REF #16 – Comentario constitucional

En la discusión, ya bastante larga pero poco fructífera, acerca del problema constitucional venezolano, los aportes argumentales tienden a centrarse casi exclusivamente sobre el punto de la necesidad o conveniencia de convocar una Asamblea Constituyente. Es decir, el problema queda casi reducido a la discusión acerca del mecanismo o procedimiento conveniente para dotarnos de un nuevo texto constitucional y poco se debate en materia de los contenidos mismos de la cuestión.

Debe reconocerse, por supuesto, que el actual Presidente de la República dirigió una Comisión Bicameral del Congreso para la reforma del texto constitucional de 1961, y que en ese trabajo, así como en el posterior –a raíz del estado de alarma congresional como consecuencia del 4 de febrero de 1992– es posible hallar algunas innovaciones que mejorarían en algo el funcionamiento del Estado venezolano. Pero aun estas posibles modificaciones se encuentran atascadas. No se ha hecho realidad lo expresado en el documento de campaña de Rafael Caldera (“Mi Carta de Intención con el Pueblo de Venezuela”): “El nuevo Congreso debe asumir de inmediato al instalarse, su función constituyente”. (Dicho sea de paso, todo lo que en ese documento se refiere a acciones del Congreso de la República en materia constituyente o legislativa ordinaria es un evidente exceso, dado que el Poder Legislativo es independiente del Ejecutivo y, por tanto, mal puede prescribirse a los legisladores tareas en un texto que corresponde a la “intención” de quien para ese entonces aspiraba a la Presidencia de la República).

Ahora bien, en el transcurso del trabajo parlamentario (Comisión Oberto) de 1992, el número de proposiciones de enmienda o reforma creció de manera verdaderamente tumoral. El 29 de julio de 1992 Luis Enrique Oberto, Presidente de la Cámara de Diputados, remitía a Pedro París Montesinos un Proyecto de Reforma General de la Constitución (aprobado por los diputados el día anterior) y que contenía ¡103 artículos! (De hecho, la cantidad de modificaciones era muy superior a este número. Para dar una idea, tan sólo el Artículo 9º del proyecto de reforma aspiraba modificar el Artículo 17 de la Constitución vigente y para esto sustituía cuatro de sus ordinales por nuevas redacciones y además añadía quince ordinales adicionales).

Antes de que tal proliferación constituyente llegara a su término, ya Humberto Peñaloza había advertido que algo estaba fundamentalmente viciado en el procedimiento. (El Ing. Peñaloza evocó a un maestro de su escuela primaria: si los alumnos le presentaban una “plana” con cinco errores o más no les admitía enmiendas y les obligaba a intentar el trabajo de nuevo). Así escribió, poco antes de que el proyecto de Oberto fuese concluido, en “Lo democrático es consultar a la ciudadanía”: “Si nuestra Constitución, con apenas 31 años de vigencia, requiere ya de noventa reformas para «perfeccionar» materias que a todas luces deben ser modificadas a fondo, mejor es que la escribamos de nuevo, con nuevos enfoques y nuevas aproximaciones a las realidades del país y de su entorno geopolítico, económico, sociocultural, militar, administrativo y ecológico. Tarea, eso sí, para nuevas mentalidades y nuevas escuelas de pensamiento”.

Este punto de Peñaloza es crucial, porque si se admite que el problema no es de reforma a un texto, sino el de producir un texto nuevo, una nueva Constitución y no una modificación, por más amplia que ésta sea, al texto de 1961, entonces el Congreso de la República no está facultado para acometer esta tarea.

