniero se había entusiasmado demasiado y decidió unirse al visionario, con quien, desde un garaje, desarrolló, más que un producto, todo un mercado hasta entonces inexistente, innombrable. Así abrió para el mundo la democratización más básica de todas: la de la base tecnológica de la cultura, la democratización de los medios de producción informáticos. Más tarde y ante el hecho ineludible de que de la noche a la mañana se había descubierto un continente desconocido, las poderosas firmas que antes habían descalificado las visiones de quien primero tocó a sus puertas, no tuvieron más remedio que unirse al movimiento, con éxito en grado variable.

(Steve Jobs no tuvo como primera pretensión desarrollar solo lo que luego sería Apple Computers. Antes de atreverse acudió a Hewlett-Packard. El rechazo estuvo fundado en los paradigmas corporativos de H-P.)

Si los actores políticos tradicionales quieren esperar, prudentemente, a que unos aventureros consigan el nuevo territorio para luego adentrarse en él, no se habrá hecho daño alguno y deberá dárseles la bienvenida. Lo que quiere decir el documento de febrero es que la probabilidad de que H-P rechazara a Steve Jobs era alta, y que por eso en la política exigida por la crisis es necesario que surja Apple Computers.

También es válida en cuanto a este punto la siguiente imagen. En países como España se habla de “reconversión” industrial, lo que aproximadamente quiere decir que la producción española debe pasar de una “segunda” a una “tercera ola”; que inevitablemente significa un cierto grado de desperdicio de inversión ya hecha. Pero puede pedirse a la industria española que proceda a un ajuste menos dramático, a una reconversión menos profunda. En nuestros países falta todavía mucho consumo de segunda ola. (Piénsese en la cantidad de habitantes para los que el consumo de primera ola—alimentación—es todavía un problema.) Asimismo, “botar” a los actores políticos tradicionales significa, desde este punto de vista, desperdiciar instalaciones de difusión y movilización social de inversión considerable. Los actores políticos tradicionales pueden aproximarse, en ajustes significativos sin ser heroicos, en dirección a un nuevo paradigma político. En este sentido, sin embargo, es preciso decir que ninguna aproximación de los actores políticos tradicionales invalida la necesidad de la Sociedad Política de Venezuela, puesto que las tareas políticas necesarias ahora exigen un instrumento que no sea el remiendo de organizaciones que originalmente fueron pensadas para otras cosas.

Por último, participo del criterio expuesto por Diego Bautista Urbaneja en uno de sus recientes artículos: estamos en deuda con los actores políticos tradicionales. De mis notas al trabajo de febrero, la número 18 dice así:

“18. Los actores políticos tradicionales, por supuesto, han aportado muy importantes y beneficiosas transformaciones al desarrollo político nacional. Para empezar, la implantación misma de las más elementales nociones del juego democrático. Nuestro análisis no descalifica a los partidos tradicionales por un inventario de su actual negatividad, sino por la insuficiencia de su positividad. Sin embargo, es posible encontrar dentro de los planteamientos que circulan por los partidos venezolanos algunas ideas positivas, sobre todo ahora cuando han sentido la presión de la desfavorable opinión pública sobre ellos”.

Por esto creo que nuevamente debe intentarse que los actores políticos tradicionales den un salto, se aproximen a un nuevo paradigma, introduzcan cambios netos significativos. Creo que es una ayuda como la que se necesita, la elaboración de una lista aceptable de transformaciones a las que deberían someterse. Es una tarea importante que pienso proponer para que la acometa la Sociedad Política de Venezuela.

2. El capítulo del mercado político nacional es también inexacto en sus referencias al Grupo Roraima y a Marcel Granier. Mis notas 4 y 5 al trabajo de febrero dicen lo siguiente:

“4. Se trata de la llamada “Proposición al País” del Grupo Roraima. El estudio exhibe una excelente arquitectura y está soportado por un útil “banco de datos”. Como avance en la interpretación económica puede destacarse el que ponga de relieve que “la economía se comportó mejor durante el período 1964-73 que durante la bonanza petrolera” (Pág. 7). así como la noción de que Venezuela no es un caso económico único (Pág. 11). Asimismo, el Grupo Roraima ha sido de los primeros en destacar con gran fuerza pedagógica el concepto de zonas de paridad sobrevaluada. (El Grupo Roraima presentó sus proposiciones inmediatamente después de las elecciones de diciembre de 1983). Por último, el estudio establece una distinción entre tres grupos de actividades empresariales según sea el grado de protección que requieren, proponiendo un tratamiento diferencial a grandes rasgos adecuados para cada caso”.

“5. Si bien es cierto lo que apunta la “Proposición al País” del Grupo Roraima en cuanto a la similitud de los modelos de gestión macroeconómica aplicados en países petroleros de distinta clase (Reino Unido, Noruega, Holanda, México y Venezuela), en la situación económica de éstos ha influido también la conducta económica de otros países. Notablemente, ha influido de manera desfavorable la política deficitaria de los EEUU, así como la irresponsable política de préstamos de sus principales entes financieros. En otras palabras, sin que estos dos últimos procesos agoten una lista de factores determinantes de la situación económica mundial y aceptando que los países petroleros adoptaron políticas similares, la explicación de la problemática actual no puede ser fundada únicamente en este hecho. De todos modos, esa postulación del Grupo Roraima tiene gran valor porque señala que nosotros no hemos sido los únicos equivocados”.

Del texto de febrero pudiera desprenderse que el Grupo Roraima y las tesis y las metas de Marcel Granier están íntimamente imbricadas. Esto no es así. Marcel es un activo y respetadísimo miembro del grupo, pero hoy en día no es siquiera miembro de la Junta Directiva. Y aprovecho para decir que también es incompleto el documento de febrero en cuanto a la valoración de las proposiciones sustentadas por Marcel, las que son muchas más que las que aparecen en “El Estado omnipotente vs. la generación de relevo”. Pongo por ejemplo la entrevista que le hace El Nacional el día 5 de mayo. (Pág. C2). Con las cosas que ha dicho en ella estoy prácticamente de acuerdo en casi todo, y soy de la opinión de que junto con los más recientes artículos de Diego Bautista Urbaneja y Joaquín Marta Sosa, esa entrevista es de los discursos más modernos que se hayan escuchado en política venezolana en los últimos años.

El trabajo del Grupo Roraima es excelente. Si no ha tenido más difusión es en gran medida por el ejercicio de la virtud de discreción, muy característica de uno de sus más influyentes directivos. El Grupo Roraima es una suerte de Club de Roma venezolano, con la diferencia, tal vez, de que Eduardo Quintero Núñez busca menos exposición pública que Aurelio Peccei. Es de esperar que el Grupo Roraima, a semejanza del Club de Roma, patrocine más estudios, dando oportunidad a más expresiones del pensamiento científico en materia de políticas públicas.

3. Una última falla obvia de la descripción del mercado político nacional que se hace en el documento de febrero es no haber mencionado la oferta de “la izquierda”. Creo que para propósitos prácticos tal oferta es inexistente. Lo que se llama en Venezuela la izquierda se ha fragmentado aún más que antes después de las últimas elecciones nacionales. Las proposiciones del atomizado liderazgo izquierdista no logran establecer diferencias realmente grandes con el campo socialdemócrata, razón por la que una parte importante de ese liderazgo ha indicado estar dispuesto a moverse hacia una alianza con líderes socialdemócratas como Carlos Andrés Pérez. Así que lo que pudiera ser más propio de la izquierda es un marxismo que todos parecen abandonar ahora en mayor o menor medida, con la excepción de personas de convicciones más fieles al pensamiento de Marx, en un rango que llega a incluir las posiciones de Larrazábal en su feudo privado contra la industria petrolera.

El campo izquierdista alberga todavía muchos ciudadanos de orientación socialmente generosa. El idealismo de una parte significativa de sus filas es energía que puede sumarse a una nueva búsqueda menos moralista y perdonavidas que la típica postura izquierdista. Y hay más de una formulación sostenida por izquierdistas cuya veracidad puede ser asentada en bases radicalmente diferentes al sistema marxista.

Es curioso apuntar que así como pareciera natural que un movimiento social de mucha diversidad ideológica está destinado a la desintegración, lo observable es que la más notoria desintegración en la política venezolana se da en un campo político—la izquierda—caracterizado precisamente por lo contrario: por la existencia de un sistema ideológico que ha aspirado a la más íntima trabazón lógica y a la mayor unidad.

4. El mayor defecto de la proposición contenida en el trabajo de febrero es que carga demasiadas funciones a una asociación que estaría empezando. Creo que la viabilidad de la Sociedad Política de Venezuela está ahora en que no se la pretenda asimilar a esas navajas suizas que son también sierra, lima, mondadientes, lupa, tijera, etc. Y a la Sociedad Política de Venezuela se le describen no menos de cinco funciones diferentes en el documento de febrero, a saber

1. Una función organizadora del debate político, que le prescriba un formato o método científico.

“La Sociedad Política de Venezuela instrumentará el ambiente necesario para dar alojamiento a la invención política y para que las proposiciones que por ella surjan puedan ser adoptadas luego del más estricto análisis y la consulta más amplia posible”. (Pág. 32). “Para esto se instrumentará una normativa que permita la comparación crítica de proposiciones alternas o competidoras y que asegure un máximo de objetividad política..”. (Pág. 33).

2. Una función de formación y emergencia de nuevos actores políticos.

“…es necesaria una nueva asociación política: porque de ninguna otra manera saludable podría proveerse un canal de salida a los nuevos actores políticos”. (Pág. 5).

3. Una función de fabricación, desarrollo y comunicación del nuevo paradigma político.

“Es importante construir lo necesario para que se dé el tránsito de uno a otro paradigma, de uno a otro concepto, de una vieja a una nueva conceptualización. Esto precisa de una nueva asociación política”. “…con unas normas que faciliten la emergencia y difusión de las nuevas concepciones”. (Pág. 28).

4. Una función sui generis de operación electoral.

“…la Sociedad podrá emplear recursos financieros y técnicos en apoyo a la postulación de miembros suyos a cargos electivos, pero siempre y cuando los miembros en cuestión soliciten los recursos descritos luego de que hayan obtenido el apoyo de un grupo de electores”. (Pág. 35).

5. Una función de operaciones y acciones para la transformación política.

“La Sociedad Política de Venezuela es una nueva asociación política que surge con el expreso propósito de ejecutar operaciones políticas, esto es, operaciones que transformen la estructura y la dinámica de los procesos políticos..”. (Pág. 31).

Son todas funciones importantes y necesarias. Pero ahora es preciso que arranquemos con una de ellas, la que, por feliz coincidencia que augura el éxito del camino a emprender, es tanto la más central y primaria como aquella función para la cual estamos preparados. Es la primera enumerada en estas notas. Propongo formalmente que constituyamos ahora a la Sociedad Política de Venezuela con el propósito de servir como organizadora y sistematizadora de una invención política, una crítica política. Una “Royal Society” en la que Moisés Naím o Allan Brewer o el Grupo Roraima o Fundaeconómica presenten sus trabajos a un fuerte examen crítico, conducido con arreglo a normas serias y científicas, examen en el que quedarían desterradas como refutaciones aceptables aquellas que se funden en argumentos ad hominem, o en posturas moralistas de santas cruzadas contra supuestas conspiraciones satánicas, o de lucha de clases contra el villano rico.

Para todo lo que es preciso acometer ése es el primer paso necesario. Venezuela es hoy un hervidero creativo en materia política. De lo que se trata es de organizar la creatividad. Así concebida, la Sociedad Política de Venezuela organizará sesiones dedicadas exclusivamente a la presentación y discusión de trabajos políticos y a la difusión de sus actas de discusión. Asimismo, debe estar dotada de fondos para el financiamiento de estudios políticos siempre y cuando, nuevamente, éstos se alejen de un estilo “humanista” impráctico y tiendan a orientarse operacionalmente. hacia el diseño de soluciones que el país necesita.

Eloy Anzola Etchevers hizo comentarios importantes al trabajo de febrero y al proyecto de acta constitutiva. Respecto de esta última destacó que más que una sociedad el proyecto de acta describía a una asociación. En esto tiene razón, entre otras cosas porque, en virtud del sentido operacional que se le quería imprimir, se planteaba en el proyecto de acta una asociación temporal y no la permanencia y estabilidad que corresponden a una sociedad. En cambio, con el objeto estipulado para la Sociedad Política de Venezuela en esta nueva proposición, lo indicado es una asociación de duración indefinida. Eloy comentó también sobre la dificultad que significaba convocar a una población de aluvión ideológico muy diverso. También tiene razón acá, como Pedro R. Tinoco, quien advirtió sobre la necesidad de coherencia. Claro que hay una respuesta a eso dentro de la primera versión que de la Sociedad Política de Venezuela se ofrece en el texto de febrero y es la siguiente: de lo que se trata es precisamente de abandonar esas ideologías que convierten a Venezuela en una sociedad de enemigos. Pero para esto, claro está, es necesario poder pensar lo político sobre las líneas de un nuevo paradigma, que venga justamente a suplir la función cumplida por las ideologías que es preciso olvidar. Ahora bien, en una versión “Royal Society” desaparece la dificultad, pues ese tipo de sociedad no se compromete con ningún paradigma en particular. La Royal Society o la Academia Francesa de Ciencias no son darwinistas o newtonianas o relativistas; las sociedades científicas no consagran un paradigma científico, ni siquiera cuando se trata del paradigma dominante o más exitoso. Se trata, más bien, de crear un mecanismo que no pretende alcanzar un pacto social, sino que intenta, como lo apuntan Moisés Naím y Ramón Piñango, manejar el conflicto, que en este caso es el de la contrastación de ideas y proposiciones.

Lograr esto es más fácil, obviamente, que lograr la versión de febrero. Pero no se crea que es demasiado sencillo. El sometimiento a la normativa de las discusiones científicas requiere un buen grado de madurez. Al menos ese esfuerzo se lo debemos a Venezuela.

Si el texto de febrero ha podido parecer excesivo quiero ofrecer la excusa siguiente: Olafo el Amargado dijo una vez a Hamlet su hijo que debía intentar alcanzar las estrellas. De ese modo, le dijo, si no puedes llegar a ellas al menos te quedarás en la cima de las montañas.

