Orlando curioso

La mirada económica de Orlando Ochoa

La curiosa mirada económica de Orlando Ochoa

¿Quién le dará a la voz con que revele
tan noble asunto, conveniente acento?
¿Quién al verso las alas, porque vuele
tanto que llegue a tan alto argumento?

Ludovico Ariosto – Orlando Furioso: Canto III, Estrofa 1

Antonio Vivaldi Orlando Furioso: Introducción

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El economista Orlando Ochoa coordinó la redacción de un documento de excepcional importancia—Crisis cambiaria, petróleo y deterioro socioeconómico—, a cuyo pie estamparon su firma 47 economistas venezolanos. (Una docena más de profesionales lo suscriben sin identificarse, impedidos de hacerlo por válidas razones). El sólido trabajo fue dado al conocimiento público el 30 de enero. En la víspera, la Academia Nacional de Ciencias Económicas había emitido por su cuenta un preocupado pronunciamiento:

Los problemas económicos de inflación, escasez y desempleo que Venezuela está padeciendo en los actuales momentos no tendrían razón de ser si no fuera por la insistencia reiterada del Gobierno Nacional en tomar medidas contrarias y contraproducentes a las posibilidades de desarrollo sostenido que permiten los recursos naturales, el capital y el talento humano con que cuenta el país. La economía venezolana ha sido expuesta durante los últimos años a una serie de medidas que han generado importantes desequilibrios macroeconómicos, afectando seriamente el funcionamiento del sistema económico interno, especialmente en su capacidad para proveer los bienes y servicios requeridos para mantener y mejorar el nivel de vida de la población, así como para incrementar el empleo productivo. La exagerada expansión del gasto del sector público, financiado en buena medida con endeudamiento, y la emisión monetaria sin respaldo por parte del Banco Central de Venezuela, en un marco de hostigamiento a la actividad económica privada, de inseguridad jurídica y desestimulo a la inversión, destacan como causas fundamentales del extraordinario proceso inflacionario que hoy nos afecta. (…) La Academia Nacional de Ciencias Económicas considera imperiosa la rectificación de la actual política económica, si es que se quiere evitar un mayor deterioro de nuestra economía.

No se trataba de criticar por criticar; la institución hizo este ofrecimiento: «La Academia Nacional de Ciencias Económicas reitera su disposición a colaborar con la formulación de los lineamientos que podrían guiar la rectificación esperada».

Lo mismo hicieron los 47 economistas, algunos de ellos académicos, al elevar proposiciones concretas para la rectificación. Específicamente, centran su atención sobre el meollo del problema: PDVSA.

El camino a la solución de los problemas petroleros y económicos descritos, la verdadera causa, se puede iniciar con la reorganización del flujo de divisas de PDVSA, lo cual debe facilitar el aumento de la capacidad de producción petrolera y aumentar el suministro de divisas al BCV, el cual fue de 98% del total de las exportaciones petroleras antes de 1999; y fue disminuyendo hasta representar sólo 53% de las exportaciones en los tres primeros trimestres de 2013. No obstante, es imperativo establecer simultáneamente un balance fiscal en el sector público (reducción del enorme déficit) con disciplina monetaria (eliminar el financiamiento monetario del BCV al sector público), para poder orientar la política económica a alcanzar un régimen cambiario con una sola tasa de cambio, con libre convertibilidad y acceso a divisas, tal como lo disfrutan hoy Bolivia y Ecuador, países del ALBA con mucho mejor sentido de responsabilidad fiscal y estabilidad económica. (…) Un sector petrolero fuerte y en crecimiento, una política cambiaria adecuada y sostenible, conjuntamente con un sólido balance fiscal transparente (sin fondos públicos en divisas en el exterior para gasto extra-presupuestario discrecional) es compatible con una amplia política social contra la pobreza, un banco central autónomo y distante de financiar el déficit público. Instituciones sólidas y respetadas, con políticas sanas, son condiciones esenciales para reducir la inflación y el endeudamiento, elevar el salario real y estimular el crecimiento de la producción nacional, para así alcanzar una estabilidad económica duradera. Al alcanzar la estabilidad económica Venezuela podrá entonces contar con capacidad para elevar su producción de bienes y servicios e insertarse exitosamente en el MERCOSUR, lo cual hará también necesario un entendimiento entre el sector público y sector privado.