Veamos. La doctrina constitucional generalmente aceptada establece que el poder supremo dentro de un Estado como el venezolano es el del poder constituyente original, básico, o primario. Este poder constituyente no es otro que el del conjunto de ciudadanos de la Nación. Se trata de un poder absoluto, verdaderamente dictatorial: “El poder constituyente es un derecho natural que tiene todo pueblo, ya que este derecho viene a ser un aspecto de la soberanía del Estado, es una consecuencia del hecho mismo del nacimiento del Estado, y el pueblo, cuando se constituye en poder constituyente, no se encuentra vinculado a ninguna norma constitucional anterior, su única vinculación la tiene el hecho de ser pueblo libre y soberano, y, por eso, es un derecho perpetuo que sigue subsistiendo después de ser creada la constitución”. (Esto escribe el Dr. Ángel Fajardo en su “Compendio de Derecho Constitucional”, Caracas, 1987).

Además de este poder original y supremo, no sujeto ni siquiera a la Constitución vigente ni a ninguna anterior, el Congreso de la República es un poder constituyente constituido, y limitado en su función reformadora en dos sentidos.

Es decir, el Congreso de la República tiene el papel principal, según lo dispuesto en la Constitución vigente, para enmendarla o reformarla, sujeto, en primer término, a la aprobación de una mayoría calificada de las asambleas legislativas estatales (en el caso de enmiendas) o del pueblo mismo en referéndum (en el caso de reformas).

Pero hay todavía una limitación más básica, como explica Ángel Fajardo en la obra citada: “El órgano cuya función consiste en reformar la Constitución, es el denominado poder constituyente constituido, derivado, etc., y cuya facultad le viene de la misma Constitución al ser incluido este poder en la ley fundamental por el poder constituyente; de modo, que la facultad de reformar la Constitución contiene, pues, tan sólo la facultad de practicar en las prescripciones legal-constitucionales, reformas, adiciones, refundiciones, supresiones…; pero manteniendo la Constitución; no la facultad de dar una nueva Constitución, ni tampoco la de reformar, ensanchar o sustituir por otro el propio fundamento de esta competencia de revisión constitucional, pues esto sería función propia de un poder constituyente y el legislador ordinario no lo es, él sólo tiene una función extraordinaria para reformar lo que está hecho, no para cambiar sus principios y aún menos para seguir un procedimiento distinto al establecido por el poder constituyente”.

Esto significa, repetimos, que de aceptarse la tesis de que se requiere una nueva constitución, el Congreso de la República no es el órgano llamado a producirla, puesto que excedería sus facultades. En este caso la única forma admisible de proveernos de una constitución nueva sería la de convocar una Asamblea Constituyente. Y entonces la convocatoria puede venir, o por lo menos el llamado, de cualquier miembro del poder constituyente originario, de cualquier ciudadano en pleno ejercicio de sus derechos políticos. El punto está en que le pongan atención, en el que acudan al llamado y, para esto, es necesario que quien convoque tenga algunos problemas resueltos.

Para estar claros. Puede argumentarse que la Constitución de 1961 estipula un mecanismo para la reforma general de la Constitución. (Un punto que en este momento es colateral, por cierto, es que la Constitución del 61, que permite la iniciativa de las leyes ordinarias a un cierto número de Electores—electores, en su redacción—, niega la iniciativa de la reforma constitucional al propio Poder Constituyente). El procedimiento está pautado en el Artículo 246: “Esta Constitución también podrá ser objeto de reforma general…”, etcétera. (Punto colateral dos: el procedimiento es engorrosísimo, y casi que pareciera diseñado para impedir o dificultar al máximo tales reformas generales. La iniciativa debe partir de una tercera parte de los miembros del Congreso—y no hay ninguna fracción en este momento que sea la tercera parte del Congreso—o de la mayoría absoluta de las Asambleas Legislativas, consenso que no debe ser muy fácil de lograr. Pero antes de empezar a discutir el proyecto general soportado en alguna de esas dos formas, una sesión conjunta del Congreso deberá, por el voto favorable de las dos terceras partes, admitir la iniciativa. Sólo entonces podrá comenzarse a discutir por cualquiera de las Cámaras y seguir el procedimiento habitual para las leyes ordinarias. Es sólo después de que se apruebe la reforma en el Congreso que, por fin, se pide la opinión al pueblo, en referéndum que deberá ser convocado en la oportunidad que sea determinada por las Cámaras en sesión conjunta. Una verdadera carrera de obstáculos).