El trabajo de febrero mereció más comentarios críticos que los que he discutido en estas notas. Por ejemplo, Alonso Palacios Juliac desea saber qué significa en la práctica el concepto de normalización de una sociedad, así como también que se haga más explícita la noción de una tecnología política que permite la ampliación de la democracia. (“En particular, el horizonte tecnológico de lo democrático se ha expandido, y el actual nivel de participación popular en la formación de las decisiones públicas es muy inferior al que tecnológicamente es posible”. Pág. 23). Sé que personas de gran autoridad, como Allan Randolph Brewer-Carías, piensan que la uninominalidad es un principio que no necesariamente es saludable aplicar universalmente a toda elección dentro del sistema político de Venezuela. El mismo Brewer-Carías y Elías Santana coinciden en pensar que la Sociedad Política de Venezuela no debe apoyar electoralmente a nadie, ni siquiera bajo las condiciones estipuladas en el texto de febrero. Yo mismo he seguido en revisión crítica del documento. (Creo, por ejemplo, que la siguiente formulación es errónea: “Si esa opinión favorable fuere de al menos las dos terceras partes de los miembros entonces no sólo sería la proposición así consagrada un programa de la Sociedad Política de Venezuela, sino que entonces sí se exigiría la defensa de la misma por parte de los miembros”. Pág. 33).

Sin embargo, no me ha sido posible encontrar defectos que invaliden la necesidad de la Sociedad Política de Venezuela. Esto, naturalmente, no es prueba de la corrección de las tesis contenidas en mi texto de febrero. Bertrand Russell escribió, en su prólogo al Tractatus Logico-Philosophicus de Wittgenstein, lo siguiente: “As one with a long experience of the difficulties of logic and of the deceptiveness of theories which seem irrefutable, I find myself unable to be sure of the rightness of a theory, merely on the ground that I cannot see any point on which it is wrong”.

La extensión planeada para estas notas no es la indicada para tratar, con la atención que merecen, observaciones como las que he mencionado sin discutir. La Sociedad Política de Venezuela es justamente el espacio apropiado para tal clase de discusión.

……………………

El nuevo giro implicado en la proposición de estas notas de mayo de 1985 aumentó considerablemente el grado de acuerdo. Lo propuesto en febrero, lógico y beneficioso, era, no obstante, un nivel de compromiso bastante mayor que el requerido por la proposición de mayo. Hay una postura “médica” implícita en este desplazamiento. Un médico puede presentar a un paciente un tratamiento que lo llevaría, del estado enfermo en que se encuentra, al estado de un atleta. Pero son pocos los pacientes que pueden transitar toda esa diferencia de una sola vez. Por esto puede resultar más recomendable moderar la ambición del programa terapéutico y diseñar un tratamiento menos exigente, que si no lleva a las condiciones de salud óptima, por lo menos le conduce a un aumento de salud. Esto es, ni más ni menos, lo que traté de hacer con las notas de mayo. Seguía creyendo, como también ahora, que lo planteado en el “documento base” de febrero es fundamentalmente correcto. Pero había señales de que algunas de sus nociones podían ser demasiado. De hecho, aún en esta versión menos agresiva la idea continuó encontrando algunas resistencias.

La nueva formulación facilitó el apoyo de algunos importantes actores sociales que, por su dedicación habitual a tareas no políticas, y en razón de su preferencia por un bajo perfil, difícilmente habrían podido asociarse en una empresa declarada como política desde un comienzo. Así, comencé a hablar de una “Asociación Venezolana para el Avance de la Política” (ASOVAP), en obvia e intencional alusión a las asociaciones para el avance de la ciencia que existen en el mundo entero, puesto que deseaba enfatizar el enfoque científico de la política. Se trató, pues, por una parte, de un redimensionamiento de la proposición original, la que, por supuesto, es una proposición ambiciosa y que, en tal sentido, podía aumentar la incredulidad respecto de su viabilidad. Pero también fue un ejercicio confirmatorio de mi creencia en la bondad de la crítica como único proceso maduro para la mejora de las proposiciones.

Me entrevisté con Eduardo Quintero Núñez el día 9 de mayo. Desde que le había enviado el texto de febrero teníamos pendiente una conversación, y él era una de las pocas personas a quienes había podido hacer llegar las veintitrés notas con las que había soportado luego varias de las afirmaciones de ese documento. Estaban allí las dos notas sobre el “Grupo Roraima” y su trabajo. Le expliqué el nuevo enfoque de la “ASOVAP”, a lo que reaccionó muy favorablemente. Me dijo: “Así es mejor. Las otras funciones quedarán para futuras asociaciones”. Me prometió sumarse a la asociación y también defender mi posición del “principio de puerta abierta”, por el que no debía establecerse discriminaciones a la afiliación de miembros, al tiempo que se evitaba la tendencia a la formación de un instantáneo “cogollito”. Fue a Eduardo Quintero a quien confié por primera vez una inquietud que desde hacía un tiempo venía sintiendo. Le dije que empezaba a creer que yo no debía ocupar la “presidencia”, o la “dirección general” o la “secretaría general” de la asociación, y que exigiría tan sólo el “carnet número uno” de miembro. Según supe después por boca de Gerardo Cabañas, tal declaración, filtrada a varias personas que estaban pendientes del desarrollo del proyecto, había causado gran extrañeza y no poca confusión.

Eduardo prometió también, con su característica magnanimidad, ayudarme económicamente. Desde aquella sugerencia de Luís Ugueto Arismendi de ensamblar un grupo de amigos pudientes que me diesen una contribución económica mensual, la que debía permitirme una dedicación total al proyecto, yo había venido buscando la forma de “legitimar” tal contribución. Me incomodaba la noción de recibir un aporte económico que yo no contraprestase directamente con algún servicio. Así, no había continuado solicitando contribuciones mensuales después de haber logrado respuestas positivas de las tres primeras personas a quienes las solicité. En los escasos momentos que dedicaba a pensar sobre mi situación económica comencé a diseñar un servicio que podría resultar interesante, útil y “legítimo”. La idea consistía en reunir mensualmente a un grupo de importantes actores sociales y hacer para ellos una suerte de Informe Krisis en vivo. Eduardo Quintero acogió la idea y me sugirió que reuniera al grupo en un hotel y expresara este costo en la factura de los servicios.

El día martes 14 de mayo tuvo lugar una mesa redonda de la Asociación Venezolana de Ejecutivos sobre el tema de la reforma del Estado. Esta mesa redonda me había sido ofrecida por la AVE. Esto es, se me había permitido escoger el tema, escoger los participantes y la fecha. Pedí que fuesen invitados Pedro R. Tinoco hijo, Carlos Blanco (Secretario Ejecutivo de la Comisión para la Reforma del Estado), Ignacio Andrade Arcaya y Diego Bautista Urbaneja. Previamente, algunos de los periodistas invitados, entre ellos Carlos Chávez, habían recibido copias del informe de febrero. Chávez transcribió en su columna de “El Universal” todo el último capítulo, “Tiempo de Incongruencia”, el que hace referencia a los rasgos desusados, poco comunes, del liderazgo necesario. Finalizó esta trascripción con un muy positivo comentario, en el que decía que la asociación era un proyecto del que habría que estar pendiente. Luego haría elogiosos comentarios a mi participación en la mesa redonda.

A la mesa redonda asistió un inteligente grupo de periodistas, Chávez como decano de los mismos. Al finalizar llegaron las cámaras del canal cuatro de televisión. Le dije al Dr. Tinoco que se quedase para que lo entrevistaran. Él me respondió, generosamente: “No. Aquí la estrella es usted”.

José Rafael Revenga, Vicepresidente Ejecutivo del canal cuatro me llamó a la tarde misma del día de la mesa redonda. De allí salió una entrevista con él que me hacía falta, a nivel personal, desde hacía mucho tiempo. Hubo una época en la que José Rafael era mi principal estímulo intelectual y en la que prácticamente hablábamos todos los días, y hacía ya un buen tiempo que no conversábamos. De esta reunión surgió una invitación a aparecer en el programa de Carlos y Sofía Rangel, cosa que ocurrió dos semanas después. Allí expuse las líneas generales del diagnóstico contenido en el documento de febrero, el que justifica la necesidad de una nueva asociación política. Cuando recibí la llamada de Carlos Rangel éste me aseguró que la entrevista duraría unos doce minutos. Después de efectuada, yendo de la estación televisora de regreso a mi casa, me sentía disgustado. La sensación que tenía era la de haber hablado no más de cinco minutos. Al observar la grabación en mi casa me di cuenta de que la duración real había sido, efectivamente, muy cercana a los doce minutos. Me di cuenta, además, de que Carlos me había ayudado, muy profesionalmente, interviniendo para hacer que me explicara mejor ante el público. No me había dado cuenta de eso al saludarle a él y a Sofía al término del programa, por lo que les envié una nota de agradecimiento. Posteriormente hicieron llegar una invitación a Diego Urbaneja para que hablara del mismo tema en el programa. Tanto a José Rafael Revenga como a Carlos y Sofía yo les había dicho que me gustaría no aparecer solo y que apreciaría que se le diese oportunidad a otros, entre los que nombré a Diego y a “Randy” Brewer. En la entrevista que le hicieron a Diego Urbaneja creí ver dos curiosos detalles: el primero es que no miraba ni a la cámara ni a los entrevistadores; el segundo, que cuando Carlos y Sofía le preguntaron nombres de personas que conformarían el nuevo movimiento político empezó por el mío, diciendo que yo era quien “tal vez” había trabajado más en la idea. Todavía parecía estar en su año de indecisiones, pues no parecía estar seguro de quien era el principal autor del concepto de la “spV”, a pesar de que según él, eso eran “mis ideas”.

El martes 21 de mayo conocí a Luís Carlos Galán en la Embajada de Colombia. Le hice llegar un ejemplar de Válvula por intermedio del embajador. En una recepción anterior ofrecida por la embajada me había enterado, al conocer al arquitecto Carlos Celis Cepero, colombiano residenciado en Venezuela desde hace muchos años, que éste había entregado una copia de Válvula a Belisario Betancourt, cosa que, naturalmente, me alegró mucho. Galán me impresionó bien en los pocos minutos que pudimos tener de conversación. Me explicó su proposición de congelar el diferendo entre Colombia y Venezuela para permitir acuerdos operativos comunes para el desarrollo del área del Golfo de Venezuela. También escuché de él sus apreciaciones de la campaña electoral por la presidencia de Colombia, en la que él participaba como candidato del “Nuevo Liberalismo”.

Por esos días recibí una llamada de Marcel Granier. Marcel me explicó que había leído mis notas de mayo, en las que se incluía el párrafo laudatorio acerca de su entrevista en El Nacional, por el que me agradeció. Sin embargo, no había leído el trabajo de febrero, al que tales notas, por supuesto, se referían. Mientras hablaba telefónicamente con él verifiqué en el computador el registro de envíos del documento de febrero. Marcel aparecía como destinatario de los envíos del día 7 de marzo, pero no tenía el documento en su poder. Quedamos en entrevistarnos y en que yo le haría llegar un ejemplar del texto de febrero o se lo llevaría personalmente al visitarle. La entrevista tuvo lugar el jueves 23 de mayo. Le llevé lo prometido y le expliqué a grandes rasgos el concepto de la “sociedad política de Venezuela”. Le dije también que entre su pensamiento y el mío había algunas diferencias. Marcel me dijo que por lo que yo le había explicado no veía dónde estaban tales diferencias. Me referí entonces a los planteamientos iniciales de su libro, en los que se incluye aquella explicación de nuestro subdesarrollo en términos de la holgazanería de un pueblo que se habría acostumbrado a recibir los frutos de la tierra sin dar un esfuerzo a cambio. Volví a recordarle la entrevista que él le había hecho a Felipe González y mi explicación de por qué no se le había hecho mucho caso a la parte en la que González habló de la necesidad de modernizarse, de montarse en “el tren de la historia”: no le hicimos caso porque predomina en nosotros una evaluación negativa de nosotros mismos, una lectura depresiva de nuestras propias posibilidades. Le dije a Marcel que cosas como las apuntadas por él en el comienzo de su libro contribuían a deprimir aún más la habitualmente baja autoestima del venezolano. Luego de volver al tema de la “spV”, Marcel me preguntó directamente: “¿Qué es lo que tú buscas?” Al preguntarle si se refería a mis metas personales específicas me contestó: “Sí, porque ya está claro que a ti no te interesa el dinero. Si tú hubieses querido hacer dinero lo habrías hecho, desde las posiciones que has ocupado. Así que, ¿cuál es tu meta?” Le respondí que a corto plazo quería establecer la “spV”, y que un poco más allá la imagen que tenía de mi carrera política era la de ser postulado por un grupo de electores al Congreso de la República. Marcel prometió leer con atención el documento de febrero y manifestó su interés de pertenecer a la asociación, cosa que confirmaría luego de su lectura.

La secuencia de lectura de Marcel resultó desafortunada: las experiencias de los psicólogos indican que es mejor dar las malas noticias antes de las buenas. Marcel había leído primero el elogio que hice de su entrevista en El Nacional y después la crítica que había hecho de su libro en el texto de febrero. No podía estar muy feliz por eso. Así se lo comenté, lamentándome del orden en que leyó las cosas, en una nota que le envié posteriormente. No obstante, debo decir que habla muy bien de él que continuara abierto e interesado en el proyecto aún después de haberse enterado de la crítica. Por otra parte, alguna huella creo haber dejado en lo que respectaba a la prédica negativa sobre lo venezolano. Poco después los televidentes notamos un cambio de formato en su programa Primer Plano. Marcel comenzó a incluir comentarios positivos y referencias a meritorias actuaciones de venezolanos antes de arrancar sus entrevistas, así como se notó una campaña positiva del canal dos de televisión: “Los venezolanos estamos haciendo las cosas muy bien”.

A fines de mayo volví al Colegio El Ángel, por invitación de Elías Santana, para hablar a sus alumnos sobre el tema hispánico. Antes había repartido ejemplares de Válvula a los muchachos. La experiencia fue increíblemente refrescante. La tesis no tenía ninguna dificultad con los jóvenes, quienes la ven con mucho menos problema que muchos adultos.

El día 30 de ese mes almorcé con Marino Pérez Durán. Marino es un carismático profesor universitario, de origen cubano, que asesora a Krygier, Morales & Asociados. Alberto Krygier había querido que conversara con él, pues le había hecho llegar una copia del texto de febrero y Pérez Durán tenía algunos comentarios. Marino me llevó a comer unos apetitosos sandwiches cubanos que hacen en un local de la Ciudad Comercial Tamanaco. De tanto hablar no hice más que mordisquear el mío. Los comentarios de Pérez Durán eran de corte escéptico. Marino es otro de los que piensa que “hay AD y COPEI para rato”. Pero una afirmación de Marino Pérez Durán quedaría en mi mente mucho tiempo, sin que pudiera tenerle una respuesta clara hasta meses después. Su inocente pero crucial aserción fue la siguiente: “No me gusta el nombre de ‘sociedad política’ para la asociación que propones. La sociedad política es el Estado entero”.