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Hoy tuve la fortuna de presenciar en Centroávila una certera presentación de Orlando Ochoa sobre tan preocupante cuestión. Allí volvió a hablar de entendimiento; recordó que Fernando Enrique Cardoso, el sensato ex Presidente del Brasil, le señaló, además de una apertura de la economía y la guerra a la pobreza, la precondición de un amplio y sincero acuerdo de gobernabilidad entre los principales factores políticos y económicos de su país para el éxito brasileño. Allí repitió que el regreso a un sano orden fiscal era compatible con programas de asistencia a las capas más pobres de la población. Allí apuntó, reiteradamente, a PDVSA como la verdadera raíz del inmenso desarreglo económico nacional.

Entonces pensé: la solución de la cosa no es salir de Nicolás Maduro; es salir de Rafael Ramírez. Es él quien debiera ofrecer su renuncia. LEA

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Para descargar en .pdf: Orlando curioso

 

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El eje chucuto

Ex Fiscal Interventor Auxiliar del Instituto para la Defensa de las Personas en el Acceso de Bienes y Servicios del Ministerio del Poder Popular para el Comercio

 

Vemos políticos indecisos que se las dan de resueltos estadistas, y a la «fuente autorizada» que atribuye su falta de información a «imponderables de la situación». Es ilimitado el número de funcionarios públicos que son indolentes e insolentes; de jefes militares cuya enardecida retórica queda desmentida por su apocado comportamiento, y de gobernadores cuyo innato servilismo les impide gobernar realmente. En nuestra sofisticación, nos encogemos virtualmente de hombros ante el clérigo inmoral, el juez corrompido, el abogado incoherente, el escritor que no sabe escribir y el profesor de inglés que no sabe pronunciar. En las Universidades vemos anuncios redactados por administradores cuyos propios escritos administrativos resultan lamentablemente confusos, y lecciones dadas con voz que es un puro zumbido por inaudibles e incomprensibles profesores. (…) En una jerarquía, todo empleado tiende a ascender hasta su nivel de incompetencia.

Peter Laurence – Raymond Hull

El Principio de Peter

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We can sail, we can sail with the Orinoco Flow. We can sail, we can sail.

Enya

Orinoco Flow

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Trece ministerios eran suficientes para la Administración Pública en Venezuela al inicio de su período democrático, en 1959: Relaciones Interiores, Relaciones Exteriores, Defensa, Hacienda, Fomento, Obras Públicas, Educación Nacional, Justicia, Minas e Hidrocarburos, Trabajo, Comunicaciones, Agricultura y Cría, Sanidad y Asistencia Social. (Más la Secretaría de la Presidencia, que entonces no era un ministerio—Carlos Andrés Pérez la elevaría a ese rango en su primer gobierno—, y cuatro «oficinas centrales» adscritas a la Presidencia de la República: la de Coordinación y Planificación, la de Presupuesto, la de Personal y la de Estadística e Informática). Ahora es Hugo Chávez el jefe de un gabinete de 31 ministros.

Este crecimiento tumoral no le es enteramente atribuible. Su antecesor, Rafael Caldera, ya contó con 27 ministros en su segundo período, así que Chávez sólo ha añadido cuatro, aunque cambiándoles el nombre a todos, naturalmente. (Un viejo consejo gerencial recomienda no tener más de una docena de subalternos que reporten directamente a un jefe, so pena de sobrecargarlo).

Nunca dejó de operar un prurito reorganizador de la Administración Pública en los gobiernos precedentes de la democracia. Al comienzo, Rómulo Betancourt estableció la Comisión de Administración Pública, que confió al economista Héctor Atilio Pujol, con el propósito de reformar y modernizar la organización del Poder Ejecutivo Nacional. Esa antecesora de la COPRE (Comisión Presidencial para la Reforma del Estado) trabajó, primeramente, con una estrategia de cambio en los sistemas y procedimientos de la administración: «¿Hay un problema con la cedulación? ¿Cuántas taquillas hay en la ONIDEX (Oficina Nacional de Identificación y Extranjería) de El Silencio? ¿Cinco? Pongamos ocho. ¿Se están robando los reales? ¿Cuántas copias se hace de un punto de cuenta? ¿Tres? Para controlar mejor generemos ahora el original, la copia blanca, la copia amarilla, la copia rosada, la copia verde…» La velocidad de cambio del aparato administrador público era, por supuesto, bastante mayor que la de una oficina que dibujaba diagramas de flujo en un intento de mantenerlo bajo control. Hasta que llegó Allan Randolph (Randy) Brewer-Carías a presidir la Comisión de Administración Pública.