Así debe ser, se dirá, pues no se puede estar haciendo reformas generales a cada rato. Precisamente por eso se ha hecho tan difícil el procedimiento. El punto, en cambio es éste: el Congreso está facultado por la Constitución, para discutir y aprobar una reforma general de ella misma, y ¿no es acaso una constitución nueva el caso límite de una reforma general?

Este último reducto de los que se opondrían a la convocatoria de una Constituyente deja de tener validez en cuanto se argumente que una nueva constitución contendría nociones o previsiones cualitativamente diferentes a las de la constitución a sustituir, las que sería imposible obtener como transformación o modificación de artículos del texto antiguo. Si se trata de innovaciones en grado suficiente, mal puede hablarse de reforma y estaríamos enfrentando algo nuevo.

Nuevo concepto del Estado

Es relativamente fácil demostrar que necesitamos una constitución esencialmente distinta de la Constitución de 1961. Y el primer punto por el que hay que empezar la substitución es justamente la primera línea del texto del 61.

La Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica comienza con la frase “Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos…ordenamos y establecemos esta Constitución” (“We, the people…”) Es el mismo pueblo el que se dota de una constitución. En cambio, en el texto constitucional vigente en Venezuela el sujeto no es el pueblo, sino el Congreso, el que se arroga la facultad constituyente, a pesar de no haber sido explícitamente facultado para eso, “en representación del pueblo venezolano”. Es de allí mismo de donde arranca el carácter representativo, que no participativo, del gobierno del país, lo que luego es reiterado en el Artículo 3º: “El gobierno de la República de Venezuela es y será siempre democrático, representativo, responsable y alternativo”.

A este punto se le ha querido poner remedio parcial en el proyecto de reforma de 1992, insertando el término “participativo” en medio de la redacción del 61, en segundo término y luego de la designación de “representativo”. Pero el sujeto de la reforma continúa siendo el Congreso.

Es el pueblo el sujeto que debe constituirse, y es él mismo el que debe producir una nueva constitución. Y es también, como sugeríamos más arriba, el sujeto político de derecho supremo, y si está más que facultado para dotarse de un texto constitucional, también debe estarlo para reformarlo como y cuando quiera. De modo que no puede carecer de iniciativa legal a este respecto, concepto que está ausente en la redacción de 1961.

De hecho, un concepto a nuestro juicio fundamental en una refundación del Estado venezolano, es el del lugar de primacía que debe establecerse claramente para los Electores venezolanos en la descripción arquitectónica de los Poderes Públicos. Es decir, en una nueva constitución, antes que los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, debe asentarse el papel de los Electores como órgano primario del Poder Público, en un primer capítulo del título que se dedique a éste.

En 1973 murió Salvador Allende, en la ocasión del golpe de Estado dirigido por Augusto Pinochet. Dos años más tarde recordaba su relación con él el cibernetista inglés Stafford Beer, en un libro en el que coleccionaba varios artículos y conferencias sobre el tema general de los sistemas sociales. (Platform for Change, Wiley, 1975). Beer, ex presidente de la Sociedad de Investigación Operacional británica, antiguo asesor de empresas en los sectores del carbón y del acero, importante teórico de la cibernética, había ido a Chile en pos de la posibilidad de que Allende le ofreciera campo para la aplicación práctica de sus conceptos de gobierno. (Cibernética viene del griego kybernetes, que significa timonel, gobernador, y es la misma raíz de la que surge la palabra gobierno).

En los dos o tres últimos ensayos del libro mencionado, Beer se refiere a su experiencia chilena, no sin lamentarse profundamente por la muerte del estadista. Allí cuenta de unas primitivas instalaciones –en los actuales términos del arte de la computación– y que pretendían racionalizar, mediante una información lo más rápida posible, la toma de decisiones pública.

