por Luis Enrique Alcalá | Feb 22, 2012 | Argumentos, Física, Otros temas |

El Ave Fénix como constelación
Memento homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris.
Génesis 3,19
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Charada: Mi tercera y mi cuarta son nada. Mi segunda, mi tercera y mi cuarta son menos que nada. Mi todo es lo que queda después de que no queda nada.
Solución: Cenicero.
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El ave Fénix o Phoenix, como lo conocían los griegos, es un ave mitológica del tamaño de un águila, de plumaje rojo, anaranjado y amarillo incandescente, de fuerte pico y garras. Se trataba de un ave fabulosa que se consumía por acción del fuego cada 500 años, para luego resurgir de sus cenizas. (…) Para San Ambrosio, el ave Fénix muere consumida por el Sol, convertida en cenizas de las que renace, después de arder su cuerpo, como un pequeño animal sin miembros, un gusano muy blanco que crece y se aloja dentro de un huevo redondo, como si fuera una oruga que se vuelve mariposa, hasta que dejando de ser implume se transforma en un águila celeste que surca el firmamento estrellado.
Wikipedia en español
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En Miércoles de Ceniza, cuando a los católicos se les recuerda que polvo son y al polvo regresarán, cabe indagar cómo sería posible renacer del polvo, de sus cenizas. Ésta es una cuestión de gran importancia existencial; esto es, posiblemente sea la angustia mayor del género humano su mortalidad, el hecho aparente de que una experiencia continua tan vívida y densa como la conciencia de sí mismo termine abruptamente y no continúe para siempre.
La Iglesia Católica ofrece una respuesta: la vida es perdurable. Jesús de Nazaret, que resucitó al tercer día de su muerte en la cruz, vendrá por segunda vez a la tierra para despertar a los muertos, para hacerlos resucitar como él lo hizo. Entonces nos mandará a la presencia eterna de su Padre, que disfrutaremos por tiempo infinito, o con igual duración al infierno para un interminable llanto y crujir de dientes. Eso enseña Benedicto XVI.
Naturalmente, eso es mitología. Alguien cuyo nombre he perdido—ni Google ha podido encontrármelo—dijo: «La paz llegará cuando alcancemos a ver la Biblia como vemos a las mitologías griega y romana, como literatura psicológicamente perspicaz». Es pensamiento supersticioso, al que no escapan ni los papas. Clemente I o de Roma, el tercero o cuarto sucesor de San Pedro a la cabeza de las comunidades cristianas del Siglo I, escribió en su Epístola a los corintios:
Consideremos la maravillosa señal que se ve en las regiones del oriente, esto es, en las partes de Arabia. Hay un ave, llamada fénix. Ésta es la única de su especie, vive quinientos años; y cuando ha alcanzado la hora de su disolución y ha de morir, se hace un ataúd de incienso y mirra y otras especias, en el cual entra en la plenitud de su tiempo, y muere. Pero cuando la carne se descompone, es engendrada cierta larva, que se nutre de la humedad de la criatura muerta y le salen alas. Entonces, cuando ha crecido bastante, esta larva toma consigo el ataúd en que se hallan los huesos de su progenitor, y los lleva desde el país de Arabia al de Egipto, a un lugar llamado la Ciudad del Sol; y en pleno día, y a la vista de todos, volando hasta el altar del Sol, los deposita allí; y una vez hecho esto, emprende el regreso. Entonces los sacerdotes examinan los registros de los tiempos, y encuentran que ha venido cuando se han cumplido los quinientos años.

Bernardino Fungai: El martirio de San Clemente (clic amplía)
Es decir, quien fuera infalible hablando ex cathedra en materia de fe y costumbres—definición del Concilio Vaticano I en 1870—aseguraba, como San Ambrosio, la existencia del Ave Fénix, enteramente mitológica. Hasta su propia muerte es mítica: según una leyenda, Clemente de Roma habría sido lanzado a las aguas del Mar Muerto con un ancla atada al cuello, aunque Eusebio de Cesárea, Padre de la Historia de la Iglesia, no se da por enterado de tal martirio en su enjundiosa Historia Ecclesiae o en el pertinente Tratado sobre los Mártires.
Como sabemos por la Antropología, por supuesto, los mitos son construcciones útiles: Mircea Eliade apunta que contienen modelos para la conducta humana, y el mito del Ave Fénix satisface, al presentarla como posible, el ansia de perdurabilidad de nosotros, habitantes de este valle de lágrimas. Si un ave es eterna, quizás nosotros lo seamos también.
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Para una inteligencia desprejuiciada del siglo XXI, la reducción de las religiones aún existentes a la dimensión mitológica no resuelve el problema. La angustia permanece y fuera de las religiones no hay respuesta. La ciencia, en general, elude temas como el de la vida perdurable así como se niega a decir algo acerca de lo que habría ocurrido antes del Big Bang (la versión moderna de la Creación), antes de la llamada época de Planck: de 0 a 10-43 segundos.
La mayoría de los científicos que se aproximan al tema lo hace para contradecir las religiones, las que alimentan posturas irracionales como las de considerar equivalentes la teoría de la evolución de las especies y el creacionismo, una interpretación más o menos literal de lo que dice el comienzo del Génesis acerca el origen del mundo y sus inquilinos. Pero al desechar, con toda razón, las explicaciones cosmológicas o biológicas de los textos sagrados, tiende a postular un universo enteramente materialista, carente de cualquier explicación acerca de su innegable presencia. El Big Bang aporta un universo sujeto a la causalidad, pero él mismo sería un fenómeno sin causa. Al hacer esto, pues, esa mayoría incurre también en una conducta mitológica o supersticiosa, dado que le es imposible a la ciencia actual decir algo con sentido acerca del «tiempo» precedente; la Gran Explosión, la Bola de Fuego Primordial de George Gamow, el Huevo Cósmico de Georges Lemaître crearía todo: la materia pero también el espacio y el tiempo. De la nada.