Caldera había ganado por primera vez la elección presidencial y él, abogado latinoamericano, socialcristiano, deductivista, nombró a Brewer—como él abogado latinoamericano, socialcristiano y deductivista, y quien nunca había sido expuesto a una situación organizativa más compleja que un consejo de la Escuela de Derecho de la Universidad Central de Venezuela o manejado más personal que la secretaria de su Instituto de Derecho Público—para que presidiera el órgano de la reforma del Estado.

Donde antes Pujol había puesto curitas y paños calientes, ahora Brewer pretendió reformar absolutamente todo: desde la Corte Suprema de Justicia hasta el Concejo Municipal de Humocaro Alto, pasando por todos los ministerios, todos los institutos autónomos y todas las empresas del Estado. La CAP produjo bajo su guía dos tomos de más de quinientas páginas cada uno, empastados en cubierta dura azul y amarillo—sin rojo; todavía faltaba mucho para la Batalla de la Cachucha—, con las especificaciones para cambiar hasta el último resquicio del Estado.

Alguna vez comenté al propio Brewer este contraste entre él y Pujol, y apunté que no había en el país capacidad gerencial suficiente como para acometer tal cantidad de cambio, y que si llegare a haberla—mediante la contratación, por ejemplo, de Henry Kissinger, Robert McNamara, Peter Drucker y Lee Iacocca—, la intervención de un fornido atleta para trepanar su cráneo, resecarle medio pulmón, reducirle fracturas de costillas, extraerle la vesícula, colocarle una válvula mitral, suturarle úlceras gastroduodenales y circuncidarlo simultáneamente, crearía tal cantidad de trauma que, en cuanto se le destripase una espinilla en la nariz, moriría de shock irremediablemente. Creí que entendería al recomendarle una estrategia de radicalismo selectivo (Yehezkel Dror), para escoger unos pocos puntos estratégicos en el aparato del Estado y en ellos practicar una reforma a fondo. Si la cosa resultaba, entonces pudiera considerarse la extrapolación del esfuerzo a otras dependencias. Las ciencias sociales, le dije, son demasiado incipientes como para permitirse la arrogancia de un cambio omnicomprensivo. Me escuchó con gran atención y, después de considerar mi exposición como «muy interesante», extrajo de su maletín veinte hojas anotadas en papel tamaño extra oficio; ellas contenían tan sólo el índice de una ponencia sobre reforma del Estado que debían discutir los miembros del Grupo Santa Lucía en intervenciones de tres minutos per cápita durante una sesión de media mañana. Había perdido mi tiempo.

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Aun así, Brewer ha sido superado con creces por la voracidad de la revolución «bolivariana», pero antes ya era mucho mayor el problema que llevó a Jaime Lusinchi a crear otro órgano para la reforma del Estado, la difunta COPRE. En ocasión de que Lusinchi contestara a las Comisiones del Congreso de la República que fueron a participarle la instalación del período legislativo de 1985, el entonces Presidente de la República confesó: “…el Estado casi se nos está yendo de las manos”. Era como si el piloto de un gran avión de pasajeros saliese de su cabina para anunciar a los pasajeros de primera clase (los senadores y diputa­dos) que el aeroplano no respondía a los mandos. (Pudiera ser que una mayor tendencia a la candidez fuese característica de los presidentes de Ac­ción Democrática. En 1975, Carlos Andrés Pérez confesaba a los periodistas que no había sido posible dar a luz el documento contentivo del V Plan de la Na­ción por cuanto, a pesar de que él había convocado por tres veces a su discusión ¡los mi­nis­tros no habían leído el documento!) Sin embargo, más tarde no le gustaba a Lusinchi lo que hacía la comisión que él mismo creara, a la que regañó advirtiéndole que era sólo “una comisión asesora y no una co­misión promotora». (El 6 de junio de 1986).

Aumenta la producción de cambures

La capacidad de gestión de los colaboradores del presidente Chávez tiene una magnitud finita, más bien escasa. No sólo es que muchos son más capaces en la fabricación de discursos ideologizados y aduladores cuadres con el jefe que en la gerencia pública, sino que la agresividad de clase del propio Jefe del Estado aliena y excluye a muchos entre los mejores talentos ejecutivos de la Nación. Gustavo Antonio Marturet, de serle ofrecida, no le aceptaría a Chávez la Presidencia del Banco Central de Venezuela.