En una sesión en la que Beer, armado de diagramas de flujo, explicaba al mandatario el sistema de información acerca del estado de la nación chilena que había diseñado, Allende—cuenta Beer—preguntó qué era una cajita sin nombre que aparecía sobre una red de flujo, entre otras muchas cajas que se extendían por todo el diagrama. Beer explicó: “Esa cajita representa el pináculo de todo el sistema, esa cajita es usted, Señor Presidente”. Entonces Allende dijo: “Ah, pero si esa caja es la cima de todo el sistema esa caja no soy yo. Esa caja es el pueblo”.

Los sistemas diseñados por Beer no le sirvieron a Allende para conducir a la nación chilena por un sendero de felicidad. Su gobierno condujo al golpe pinochetista y a una larga dictadura que produjo a su vez un muy considerable número de muertes. Ni había en 1973, ni lo hay hoy en 1995, una capacidad de procesamiento de información que permita un registro fiel del estado de una nación. No es posible predecir su comportamiento con exactitud, mucho menos planificarla y regularla íntegramente. Para modelar un sistema mucho más simple que una sociedad moderna, el sistema climático, un computador que realiza cuatrocientos millones de operaciones por segundo tiene que operar durante tres horas seguidas para generar un pronóstico del tiempo de tan sólo los próximos diez días y en ocasiones los pronósticos, inevitablemente, están totalmente errados. Esto ocurre en un modelo que sólo tiene que considerar presiones, temperaturas y, a lo sumo, velocidades. Podemos imaginar el grado de dificultad computacional que involucra intentar la representación simbólica de la dinámica de una sociedad compleja, en la que miríadas de factores intervienen en la determinación de sus resultados. El gobierno de Allende estaba equivocado, sin duda, y no sólo en creer que se podía gobernar un Estado sentado en una poltrona de “Viaje a las estrellas” ante una consola de pantallas y controles. Pero Salvador Allende también estaba acertado en más de una percepción, y es una lástima que los acontecimientos hayan seguido un cauce mortal para una persona que, como Allende, alojaba un sentimiento tan hermoso: “Eso no soy yo, eso es el pueblo”.

Hay un sentido, además, en el que Allende estaba más acertado que Stafford Beer. Este último se había preocupado de detallar más lo que estaba “por debajo” de la presidencia. Allende hablaba de lo que estaba por encima de él. Y si bien, como dijimos, no hay en ningún horizonte previsible la capacidad tecnológica para predecir o controlar una sociedad compleja de hoy en día, sí la hay para generalizar la participación democrática para tomar en cuenta la opinión de cada ciudadano.

Es posible encontrar acá un interesante paralelismo entre tres grandes etapas de la economía y un número equivalente de etapas de la política. Hay un período histórico en el que una economía todavía incipiente puede manejar razonablemente sus intercambios por el expediente del trueque directo. La cantidad de transacciones y la variedad de productos son ambas magnitudes reducidas, así como la velocidad o frecuencia del intercambio. En muchos casos se trataba de una transacción anual entre un molinero y un porquerizo que no necesitaba sino unos sacos de harina por año que él podía almacenar.

En cuanto ese exiguo comercio se incrementó en grado suficiente, la práctica del trueque se hizo harto engorrosa. Demasiadas transacciones, mayor frecuencia de las mismas, una mayor variedad de productos, justificaron la aparición de una institución mediadora, de una unidad de medida y comparación que fuese más fácilmente transportable que un cerdo o un saco de harina. E hizo su aparición la invención del dinero y junto con él, la posibilidad enfermiza de la inflación.

La más general de las concepciones económicas distingue entre un “sector real” de la economía, integrado por la suma de bienes y servicios efectivamente producidos, y un “sector virtual o nominal”, que equivale a la masa monetaria con la que esos bienes y servicios (incluyendo entre éstos al trabajo), pueden ser adquiridos. Y la definición elemental de inflación es la de un crecimiento del sector nominal significativamente mayor que el del sector real dentro de un sistema económico.