Comenzó el mes de junio. Mes estándar de inquietud económica. Tendría que darme prisa para constituir el grupo que le había planteado originalmente a Eduardo Quintero, para el que ya había obtenido siete respuestas positivas de siete sondeos que había hecho. De lo contrario muy pronto no tendríamos con qué comer en la casa. Una interrupción del proceso fue la inesperada intervención quirúrgica de Luís Armando, mi hijo varón más pequeño. Además de descuadrarme la agenda esto introdujo una nueva minibancarrota. En el estado de mi economía un neumático dañado bastaba para desequilibrar absolutamente el precario presupuesto. Tuve que pedir ayuda. Eduardo Quintero y Carlos Zuloaga salieron adelante nuevamente, aunque mis llamadas de urgencia no hicieron nada para impresionar favorablemente a Eduardo, quien desde hacía tanto tiempo venía esperando que yo “concretara”.

El 12 de junio me invitó a almorzar Gustavo Tarre Briceño. Algo había sabido, por Eduardo Fernández, de la idea de la nueva asociación política que yo estaba promoviendo. Le expliqué un poco del asunto durante el almuerzo y le entregué una copia del texto de febrero, la que prometió leer durante su inmediato viaje a Brasil. Gustavo insistió en esa oportunidad en que mi renuncia a COPEI no sería aceptada y me invitó a participar activamente en la preparación del “congreso ideológico” de su partido. En cuanto a lo de la renuncia le dije que yo no podía regresar a COPEI y que, en todo caso, yo no había descartado aún que Eduardo Fernández fuese un candidato apoyable a la Presidencia de la República en 1988. Si llegaba a convencerme de esto, le expliqué a Gustavo, mi ayuda a Eduardo sería prácticamente imposible dentro del partido, en el que mi fuerte oposición a Caldera le resultaría altamente incómoda a Eduardo Fernández. Por lo que respecta al congreso ideológico tuve que declinar, pues Gustavo me había dicho que les hacía falta un nivel intermedio, sociológico, entre un nivel principista y filosófico que estaba confiado a Enrique Pérez Olivares y Arístides Calvani, y un nivel de políticas específicas del que se ocupaban diferentes comisiones. Gustavo creía, y me aseguró que también Eduardo, que yo era el indicado para establecer un “puente” entre esos dos niveles.

En esas condiciones, expliqué, lo que se me pedía era involucrarme en algo en lo que yo no creía, puesto que pensaba que la política ya no podía seguir “deduciéndose” a partir de un piso principista y abstracto de principios ideológicos generales. Le dije que estaba dispuesto, no obstante, a expresar mi opinión respecto del esquema general del congreso a Guillermo Yepes Boscán, coordinador del evento.

Por esos días publicó Eduardo Fernández un artículo que llamó “La conspiración satánica”, haciendo uso de la frase de Caldera de hacía unos meses. En este artículo, publicado en el diario El Nacional, Eduardo hacía una especie de retrato hablado de los “conspiradores”, advirtiendo contra quienes osaran cuestionar a los partidos, puesto que criticar a los partidos equivaldría automáticamente a denigrar de la democracia como sistema. No hacía más, pues, que repetir la falacia de la identificación de partidos concretos con democracia. A este artículo riposté en uno que envié a El Nacional bajo el título de “La conspiración angélica”. No fue publicado por mi expresa petición. Esas semanas de junio fueron unas semanas de extrema agitación nacional. Vino una nueva ronda de malas noticias del lado petrolero y fueron esas las semanas de intensos rumores contra el Banco Unión y el Banco Latino. Pronto vendría la Asamblea Anual de FEDECÁMARAS y el ambiente se encontraba caldeado a raíz de fuertes discrepancias alrededor del órgano principal del “pacto social”, la Comisión Nacional de Costos, Precios y Salarios. La psiquis nacional se sumergió en lo que llamé una “nueva capa de crisis”. Sentí por esos días una profunda preocupación por el país. El gobierno respondió más o menos adecuadamente y pudo represar el pánico que ya amenazaba con producir graves “corridas” contra los bancos señalados por los rumores, los que fueron deliberadamente propalados. Los médicos de la Clínica Ávila, por ejemplo, en cuya sede opera una agencia del Banco Unión, fueron llamados telefónicamente por personas que permanecieron anónimas. En dichas llamadas se les informaba con todo detalle del monto de sus respectivas cuentas corrientes y se les “aconsejaba” retirar los fondos antes de la debacle que sobrevendría. Ante esta campaña el gobierno reaccionó con rápidas y eficaces declaraciones de Carmelo Lauría, quien se dejó ver junto con los principales directivos del Banco Unión. Una extraña declaración de Octavio Lepage estuvo a punto de derrumbarlo todo. Desde la primera plana de El Nacional Lepage comentaba que ¡había mucha gente ingenua que se dejaba capturar por la propaganda de los bancos en vez de fijarse en su verdadera solidez! La increíble paciencia del venezolano, tal vez más que los buenos oficios del gobierno, impidió que el pánico de esos días adquiriera las dimensiones de un colapso.

La nueva capa de crisis, sin embargo, tornó peligrosa la coyuntura. Apartando la eficacia de las campañas de descrédito contra el sistema bancario, la sensibilidad ante la situación se evidenció en un aumento claro de la reacción alérgica de los actores políticos tradicionales ante las crecientes críticas. Se reeditó, como vimos, el tema de la “conspiración satánica”, se produjeron reuniones de gobierno y oposición, y notorios aplausos y apoyos del máximo liderazgo oposicionista al discurso del Presidente de la República en la asamblea de FEDECÁMARAS, el que en su parte final hizo directa alusión al “descrédito” del sistema que significaría la continua crítica a los partidos. Hasta una que otra destitución violenta, tanto en medios públicos como privados, signó los días como unos de especial sensibilidad de los actores políticos tradicionales.

La crisis, en su nueva capa, agravó el estado de sobrecarga decisional al que está sometido nuestro sistema político. En la oportunidad de mi aparición en el programa de Carlos y Sofía Rangel recordé una anécdota de Héctor Hernández Carabaño. Cuando aún no había cumplido siquiera un año como Ministro de Educación de Rafael Caldera, en 1969, Héctor convocó a un grupo de amigos relacionados con actividades fundacionales para plantear una angustiosa situación. Su ministerio, nos explicó, era el único que, con un Congreso en manos de la oposición, había obtenido un aumento presupuestario respecto del año anterior. Había logrado ciento treinta millones de bolívares adicionales, por la época una cantidad muy considerable. Ahora bien, a las pocas semanas un conflicto laboral de los maestros había cobrado ochenta de esos ciento treinta millones. Cuarenta millones más se necesitaban para reparaciones de emergencia en aulas que amenazaban con caerse. Le quedaban diez millones de bolívares para innovar en materia de educación. Lo más grave, sin embargo, no era la escasez de fondos. Hernández Carabaño confesó no tener tiempo para una calmada reflexión sobre el futuro de la educación en Venezuela. Todo el día se la pasaba, según sus propias palabras, “apagando incendios”. Por esto nos había convocado, para que nos dedicáramos a la tarea de pensar el futuro de la educación venezolana. Dije a los televidentes de Carlos y Sofía que era ahora el gobierno en general, y todo el estrato dirigencial del país el que se encontraba sobrecargado, ante la simultaneidad y gravedad de los problemas. En tales circunstancias sentí que era en buena medida irresponsable una reiteración de la crítica y que lo requerido era un apaciguamiento y hasta un apoyo al gobierno. Así lo expresé a varios influyentes actores, pues llegué a sentir, tal vez exageradamente alarmado, que la situación de sobrecarga del sistema pudiera desembocar en apagón. Llamé a la secretaria de Alberto Quirós Corradi y le pedí que no se publicase “La conspiración angélica”, enviando en su lugar uno sobre el concepto de “democracia científica”. Envié una copia a Eduardo Fernández, sin embargo, para que supiera lo que yo pensaba de su infortunada “conspiración satánica”. En la carta que la acompañaba reiteré mi renuencia a participar en el “congreso ideológico”, repitiendo lo que le había dicho ya a Gustavo Tarre Briceño.

Por ese tiempo me pareció ajustada la siguiente imagen para la analogía con la crítica situación: la ciudadanía podría reaccionar a los planteamientos de la “spV” como los espectadores de una película que desde el comienzo muestra el desarrollo de un incendio. Un incendio, por cierto, más grande que los que Hernández Carabaño confrontó en su época. En los minutos más recientes del espectáculo, una nueva conflagración surge y pasa a primer plano. El espectador ve cómo unos protagonistas (los actores políticos tradicionales), mal que bien se afanan en controlar el nuevo episodio de fuego (por más que su técnica bomberil haya sido responsable de algunos de los puntos que arden). Entretanto, en la acera de enfrente, unos “extras” de la película (estos impertinentes y noveles actores políticos de la “spV”), estaríamos comentando críticamente sobre la organización del cuerpo de bomberos, sobre la conveniencia de regresar al color rojo de los carros-bomba según muy recientes estudios y alguna que otra exquisitez de ese tipo, cuando lo que deberíamos estar haciendo es tomar algún cubo de agua y ayudar en el control del incendio. En reversión de la analogía, más que criticar debiéramos estar proponiendo soluciones.

De modo que de mi parte hubo un explícito frenazo al ímpetu gestador de la “spV” o, por lo menos, un desplazamiento del énfasis que por entonces concedía a la organización del debate entre las cinco funciones ya descritas. Consideré entonces más cercano al deber público la función de desarrollar el nuevo paradigma y, por extensión natural, el desarrollo y proposición de tratamientos. Recomendé una disminución en el tono agresivo de algunos muy legítimos planteamientos y en general dediqué mucho tiempo al problema de pensar en contribuciones, en cubos de agua que aportar para apagar el nuevo incendio. Así, por ejemplo, me reuní con Alberto Quirós Corradi y le expuse mi evaluación del momento. Alberto había publicado en El Nacional unas notas en un muy fuerte lenguaje contra el ministro Arturo Hernández Grisanti, con lo que prácticamente hacía imposible que el segundo número de Válvula, el que contendría como trabajo central un largo artículo de Alberto Quirós (y que también llevaba su carga de agresividad), fuese adelante, pues Válvula era órgano de relaciones públicas de las empresas de Andrés Sosa Pietri, cuya principal clientela la constituyen las empresas petroleras del Estado. Alberto entendió el mensaje. Comprendió asimismo que los “conjurados satánicos” de la “spV” no éramos, por lo demás, una fuerza consolidada, como para permitirnos la necedad táctica de un avance frontal contra los actores políticos tradicionales, los que habían dado muestras de estar dispuestos a combatir a sus críticos por los métodos más duros. Alberto resumió lo que debiera ser nuestra táctica en la siguiente frase: “un tiro y p’al monte”.

Salió a relucir, además, una información que Diego Urbaneja había obtenido de Andrés Stambouli. Diego y yo habíamos asistido a una reunión del Grupo Macondo, llamado así porque se reúne en la mansión de Miguel Henrique Otero, con ese nombre, en Sebucán. A este grupo pertenecen, entre otros, Gustavo Tarre Briceño, Andrés Eloy Blanco, Carlos Blanco, Moisés Naím, Andrés Stambouli y, por supuesto, el propio Miguel Henrique Otero Castillo. Se trata de una especie de círculo de discusión y análisis que se reúne quincenalmente y que había invitado ya a varias personalidades del mundo político nacional. Diego Urbaneja y yo fuimos invitados a presentar el proyecto de la “spV” En esa ocasión nos trabamos en una fuerte discusión con los dos representantes de partido, Andrés Eloy Blanco y Gustavo Tarre. Gustavo nos dijo, en dos platos, que nosotros no éramos políticos profesionales, sino técnicos que debiéramos estar al servicio de los verdaderos políticos, a quienes no entendíamos, según él, porque nosotros no estábamos en posesión de informaciones que ellos sí tenían a su disposición. Unos días más tarde de esta tensa interacción Andrés Stambouli dijo a Diego Urbaneja que podría haber algo de cierto en el desplante de Tarre Briceño, y que habría estado refiriéndose a una real actividad conspirativa, a la que se asociaban los nombres de Marcel Granier, del general José Antonio Olavarría y de Alberto Quirós Corradi. Alberto reaccionó de buen talante ante esta información y me dijo que pensaba preguntarle a Caldera si era verdad que el establishment político tenía informaciones de una conspiración verdadera, puesto que si era así él sería el primero en defender el sistema democrático, para lo que ponía el periódico a la orden. Le dije también a Alberto Quirós mi opinión sobre la excusa de la conspiración. Es posible admitir que en toda sociedad democrática subsiste siempre un cierto porcentaje de ciudadanos que preferirían un régimen dictatorial “de orden”. Podemos admitir también que ese porcentaje tiende naturalmente a ascender en épocas de crisis. De hecho, sería sorprendente que en Venezuela no hubieran aumentado, en los últimos años o meses, las conversaciones que se permitieran tratar la “conveniencia” de un golpe de Estado. Tales imágenes, por ejemplo, están circulando con más frecuencia en los estratos de población de bajos ingresos. Pero, si, por una parte, el liderazgo político nacional estaba, como se nos quiso hacer suponer, en posesión de informaciones concretas, ¿a qué venía entonces la acusación difusa? ¿Por qué, si se disponía de información precisa y privilegiada sobre actividad conspirativa, con nombres y apellidos, no se emplearon los medios normales de policía del Estado?

La acusación genérica de la “conspiración satánica” es altamente sospechosa de ser una mera reacción alérgica a la crítica, lo que resulta irónico si uno se detiene a pensar que la labor cotidiana de nuestros políticos consiste precisamente en criticarse a ellos mismos. Pareciera que pretenden reivindicar el privilegio de criticarse entre sí, el derecho exclusivo al ritual de una crítica que recuerda aquellas escenas iniciales de 2001, Odisea del Espacio, la película de Kubrick en la que dos bandas de antropoides gastan, todos los días, unos minutos en enseñarse los dientes, para luego beber agua del mismo riachuelo desde márgenes opuestas. Durante esos meses de los rumores en contra de ciertos bancos hubo, es cierto, actividad específicamente dirigida a alarmar a los depositantes. Hubo organización de ese incipiente terrorismo psicológico, pero si no tenemos presos por esa criminal actividad entonces la seguridad del Estado está fallando, aparte del ya mencionado desliz de aquella infortunada declaración del jefe de las fuerzas de seguridad del Estado. Ahora bien, englobar a toda crítica extrapartidista de los partidos bajo el rubro de la conspiración es una infantil y poco convincente defensa, tan ineficaz como la aborrecible práctica de asustar a los niños con el diablo.