A pesar de esta circunstancia, el gobierno «revolucionario» que sufrimos desde 1999 insiste en complicarse la vida. Cada estatización es un nuevo punto de decisión y supervisión, cada nuevo programa un nuevo dolor de cabeza. Para demostrar que habla en serio cuando nos anuncia el «socialismo del siglo XXI», ha expropiado más de un millar de empresas privadas en lo que lleva de dominación. Pero no todo es predicado desde la doctrina; luego de su tercer triunfo electoral, a comienzos de 2007, Chávez explicaba en Brasil a sus colegas del subcontinente que tenía que expropiar a la telefónica nacional porque le estaban grabando las conversaciones. (No hay necesidad de poseer la CANTV para espiarlo, y cuando esa empresa era pública, antes de la privatización de Pérez, grababa las conversaciones de Luis Herrera Campíns).

El resultado del apetito controlador de Hugo Chávez es una administración pública elefantiásica, cancerosa, recrecida sin necesidad…  e ineficiente. Es imposible manejarla razonablemente bien porque los pocos ejecutivos medianamente capaces de los que dispone están sobrecargados. Una burocracia enorme obstaculiza el mejor desempeño de la sociedad y su economía, a pesar de algunas mejoras puntuales. CADIVI y SENCAMER se ocupan de que producir sea cada vez más difícil y costoso. Pregunte a cualquier industrial, incluso a los simpatizantes del oficialismo.

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Más allá de su invasividad, la revolución chavista es, por encima de todo, un discurso altisonante e inconsistente. En 1999 Chávez anunciaba un esquema de desarrollo «pentapolar» que ya nadie recuerda—¿lo recordará él mismo?—, y uno de sus componentes era la construcción del «Eje Orinoco-Apure». Ahora le ha recortado a ese proyecto grandilocuente 1.025 kilómetros, al reducirlo al más modesto «Eje Orinoco» que acaba de anunciar en actos de campaña en el estado Bolívar.

Lo sustancial de este anuncio es la adjudicación por PDVSA de 10% de las acciones de Petropiar a la emproblemada Corporación Venezolana de Guayana; en febrero, el presidente Chávez había indicado que exactamente la misma participación sería poseída por la empresa del grupo chino CITIC, así que a comienzos de año podía hablarse con propiedad del «Eje Orinoco-Yangtsé». Para cargar más peso a las exigidas finanzas de PDVSA, ésta adelantará de una vez, según anuncio presidencial, mil millones de dólares a SIDOR, pues el desarrollo en la Faja del Orinoco, que supuestamente pondrá la producción petrolera venezolana en tres y medio millones de barriles diarios para la Navidad, requeriría 1.200.000 toneladas de acero por año en el próximo quinquenio, para un gasto total de US$ 3.600 millones por este solo concepto. Además de todo lo que ya hace, PDVSA es ahora el salvavidas de la CVG.

¿Cuándo duerme Rafael Ramírez? ¿Habrán llegado él y su jefe a su nivel de incompetencia? ¿Será por eso que se produjo una explosión mortal en Amuay? Un estudio de 2011 sobre la seguridad industrial en la Faja del Orinoco, más precisamente en la Gerencia de Servicios Eléctricos de la División Ayacucho, encontró que 74% del personal no ha participado en comités de seguridad. Que se cuiden los obreros de Guayana del eje chucuto. LEA

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Permiso no remunerado

Pido permiso

Por la presente solicito de los lectores de este blog permiso para ausentarme de él por lo que resta del mes de julio. Es el caso que estoy en medio de la escritura de un libro, una suerte de historia y memoria política que cubre lo acaecido en Venezuela desde 1988, año de la campaña que ganaría Carlos Andrés Pérez para alcanzar por segunda vez la Presidencia de la República, hasta el tiempo del reciente absceso pélvico y sus más inmediatas consecuencias. Este recuento vendrá organizado en nueve capítulos—el último es de recapitulación y conclusiones, y recoge las tesis que soportan los acontecimientos narrados—con un apéndice, precedido todo de una introducción que explicará alcance, método y propósito. Ya he concluido cinco de los nueve capítulos (301.223 caracteres), que han sido escritos a ritmo más bien rápido, dado que comencé a escribir el 20 de junio.