Hoy en día, sin embargo, la capacidad computacional y comunicacional extraordinariamente desarrollada del mundo actual –la que, por otra parte, es en términos de lo previsible una capacidad a la que falta muchísimo por crecer—permite ahora que un 20% del comercio mundial se haga de nuevo bajo la forma de trueque—tantos aviones por tantos barriles de petróleo. (Es una pregunta, creemos, de alto interés para la economía, investigar qué sentido tendría la noción de inflación el día que sea posible manejar todas las transacciones como un trueque virtual, como el cotejo de bases de datos digitales sobre cada unidad de producto o servicio a escala planetaria. ¿Desaparecería la inflación?)

En el campo de lo político se observa un despliegue similar, en tres etapas sucesivas, de los sistemas históricos de democracia. La democracia ateniense era también un proceso lento, en el que la cantidad de asuntos que reclamaban la atención de la apella, de la asamblea de ciudadanos, era pequeña, como también era poca la velocidad que se exigía de sus agendas. Desde el momento en que un organismo participativo de ese tipo decidía entablar batalla contra los persas, hasta que se preparaba la primera de las naves que llevarían a los guerreros, transcurría un tiempo considerable. En este tipo de condiciones era posible una democracia directa en la que los ciudadanos de Atenas todos podían participar en la toma de la decisión. (Dicho sea de paso, no todos los habitantes de Atenas eran ciudadanos. Los esclavos no tenían ninguna participación en la apella).

Nuevamente, la complicación del proceso político, en ausencia de métodos de comunicación lo suficientemente rápidos, hizo imposible la ampliación del patrón ateniense de decisiones compartidas. Hubo necesidad, si se quería mantener vivo el principio democrático, de arribar a la invención de un intermediario político: fue necesario inventar la democracia representativa. (Forma de gobierno que exhibe, obviamente, su propia patología).

Pero ahora disponemos de una tecnología comunicacional que vuelve a ofrecer las condiciones requeridas para una participación masiva, instantánea y simultánea, de grandes contingentes humanos. Ya vimos algo de esto en las teleconferencias de amplia extensión que sostuvo Ross Perot en los Estados Unidos en su carrera hacia la presidencia de ese país.

Alguien puede argumentar ante este planteamiento que el nivel de desarrollo político y tecnológico norteamericano es inconmensurablemente superior al venezolano, y que por esa razón ese concepto de democracia participativa electrónica estaría, para nosotros, muy lejos dentro de un futuro largamente incierto. Pero puede a su vez contraargumentarse que los venezolanos no hemos tardado mucho para aprender a operar telecajeros electrónicos, celulares, telefacsímiles, etc., y que con igual o mayor facilidad podríamos navegar dentro de una red permanente de referenda electrónicos. Opinábamos de esta manera en el Nº 11 del volumen 1 de esta publicación (enero de 1995): “Nada hay en nuestra composición de pueblo que nos prohíba entender el mundo del futuro. Venezuela tiene las posibilidades, por poner un caso, de convertirse, a la vuelta de no demasiados años, en una de las primeras democracias electrónicamente comunicadas del planeta, en una de las democracias de la Internet. En una sociedad en la que prácticamente esté conectado cada uno de sus hogares con los restantes, con las instituciones del Estado, con los aparatos de procesamiento electoral, con centros de diseminación de conocimiento”.

¿Cuánto puede costar una red para la democracia electrónica, nueva versión de la democracia directa, la democracia participativa? El vicepresidente norteamericano Al Gore ha hecho una estimación de la inversión necesaria para conectar una fibra óptica a “todo hogar, oficina, fábrica, escuela, biblioteca y hospital” en el territorio de los Estados Unidos. La cifra manejada por Gore es la de 100 mil millones de dólares, que en términos per cápita terminaría siendo una inversión de 435 dólares por habitante.