Aquí, entonces, sí resulta lógicamente equivalente afirmar que el Big Bang no tiene explicación alguna o que, por lo contrario, sí la tiene en una entidad precedente—o entidades anteriores—que, por así decirlo, detona la bomba cósmica en cuya explosión vivimos. Pensar en esa entidad es una tarea para una teología del siglo XXI, que sigue a aquél del que Pierre Teilhard de Chardin dijera: “El siglo XX fue probablemente más religioso que cualquier otro. ¿Cómo pudiera no serlo, con tantos asuntos por resolver? El único problema es que todavía no ha encontrado un Dios que pueda adorar”.

El Ojo de Horus cristianizado en el Gran Sello de los EEUU
Para nuestra persona XXI, desprejuiciada, intelectualmente responsable, obligada moralmente según John Erskine a ser inteligente, no son aceptables las imágenes de un ente creador que satisfacían a un pastor israelita de hace 3.500 años—una zarza ardiendo en un desierto—o a la mente medieval: un ojo dentro de un triángulo. («It is wrong always, everywhere, and for anyone, to believe anything upon insufficient evidence». William Clifford, The Ethics of Belief). Aun si se creyese en un ser o seres superiores a quienes se atribuya nuestra presencia y la del cosmos que nos rodea, sería un contrasentido echar por la borda lo que la inteligencia humana ha acumulado como conocimiento rigurosamente adquirido; es decir, la ciencia. Si ésta se muestra incapaz de decir algo acerca de Dios, lo que pueda suponerse de éste con seriedad tiene que ser enteramente compatible con el conocimiento que se deriva de la actividad científica; no puede contradecirla. Y eso fue, justamente, lo que Teilhard intentó hacer en El Fenómeno Humano: «Mi único fin y mi verdadera fuerza a través de estas páginas es sólo y simplemente, lo repito, el de intentar ver; es decir, el de desarrollar una perspectiva homogénea y coherente de nuestra experiencia general, pero extendida al Hombre. (…) Ha llegado el momento de darse cuenta de que toda interpretación, incluso positivista, del Universo debe, para ser satisfactoria, abarcar tanto el interior como el exterior de las cosas, lo mismo el Espíritu que la Materia. La verdadera Física será aquella que llegue algún día a integrar al Hombre total dentro de una representación coherente del mundo». (En Ver, la introducción a El Fenómeno Humano).
El atrevido jesuita quiso hacer sólo lo mismo que se propuso Tomás de Aquino, grande entre los Padres de la Iglesia: una teología natural, o sea, un discurso sobre Dios proveniente de la razón empleada sobre las claves de la naturaleza de la experiencia ordinaria, que no dependiera de las Sagradas Escrituras o ninguna otra forma de revelación, ni siquiera del razonamiento a priori estrictamente filosófico. Éste es exactamente el programa teológico que se impone a la persona XXI, claro que con bastante y más fidedigna información que la disponible al Doctor Angélico en el siglo XIII. Nuestra experiencia ordinaria incluye ahora lo que encuentre el Gran Colisionador de Hadrones de CERN.

Carl Jung y Erwin Schrödinger en Eranos
Las mejores mentes debieran aplicarse a esa tarea. Hay que multiplicar a Eranos—ἔρανος, un banquete de contribución—, la reunión de intelectuales que se celebra anualmente en Suiza, en localización idílica, desde que fue fundada por la dama holandesa Olga Froebe-Kapteyn en 1933, el año en el que el austríaco Erwin Schrödinger recibía el Premio Nobel de Física por su descubrimiento de la función de onda de la mecánica cuántica. Schrödinger es de los pocos físicos que ha osado decir algo acerca de la vida perdurable. Fue invitado a una Conferencia Eranos en 1946, en la que disertó sobre El espíritu de la Ciencia Natural. Carl Gustav Jung lo hizo sobre El espíritu de la Psicología.
Pongamos acá extractos del gran físico, tomados de las lecciones que dictara—Tarner Lectures— en el Trinity College de la Universidad de Cambridge en 1956, bajo el título Mente y Materia. La primera lección fue Las bases físicas de la conciencia; la quinta Ciencia y Religión, de la cual se copia estos fragmentos:
¿Puede la ciencia conceder información sobre asuntos de religión? ¿Pueden los resultados de la investigación científica ser de alguna ayuda a la obtención de una actitud razonable y satisfactoria hacia aquellas cuestiones ardientes que asaltan a todos algunas veces? (…) Me refiero principalmente a las cuestiones que conciernen al «otro mundo», a la «vida después de la muerte» y todo lo relativo a ellas. Noten, por favor, que no intentaré contestar estas preguntas, por supuesto, sino sólo la mucho más modesta de si la ciencia puede dar alguna información acerca de ellas o ayudar al pensamiento—para muchos de nosotros inevitable—sobre aquéllas. (…) No diré que con personas profundamente religiosas [la] iluminación tenga que esperar los mencionados hallazgos de la ciencia, pero ciertamente éstos han ayudado a erradicar la superstición materialista en tales asuntos.