De esta entrevista con Alberto Quirós Corradi es mi tercera consulta en torno al asunto de si yo debería asumir la dirección de la “spV”. Después de haber planteado a Eduardo Quintero Núñez mi noción de dejar esa responsabilidad en otras manos, a fin de que no se pudiera decir que yo había propiciado la creación de una organización para que sirviera de plataforma de lanzamiento de mi personal carrera pública, había hablado en el mismo sentido con Luís Ugueto Arismendi. Luís reaccionó horrorizado. Me dijo que eso sería mi suicidio político; no debería nunca, según él, dejar el control del “aparato” en manos de otra persona que lo emplearía para bloquearme. Era cuestión, en palabras de Luís Ugueto, de “política práctica”. Alberto Quirós me dijo algo que consideré más sabio. Me dijo: “Eso no es un asunto que decides tú. Eso lo deberá decidir el grupo de los miembros. Si deciden que tú debes ser el que dirija no vas a poder rechazar la responsabilidad, y sí deciden que tú no eres el hombre entonces tampoco podrás imponerte”.

La reunión con el Grupo Macondo había llegado ya a oídos de Quirós Corradi, Según él, Carlos Blanco le habría reclamado cordialmente que él estuviese metido en la promoción de esa nueva asociación y que no lo hubiese invitado. Carlos Blanco había recibido en casa de Otero Castillo un ejemplar del texto de febrero.

Otros incidentes más son dignos de relatar de esa “noche de Macondo”. Yo llegué puntualmente, un poco más temprano que el anfitrión, quien fue el segundo en llegar. Mientras venían los demás tuve tiempo de conversar algunos minutos con Miguel Henrique Otero. Así le pregunté por una asociación de parlamentarios independientes que se había anunciado días antes en la prensa, y en la que él aparecía como líder principal. Me dijo que esa asociación “no iba p’al baile”, que una asociación de muchos jefes con un aparato era un partido, y que él no iba a participar en eso. “Pa’esa vaina me inscribo en COPEI. Lo que hay que hacer es tener un aparato de puros indios con un solo jefe”. Luego, durante las preliminares de la reunión, alguien tocó el tema de Quirós como director de El Nacional. Otero Castillo dijo que él, siendo accionista del periódico, no usaba El Nacional para su promoción, y que él se cuidaba de pagar su publicidad aún en su mismo diario.

Por último, unas horas antes de la “reunión de Macondo”, Diego Urbaneja y yo conversábamos con intención de coordinar nuestra presentación del proyecto ante el grupo. Diego propuso que simplemente yo iniciara la presentación con “mi cassette”, queriendo decir con esto que hiciera uso de una suerte de presentación estándar que, a lo largo de los meses, se había venido formando. Antes de salir para la reunión Diego me dijo: “Por cierto, tú no serías mi candidato a la Presidencia de la República. Mi candidato es Alberto Quirós”. Al preguntarle por qué hizo una justificación basada en las excelencias gerenciales de Alberto Quirós Corradi.

En la preparación de la reunión Diego había expresado su poco interés de discutir el tema de la “spV”. con los “macondistas”. Miguel Henrique Otero no es santo de su particular devoción. Así, no esperaba mucho de la misma. A algún miembro del grupo había catalogado entre las nuevas figuras que empezaban a surgir en la política nacional y que estarían inmersas en un pescueceo por sobresalir. A pesar de esto, su tónica antes de la reunión fue de plantear amistosamente las cosas. Yo no me sorprendí de mi agria discusión con Gustavo Tarre; a fin de cuentas había que descontar mi previa militancia copeyana y la secuencia de rechazos a las invitaciones de COPEI. Lo que sí me sorprendió fue la airada intervención final de Diego contra los “partidos del status”. Fue tan fuerte que tuve que intervenir conciliatoriamente, totalmente fuera de carácter, pues usualmente el malcriado soy yo.

Ya por ese entonces comenzábamos a utilizar unas oficinas que Andrés Olavarría, hermano de José Antonio y primo hermano de Jorge Olavarría, tenía disponibles en San Rafael de La Florida. Conociéndome a mí mismo, sabía que a pesar de las presiones económicas yo estaría más pendiente del proyecto de la “spV” que del grupo de clientes que esperaba mi servicio de la reunión mensual para presentar un análisis y pronóstico de la situación nacional, la que había propuesto originalmente a Eduardo Quintero Núñez y que ya contaba con la buena disposición de Marcel Granier, Pedro R. Tinoco, Frank Alcock, Alberto Krygier, Andrés Sosa Pietri, Alberto Quirós y Hans Neumann. Arturo Sosa y Gustavo Julio Vollmer estaban “por cuadrar”. Por esa razón fui a hablar con José Antonio Olavarría, primero de una empresa, más tarde de la resurrección de una antigua asociación civil a la que ambos pertenecíamos y que podría ocuparse de servir las reuniones mencionadas a los clientes. José Antonio reaccionó positivamente. Sacó dos mil bolívares en billetes de su maletín y me los entregó como ayuda de emergencia a mi precaria economía. Luego ofreció hablar con Andrés su hermano para darme un espacio de oficina desde el que pudiera trabajar más fácilmente que en mi casa, donde en las tardes tenía la continua interrupción de los niños.

De este modo fue como Andrés me invitó a visitar sus oficinas de La Florida. Le avisé a Diego Urbaneja para que fuese conmigo. Una mañana de finales de junio recibimos el tremendo impacto de unas oficinas que envidiaría el más sofisticado think tank internacional. Las oficinas de Andrés eran, sencillamente, magníficas. Quedé deslumbrado e irresponsablemente distraído por las instalaciones, las que parecían hechas a la medida para Heuris, una asociación civil que yo había fundado en 1978. El alquiler de estas oficinas, o su compra, serían para mí más que imposibles, pero tal vez no para los miembros de esta asociación. Ellos son Frank Alcock, Leopoldo Baptista Zuloaga, José Alí Briceño, José Antonio Gil, Marco Lovera, Gustavo Antonio Marturet, Eugenio Antonio Mendoza, Eduardo Mier y Terán, José Antonio Olavarría, Wolf Petzall, Eduardo Quintero Núñez, Alberto Vollmer, Gustavo Julio Vollmer y Roberto Wallis Olavarría. La asociación fue fundada con el objeto de elaborar “todo tipo de estudios, informes y proyectos relacionados con problemas de naturaleza e interés público”, así como el de preparar y realizar “seminarios, cursos y conferencias”. Es una asociación sin fines de lucro, tiene prohibido estatutariamente realizar actividades políticas, así como prescrito que “en el cumplimiento de su objeto social se regirá fundamentalmente por el rigor, la objetividad y la imparcialidad de la actividad científica”. Propuse a José Antonio Olavarría la reactivación de Heuris, en hibernación desde que nuestros intentos de arrancarla con servicios de análisis a la Secretaría Permanente del Consejo Nacional de Seguridad y Defensa fracasaron, en parte por un mal año de José Antonio en su carrera militar. (José Antonio fue el número uno entre los egresados de su promoción de la Academia Militar. El año de 1978 debía ser ascendido a coronel. La crítica actividad de su primo Jorge Olavarría, en contra del presidente Pérez y durante la campaña electoral de ese año, influyó para que el ascenso de José Antonio Olavarría fuese negado. Para contribuir a un terrible año de José Antonio, en 1978 murieron, con un corto intervalo de separación, su padre y su hermano Carlos. Este último piloteaba el avión en el que también encontró la muerte Renny Ottolina). El cambio previsto para después de las elecciones en los comandos de la Secretaría del Consejo alteró, por lo demás, el ambiente de la organización. Después de un seminario organizado por Heuris y que dictó el profesor Yehezkel Dror, pusimos a Heuris en el congelador.

Así, me di a la tarea de darle sentido a una reactivación de Heuris. Hablé del asunto con Gustavo Julio Vollmer, Frank Alcock, Leopoldo Baptista, Hans Neumann, Pedro R. Tinoco, y Arturo Sosa, con resultados aceptablemente positivos. Para dedicarme a la producción de los “tratamientos” con los que contribuiríamos a la crisis nacional, propuse a José Antonio Olavarría que ocupara mi lugar en la presidencia de Heuris, pensando que él podría ocuparse de lo que me interesaba menos: los recursos y su administración. José Antonio tuvo más de un viaje por esa época en la que pasaba a retiro, culminando su carrera militar con la Comandancia General del Ejército. No me fue tan fácil interesarlo. Por esos momentos ya se le había conversado de la Embajada de Venezuela en Bélgica, y Lucía, su señora, la generala, estaba decidida a que aceptaran ese cargo. Las veces que le exigí una mayor dedicación a la repromoción de Heuris me contestó que me pusiera a vender servicios. Se refería tanto al grupo de clientes para la reunión analítica mensual como a la posibilidad de cursos que yo dictara, pues él sabía que ya había “prevendido” uno a una operadora petrolera.

El planteamiento de una segunda oportunidad de “Heuris” estaba justificado dentro de un cuadro de evolución de la idea de la “spV”. Esquematicé esta evolución en un cuadro que presenté a algunos.

En el cuadro se mostraba cómo había pensado originalmente que una sola organización se ocupase de todas las funciones. En mayo se había restringido la “spV” a la primera, dejando sin determinar las asociaciones que “vendrían después” a ocuparse del resto. En julio hablaba ya de la Asociación Venezolana para el Avance de la Política y suponía que Heuris podría contribuir a la formación del nuevo paradigma político y a la proposición de tratamientos. Su nombre aparece en el cuadro entre paréntesis porque creo que tal tarea no puede ser reivindicada por una única organización. En la creación de las nuevas nociones políticas debía haber campo para que la creatividad política funcionara, sin importar de donde viniera y sin establecer una organización como la exclusiva portadora de la “verdad política”. Finalmente, se restablecía la denominación de “sociedad política de Venezuela” para una organización que se ocupase de las tres últimas funciones: las verdaderamente políticas, pues son las que se relacionan más directamente con el tema del poder y con la transformación intencional del ambiente político.

Otra vez apelé a una imagen para explicar la función que debía llevar adelante la ASOVAP. En el debate político cotidiano la interacción se produce de un modo muy irregular: junto a la presencia de argumentos serios es muy frecuente encontrar argumentos deleznables, ataques personales, francas mentiras y acusaciones sin fundamento. Lo que estaba proponiendo era limpiar el debate, para dejar al desnudo la verdadera cuestión: el contraste de las proposiciones de tratamiento de los problemas públicos. Esto es parecido, decía, a la introducción de las reglas del marqués de Queensberry para la sistematización y ordenamiento del boxeo. Y la ASOVAP debía ser una especie de cuadrilátero en el que los políticos pudieran boxear con guantes, en episodios cronometrados, sin pegar por debajo del cinturón, con un árbitro. De hecho, esta imagen me permitió explicar a algunos amigos por qué yo no quería asumir la dirección de la ASOVAP. Yo quería ser boxeador y no empresario de boxeo.

El ambiente de Heuris me permitía establecer una relación funcional más clara con Diego Bautista Urbaneja, la que se había hecho difusa y aún tensa como resultado del “problema de los soles”, una de cuyas expresiones giraba en torno a quién sería el más indicado para dirigir la “spV” o la ASOVAP. Ya para la época inmediatamente posterior a la reunión en el bufete de “Randy” Brewer yo le había confiado a Diego mi convicción de que yo no debería ocupar esa posición. En plan de amistosa confidencia llegué a decirle que no sólo las razones de credibilidad, sino las relativas a mi vulnerabilidad financiera personal, y hasta aspectos de mi carácter, me indicaban que yo debía dejar el paso a otro, y que siendo él quien más cercanamente había asistido a mi proceso de creación y diseño del concepto, y siendo él entre los demás involucrados quien podría con mayor facilidad dedicarse al asunto, yo había pensado, cuando el momento llegase, proponerle para esa función. Incluso llegué a decirlo en aquella reunión de Marta Sousa, Santana, Urbaneja y yo en la que se discutió la redacción de las notas al proyecto de febrero. Una noche, sin embargo, tuvimos una fuerte discusión sobre el tema.

Para mí es muy importante, no sólo retórica útil, el asunto del cambio de paradigma, del cambio de enfoque y comprensión de lo político. En más de una ocasión había recomendado a Diego, cuya formación es inicialmente de abogado y luego de una politología más historiográfica y humanista que técnica, que se adentrase en la lectura de ciertos autores que yo consideraba más modernos, más pertinentes a una política científica, más de “Tercera Ola”. Diego había resistido a estas recomendaciones.

Pero además había otro factor que me hacía dudar de la posible idoneidad de Diego como ejecutivo de la asociación. Desde que le había dicho que él podría ser el “director general” le había solicitado que se ocupara de la redacción del acta constitutiva definitiva y de la construcción de una estimación presupuestaria de arranque. Diego no sólo no pudo o no quiso redactar el proyecto de acta, sino que me manifestó, muy sinceramente, no estar en capacidad de elaborar un presupuesto, puesto que él no sabía “nada de eso”. Nunca había tenido una experiencia administrativa o una responsabilidad ejecutiva. Por estas razones, esa noche de fuerte discusión se planteó al comunicarle yo mis inquietudes. Mi planteamiento fue que condicionaría mi apoyo a su posible asunción de la dirección de la ASOVAP a que aceptara someterse a un aprendizaje intensivo, para el que me ofrecí, imprudentemente, como posible tutor. Esto le molestó mucho, naturalmente. Más se molestó cuando le dije que creía que yo era más “Tercera Ola” que él, aludiendo a su gran conocimiento de los clásicos políticos y a su relativo desconocimiento de temas más modernos. Francamente fue muy desafortunada e indelicada mi exposición. Diego me dijo esa noche que lo que yo le había dicho constituía un grave error político, y que él creía que si él no asumía la conducción del proceso éste no llegaría a nada. Para decir esto tenía alguna razón, pues, precisamente por estar más cercano a mi vacilante proceso creativo había sufrido más que nadie, salvo mi esposa, las oscilaciones y los cambios de perspectiva. También manifestó cierta incomodidad general con mi estilo de ventilar abiertamente las discrepancias. Para él hay temas que no deben ser discutidos, particularmente los temas relacionados con las evaluaciones personales. Yo tendía, pues, a comprender las razones de su inquietud y hasta las dudas que pudiera tener acerca de mis aptitudes políticas individuales. Sin embargo, no veía cómo mis defectos, los que no había tenido empacho en analizar junto con él en más de una ocasión, podían ser solventados con sus capacidades. Si fuese cierto que yo no pudiese ser el conductor y debiese ser relegado al papel de Saint Simon—Diego me había comparado con él en diciembre de 1984, a raíz de la publicación de Válvula—si yo no servía más que para la función de soñador, si lo que en su juicio hacía falta era un “hombre de acción” (al estilo de Alberto Quirós), también era cierto que el adiestramiento fundamentalmente académico de Diego no era credencial que documentara su idoneidad para ocupar una posición ejecutiva.