Ahora bien, la población venezolana es, aproximadamente, una décima parte de la población norteamericana. Por otra parte, la densidad de escuelas, hogares, hospitales, bibliotecas, fábricas y oficinas es mucho menor en nuestro país que la que existe en los Estados Unidos de Norteamérica (más personas viven acá, en promedio, en cada unidad de vivienda), y por tanto la inversión per cápita que sería necesaria para lograr el equivalente de la visión de Gore en Venezuela sería marcadamente menor. Una cifra razonable es la de una inversión per cápita de 225 dólares en Venezuela para la instalación de una red de fibra óptica prácticamente total. Tal cantidad, multiplicada por la población venezolana y por una tasa de cambio de 240 bolívares por dólar (tasa aparentemente sugerida en los predios del FMI), arroja una inversión estimable en un billón de bolívares. Este es, precisamente, el orden de magnitud de lo comprometido por el Estado venezolano en el salvamento del sistema financiero nacional, de modo que en un programa de unos pocos años sería perfectamente posible instalar la red para una democracia participativa total en Venezuela.

Y si esto es así, la posibilidad está dada para que, efectivamente, una nueva constitución de Venezuela aloje un concepto futurista del Estado en el que los Electores participen de manera casi continua en la toma de las más gruesas decisiones del país, incluyendo como hemos anotado acá en oportunidad anterior, en referenda de evaluación anual acerca del desempeño de los poderes públicos venezolanos. Tan sólo este punto ya representa una mutación tan profunda en el concepto de nuestro Estado, que difícilmente puede llamársele meramente una reforma.

Es así como puede defenderse, aunque sólo fuese por el análisis precedente, la tesis de que lo que se necesita no es una reforma de la Constitución de 1961, por más extensa que sea, sino una constitución nueva.

Otrosí

Pero hay más razones que esa muy importante, fundamental razón, para requerir algo más que una mera reforma. En otras ediciones nos hemos referido a la insuficiencia constitucional venezolana en cuanto a lo que llamábamos, hace ya diez años, la razón de Estado venezolana. (Del modo más constructivo en el Nº 2 del Volumen 1: Una visión de Venezuela para el siglo XXI).

Mientras se mantenga la discrepancia de escala entre Venezuela y los Estados Unidos de Norteamérica, o China, o Rusia, o Australia, nuestro país experimentará considerables dificultades, prácticamente insalvables, para interactuar con tales bloques en condiciones, no que sean ventajosas para nosotros, sino que no nos sean desventajosas.

En cambio, es posible visualizar un buen número de ventajas de una inserción de Venezuela, como gobernación, como departamento, como capitanía general –a la escala planetario-municipal que realmente tenemos, en un Estado de orden superior. (También hemos argumentado extensamente sobre tales ventajas en otras ocasiones. Hoy en día nuestra recomendación es que el perímetro de trabajo en busca de la escala que requerimos sea el del continente suramericano, después de que México pareciera orientarse hacia una confederación del Hemisferio Norte –en nuestro más ambicioso talante ampliábamos el territorio para acoplarnos incluso con la latinidad extra-americana, antes del ingreso de España al sistema europeo. Por esa época resumíamos las más generales entre las ventajas del modo siguiente (rogamos al lector tome en cuenta las diferencias de fecha y circunstancia entre hoy día y diciembre de 1984, fecha de lo que sigue, y procure hacer los cambios necesarios para actualizar la aplicación de una estructura general de la recomendación):

“Veamos, antes de preguntar si hay ofrecidas tesis alternas, cuál es la lista de problemas a los que la tesis de la confederación iberoamericana da respuesta.