Después de pasearse por el impacto filosófico y religioso de los trabajos de Albert Einstein y Ludwig Boltzmann, concluye Schrödinger el capítulo con esta frase (las mayúsculas son textuales): «…la teoría física en su fase actual sugiere fuertemente la indestructibilidad de la Mente por el Tiempo». (Lo que equivaldría a postular la indestructibilidad de la materia, por cuanto no hay mente que se observe que no se exprese desde una base material).
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Los científicos modernos pueden, a pesar de su irreligiosidad, aproximarse sin querer a nociones teológicas. Éste es el caso, por ejemplo, de Edward Fredkin, quien ha sido profesor en Caltech, MIT, la Universidad Carnegie Mellon y la Universidad de Boston. Sobre sus teorías en el campo de la física digital—que más recientemente él llama filosofía digital—compuso Robert Wright la primera parte (¿Es que el universo simplemente ocurrió?) de su libro de 1988: Tres científicos y sus dioses. Reporta Wright:
Pero entre más charlamos, Fredkin se acerca más a las implicaciones religiosas que está tratando de evitar. «Siempre se supone que todo fenómeno astrofísico que ocurra es un accidente», dice. «Para mí, esto es una posición bastante arrogante, pues la inteligencia—y la computación, que a mi parecer incluye la inteligencia—es algo mucho más universal que lo que la gente cree. Me es difícil creer que todo lo que está allí es sólo un accidente». Esto suena mucho a una posición que el papa Juan Pablo II o Billy Graham asumirían, y Fredkin pasa trabajo para clarificar la suya: «Me parece que lo que estoy diciendo es que no tengo ninguna creencia religiosa. No sé qué hay o qué podría ser. Pero sí puedo afirmar que, en mi opinión, es probable que este universo en particular sea una consecuencia de algo que yo llamaría inteligencia». ¿Significa esto que hay algo por ahí que quisiera obtener la respuesta a una pregunta? «Sí». ¿Algo que inició el universo para ver qué pasaría? «En cierta forma, sí».
La filosofía digital de Fredkin es un tipo de física digital y pancomputacionalismo, el que propugna que todos los procesos físicos de la naturaleza son formas de computación o procesamiento de información en el nivel más fundamental de la realidad. En otras palabras, postula que la biología se reduce a la química, ésta a la física y esta última a la computación de información.
La visión de Fredkin es una nueva versión de las ya frecuentes identificaciones o correspondencias entre lo físico y lo informático. Todavía es al menos una curiosidad insólita, si no un misterio más profundo, que la forma matemática de la ecuación de la entropía térmica sea exactamente la misma de la ecuación fundamental de la teoría de la información, formulada por Claude Shannon en los años cuarenta del siglo pasado. La computadora cósmica de Fredkin tendría que operar, entre otras cosas, dentro de algoritmos que generarían con el tiempo la complejidad del universo observable. Dios sería, entonces y entre otras cosas, una memoria más grande que el universo, un “RAM” inagotable que preservaría, en estado de información completa, un holograma del origen y el acontecer del cosmos, cada uno de nosotros incluido. Es en esa memoria donde tendría lugar la vida perdurable.

La obra de John Hick (1922-2012)
Desde el campo de la teología propiamente dicha, los más modernos teológos asumen razonamientos muy similares a los científicos. Hace 13 días murió, a sus 90 años, John Harwood Hick, teólogo y filósofo de la religión nacido en Inglaterra, dos veces procesado infructuosamente, como Teilhard, por hereje. En una de sus obras—Muerte y vida eterna (1976)—propone el caso de una persona que deje de existir en un lugar mientras su réplica exacta aparece en otro. Si este duplicado tuviese todos los rasgos y las mismas experiencias de la persona fallecida, todos le atribuiríamos a aquél la misma identidad. En el fondo es el mismo argumento de su compatriota, el gran matemático Alan Turing, quien propuso en Maquinaria computacional e inteligencia (revista Mind, 1950) lo que se llamó luego el Test de Turing: si un computador que conversara oculto con un interrogador no pudiera ser distinguido por éste de un humano a partir de sus elocuciones, entonces habría que decir que el computador estaba pensando.
Parece ser una experiencia reiterada de la ciencia el toparse, en el límite de sus especulaciones más abstractas, con el problema de Dios. Por de pronto, muy frecuentemente los físicos emplean metáforas religiosas: el Camino Óctuple de Murray Gell-Mann (Premio Nobel de Física en 1969) para la ordenación de las partículas subatómicas, en alusión a un concepto budista con el mismo nombre, o la designación del postulado Bosón de Higgs, que dotaría de masa a toda la materia y ahora persiguen en CERN, como la Partícula de Dios. Puede que sea un importantísimo subproducto de la actividad científica moderna el de proporcionar imágenes para la meditación sobre un Dios al que ya resulta difícil imaginar bajo la forma de un anciano, ataviado con antigua túnica mientras descansa en una nube; un Dios informático para una Era de la Información.