Debo decir que en más de una ocasión Diego me defendió lealmente ante terceros. Hubo una conversación entre él y Allan Randolph Brewer a mediados de 1984 en la que “Randy” dijo de mí que yo “veía muy lejos”, frase que encerraba tanto una alabanza como una objeción: yo vería tan lejos como Julio Verne, es decir, veía un futuro que todavía no era posible a partir de las condiciones del presente. Diego le ripostó a “Randy” que en todo caso yo era el único del “grupo” que había abandonado todo para dedicarme a trabajar por “la causa” y que así me había sometido a una terrible presión económica, y que si yo “no tenía donde caerme muerto” había que pensar que quien tiene donde caerse muerto termina por caerse. En otro momento, hacia fines de 1984 Diego me dijo que tenía planeado un artículo al que llamaría “tiempo de bárbaros”. Por el contexto de la conversación se veía que me tenía en mente. Me explicó que el artículo hablaría de la necesidad en estos tiempos de los actores políticos nuevos y de sus rasgos extraños, de sus conductas “bárbaras”. Yo sería, era la implicación, uno de esos actores bárbaros. El tiempo haría que fuesen demasiadas mis barbaridades para la paciencia de Diego Urbaneja.

Hacia la época efímera de la “resurrección de Heuris”, sin embargo, ya habían bajado las tensiones. Para Diego Urbaneja, Gerardo Cabañas, así como para Gustavo Escobar y Aníbal Romero, a quienes traté de interesar en el concepto de Heuris, ésta quedó definida como una “policlínica política”. Diego quedó encargado de finiquitar lo concerniente al “tratamiento” de la ASOVAP, mientras yo buscaba precisar lo pertinente a algunos servicios comunes de la “clínica”.

Dos diferencias entre Diego Urbaneja y yo continuaron operando. Una, más manifiesta, era la relativa al concepto de “puerta abierta”. Diego temía la contaminación del movimiento con una supuesta inscripción de oportunistas y proponía que se estableciera algún criterio que filtrara las impurezas. Lo problemático fue que no pudo proponer un criterio específico. No era él la única persona que pensaba de esta forma. Andrés Sosa Pietri sostenía una posición similar. Asimismo, aunque no lo supe directamente sino por Diego, pensaba Moisés Naím. Una noche de conversación sobre el punto me relató que Moisés había argumentado fuertemente sobre esto y confesó estar inclinado a creer más en la necesidad de selección de los miembros. Yo argumenté en contrario. Repetí que lo esencial al diseño de la “spV” y la ASOVAP era el método de discusión. Convine en que era posible la afiliación de personas que no comprendieran cabalmente el asunto, aunque advertí que de entrada habría más de un personaje político que evitaría asociarse, pues en el planteamiento original de nuestra convocatoria había una explícita crítica a los actores políticos tradicionales. Pero aquellos que se inscribieran en la asociación y pretendiesen actuar en ella a partir de los viejos conceptos pronto “recibirían palo”. Si alguien pretendía hacer discursos en la ASOVAP proponiendo como tratamiento las “esmeraldas molidas” de un “relanzamiento de la democracia” o la solución de todos nuestros males a partir de una “gran campaña de rescate moral”, pronto recibiría contundente e implacable respuesta, por lo que pocas ganas le quedarían de repetir la experiencia. Así, pensaba yo, el mejor filtro era el que establecía el propio método científico con el que operaríamos.

La otra diferencia, siempre subyacente, tenía que ver con el eterno “problema de los soles”. Una mañana Diego me presentó un argumento contra lo que el llamó “mis ambiciones”. Me dijo que el no creía en las posibilidades de una exitosa campaña mía en una eventual candidatura hacia la Presidencia de la República porque él le había confiado a Joaquín Marta Sousa en alguna oportunidad que él, Diego Urbaneja, había pensado en convertirse en el candidato presidencial del MAS en 1988. Joaquín le habría desencantado de tal posibilidad, mediante una enumeración de los pasos que tendría que cumplir y una evaluación de probabilidad prácticamente nula. Fue la primera vez que Diego admitía que él también tenía su “corazoncito”, sus ambiciones, respecto de la Presidencia de la República.

Pocos días más tarde se presentó la ruptura. Era el día viernes 16 de agosto. Yo había trabajado por la mañana en las oficinas de La Florida y me había ido a almorzar a la casa. Reposando el almuerzo, me encontraba viendo el noticiero de televisión por el canal cuatro, cuando escuché una entrevista que se le hacía a un connotadísimo líder político, de quien uno podría esperar, por su relativa juventud, una postura más moderna respecto de los problemas nacionales. Las respuestas del entrevistado fueron deplorables, y, en gran medida, irresponsables. Sentí un profundo malestar.

“La persona que cree que su propio juicio, aunque falible, es el mejor, y que se impacienta viendo a hombres de menos categoría manejar mal las riendas del poder, por fuerza tiene que ansiar, hasta dolorosamente, hacerse con esas riendas. Ver las chapuzas y los patinazos de otros puede resultar hasta físicamente atormentador para él”. Estas son palabras de Richard Nixon en el capítulo final de aquel libro que me había regalado Arturo Ramos Caldera. Describen cabalmente la sensación que me dominaba ese mediodía. Recuerdo que casi me indigesto de la furia ante la inanidad de las frases del entrevistado, ante su ceguera y falta de comprensión de lo que verdaderamente hervía en Venezuela. No sería la primera vez que lo sentía, no sería la primera vez que pensaba en el asunto, pero ese mediodía sentí como si fuese mi deber intentar una carrera hacia la Presidencia, así luciese imposible desde cualquier punto de vista.

Por la tarde estaban citados a las oficinas de La Florida tanto Gerardo Cabañas como Diego Urbaneja. Les confié la sensación que me dominaba. Las reacciones fueron muy diferentes. Gerardo dijo: “Yo lo veía venir. Sólo quiero decirte que te quedan treinta meses”. En cambio Diego declaró: “Espero que te des cuenta de que esto significa la muerte de la spV, de la ASOVAP y de Heuris”.

Yo no entendía bien sus razones. Por un lado, el diseño mismo de las normas de la “spV” estipulaba claramente que a la asociación no le estaría permitido postular candidatos. Si finalmente yo llegaba a decidirme por la búsqueda de mi postulación, esto ocurriría fuera del ámbito de la “spV”. Por otra parte, yo había confiado mi estado de ánimo a dos amigos, a quienes no quería ocultarles nada. Ni siquiera estaba solicitando su apoyo en ese momento. Diego me explicó: “Si yo estoy contigo en Heuris, si estoy contigo en la spV, si estoy contigo en la ASOVAP, nadie va a creer que no estoy contigo en lo de tu campaña”. Volví a recordarle que yo no quería cargos directivos en la “spV” o en la ASOVAP y que lo que les estaba confiando era una inclinación personal, no algo para lo que estuviese contando con las plataformas de las organizaciones implicadas. Por otra parte le dije: “Diego, hace ya dos años que tú me sigues y estás involucrado en mis actividades y mis proyectos. Más de una persona ha pensado que yo estoy, exactamente, detrás de una postulación. Lo hemos conversado. Y hasta ahora no has tenido problemas”. Entre otras cosas le recordé una edición de la revista Auténtico sobre la que Hans Neumann había llamado mi atención. (En el número 396 de esa revista, del 15 de junio de 1985, hay un artículo sobre el tema del “outsider”: “Por algo el Dr. Gonzalo Barrios—que sabe más por viejo y por diablo—inventó el término ‘outsider’, que significa que alguien de la periferia puede dejar fuera de competencia a los que actualmente están adentro”. En el mismo artículo se decía: “Del grupo empresarial que comanda Hans Newman (sic) emergería un ‘outsider’ innombrado, por los momentos”. Cuando Hans me mostró la revista me preguntó si eso se refería a mí, dado que yo fui empleado de sus empresas entre 1968 y 1979, y no había dentro de su grupo alguna otra persona a quien concebiblemente pudiera Auténtico referirse.) Le pregunté también a Diego si él prefería que yo pensara las cosas que estaba pensando sin comunicárselas, si el problema no estaba tanto en sentirlas como en decirlas.

Nada. Diego dijo en tono muy definitivo que si yo insistía en mi posición no contara con él para ninguno de los proyectos, “ni para ASOVAP ni para Heuris ni para nada”. Ante tal declaración no me quedó otro camino que considerar suficientemente debatido el tema y solicitarle que al menos no se dedicara a obstaculizar los proyectos. Así lo prometió, introduciendo la salvedad de que él se dedicaría a promover algo propio, “tal vez un círculo de estudios”.

El lunes siguiente llamó por teléfono. Quería hablar una vez más del tema y exigió la presencia de Gerardo. Quería un testigo, aparentemente. Nos reunimos nuevamente los tres a la mañana siguiente, el martes 20 de agosto. Allí Diego volvió a exponer su inconformidad con mi inclinación personal a comprometerme en una lucha por la Presidencia de la República. Su primer grupo de argumentos tuvo que ver con la factibilidad de algo así. Me dijo, entre otras cosas, que mi nombre lo conocían “cuatro gatos” y que yo no tenía el más mínimo chance de éxito. Allí le riposté lo siguiente: “Diego, tú has acompañado ya dos veces a José Vicente Rangel en sus campañas electorales y una a Teodoro Petkoff. No vengas a decirme ahora que en alguna de esas oportunidades tú llegaste remotamente a creer que ellos tenían una posibilidad real de llegar a la Presidencia”. Diego contestó que eso era cierto, pero que había una diferencia fundamental entre esos casos y el mío. “En esas oportunidades yo estaba de acuerdo con los principios. En cambio yo no estoy de acuerdo con los tuyos. Por ejemplo, yo sé de la importancia que tiene para ti la tesis hispánica, y yo creo que eso sería más bien dañino”. Creí que mis oídos no hubiesen escuchado correctamente, pero inmediatamente Gerardo lo acosó: “¿Cómo es la cosa? ¿Tú estás diciendo que la unión política de los pueblos hispánicos es algo inconveniente?” Diego confirmó su opinión. Según él Venezuela debe desarrollarse hacia “algo así como Israel”.

Debo confesar que esto representó un fuerte impacto para mí. No menos de una media docena de veces le había propuesto discutir a fondo el tema hispánico, sin que Diego hubiera consentido en esa discusión. Ahora debía enterarme, más de dos años después de que yo le hubiese expuesto mi opinión al respecto, que él estaba fundamentalmente en contra. Tal vez he debido de ser menos ingenuo, defecto del que el propio Diego me alertó más de una vez, y haber leído los síntomas de su renuencia a discutir o el de su peculiar tratamiento del asunto en Válvula, donde tantas dudas había formulado. Pensaba, sin embargo, que su resistencia a sumarse entusiastamente a la tesis hispánica provenía, otra vez, de su “realismo”, de la percepción de la dificultad de la meta, de su falta de fe en que tal programa pudiera entusiasmar multitudes. Pero en ningún momento había insinuado que creyera que la unión política de los pueblos hispánicos fuese intrínsecamente dañina. La poca consistencia de su argumentación me dio pie para pensar que su resistencia a mis intenciones de candidatearme provenía de otras fuentes, las que no expuso en esta reunión. Una, las muy legítimas dudas que pudiera tener sobre mis capacidades, sobre mi carácter, cosa que por razones de amistad o de cortesía según él las entiende, no podían pasar de la insinuación de que yo me parecía a Saint Simon. (Al que Marx llamó alguna vez, junto con otros, “socialista utópico”). La otra fuente de su incomodidad provenía de su también muy legítima aspiración personal por el mismo “coroto”. Unos cuantos días después diría a un común amigo: “Si es por eso yo tengo tanto derecho como Luís Enrique a querer la Presidencia de la República”.

La reunión terminó en el mismo sitio. Diego renunciaba a acompañarnos en el trabajo de la “spV” y de la ASOVAP. Fue un fuerte golpe para mí, pero también una experiencia que me hizo repensar muchas cosas y, con el tiempo, a modificar nuevamente el enfoque que venía dándole a todo el proceso. No había dudas de que la ruptura con Diego afectaría la credibilidad de los proyectos. La gente se preguntaría por qué el segundo más notorio promotor del movimiento se separaba. Diego, por su ubicación en el Instituto de Estudios Políticos de la Universidad Central de Venezuela, por su respetable y meritoria trayectoria profesional, tendría mucha influencia, especialmente en esos círculos intelectuales. Era chiste suyo, y según él lo había dicho a algunas personas, distinguir entre nuestras respectivas esferas de relacionados. Diego decía que yo me ocupaba de hablar con “los ricos” y él con “los inteligentes”.

Entra en escena esa misma semana, el viernes 23 de agosto, Mauricio Marcelino Báez. Yo había conocido a Mauricio unos años atrás, en una reunión del Grupo de Predicción e Interpretación que se reunía un sábado al mes en las oficinas de Corimón y que yo había fundado en 1974. Allí me había impresionado muy bien a raíz de una presentación suya sobre las elecciones de 1978. Había sido invitado por Antonio Casas González, miembro coordinador del grupo, quien lo presentó como un experto en análisis electoral. En mi diseño de un documento que Heuris publicaría, y que seguiría la forma de un “dictamen médico” sobre la crisis nacional, su prognosis y su tratamiento, había supuesto conveniente incluir el juicio de una persona que estuviese familiarizada con estudios de la opinión pública, y Mauricio había demostrado ser un excelente estudioso de estos instrumentos de análisis. Desde 1978 guardaba su número telefónico. Lo llamé desde La Florida y concertamos nuestra cita del viernes 23.

Lo primero en lo que traté de interesarlo fue en el concepto de Heuris como clínica política. Hablamos también de “Dictamen”, idea que luego buscaríamos desarrollar fuera de Heuris. Mauricio me contó ese día que, coincidencialmente, poco tiempo antes de nuestra entrevista Miguel Ángel Burelli Rivas le había prestado unos ejemplares del Informe Krisis pidiéndole que los leyera y le diera su opinión sobre ellos. Mauricio llegó a pensar que algunas proposiciones contenidas en el informe indicaban que yo formaría parte de un extraño movimiento llamado Partido Laboral Venezolano, ligado a un más extraño personaje de la política norteamericana: Lyndon LaRouche, director de una publicación que se llama Executive Intelligence Review. Me dijo Mauricio que incluso llegó a solicitar información sobre mi persona a varias fuentes, de las que no obtuvo muchos datos. Algún amigo común le dijo algo bueno respecto de mi inteligencia y le advirtió de la necesidad de aterrizarme. A partir de esa reunión establecimos una estupenda amistad y una cooperación de trabajo.