Primero: el problema económico. El problema de escala de todos los países que entran dentro de la calificación iberoamericana, incluyendo a Brasil y España. En España, por ejemplo, se va a una «reconversión» industrial que tiene la mira puesta en el mercado de los países de la OECD, empezando por los de la Comunidad Económica Europea en la que aspira a entrar a pesar de, como he leído, la insultante condición de impedir el libre tránsito de españoles por los países de la comunidad por un «período de prueba» de varios años. La reconversión podría ser un poco menos drástica si sus industrias se orientaran, casi que como están, a un mercado que aún tiene mucho que construir dentro de necesidades de «segunda ola». También en lo económico, seguramente obtendríamos un mejor tratamiento de parte de los acreedores de nuestras deudas por mera agregación a una escala mayor.

Para nosotros, en particular, la posibilidad de contar con un mercado petrolero y de hierro y acero mucho mayor que al que ahora tenemos acceso, el que permitiría, por tanto, a mayores escalas de producción, costos operativos menores que permitieran mantener y aún superar los niveles absolutos de beneficio, con precios menores que pudiesen ser pagados por este mercado hasta ahora tenido a menos.

Tiene que tomarse en cuenta, para toda discusión de lo económico, que se estaría trabajando con la ventaja de una nueva moneda única para esa inmensa zona de circulación, como Hans Neumann, entre otros, ha sugerido que sería altamente beneficioso.

Segundo: resuelve un problema de alivio de tensiones interiberoamericanas. Argentina y Chile han tenido que buscar un árbitro hacia una entidad supranacional de la que ambos participan para dirimir el diferendo del Beagle: han tenido que recurrir al campo católico, un campo religioso, porque no han tenido un común campo político en el cual acordarse. Así como Diego Urbaneja suele decir que dentro de una confederación ibérica o hispánica la solución al conflicto centroamericano sería más «dulce», así también se dulcificaría el término del diferendo colombovenezolano y los de otros estados iberoamericanos del continente.

Tercero: resuelve un problema de escala para mejorar nuestra posición en discusiones tales como Gibraltar, las Malvinas, Guyana, Centroamérica (entendida en este caso en relación a las intervenciones ruso-norteamericanas, otánico-varsovistas, norteñas en Centroamérica). Cuando Shlaudeman dice que Contadora no es suficiente no está diciendo que si se añade uno o dos artículos técnicos al Proyecto de Tratado o se firma tal o cual protocolo los Estados Unidos suscribirán gustosos, sino que, a lo Stalin refiriéndose al Papa, está insinuando que nada más que cuatro países iberoamericanos no tenemos suficientes divisiones.

Cuarto: resuelve un problema de amortiguación o aplacamiento, por neutralidad, de la peligrosísima situación del terrorífico equilibrio nuclear. Situación que no creo mejore con el aumento que la U.R.S.S. dará a su presupuesto de «defensa»: 12%.

Mucho se ha pensado, en una especie de convicción de invulnerabilidad final muy acusada en nuestro pueblo, que una conflagración nuclear en países del Hemisferio Norte (OTAN-Varsovia), si bien nos afectaría grandemente por el lado económico, al menos nos sería leve en cuanto a lo físico, a los daños por los efectos mismos de las explosiones, entre otras cosas por distancia y por factores naturales tales como el pulmón del Mato Grosso. Pero los modelos más recientes de meteorología nuclear nos muestran como nos veríamos directa e impensablemente afectados por un invierno artificial de proporciones cataclísmicas, que incluiría la traslación, por inversión de los ciclos eólicos normales, de nubes de hollín y polvo que harían barrera a más del 90% de la radiación solar incidente (con lo que muy pronto la superficie terrestre descendería a temperaturas de subcongelación) y de nubes intensamente radiactivas. (Para un caso base de un intercambio de 5.000 megatones, equivalente a la mitad del arsenal actual. Ackerman, Pollack y Sagan, Scientific American, Agosto de 1984).

Quinto: nos ubica en posición más favorable para tener acceso a las tecnologías y modificaciones profundas de una Tercera Ola.

En resumen, resuelve un problema económico crucial (la escala), un incómodo problema de política interna (los diferendos interiberamericanos), un importante problema de soberanía ante, fundamentalmente, los sajones (Gibraltar, etc.), un definitivo problema de seguridad del sistema mundial (moderación) y un problema esencial de significación futura (la nueva modernización)”).