La zarza ardiente de Mandelbrot
Necesitamos, para la Edad Compleja que se ha iniciado, un Dios que pueda comportarse como un ingeniero fractal. La geometría fractal es el territorio de los modelos matemáticos del caos y la complejidad. Como enseñara Benoît Mandelbrot, las estructuras más complejas, como el conjunto que lleva su nombre, pueden ser generadas a partir de ecuaciones simplísimas. (Ver en este blog El dios de Mandelbrot era el de Borges). Bastaría a la superinteligencia de Fredkin desatar el Big Bang con instrucciones de un programa fractal que desplegara la descomunal complejidad del universo. No tendría necesidad de venir al sexto día para hacer una creación especial de la especie humana. Luego, en su colosal memoria, nos preservaría en la condición descrita por Hick: con todas nuestras vivencias, sufrimientos y alegrías, odios y amores. Entonces existiríamos por siempre en alguna de sus divinas neuronas. LEA
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por Luis Enrique Alcalá | May 28, 2011 | Memorias, Política |

Nadie está enteramente solo. Acampada en la Puerta del Sol, Madrid, 20 de mayo. (Clic para ampliar)
Diógenes estaba metido hasta los rodillas en un riachuelo lavando vegetales. Acercándose hasta donde él estaba, Platón lo interpeló: «Mi buen Diógenes: si supieras cómo hacer la corte a los reyes, no tendrías que lavar vegetales».
«Y—replicó Diógenes—si tú supieras lavar vegetales no tendrías que hacer la corte a los reyes».
Enseñanzas de Diógenes
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¿Qué propone, pues, Sagan a una humanidad bloqueada incómodamente a medio camino entre la mundialización y la autodestrucción? Es poco probable, estima él, que la sabiduría gane la batalla, si permanecemos encerrados en los marcos políticos y mentales concebidos en una época en que los hombres eran menos numerosos e incapaces de destruir el planeta. Sólo la utopía es hoy razonable. La utopía política: hay que retirarle el poder a la clase política, para dárselo… ¡a los sabios! “La ciencia tiene respuestas, a condición de que se nos quiera escuchar”.
Guy Soreman, Los verdaderos pensadores de nuestro tiempo
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Al leer mi reseña del homenaje a Ramón J. Velásquez en el IESA, en la que lo llamé hombre bondadoso, me escribió desde los EEUU un conocido editor venezolano para felicitarme y decirme: «Tú también eres un hombre bueno, pero de Ramón Jota deberías aprender un poco de flexibilidad».
Tengo fama de inflexible. Un día de 1995 llamó contento a mi casa Adolfo Aristeguieta Gramcko, mi ausente amigo. Acababa de conversar por teléfono con un político local, amigo de ambos, y éste se había referido a mí en términos harto elogiosos. Adolfo me advirtió, sin embargo: «Pero mencionó un inconveniente. Dice que es muy difícil negociar contigo, que eres como una roca inamovible con la que no se puede transar».
Una docena de años después recibí un reporte parecido. Esta vez, un analista internacional residenciado en Venezuela vino a verme para que supiera que últimamente oía hablar de mí con creciente frecuencia. «Por ejemplo—me dijo—, en el velorio de Luis Herrera Campíns. Me acerqué a un grupo de diez o doce asistentes y me di cuenta de que tú eras el tema de conversación. Elogiaban mucho las cosas que has estado escribiendo». Entonces le pedí que me contara también de las críticas, pues estaba seguro de que no todo había sido encomiástico. «En efecto—contestó—, escuché dos críticas. Una: que tú serías una especie de duro Robespierre, que caes implacablemente sobre lo que estimas equivocado. La segunda: que tú no tienes una plataforma».

Robespierre, mi anterior encarnación
El propio Dr. Velásquez me había dicho con delicadeza en la penúltima de mis visitas a su casa: «Lo que Ud. piensa y dice es formidable, luminoso pero, si me permite que lo diga, su problema es que no tiene un grupo». Algunas de las explicaciones que de este fenómeno le ofrecí resurgirán en este texto; asimismo, he decidido defenderme de la acusación de inflexibilidad e implacabilidad. Esto último emergió de nuevo el día del homenaje al patriarca de los historiadores venezolanos; sentado yo al lado de un médico ilustre, con quien hace poco había quedado en desayunar para cotejar impresiones acerca de nuestro proceso político, me dijo que había pospuesto el desayuno sine die porque, al decir de un primo de mi esposa, yo peleaba con todo el mundo y él no quería pelear conmigo. Lo tranquilicé señalándole que, como él no era precandidato ni jefe de un partido, no tenía que preocuparse por esa posibilidad.
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Al editor que me recomendaba la flexibilidad que adornaría a Velásquez he podido responderle que en la misma reseña que tanto le había gustado cité la opinión de Pedro Grases, quien caracterizó al ex Presidente de la República como «intransigente con el error y la picardía”. No lo hice; en cambio, aduje una estipulación del Código de Ética Política que compuse y juré públicamente cumplir el 24 de septiembre de 1995: «Procuraré comunicar interpretaciones correctas del estado y evolución de la sociedad general, de modo que contribuya a que los miembros de esa sociedad puedan tener una conciencia más objetiva de su estado y sus posibilidades, y contradiré aquellas interpretaciones que considere inexactas y lesivas a la propia estima de la sociedad general y a la justa evaluación de sus miembros».
No es deontología inflexible; el mismo código me obliga también así: «Consideraré mis apreciaciones y dictámenes como susceptibles de mejora o superación, por lo que escucharé opiniones diferentes a las mías, someteré yo mismo a revisión tales apreciaciones y dictámenes y compensaré justamente los daños que mi intervención haya causado cuando éstos se debiesen a mi negligencia». E igualmente: «No dejaré de aprender lo que sea necesario para el mejor ejercicio del arte de la Política, y no pretenderé jamás que lo conozco completo y que no hay asuntos en los que otras opiniones sean más calificadas que las mías». Soy tan escrupuloso en el cumplimiento de estas dos obligaciones como con la primera, la que me autoriza a «pelear con todo el mundo», a ser «una roca inamovible con la que no se puede transar» y a comportarme «como Robespierre».