Más pronto que tarde decidimos que no sería conveniente continuar los proyectos desde las oficinas de La Florida. Andrés Olavarría había decidido venderlas, y no era precisamente yo quien pudiera comprárselas. El tampoco tenía tiempo para esperar a que un relanzamiento de Heuris madurase, lo que se retrasaba, entre otras cosas, por la ausencia vacacional de muchos de sus miembros. Por lo que respectaba a un intento de interesar a Aníbal Romero, Gustavo Escobar, el propio Mauricio Báez y otros, en tomar el riesgo de un contrato de alquiler con opción a compra (un mínimo de cuarenta mil bolívares mensuales), dicho intento no tuvo éxito. Por otro lado, Oscar Avilán, el amigo y comprensivo cobrador de los giros de mi automóvil me había dicho algunas cosas que me indicaron que el lujo del ambiente de La Florida no era el camino correcto. Con Oscar había comentado, a lo largo de su difícil pero constante misión de cobrarme, muchas de mis inquietudes políticas. Avilán, entre recomendaciones terapéuticas—había sido antes visitador medico y tenía un dominio práctico de muchos remedios—encontraba ocasión de discutir conmigo, con gran agudeza y perspicacia, más de un asunto del acontecer nacional. Cuando me vio por primera vez en las oficinas de Andrés Olavarría, y sin que aparentemente viniera a cuento, empezó a relatarme su experiencia con un pudiente personaje a quien él había nombrado padrino de uno de sus hijos. Este compadre, con el tiempo, empezó a manifestar desinterés en la amistad, saludándole cada vez más fríamente. Avilán repetía una y otra vez la anécdota, hasta que me di cuenta del mensaje implícito: él me veía a punto de transar mis ideales políticos por un ambiente de trabajo lujoso y agradable, y suponía que, como me dijo, de “tanto andar con los más ricos” yo pronto me desinteresaría de él y de su amistad. Por lo menos debo concederle razón en que la extraordinaria estética de las oficinas de Andrés Olavarría me distrajeron en ese aspecto tan secundario y accesorio. El enamoramiento sensual con ese ambiente restó bastante a la concentración que debí poner en lo verdaderamente esencial.

Creo que dentro de lo positivo lo más memorable de esa pasantía por el fascinante ambiente de La Florida fue una larga conversación con Alba Fernández de Revenga. Alba es probablemente la mujer más inteligente y capaz que conozco. Sin ánimo de comparaciones, cuando he pensado en mujeres venezolanas que podrían desempeñar muy bien la Presidencia de la República, el nombre de Alba viene a mi mente junto con el de Mercedes Pulido de Briceño. A raíz de mis conversaciones con José Rafael Revenga, su esposo, y de mi entrevista en el programa de los Rangel, Alba había mostrado interés en que conversáramos. Así le invité un día a reunirnos. El jueves 8 de agosto fue de visita a las prestadas oficinas.

La reunión ocupó cuatro horas de intensa discusión de los temas nacionales, cosa que me honró, puesto que Alba es una persona extraordinariamente ocupada. El encuentro comenzó con su directa pregunta: “¿Cómo estás?” El tono no dejaba lugar a dudas: no se trataba de una salutación que aspirase a una contestación ritual. Alba quería saber, de verdad, cómo estaba yo. Desde ese momento se estableció el tono franco de la conversación. Cuando me hallo ante algún importante personaje usualmente contesto esa pregunta en uno de dos extremos. O digo que estoy estupendamente bien o, por lo contrario, confieso que me encuentro muy lleno de problemas. Esta vez le dije: “Estoy como dice aquella maldición china que le desea al enemigo que le toque vivir una época importante. Es decir, tengo muchos problemas y preocupaciones, pero también estoy en una época muy creativa, produciendo muchas ideas y escribiendo bastante”. Alba se puso de inmediato en sintonía y hasta llegó a hablarme de sus propias dificultades profesionales.

En esa oportunidad renové mi admiración por la seriedad y el profesionalismo de Alba. Explicó muchas cosas con certero conocimiento de la realidad, principalmente en lo que se refería a las inquietudes del contingente juvenil venezolano. Allí pronosticó el seguro reemplazo de nuestra generación por una sensata capa juvenil con profundos deseos de paz y de realización, con muy realistas y maduras inclinaciones al trabajo y a la independencia económica.

Entre las cosas que le dije, luego de una muy esquemática presentación de mis ideas, estaba la de un asunto que yo había planteado ya a José Rafael. Le dije que tenía interés en multiplicar el alcance de mis percepciones y enfoques sobre la sociedad venezolana y sus procesos, mediante el empleo de medios más masivos de comunicación. Así, había concebido la realización de una serie de programas para televisión, al estilo de la serie de Bronowsky, El Ascenso del Hombre, sólo que en este caso la temática estaría circunscrita a lo social. Pensaba que los capítulos podrían ser editados en videocassettes. José Rafael me había advertido sobre unos costos de producción bastante altos. La postura de Alba fue diferente. Me dijo que le enviara una sinopsis de lo que podría decirse en seis u ocho programas de veinte minutos. Ella se ocuparía de calcular los costos y luego se vería de dónde podría venir el financiamiento. Pero para mí fue más importante que eso una pregunta que quiso hacerme: “Estos programas de los que estás hablando, ¿serían presentados por Heuris o por Luís Enrique Alcalá?” Le contesté que eso era mi proyecto personal, a lo que Alba comentó: “Eso me gusta mucho más”.

María Ignacia nos nació el doce de septiembre a la una y diecisiete minutos de la tarde. Asistí al parto, como antes lo había hecho al de Eugenia y Luís Armando. Esta vez pasé un susto enorme. El médico no había llegado todavía a la sala de partos cuando las enfermeras me advirtieron que la niña estaba a punto de nacer y que ya la cabeza podía vérsele. Me acerqué a verla y divisé una protuberancia blancuzca en forma de cuchillo, como la quilla de un pollo que emergiera de las entrañas de mi mujer. Supuse que la niña era defectuosa. Luego me explicaron que eso era perfectamente normal. Se trataba de sus huesos parietales que, en el momento del parto, cabalgaban el uno sobre el otro para reducir el diámetro del cráneo y facilitar su expulsión. Los cuchicheos del médico, una vez que llegó, con las enfermeras, no hicieron nada por tranquilizarme. Nacha había notado que me había puesto, según ella, “blanco como un papel”. Más tarde le explicaría por qué. Mi hija nació el día de las Marías, día de cumpleaños de mamá. Por eso la llamamos María. Ignacia es el segundo nombre de mi mujer. Cuando cargué a María Ignacia por primera vez le dije al oído que me ayudara, que yo había querido tenerla porque había sentido que yo saldría adelante y podría mantenerla, y que ahora le pedía me transmitiera la fuerza de su vida comenzando.

El 30 de septiembre concluí la composición de unas notas que relataban la evolución sufrida por la idea de la “spV”. Desde mediados de año yo no emitía señales sobre el proyecto sino a muy pocas personas, y sentía una responsabilidad con todos aquellos a quienes había hablado del asunto, a todos a quienes había enviado el texto de febrero. En esas notas expliqué de modo muy sucinto y sin mencionar nombres, algunas de las peripecias sufridas, para culminar con la exposición de una nueva idea que venía manejando desde hacía unas semanas. Supuse que así como en mayo reduje el nivel del compromiso necesario, al proponer el arranque de las cosas con una sola de las cinco funciones estipuladas para la “spV” en febrero, podría hacerse algo análogo al reducir la función de la ASOVAP a una operación, a un evento circunscrito en el tiempo. Propuse realizar en Venezuela una “licitación política”.

Volví a argumentar que en nuestro país había un hervidero creativo en torno a lo político, pero que continuaba estando el paciente en la mesa de terapia intensiva sin que nos hubiésemos acordado sobre cuál debía ser el tratamiento a aplicar. Un congreso diseñado para determinarlo, reunido y conducido según las reglas de debate científico que antes había diseñado para la “spV” y la ASOVAP, podía ser lo que estábamos necesitando. En lugar de una asociación con funcionarios, presupuesto, sede, etcétera, proponía que hiciéramos lo que teníamos que hacer en una sola ocasión, de una buena vez. Decía por ejemplo en las notas (“Para una mejoría del Estado venezolano”) que “la nueva capa de crisis—y la que se avecina por causa del subsiguiente agravamiento de tendencias y factores de potencial efecto negativo —nos ha dejado con una carga mayor y, por ende, con menor esfuerzo disponible. Debiera encontrarse, entonces, una forma de preservar lo esencial, lo cualitativo, lo fundamental en la idea de la Sociedad Política de Venezuela y de la Asociación Venezolana para el Avance de la Política, al tiempo que se responda adecuadamente a las circunstancias, exigentes a la vez de una activa invención política y de una precisión y concisión que ahorren nuestros escasos esfuerzos libres. Creo que la solución reside en convocar en Venezuela a una licitación política. Esto es, a un evento en el que se concite proposiciones integrales de tratamiento a la crisis nacional. Si es necesario ponerle un nombre a tal evento, a fin de que se entienda con mayor facilidad de qué se trata, podemos hablar de una convención o congreso para el tratamiento de la crisis”.

Proponía también que se tomase en cuenta los nombres de Arturo Úslar Pietri, Pedro R. Tinoco hijo o Alberto Krygier para presidir ese congreso, y el de Gerardo Cabañas, de gran experiencia organizativa, para ser su secretario ejecutivo. Asimilé la convocatoria del congreso al concepto de licitación. Para evitar la ineficacia de un evento que exigiese poco respecto de la metodología de las proposiciones que pudieran recibirse, sugería que se establecieran normas para la recepción de las ponencias, del mismo modo que en una licitación pública se establecen requisitos que los licitantes deben llenar. Así, decía que los trabajos debieran intentar una proposición de conjunto, del mismo modo que cuando se licita un proyecto de hospital no son recibidas soluciones parciales que se limiten al diseño del pabellón de cirugía o de la sala de emergencias. Las ponencias debiesen contener tratamientos de conjunto a los principales “problemas de Estado” y a los más importantes “problemas de gobierno”, distinguiendo entre soluciones de aplicación inmediata y tratamientos de más largo plazo. El país estaba reclamando, pensaba, esta licitación política. Muy pocas personas recibieron esas notas, que para mí constituían, como le dije a Wolf Petzall, una liberación de mis propias ideas, al simplificar hasta el extremo todo lo propuesto hasta entonces, reduciéndolo a la mínima expresión de un evento al que yo no aspiraba dirigir, puesto que proponía con toda seriedad otros nombres para que se ocuparan de manejarlo. Creo que las entregué únicamente a Wolf, por su intermedio a Hans Neumann, y también a Mauricio Báez y a Alberto Krygier, quien se negó a reproducirlas porque yo a mi vez me negaba a retirar su nombre del texto. Pronto, además, no tuve posibilidad de reproducirlas lentamente en el impresor del IBM PC, puesto que decidí venderlo para pagar el alquiler de la casa y comprar pañales y comida.

Una noche de finales de octubre, ya divorciado de Andrés Olavarría y el sueño desproporcionado y desenfocado de quedarme con sus oficinas, fui a la casa de Mauricio Báez. Discutiendo sobre política nacional le planteé la ya vieja idea de lanzarme uninominalmente a una campaña hacia el Senado de la República. La secuencia de antecedentes comenzaba con aquella confidencia que le había hecho a Allan Randolph Brewer-Carías por la ya lejana época de la campaña electoral de 1983. Ese año llegué a publicar un artículo en El Diario de Caracas, al que titulé “Si los partidos quisieran”. En ese texto argumenté que la uninominalidad estaba al alcance inmediato de la voluntad de los partidos, quienes posponían siempre una modificación de nuestras leyes electorales, la que supuestamente sería muy complicada. Sugerí que sin cambiar una coma de las regulaciones electorales los partidos podían introducir la uninominalidad por la vía de los hechos, si exigieran a quienes aspirasen a “un puesto” en el Congreso de la República que levantasen el apoyo de un grupo de electores. Luego había venido la fase de diseño de la “spV”, durante la que había pensado más de una vez en el asunto, tal como lo había dicho a Marcel Granier, a José Rafael Revenga, a Elías Santana, a Diego Urbaneja, a Alberto Krygier, entre otros.

Le expliqué a Mauricio por qué pensaba en el Senado y no en la cámara de Diputados o, más fácil aún, en un Concejo Municipal. Sería poco sincero, siendo yo un vecino tan egoísta y etéreo, ir a los electores a decirles que yo estaba muy interesado en un problema de acueductos, de aseo urbano o de zonas verdes, cuando lo que todos los días me preocupaba verdaderamente era el nivel de los asuntos de Estado. La Constitución Nacional, al describir las facultades específicas de ambas cámaras del Congreso especializa a los Diputados en asuntos de gobierno, al confiarles la iniciativa en la discusión del presupuesto nacional y “de todo proyecto de ley concerniente al régimen tributario”. También es privativo de la Cámara de Diputados el voto de censura a los ministros. En cambio, es materia reservada al Senado la iniciativa de la discusión de los tratados y convenios internacionales, la autorización requerida para enajenar bienes de la Nación, la que se requiere para que los funcionarios o empleados públicos acepten cargos, honores o recompensas de gobiernos extranjeros, la que permite el empleo de misiones militares venezolanas en el exterior o extranjeras en el país, la necesaria al ascenso de los oficiales superiores de nuestras fuerzas armadas, la que permite la salida del Presidente de la República del territorio nacional, así como las requeridas para nombrar al Procurador General de la República y a los jefes de misiones diplomáticas permanentes. Finalmente, corresponde al Senado autorizar el enjuiciamiento del Presidente de la República. Claramente, el foco del Senado es el Estado, mientras que la actividad de los diputados se contrae más directamente al examen de los asuntos cotidianos del gobierno.

Mauricio reaccionó encantado. Por una parte, y según su análisis, el triunfo de un candidato presentado uninominalmente, provocaría una crisis de representatividad del sistema político. Si yo llegaba a ganar con un alto porcentaje de votos, el porcentaje restante se tendría que distribuir entre un buen número de “tarjetas pequeñas” partidistas. “Al día siguiente de las votaciones te presentas—decía Mauricio—a impugnar tu propia elección ante la Corte Suprema de Justicia, porque significa que el principio de representatividad ha entrado en una crisis evidente”. Esta travesura era de un gran atractivo para él. Por otra parte, dijo Mauricio Báez sin que yo le tocara el tema: “Además, así quedarías perfectamente posicionado para intentar la Presidencia en 1993”. Me animó a consultar los aspectos legales de la idea. Así lo hice, al preguntar a Eduardo Roche, vicepresidente del Consejo Supremo Electoral, y más tarde a Ramón Escovar León, si esto era posible dentro de la legislación vigente. Eduardo me dijo que era perfectamente posible pero “antieconómico”, puesto que podría irse una mayoría detrás de un solo candidato uninominal mientras una minoría elegiría a muchos candidatos de otras tarjetas por el principio de representación de las minorías. Ramón Escovar León, después de proceder a consultas en el Consejo, me confirmó que era posible: sólo necesitaría inscribir mi candidatura junto con la de dos suplentes. Mauricio ofreció su nombre de inmediato.