Ése es  el negocio que se plantea a nuestro Estado. Se trata de adquirir la escala que permite que Inglaterra nos trate como trató a China en el caso de Hong Kong, y no como nos trató a nosotros en esequiba materia o como malvinamente ha tratado a la Argentina.

Si seguimos en esto, en lugar del modelo de integración europea, el modelo norteamericano de 1776, estaríamos estableciendo una confederación que en principio sólo requeriría que sus miembros confiaran a un nivel federal tres potestades –representación ante terceros, defensa militar ante terceros y emisión de moneda– mientras que retendrían “toda su soberanía, libertad e independencia, y todo poder, jurisdicción y derecho, que no sea expresamente delegado a los Estados Unidos reunidos en Congreso por esta Confederación”. (Texto del segundo artículo de los Artículos de Confederación de los Estados Unidos).

Supongamos que un concepto así fuese del agrado de los Electores venezolanos. ¿No debería preverse en nuestra Constitución un mecanismo de acoplamiento, como el que hubo que prever para que pudieran acoplarse una nave Apolo con una Soyuz?

¿No sería esto un concepto que sería imposible concebir como una simple modificación de la Constitución de 1961? Evidentemente se trata de un concepto de Estado, de una razón de Estado radicalmente diferente. Ergo, se trata de una nueva constitución. Et ergo, el actual Congreso de la República, según la básica discusión del comienzo, no está facultado para redactarla.

Más mutaciones

Esto es sin mencionar la necesidad, a nuestro juicio, de insertar como nueva “rama” de los poderes públicos, una institución que especialmente sea independiente del poder ejecutivo y que tenga por misión la de proveer o generar tratamientos a los principales problemas de carácter público, y con capacidad de proponerlos directamente a los Electores.

Esto sin mencionar que podríamos argumentar a favor de un cambio substancial en nuestra noción de ciudadanía venezolana. Habitualmente consideramos que tiene mayor valor la venezolanidad por nacimiento que la que se adquiere por naturalización. Esa es la razón por la que limitamos los derechos políticos de estos últimos. Pero un criterio de no poca validez es el de estimar grandemente el valor de la decisión consciente de una persona madura, incluso por encima de los méritos de un recién nacido cuyo lugar de nacimiento no puede atribuirse a su elección. En una redacción algo aguda y tal vez algo escandalosa, formulábamos una condición de pertenencia a una propuesta organización política en los siguientes términos: “ser persona venezolana por accidente biográfico, esto es, por su nacimiento o el de sus progenitores, o por expresa decisión, es decir, por naturalización”. (Krisis. Memorias prematuras. Caracas, 1985).

Otras diferencias con el texto constitucional que actualmente nos rige no son tan profundas. Aun la revolución que significaría en la arquitectura del poder público venezolano la innovación de la figura de un jefe de gobierno (primer ministro) pudiera considerarse una reforma constitucional. Una cosa así perfectamente podría diseñarse desde las actuales cámaras legislativas, a pesar de que el cambio sería en este caso de importante magnitud. Igualmente pudiese contemplarse de este modo la innovación de la institución del jurado como elemento actualmente ajeno a nuestro proceso jurídico. (Esta “democratización de la justicia”—que fue de hecho la primera democratización, antes de la democracia parlamentaria, que conocieron los sajones—pudiera aplicarse sin excesiva violencia de nuestro ordenamiento jurídico, aunque sólo fuese en nuestros procesos de delitos contra la cosa pública, contra nuestra res publica).

Son múltiples, pues, las diferencias de significativo grado entre la Constitución del 61 y una nueva constitución que alojase lógicamente las instituciones que son recomendables a los intereses de la nación venezolana. Entre estas hay algunas que por sí solas definirían al nuevo documento como una constitución diferente. Será preciso elegir una Constituyente. LEA

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