El problema, pues, es que tengo como obligación profesional ineludible contradecir lo que entiendo como aseveraciones o posturas equivocadas o falsas en política, muy especialmente si consisten en apreciaciones socialmente dañinas. La política es un asunto público, y no me meto con los asuntos privados de la gente, ante los que guardo las mayores discreción y prudencia. Ni siquiera me intereso mucho por la chismografía política, pues pienso que la descalificación de un político tendría que provenir, más que de su maldad, de la insuficiencia de su positividad.
Pero se supone que la democracia vive del debate crítico; por esto no deja de sorprenderme cuando se me reconviene porque asuma, justamente, una vigilancia crítica de los discursos políticos que llegan a los electores de mi patria. El 28 de abril vino a este blog un comentario que esto incluía: «Creo que debemos concentrarnos más en lo que hemos hecho, en especial del 58 al 80, (no criticar siempre todo) y lo positivo que estamos haciendo hoy en muchas gobernaciones y municipios». Como puedo tutear al autor en razón de una vieja amistad, así respondí:
Pienso que estás grandemente equivocado. Si lo que sugieres es que no se discuta el espejismo del “proyecto país” porque a quienes se oponen a Chávez no debe tocárseles ni con el pétalo de una rosa, estás recomendando que no se corrija un grave error estratégico, del que se desprende una equivocación operativa (o pragmática, si lo prefieres). Si, por otra parte, crees que puede culpárseme de “criticar siempre todo”, no has leído responsablemente mis aportes, que en muchos casos incluyen recomendaciones y consejos y en ninguno “critican todo”.
Prácticamente todos los que viven neuróticamente de la ritual y diaria oposición a Chávez se dicen demócratas, y democracia es diversidad de opiniones, confrontación de criterios, tolerancia a la crítica. Lo que recomiendas es la negación de la democracia, y quienes actúen en política y no son capaces de recibir la crítica de sus ejecutorias u opiniones contrarias a las suyas debieran dedicarse a otra cosa. (En Mitología proyectiva).
Y ése es en verdad el asunto: si critico fuertemente la política de Chávez—como he hecho muy incesante y sistemáticamente desde que supiéramos de él en 1992—, entonces mis conocidos me aplauden. Si, por otro lado, se me ocurre señalar un error en sus opositores, entonces se me censura porque no debo rozarles ni con el pétalo proverbial. No es, por tanto, el ejercicio de la crítica per se lo que me es reconvenido, sino sólo cuando lo dirijo a quienes se oponen al actual gobierno entre los cuales, por cierto, hay mucho bicho raro y dañino al país. Sólo debo, es la cosa, encontrar error en Chávez y sus seguidores; aunque un opositor suyo diga una barbaridad, tendría que morir callado, pues de otra forma pondría en peligro «la unidad«.
La presunta inconveniencia de cumplir mi código de ética con rigurosidad alcanza, incluso, a quienes han sido chavistas pero ya no lo son. Aparentemente, no conviene que haga algún comentario crítico a Luis Miquilena, porque él ya se dejó de eso de gobernar con Chávez, o a su compinche, el difunto Alejandro Armas, cuando pretendía candidatearse a la Presidencia de la República en 2004, pues se suponía que el referendo revocatorio de ese año dejaría a Chávez cesante. (Ver De Armas tomar… su contrición para un juicio sobre esa pretensión, muy bien recibida en centros opositores de alcurnia y Country Club). Un amigo editor de periódicos llamó un día a mi celular—el 24 de mayo de 2007—para reclamarme que hubiera desmontado la novísima postura de Margarita López Maya, historiadora que se complacía en ridiculizar a quienes nos opusiéramos a Chávez y entonces había descubierto que éste es dañino. (Tomar partido). El mismo editor me invitó el año pasado a su casa—para almorzar un sabroso asado, un arroz fuera de lo común (que repetí) y una ensalada deliciosa—con un único propósito: pedirme que, como lo que yo escribo de política «es muy influyente»—su opinión—, no criticara a la creciente disidencia del chavismo y le abriera los brazos, pues a su criterio ahí podía estar la clave de una derrota de Chávez.

Políticos flexibles con Luis Miquilena
Estaba clarísimo que se refería específicamente a Henri Falcón y al PPT, tienda bajo la que corrió a refugiarse al distanciarse del gobierno. (Ya yo había escrito, el 21 de marzo de 2010, Qué cresta la de Falcón). Era comprensible que su propio izquierdismo lo inclinara naturalmente a simpatizar con Falcón, pero no le hice caso; terco como una mula, inflexible, implacable, incapaz de transacción, desaté no uno sino varios artículos para desmontar el discurso insuficiente y engañoso de Falcón, que insiste en llamarse socialista, sólo que «ético y productivo» (?): Ford Falcón modelo PPT, Exégesis falconiana (I), Exégesis falconiana (II), Exégesis falconiana (y III).