También argumentó a favor de hacerlo por el Estado Miranda. No sólo es éste el estado de mi residencia, sino que concentra la mayor parte de su población en áreas urbanas, más sensibilizadas al tema de la uninominalidad. Por otra parte, Mauricio conoce muy bien al Estado Miranda, por lo que su asesoría sería allí mucho más eficaz. Unos cuantos días más tarde, Nacha asistió a una de las conversaciones con Mauricio y quedó convencida de que ésa sería una meta que podría intentar. En más de una ocasión, no obstante, participé a Mauricio una inquietud de raíz ética. Sentía ese paso como el equivalente de poner a rodar una bola de nieve. La situación del país es de una gran posibilidad de cambio, dado el descrédito creciente de los actores políticos tradicionales. Así, pensaba que una campaña mía hacia el Senado pudiera derivar, puesto que sabía que las ideas sobre las que había venido trabajando tienen mucha posibilidad de prender exitosamente en el ánimo de las gentes, en una presión para que saltara a la arena de las candidaturas a la Presidencia. En ese caso, no me parecería sincero cambiar de la más limitada campaña al Congreso a la más ambiciosa de la Presidencia, sobre todo cuando más de una vez había pensado en esta posibilidad. Mauricio me insistía en tomar las cosas con más calma y en que una campaña uninominal hacia el Senado tendría no sólo más originalidad sino que sería más creíble.

Como siempre, no todo el mundo pensaba así. Una mañana de sábado fui a buscar a Gerardo Cabañas a su casa. Me lo llevé hasta la plaza de Las Delicias de Sabana Grande, en cuyos predios transcurrió mi infancia. Al hablarle del Senado mostró poquísimo entusiasmo. Habiendo sabido antes de mis tendencias a buscar la Presidencia de la República, esto no le sonaba tan atractivo, aparentemente. Me dijo que un intento mío por una senaduría tendría sentido en la medida en que fuese un “grito que convocara a mucha gente a que hiciera lo mismo”. Como siempre, Gerardo lograba decir cosas acertadas.

Una mañana de noviembre discutí la disyuntiva Senado-Presidencia con Nacha. Esta discusión era necesaria, puesto que ella tiende mucho más que yo a calibrar la dificultad de la política y su incidencia sobre nuestra seguridad económica. De allí que siempre haya sido muy resistente a un intento tan difícil como el de la Presidencia de la República. Yo siempre buscaba aprovechar los momentos de mayor liquidez en la casa para confrontar su crítica, y hacía poco que unos cursos dictados por mí a una operadora filial de PDVSA me habían permitido aliviar nuestra estrechez. Su argumento principal contra mi presencia en Miraflores fue el siguiente: “¿Cómo vas tú a manejar el problema de las finanzas de un país si no has manejado bien tus finanzas personales?” Como lo dijo en serio hube de intentar mi contestación. Que si mis finanzas andaban mal era porque no tenía prácticamente ingresos y que la Presidencia era un empleo y una entrada fija, lo que ella me reclamaba insistentemente. Que si mis finanzas personales andaban mal las del CONICIT anduvieron bien mientras tuve que ver con ellas, así como las de la Fundación Neumann. Que los presidentes tienen para eso a los ministros de Hacienda y que ya me ocuparía de nombrar uno bien bueno. (Este último argumento fue al único al que no puso tan mala cara. Nos encontrábamos, luego del alivio momentáneo del dinero obtenido por los cursos, a las puertas de un nuevo ciclo de estrechez económica, con la Navidad a punto de llegar, y ella lo sabía).

Una noche me animó: “Pero si tú mismo me has dicho que la Presidencia de Venezuela no es lo importante y que lo verdaderamente importante son los cambios que debe haber en la sociedad, ¿por qué no te dedicas a la promoción de tu proyecto de unión hispánica? Eso no es incompatible con un empleo, puesto que eso no le traería problemas a un empleador tuyo. En cambio, ¿quién te va a emplear si tú dices que quieres pelear por la Presidencia? Además, en eso yo sí te ayudaría completamente, porque creo que es bueno”.

Esto era para mí un gran triunfo, porque hay que decir que Nacha había sido desde hacía dos años, cuando yo comenzaba a hablar más insistentemente del tema, una consistente opositora a la idea de la unión política de los hispanos. Así como es loyaltarra, copeyanófila y magallanera, es bolivariana, y le parecía que algo como lo que yo proponía era echar por tierra todo lo que Bolívar había hecho, Guerra a Muerte incluida. Pero lo que Nacha decía tenía mucho de verdad: lo importante es el resultado social, no una posición o cargo particular que yo asumiera. Tal vez fuese suficiente la campaña al Senado para plantear el proyecto. Tal vez, si se trataba de un proyecto para el conjunto hispánico y no para Venezuela sola, ni siquiera fuera necesario que yo estuviera en el país. A lo mejor un empleo en el exterior, pagado en dólares, me permitiría resolver mi insolvencia y al mismo tiempo darme la tranquilidad para impulsar la causa.

Por esos días me tropecé con un llamativo artículo de Selecciones del Reader’s Digest, publicación que muchos desprecian. (Yo mismo me he referido despectivamente a la revista, en mis días de más marcada petulancia intelectual). El artículo condensaba un libro que hablaba de la escasez histórica de buenos gobernantes. Churchill, Franklin Roosevelt, Pericles, Bolívar, son casos infrecuentes. ¿Que podía hacerse, preguntaba el artículo, para aumentar la proporción de buenos estadistas? Luego repasaba la receta platónica de la academia que formaría a los líderes idóneos para desecharla. Ninguna academia podría garantizar que algún alumno suyo fuese en efecto a convertirse en un gobernante beneficioso; ninguna podría garantizar que no se convirtiese en un tirano. El artículo concluía diciendo que la única solución estaba en enseñar al pueblo para que éste pudiese distinguir entre buenos y malos políticos, para que supiese cuándo tenía enfrente un buen o un mal gobernante. Esa lectura me hizo pensar sobre la dirección y los destinatarios finales de mis preocupaciones. Era toda la sociedad venezolana la que debería entender la política como acto médico, y toda la sociedad venezolana la que debería exigir a sus líderes la formulación de tratamientos reales y eficaces, rechazando esa letanía cotidiana de vacía retórica, tan parecida a las recetas de una medicina precientífica, como la de aquellos charlatanes que recetaban la ingestión de esmeraldas molidas a los pacientes de estreñimiento que pudiesen pagar tan exclusivo récipe. Más de un noble francés e italiano, y hasta un papa, murieron a manos de tan temibles “médicos”. Más de uno de nuestros problemas se debe anotar a la responsabilidad de unos “políticos” que practican una profesión tan delicada con remedios tan ineficaces y obsoletos como los de la retórica cotidiana de los líderes tradicionales. La lectura del artículo me hizo recordar también la admonición de Marino Pérez Durán en contra del nombre “sociedad política de Venezuela”, puesto que la “sociedad política” era todo el conjunto de los ciudadanos. Entendí entonces por qué mi subconsciente me impulsaba a escribir “sociedad política de Venezuela” con minúsculas. Las mayúsculas debían reservarse a todo el Estado venezolano. Estaba claro que mi labor debía dejar de dirigirse hacia unas élites dirigentes, aún cuando se tratase de élites ya acordadas en el diagnóstico de la crisis paradigmática, para dirigirse a todo el conjunto de los ciudadanos. Tendría que encontrar el medio de hacerlo, la forma de dar el verdadero salto a la política. Todavía, como me lo había dicho más de un año antes Arturo Ramos Caldera, continuaba hablando a un auditorio circunscrito.

Pensé asimismo que este salto tendría que ser algo muy individual. No había forma de que yo pudiese garantizar a unos electores que otras personas que me acompañasen en una nueva organización política se comportarían según las reglas que había descrito en el proyecto de febrero: que aceptarían la crítica, que tramitarían sus diferencias mediante un debate científico, que negarían los “cogollos”. Ya había tenido evidencias de que aún personas muy imbuidas con el proyecto de la “spV”, profundamente conocedoras de sus principios y de su método, a la hora de la verdad seguían comportándose como políticos tradicionales. En cambio, yo sí podría ofrecer garantía por mis propias ideas e intuiciones. Y tenía para comprobarlo toda una vida de actuación según tal normativa. En mis funciones de la Secretaría Ejecutiva del CONICIT, por ejemplo, había establecido que los funcionarios que me reportaran directamente incluyeran un punto estándar en su rendición de cuentas: un punto de crítica a la Secretaría Ejecutiva. Este asunto no fue fácil de lograr en un comienzo. La cultura burocrática universal incluye como supuesto central, si no la adulancia, por lo menos la prudencia de no malquistarse con el jefe. Poco a poco, sin embargo, fue posible que los directores y jefes del CONICIT. se diesen cuenta de que sus cargos no peligraban si se atrevían a criticarme.

Una noche de ese mes de noviembre vinieron a mi casa mi mamá y una hermana mía a jugar cartas con Nacha y conmigo. Mamá me habló aparte sumamente angustiada. Consciente de mi situación económica me reconvino fuertemente. Mi economía personal influye directamente sobre la de ella por una hipoteca de su casa que mi hermano José Luís y yo nos comprometimos a pagar, puesto que tanto él como yo usamos de ese dinero en nuestros proyectos y necesidades personales. Allí me dijo que yo tendría que buscar trabajo y que cada vez le era más angustiante pensar que pudiese perder su casa si nosotros nos mostrábamos incapaces de cumplir con el compromiso. Me habló de mi mujer, de mis hijos, de la recién nacida María Ignacia. La escuché muy avergonzado, sin mucho tiempo para explicarle, como no fuese apresuradamente, el sentido de mi lucha y le aseguré que cumpliría el compromiso.

El nuevo ciclo de presión económica me deprimió, otra vez, con gran fuerza. En esta ocasión me dediqué a explorar la posibilidad, como dije, de trabajar y escribir desde el exterior. Fui a hablar con Humberto Peñaloza, el jefe de la oficina de PDVSA en Nueva York, quien por esos días se encontraba en Caracas. Humberto no me dio ninguna esperanza de que un empleo mío allá fuera posible. Busqué hablar con Alberto Krygier, para ver si algún socio de Arthur Andersen en los Estados Unidos podía emplearme. Alberto estaba en el exterior, por lo que conversé con Tulio Rodríguez, de Krygier, Morales y Asociados. Tampoco Tulio me pintó un panorama esperanzador, y me dijo que lo que me estaba pasando era el resultado de haber pensado en un proyecto político verdaderamente nuevo para luego haberlo planteado a “los mismos de siempre”. Según él yo debería plantearlo a gente nueva, no al establishment.

Una mañana fui, como lo he hecho muchas veces en los últimos seis años, a comprar algunas cosas a la casa de abasto Los Palos Grandes. Abel Figueira estaba al frente de su negocio, como todos los días. Al igual que siempre, me preguntó: “¿Cómo están las cosas?” Le dije que estaba pensando seriamente irme del país, que me era cada vez más difícil aguantar la presión. El silencio de Abel fue un helado y terrible reclamo. Su mirada se dirigió hacia la calle, perdida en algún punto indiferente. Su brazo derecho se desplomó hacia abajo, y su mano dejó caer un bolígrafo que sostenía. Era como si lo que le había dicho constituyera una traición personal que le hacía, como si yo le estuviese abandonando a él al abandonar mi lucha, de la que Abel se enteraba ocasionalmente en nuestras fugaces conversaciones. Durante muchos días esta imagen de la silenciosa demanda de Abel me poseyó, penetrando en mi espíritu con intención de no abandonarme. Más de una vez había yo pensado en Abel como ejemplo admirable de la Venezuela que sufre, adaptándose a la crisis con silencioso redoblar de esfuerzos. Su ejemplo se sumaba al de muchos que laboran incesantemente y cada vez mejor. Algún acostumbrado vendedor ambulante que se notaba más aprendido y profesional, la cuadrilla de obreros del servicio eléctrico que reparaba frente a mi casa una lámpara de la calle a las dos de la madrugada, un empleado del Aseo Urbano que llamó para cerciorarse de que un perro muerto hubiese sido efectivamente recogido. En los últimos años, en los años de la depresión de nuestra economía, son incontables los ejemplos que he visto de los habitantes de este país que compensan con mayor trabajo la dureza de los tiempos. Abel era epítome de estas gentes, y me acusaba en silencio porque yo, que tanto me la pasaba hablando de política y de las buenas posibilidades del país, estuviese dispuesto a claudicar y abandonarlo todo. Esto me removió, y me puso a buscar fuerzas de profundidades insospechadas para combatir de nuevo. Pensando en él y en su honor compuse un corto texto que transcribo acá:

santamaría

A María Ignacia, hija que quise tener.

abasto. (De abastar.) m. Provisión de bastimentos, y especialmente de víveres. || 2. abundancia. || 3. En el arte del bordador, pieza o piezas menos principales de la obra. || 4. adv. m. ant. Copiosa o abundantemente. Ú. en Sal. || dar abasto. fr. Dar o ser bastante, bastar, proveer suficientemente. Hoy se usa más con neg.

Abel es un Latino Portugués que vive en Venezuela y despacha todos los días desde su casa de abasto. Tiene faena muy tempranera, cuando él mismo va a buscar los víveres del mayorista, pero tampoco comienza tarde los demás días, cuando solo le toca comenzar la jornada abriendo la santamaría de su tienda. Allí trabaja de ocho a ocho de lunes a sábado, y los domingos podrá comprarse cualquier cosa de ocho a una del día, y hasta obtener, si uno es conocido, algo de dinero efectivo para hacerle a los niños el domingo o jugarlo a los caballos, presentando algún cheque que a veces el girador y el mismo Abel sabrán, en silencio, que no tiene fondos y habrá de ser cubierto días más tarde. Abel transcurre casi toda la jornada de pie, desde la caja, dando salida a las provisiones, concediendo crédito y sacando cuentas, ordenando el tráfico de servicios de sus empleados, tomando nota de cuando alguna cosa se ha agotado, recibiendo envíos o enviando a domicilio los pedidos que se le hacen por teléfono, planeando los bastimentos que regalará por Pascua de Navidad a los parroquianos más constantes, pensando su empresa, aceptando la charla de los muchos que aprecian su frugal pero entendida conversación o de los que sólo pueden, por los momentos, pagar por los alimentos con palabras. Después, en su casa, todavía quitará tiempo al descanso para alguna administración que se precise.

Un tiempo atrás la casa de abasto Los Palos Grandes no estaba tan ordenada como ahora, y Abel atendía la clientela las más de las veces sin haberse afeitado. Pero ya la economía de Venezuela no es tan próspera como hace no mucho lo fuera y la respuesta de Abel a la depresión ha sido presentarse con la cara limpia para abrir su tienda transformada. Ahora la mercancía está mejor clasificada y dispuesta según una estética mejor, y la atención del personal es aún más cortés y servicial. No impidió su valerosa reacción la mayor frecuencia de los robos nocturnos ni la de los asaltos diurnos que la creciente miseria de algunos caraqueños le impusiera. (Hace unos meses una bala generosa le agujereó la pierna del pantalón perdonándole la propia.) Y no se queja en voz alta de la lentitud de la cobranza ni del endurecimiento de los suplidores que ahora sólo quieren venderle la mercancía de contado. Algún suspiro se permitió exhalar el día que un árbol viejo se vino, por la lluvia, sobre el letrero que anuncia su razón social resquebrajándolo. Pero allí está Abel trabajando mejor cada día que pasa, aunque cada día se le haga más difícil dar abasto.