¿A qué venía tal saña contra Falcón? Bueno, los tres artículos exegéticos fueron producidos en lugar de una sola pieza—el análisis de unas declaraciones suyas en las que se presentaba como el líder de los no alineados políticamente—que hubiera resultado demasiado larga. Pero el grupo de cinco artículos críticos buscaba destapar la artificiosa, aunque astuta, pretensión falconiana: sabedor de que la mayoría de nuestros conciudadanos no está alineada ni con el gobierno ni con la oposición, ambicionaba ser tenido por el líder indicado para tan enorme contingente, aunque hubiera estado con Chávez por más de una década. Esto era un remedio postizo, una falsificación—desconfía de las imitaciones—, y había que acabar con el engaño en cuanto nacía. Es verdad que «habrá más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan de arrepentimiento», pero una cosa es abrazar a Falcón y congratularlo por su reciente lucidez y otra muy distinta admitir que quiera conducirnos.
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En ocasiones, la crítica a mi manière politique viene en envoltorio aparentemente elogioso. En unas imprudentes Memorias prematuras (1986) refiero la forma en que fui presentado por una muy distinguida y poderosa matrona caraqueña, quien «al solicitar que me escucharan, me caracterizó como una persona que acostumbraba ver los procesos sociales ‘desde un helicóptero’ el que a veces volaba demasiado alto». En el mismo libro dejo constancia de que un prestigioso jurista me acusaba de que yo «veía muy lejos», aunque cuatro meses antes le había escuchado una exposición en la que condenaba el «cortoplacismo». (Que yo veía muy lejos «encerraba tanto una alabanza como una objeción: yo vería tan lejos como Julio Verne, es decir, veía un futuro que todavía no era posible a partir de las condiciones del presente»).
Bueno, tal vez lleve la maldición del profeta. («Yo nunca tengo razón; yo siempre tenía razón», solía decir el padre de un amigo).
El 3 de agosto de 1991, The Jerusalem Post publicaba una entrevista a mi amigo y mentor Yehezkel Dror. Entonces hacía veinte años de la publicación de su visionario libro: Crazy States: A counter-conventional strategic problem. (Dror, en aquel momento analista senior del más grande think-tank del planeta, la Corporación Rand, tipificó y anticipó la emergencia de jefes de Estado como Gaddafi, Idi Amín Dadá y Hugo Chávez). La entrevistadora, Daniella Ashkenazy, recordó un juicio crítico del libro en el prestigioso American Political Science Review: «Brillante pensamiento… pero ¿cómo puede ser tan fantasioso y estar tan distanciado de la realidad?» Cuando el tiempo le dio la razón, Yehezkel admitió: «Tengo sentimientos encontrados por haber tenido razón: a la vez satisfacción y pesar; satisfacción intelectual y pesar como ser humano».

Yehezkel, con su camisa del PSUV
Trece días antes de la publicación de esa entrevista aparecía en El Diario de Caracas (21 de julio de 1991) un artículo mío—Salida de estadista—en el que proponía la renuncia de Carlos Andrés Pérez para «evitar (…) el dolor histórico de un golpe de Estado, que gravaría pesadamente, al interrumpir el curso constitucional, la hostigada autoestima nacional». Y en septiembre de 1987 había completado Sobre la posibilidad de una sorpresa política en Venezuela, estudio en el que una de las sorpresas que discutí fue, precisamente, la de un golpe de Estado y donde puse: «En ese caso el próximo gobierno sería, por un lado, débil; por el otro, ineficaz, en razón de su tradicionalidad. Así, la probabilidad de un deterioro acusadísimo sería muy elevada y, en consecuencia, la probabilidad de un golpe militar hacia 1991, o aún antes, sería considerable». (La asonada de Chávez, Arias Cárdenas et al., se supo luego, estuvo prevista para fines del año de 1991).
Resueno, pues, con la tristeza de Yehezkel Dror; no hay diversión en ver cómo se desenvuelve un resultado negativo del que uno advirtiera. Pero procuro seguir al pie de la letra la recomendación contenida en el poema de una poetisa imaginaria—Karen Sloan, en la novela Overload, de Arthur Hailey—que aconseja a su amante, el ejecutivo de una empresa de electricidad que advierte con bastante tiempo de una masiva interrupción del suministro:
El dedo móvil a veces retrocede/No para escribir de nuevo sino para releer:/Y lo que una vez fue desechado, objeto de ridículo,/Puede, en la plenitud de una luna o dos,/O incluso años,/Ser aclamado como sabiduría/Dicha francamente tan temprano,/Necesitada de valor/Para enfrentar la maledicencia de otros menos perceptivos,/Aun abrumada de diatriba.
¡Querido Nimrod!/Recuerda: Un profeta es rara vez elogiado/Antes del ocaso/Del día cuando por primera vez proclama/Verdades desagradables./Pero cuando tus verdades/Se hagan obvias con el tiempo,/Y su autor sea reivindicado,/Sé, en ese momento de cosecha, clemente, misericordioso,/Amplio de mente, con gran propósito,/Y que la contrariedad de la vida te haga sonreír.
Porque no son a todos, sólo a los pocos,/Los dones présbitas: larga visión, claridad, sagacidad,/Por suerte, con la lotería del nacimiento,/Conferidos por la atareada naturaleza.
(«El dedo móvil» es alusión a un giro del gran poeta islámico Omar Jayyam en el Ruba`iyyat: «El Dedo Móvil escribe y, habiendo escrito,/Se sigue moviendo…»)
Es seguramente la definición del «verdadero arte del Estado», que Alexis de Tocqueville propusiera en L’Ancien Régime et la Révolution, la cita más repetida en los materiales de este espacio: «…una clara percepción de la forma como la sociedad evoluciona, una conciencia de las tendencias de la opinión de las masas y una capacidad para predecir el futuro…» Por esta latitud, Ibsen Martínez recomendó el 2 de junio de 2007: “Los lectores, pienso seriamente, deberían llevar anotaciones, como se hace en el parque de béisbol, y tomar en cuenta el average de aciertos que muestren sus analistas favoritos”. Que comparen, pues, los críticos mis estadísticas de bateo predictivo con el poder profético de Henrique Capriles Radonski, Eduardo Fernández, Antonio Ledezma o Pablo Pérez (en estricto orden alfabético de apellidos). O, por ejemplo, con el de Diego Bautista Urbaneja, que en infructuoso intento de refutación de Salida de estadista escribió: “No creo que exista un peligro serio de golpe de Estado…” (24 de julio de 1991).
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Hay otras veces cuando las reconvenciones se limitan a exigirme urbanidad. «Esas cosas no se dicen», me reprendió un amigo a mediados de 1986 al comentar mis Memorias prematuras. Ese día estuve afortunadamente inspirado, pues le hice notar que Manuel Antonio Carreño, padre de nuestra gloriosa Teresa, había indicado claramente, en su Manual de urbanidad y buenas costumbres, que las gentes no debían penetrar con sus caballerías al interior de las casas, y declarado que algo así era «del todo incivil y grosero». Pero Carreño estableció una excepción: en caso de emergencia, no estaba mal visto que los médicos entraran con su corcel hasta el comedor de una morada. Le dije entonces: «Yo soy médico, y estamos en emergencia». Dos años antes había definido por primera vez a la Política como arte de carácter médico y él lo sabía pero, claro, la percepción de la crisis política nacional que ya podía discernirse no era común. (En 1983, un distinguido ejecutivo me preguntó sobre qué escribiría en una publicación que planeaba iniciar. «De los procesos de la crisis», contesté. Pensó unos segundos para responder: «Y, cuando se acabe la crisis, ¿de qué vas a escribir». A casi treinta años de ese diálogo, la crisis continúa; todavía parece que tengo de qué escribir).
O se me acusa del desconocimiento de elementales reglas del oficio político. En cierta ocasión, cuando trabajaba en un organismo público promotor de ciencia, causé una reunión con el secretario general del partido de gobierno para hacerle notar que el ministro del sector ejercía una política nepótica, dañina de la actividad y de la imagen gubernamental. Escuchó con atención, pero se ocupó del asunto diciendo a mis espaldas, como lo hace siempre: «Luis Enrique quiere pelear con su ministro, y uno no pelea con los ministros». Esa persona misma recomienda no pelear tanto con Hugo Chávez, quien a fin de cuentas es el más poderoso de nuestros actores políticos y hacerlo, más bien, con subalternos suyos, tal como él hacía cuando estaba en la escuela primaria: a la hora de una pelea entre salones, él escogía siempre fajarse con los más pequeños del otro curso. Y esta persona misma es político flexible, y por esto es recibido siempre bien en los mejores círculos; no causa roncha. Despuntando el año de 1994, me admitió que Aristóbulo Istúriz tuvo razón en decirle: «Tú eres el único político venezolano que es al mismo tiempo de los Leones del Caracas y los Navegantes del Magallanes». Por eso me censura cuando no estoy.
Y es que son pocos los que tienen la valentía y la decencia de hacerme observaciones críticas directamente (el Dr. Velásquez es uno de ellos). Nadie, por otra parte, ha refutado mis tesis en veintiocho años de labor. Las objeciones que les oponen no son de fondo, son oblicuas o indirectas. Cuando propuse tempranamente a un prestigioso político opositor la iniciativa de un referendo de iniciativa popular sobre la conveniencia del socialismo en Venezuela—cosa que Hugo Chávez no se ha atrevido a consultar—, opinó que sería imposible porque tendría que contar con la cooperación, que nunca me darían, de los partidos de la Mesa de la Unidad Democrática. La cuestión de si mi recomendación tenía sentido político pasó debajo de la mesa.
La conversación tuvo lugar hace un año, casi exactamente, pero él había leído cuando propuse por primera vez la idea el 23 de julio de 2009, y entonces no se dio por aludido. Poco después, conversamos en mi casa y reestrené mis viejos argumentos—de 1985—sobre la necesidad de una organización política de código genético distinto al de un partido convencional. Entonces argumentó que no era «el momento», y añadió: «Cuando se ponga la torta previsible que se pondrá en las elecciones de Asamblea Nacional, sólo quedará 2012 por delante, y entonces te escucharán». Hace un mes que busqué hablar con quien funge como su mano derecha, y retomé el tema del referendo sobre el socialismo. El asistente buscó, primero, sugerir que tal cosa no se necesitaba, al proponer que los recientes desarrollos en Cuba, que se aleja a duras penas de la total estatización de la economía, equivalían a la puntilla definitiva para los socialistas que quedan en el mundo. Pero después asumió otra línea oblicua para razonar en desacuerdo conmigo; me dijo con el mayor desparpajo: «Cuando propusiste la iniciativa por primera vez, era más viable». (!) Mi madre solía recordar la película La luz que agoniza, para resaltar que uno puede volverse loco cuando recibe repetidamente señales contradictorias. Sobre las mismas cosas, recibí de dos personas que colaboran estrechamente opiniones diametralmente dispares, y a veces de una sola y misma.