Abel es paradigma de la experiencia latina de este momento. Los latinos estamos, por un lado, perdiendo. En otro nivel vamos ganando, vamos dándonos cuenta. Es tanto el sufrir que no podíamos soportarlo sin transmutar esa disminución en crecimiento.

El habla es un registro de la vida de un pueblo. En nuestra experiencia de latinos hubo tiempos de abundancia que proveyeron suficientemente. Era época en la que se podía dar abasto. Así nos da a entender el diccionario, al referirnos que ahora dar abasto se usa más como expresión negativa. Nuestro lenguaje diario retrata la presente coyuntura. No es nueva la penuria. En la memoria latina el recuerdo de nuestra prosperidad es antiguo; la conciencia del trabajo es más reciente, más actual la recesión.

Por debajo del dolor, sin embargo, fermenta más rápido ahora una dulce catástrofe. Un cataclismo de la conciencia de los Estados desunidos. Ya se ha invertido la tendencia que nos llevó por las rutas de la dispersión. Los hermanos se aproximan. Cada vez más los discursos latinos aluden al contexto máximo, más allá de las fronteras que distinguen sus países pero que nunca pudieron, en el fondo, anular el verdadero Estado. “Unirse es renunciar cada uno a estar por encima de los demás”. Pronto el dolor nos permitirá la humildad para entender esa serena admonición de Paulo VI.

Entonces, visto el astro que surcará el firmamento con el Año Nuevo, nacerá el Estado de Estados, porque es menester que la carne se haga verbo. Y así Abel renacerá, a pesar de los caínes, y reconocerá la prosperidad que su trabajo merece. Así nos presentaremos, con un mismo pasaporte, a ofrecer al mundo lo que Dios ha querido que pase por la santamaría. Ya aprendemos la nueva economía y pronto sabremos que el costo de no hacerlo no es más que el desperdicio de la oportunidad.

costo2. (Del lat. costus, y éste del gr. kóstos.) m. Hierba vivaz, propia de la zona tropical, y correspondiente a la familia de las compuestas. El tallo es ramoso, las hojas alternas y divididas en gajos festoneados, las flores amarillas, y la raíz casi cilíndrica, de dos centímetros de diámetro aproximadamente, porosa, cenicienta, con corteza parda y sabor amargo; pasa por tónica, diurética y carminativa. || 2. Esta misma raíz. || hortense. hierba de Santa María.

………

Hay veces cuando creo ser testigo de la magia. “La lógica le da al hombre lo que necesita; la magia le ofrece lo que él quiere”. Así como aquella vez cuando recibí el trabajo de Yehezkel Dror con su afirmación del carácter clínico de las “ciencias de las políticas”, poco después de haberme puesto yo a formular algo parecido. El texto que llamé “santamaría” lo concluí una madrugada. Había estado jugando, como lo hago en ocasiones, con el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua. Busqué la palabra “abasto” para encabezar la composición con una trascripción del artículo del diccionario, habiendo ya decidido el nombre del título, en alusión tanto a mi hija, que lleva ese nombre, como en referencia a esas puertas de acero corrugado arrollable que son características de nuestras casas de abasto y que en Venezuela llamamos “santamaría”. También, por supuesto, es ése el nombre de la nave capitana del Descubridor. Al haber terminado de escribir fui a cerrar el diccionario, colocado a mi izquierda sobre el escritorio. Había quedado abierto en una página cuya última palabra resultó ser “costo”, que había usado en la última frase del texto. Resultó ser que además de la acepción económica significaba también una hierba propia de la zona tropical, como nuestros pueblos, dividida en gajos, como nuestros pueblos, y resultó llamarse también hierba de Santa María.

Continuaba creciendo, no obstante, la preocupación por los recursos de la casa. Una mañana claudiqué ante los justos y ya silenciosos sufrimientos de mi mujer. Le dije que haría un alto en la lucha, como aquel paso hacia atrás que explicó Lenín “para dar dos hacia adelante”. Buscaría empleo y escribiría con más calma por las noches. Procurando hacerme más tragable la amarga decisión, me dije que las personas con quienes supuestamente competiría políticamente estaban tan imbuidos en su viejo paradigma, que podría fácilmente darles dos años de ventaja. Levanté el teléfono y establecí una cita con el Presidente de Menevén, Renato Urdaneta. Me la fijó para el día 12 de diciembre, sin que él supiera qué sería lo que iba a tratarle.

Menevén me había ofrecido un atractivo puesto para comenzar a trabajar en enero de 1983, cuando todavía trabajaba yo para la presidencia de PDVSA. Nunca llegué a formar parte de la nómina de Menevén, pues el General Alfonzo quiso retenerme, primero hasta marzo de 1983 y luego hasta septiembre, y antes de llegar a esta última fecha decidí renunciar y comenzar a trabajar como consultor independiente. En mi entrevista con Renato Urdaneta, intentando sonar convincente a fuerza de pensar en las necesidades de mi casa y en la promesa hecha a mi esposa, le dije que había vuelto a interesarme en trabajar para la empresa que presidía, y le pregunté por la posición que anteriormente se me había ofrecido. Renato contestó que la posición no había sido llenada, pero que tampoco existía ya, puesto que al no haberme encargado de ella la empresa había decidido desmembrar y reubicar los componentes de la organización que se pensaba adjudicarle. “Pero ahora que tú lo vuelves a plantear podríamos reconsiderarlo”, me dijo, y exploró mi interés por otro posible cargo. Quedamos en conversar de nuevo más adelante. A la salida de su oficina me topé con Roberto Mandini, el vicepresidente. Le pedí que habláramos unos minutos, para contarle de mi conversación con Renato. Al escucharme me dijo de una vez, con aguda penetración de mis intenciones: “Yo quiero que tú me digas si eso es realmente lo que tú quieres. Menevén necesita talentos, y yo quiero que tú vengas a trabajar con nosotros, de modo que no estoy disuadiéndote. Pero es importante que vengas porque verdaderamente quieres hacer aquí carrera y no por una temporada de poco tiempo. Si eso es lo que quieres removeremos el organigrama para encontrarte acomodo. Pero quiero que lo pienses bien”. Le dije a Roberto que tendría que pensarlo a fondo, pues la idea de sondear la posibilidad del empleo me era muy reciente.

Dependiendo de mi respuesta, pues, parecía que podría contar con un trabajo. Llegué agotado del esfuerzo a la casa. Poco antes de salir hacia la oficina de Urdaneta había comenzado a sentirme muy mal. Algo dentro de mí se rebelaba con fuerza ante la posibilidad de posponer la lucha. Unos días atrás Oswaldo Koeneke, joven empresario venezolano de la tecnología electrónica, me había presentado a Alejandro Peña, el apasionado secretario general del Partido Laboral Venezolano. Peña me había preguntado por mis planes, y al contarle que pensaba declinar la lucha por un par de años me increpó: “¿Y tú crees que la crisis te va a esperar y que tú puedes darte el lujo de alejarte de ella?” Con muy pocas cosas del resto de las proposiciones de Peña, en una abigarrada conversación que sostuvimos, estuve de acuerdo, pero esa pregunta suya se me quedó grabada, para detonar dentro de mí más adelante con efecto retardado.

Mi hermano José Luís me visitó al día siguiente de mi entrevista en Menevén, pues le había dicho que tenía algo que contarle. Cuando le expliqué que por fin había decidido buscar empleo respiró aliviado: “Menos mal, yo creía que me ibas a decir que habías leído las últimas encuestas que dejan muy mal parados a los partidos y que habías decidido lanzarte a la Presidencia de la República”.

Y es así como llego, cuatro días después de mi intento por emplearme, al episodio de la Notaría Pública de Bello Campo, para la autenticación del documento en el que afirmaba mi intención de solicitar el apoyo de un grupo de electores para postularme a la Presidencia de la República “en la próxima oportunidad constitucional”.

Por la madrugada de ese 16 de diciembre de 1985 revisaba los archivos almacenados en los diskettes de un nuevo computador personal que me había procurado para trabajar. Cuando Mauricio Báez me había urgido a declarar públicamente mi deseo de postularme uninominalmente para el Senado había comenzado a redactar un documento para ser notariado. Luego había copiado ese documento en otro archivo y trocado, en un acto de clandestino arrojo, las palabras Senado de la República por Presidencia de la República. El fin de semana había intentado inventar algún producto escrito que pudiese vender, escapando así a la posibilidad del empleo en Menevén. En un aparte del esfuerzo me topé con el archivo en cuestión. Desde lo más profundo de mí la decisión gritó por sí misma. Completé el texto aún por terminar y lo reproduje en el impresor. A la mañana siguiente, después de haberle dicho a Nacha lo que haría, sin un céntimo con qué pagar a la notaría, me dirigí hacia Bello Campo. Dejé a Nacha llorando. Iba con el propósito de vender mi cadena y mi cruz de oro si no pudiese Marianella mi cuñada, empleada de la Notaría Pública Primera del Distrito Sucre, pagar por la autenticación del documento. Marianella leyó el documento, se rió y me dijo: “A mí me parece bien. Si eso es lo que tú quieres yo estoy dispuesta a apoyarte”. Me advirtió que tendría primero que hacerlo firmar por un abogado y me dijo que no me preocupara por el dinero puesto que ella cobraría su sueldo esa misma tarde. Había logrado un primer apoyo para mí importantísimo. Marianella, la esposa de mi hermano José Luís, es una persona extremadamente reservada. Durante años había escuchado mis ideas y mis proyectos, sin que quisiera nunca comentarlos, ni siquiera cuando yo le preguntaba directamente. Esta vez Marianella Ojeda de Alcalá, la hija de Fabricio Ojeda, había respondido de inmediato.

Me dediqué a la búsqueda del abogado. Pensé primero en Andrés Sosa Pietri. Desde la notaría hablé con su secretaria, quien me dijo que podría ir a visitarlo hacia las once de la mañana, hora en la que saldría de una reunión. Para hacer tiempo me fui a visitar a Mauricio Marcelino Báez a su oficina. Allí le mostré la página de la declaración y le dije lo que me disponía a hacer. Mauricio leyó, pensó unos segundos, y de inmediato se dio a la tarea de justificar los “escenarios” que harían viable mi empresa. Cuando me despedí de él me puso la mano en el hombro y me dijo que contara con su apoyo.

Andrés Sosa Pietri me recibió en su oficina de Chuao, la misma que había sido testigo de más de una reunión sobre el proyecto de la “sociedad política de Venezuela”. Cuando leyó el documento sonrió por un instante. Muy pronto, sin embargo, la racionalidad se apoderó de él. Habló caminando y gesticulando delante de mí para desanimarme. Me habló de Úslar, de Tinoco, de Ottolina, de Arria, de Burelli y de Pedroza, de todos los que intentaron antes una campaña hacia la Presidencia de Venezuela sin contar con el apoyo de alguno de los dos mayores partidos. Se negó a estampar su firma en el documento porque no se trataba de un texto común sino de un acto político con el que no estaba preparado a comprometerse. No sentí de él, sin embargo, otra cosa que su amistad, y por otro lado, al despedirnos, se curó en salud diciéndome que se reservaba la posibilidad de apoyarme más adelante. En realidad yo había abusado del pobre Andrés. Hacía ya más de dos meses que no hablaba con él, desde los tiempos de la fallida resurrección de Heuris, y ahora me acercaba a su oficina, sin previo aviso, con la pretensión de hacerle tragar la enormidad de mi decisión en media hora. Nos despedimos muy amigablemente con el compromiso mutuo de volver a encontrarnos.

Al mediodía pasé por la casa a almorzar, de regreso de la oficina de Andrés y sin que tuviese aún la firma de un abogado. Pensé entonces en Bernardo Sucre, tío de Nacha, abogado, a quien no conseguí, por fortuna, ni en su casa ni en su bufete. No habría logrado, me imagino, su firma, y en cambio habría desatado una crisis en la casa de mi suegro y una nueva y más fuerte presión sobre Nacha, pues Bernardo se habría encargado de sonar la alarma en casa de su hermano. Llamé luego a Carlos Germán Balza, antiguo vecino de infancia, cuya hija mantiene amistad con mi hija Beatriz. Tampoco pude ubicarlo. Ya eran cerca de las tres de la tarde.

Entonces saqué fuerzas para llamar a Sylvia mi hermana, abogado de la República, a riesgo de aumentar la angustia de mamá. Sylvia me atendió de inmediato. Le expliqué por qué la llamaba. Sylvia me preguntó tan sólo si ya tenía redactado el documento y me dijo que me fuese a su casa para ella firmarlo. Salí disparado hacia allá. Me encontré en la hipotecada casa con mamá y con una tía. Mamá me dio unas cartas de mi hermano José Gabriel, ausente de Venezuela. Sylvia firmó y selló el documento y me preguntó si tenía las estampillas. Ante mi negativa abrió su escritorio y sacó las estampillas que necesitaría, regalándomelas. Le di las gracias y un beso, besé también a mamá y a mi tía Yolanda y, sin dar explicaciones, regresé apresuradamente a la notaría. Allí llegué a las cuatro y veinticinco minutos de la tarde, justo antes de que la notaría cesara en sus tareas de ese día. Marianella me estaba esperando y avisó a la Notaria, la Dra. Gladys A. de Cardozo, esposa de Hilarión Cardozo, quien consintió en la autenticación del documento sin que todavía supiese de qué se trataba. Ya trascrito por mano de mi cuñada bajo el número 100 al libro, el Tomo 180 de Autenticaciones, la Notaria se disponía a firmarlo sin leerlo, cuando Marianella le preguntó si no quería hacerlo. Al comenzar a leer la Dra. Cardozo hizo una exclamación de sorpresa y dijo luego: “¡Entonces a mí me va a tocar el honor de firmar este documento!” Le solicité me permitiera darle un beso, lo que consintió contenta al ofrecerme también un abrazo. Fueron testigos de la autenticación Fernando Bozo y la propia Marianella. Culminaba así un día que había comenzado por el llanto de mi señora y que, extrañamente, había transcurrido en mi interior en completa paz de espíritu. Llegué a la casa y mostré a Nacha, aún desolada pero valientemente junto a mí, el documento público que comprometía mi vergüenza.

Luis Enrique Alcalá

Los Palos Grandes

Distrito Sucre del

Estado Miranda

Lunes de Carnaval de 1986


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