También recibo mentiras descaradas para rebatirme. Sobre este asunto del referendo, tres personas quisieron convencerme de que una respetada firma encuestadora había medido una mayoría nacional a favor del socialismo—«Para que ceses en tu cruzada»—, cuando la verdad es todo lo contrario. O, para socavar mi prédica a favor de procedimientos democráticos y en contra de actividades subversivas, se me aseguró desfachatadamente que un importante político, al que admiro, había apreciado y saludado calurosamente un estudio estadístico que le habrían presentado y que demostraría un fraude electoral del gobierno en el referendo revocatorio del año 2004. Es decir, fui tratado irrespetuosamente como un niño, como político ingenuo que se chupa el dedo. Quien eso me asegurara y sí se chupa el dedo no contaba con que yo verificaría: hablé con el implicado y éste me aseguró que jamás se había producido la reunión en la que el estudio le hubiera sido dado a conocer.
No todo es malo, naturalmente. En junio de 1986 fui de visita a la casa de una pareja de amables amigos—acabo de reencontrarme con el esposo en Facebook—en compañía de un amigo común. Éste preguntó al anfitrión—ya para entonces se habían formado en mis tripas las primeras ganas de presidir la República—: «¿Qué piensas tú de lo que anda buscando Luis Enrique?» En segundos vino la contestación: «Luis Enrique está soñando solo… pero sueña bonito».
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La soledad es, parece, la condición de quienes quieren invitar a sus prójimos a una reunión con el futuro o, simplemente, con la verdad. Pero esto es mal negocio para la sociedad. La Enciclopedia Británica publicó en 1963 la colección Gateway to the Great Books, en cuyo Tomo 4 reproduce el drama Un enemigo del pueblo, de Henrik Ibsen. (El médico de un pueblo noruego intenta alertar a su comunidad acerca de un terrible problema sanitario que se cierne sobre ella. En el proceso, es abandonado por todos, que no quieren admitir la mala noticia, por su familia, incluso). Acerca de la obra dice: «Un hombre solo de pie, con la justicia de su lado contra el tirano, es una figura dramática familiar y poderosa. Pero también existe en la vida real. A menudo sufre la derrota personal, incluso la muerte. Pero su acción heroica no perece con él. Ella perdura, y hace a la vida más justa y habitable para el resto de nosotros. El idealismo, pues, en lugar de ser tonto e impráctico, puede resultar al final el único camino práctico».
Antes podía comprar Scientific American, mi publicación favorita. Alcancé a tener un número, ahora perdido en manos de un amigo que no lo devuelve, con una entrevista a Murray Gell-Mann, Premio Nobel de Física—por su desarrollo del Modelo Estándar de partículas. En ella se hurga en las dificultades vitales de este simpático científico, y Gell-Mann cuenta que una de las peores se deriva de que sus colegas y semejantes no saben catalogarlo. «Yo no soy apolíneo—explica—y tampoco dionisíaco. Soy una ingrata mezcla de ambas cosas; soy odiseico». Entonces remata con melancolía: «It’s a lonely place to be».
A mí me pasa que no puedo callar ante el error político; me tomo muy en serio la responsabilidad profesional con la que ese arte debe ser practicado. No puedo romper la solidez de mi compromiso con la verdad. Soy médico político; no puedo decirle al paciente nacional, que sufre del mal oncológico del chavismo, que tiene catarro, ni diagnosticar la insuficiencia política de sus opositores burocratizados como mera y pasajera indigestión. Al mismo tiempo, comprendo los problemas que suscito entre quienes entienden el oficio de otro modo: una lucha por el poder con la coartada de una ideología. No respondo a ideología ninguna, pues creo que todas son formas obsoletas, pre-científicas de hacer una medicina política que debe ser clínica. Otro de mis amigos me habló una vez de una escuchada incertidumbre entre quienes no logran ubicarme en sus esquemas dicotómicos de derecha-izquierda, en su película en blanco y negro: «¿Cuál es la línea de Luis Enrique?» (Comentada en la Carta Semanal #226 de Dr. Político, del 22 de febrero de 2007).
Ofrezco, por ende, sólo dos cosas: una política seria y responsable, al servicio del paciente nacional, y una ausencia de reconcomio. Salvo la envidia y la avaricia, me confieso practicante de los restantes cinco pecados capitales, pero no guardo rencores. El resentimiento es en mí una emoción efímera, cuestión de horas; sé que la llegada de un nuevo paradigma es asunto muy difícil, y por eso tengo paciencia con mis detractores. Y no reivindico que tenga mérito alguno en mi manera de ser, como tampoco admito la culpa. Fueron mis padres quienes me hicieron, y a mi cabeza y mi corazón, con su amor de recién casados. Ellos quienes escogieron mi querido colegio de la infancia y primera juventud, donde tuve la suerte de excepcionales profesores que forjaron mi modo de pensar y mi postura ante la vida. Lo que haya podido lograr no se explica sino a partir de esa suerte y la de haber seguido trayectorias que a otros estuvieron vedadas. Temo que, en el Juicio Final, Eduardo Fernández irá a sentarse entre querubines, y yo seré enviado a la Quinta Paila del Infierno.
De resto, estoy dispuesto a pagar el precio de mi juramento de 1995, aun cuando ése sea la peor maldición para un político: la soledad. Porque es que Armanda dijo a Harry Haller—Der Steppenwolf—, según la invención de Hermann Hesse: «Pero también pertenece del mismo modo a la eternidad la imagen de cualquier acción noble, la fuerza de todo sentimiento puro, aun cuando nadie sepa nada de ello, ni lo vea, ni lo escriba, ni lo conserve para la posteridad». LEA

Edición original de El lobo estepario, 1927
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