Para pagar las estampillas fiscales que debo anexar a la solicitud del permiso, coloco a continuación el comienzo y el cierre de cada uno de los cinco capítulos ya completos, sin las notas a pie de página. El texto que sigue dará una idea de la perspectiva del libro y sus sabores. Entonces, con la venia de los apreciados visitantes, hasta el lunes 1˚ de agosto. Gracias. LEA

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CAPÍTULO I

La democracia sangraba…

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Por el balcón de mi cuarto escuchaba las detonaciones del asalto a la residencia presidencial de La Casona, a la una de la madrugada del 4 de febrero de 1992. Una desazón irresoluble me había atrapado, aumentada porque había buscado evitar, sin éxito, lo que ahora se desarrollaba sin clemencia. Varios venezolanos morirían abaleados o bombardeados y no se tenía seguridad acerca del desenlace. En esos momentos era todavía posible que el sistema democrático fallara y fuera interrumpido, que los golpistas desconocidos triunfaran y asumieran el poder en Venezuela.

Siete meses y catorce días atrás, el 21 de julio de 1991, El Diario de Caracas había publicado un artículo mío—Salida de estadista—, en el que recomendaba la renuncia del presidente Pérez como modo de eludir, justamente, lo que estaba ocurriendo a pocas centenas de metros de mi casa. Allí puse: “El Presidente debiera considerar la renuncia. Con ella podría evitar, como gran estadista, el dolor histórico de un golpe de Estado, que gravaría pesadamente, al interrumpir el curso constitucional, la hostigada autoestima nacional. El Presidente tiene en sus manos la posibilidad de dar al país, y a sí mismo, una salida de estadista, una salida legal”.

Saludado como exageración—el Director del periódico, Diego Bautista Urbaneja, escribió tres días después sobre mi planteamiento: “No creo que exista un peligro serio de golpe de Estado…”—, el expediente de la renuncia sería luego propuesto por nada menos que Rafael Caldera, Arturo Úslar Pietri y Miguel Ángel Burelli Rivas, después de la intentona del 4 de febrero. Yo la había recomendado antes del abuso. Herminio Fuenmayor, Director de Inteligencia Militar, declaró que había en marcha una campaña para lograr la renuncia de Pérez. (¡Un artículo!) El general Alberto Müller Rojas, luego jefe de campaña de Hugo Chávez Frías, escribió en El Diario de Caracas sobre la ingenuidad de mi proposición. Al año siguiente, y luego de la intentona, volvió a escribir en adulación a Úslar Pietri, señalándolo como “el primero” que había solicitado la renuncia de Pérez. La verdad era que un mes escaso antes del golpe Úslar proponía que Pérez se pusiera al frente de ¡un gobierno de emergencia nacional! El interés oportunista de Müller Rojas era obvio: habiendo gravitado antes por los predios de aquel “Frente Patriótico” que lideraba Juan Liscano, quería ahora ser contado entre “Los Notables” que rodeaban a Úslar Pietri.

Pero antes, todavía, alerté sobre el peligro de un golpe de Estado. En Sobre la posibilidad de una sorpresa política en Venezuela (septiembre de 1987), había escrito: “…el próximo gobierno sería, por un lado, débil; por el otro, ineficaz, en razón de su tradicionalidad. Así, la probabilidad de un deterioro acusadísimo sería muy elevada y, en consecuencia, la probabilidad de un golpe militar hacia 1991, o aun antes, sería considerable”.

Es así como, a la angustia general por la tragedia de la amenaza armada a nuestra democracia, en mí se sumaban la decepción de no haber sido escuchado y la sensación de que el golpe era una afrenta que se me hacía personalmente, pues creía que el problema Pérez podía ser resuelto democráticamente y había trabajado en esta dirección a costa de la tranquilidad de mi familia. No conocía ni el rostro ni el nombre del líder del conato subversivo, pero ya sentía que me había ofendido de modo muy directo.

El rostro revelado

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La víspera de la vergonzosa madrugada amaneció con la publicación de un artículo mío—Basta—en el diario El Globo, adonde me había mudado luego de que El Diario de Caracas se negara a publicarme un segundo artículo sobre la renuncia de Pérez, en respuesta a comentarios despectivos de su Director, Diego Bautista Urbaneja. En aquel nuevo espacio dediqué varios a ese tema y, en verdad, en el más reciente había prometido no tocarle más el asunto al Presidente. Pero antes de marcharse a presumir en Davos, de donde retornaría para enfrentar la insurrección, se reunió en el aeropuerto de Maiquetía con el presidente colombiano, César Gaviria, y su canciller, Noemí Sanín:

El presidente Pérez ha dicho que no hablará sobre el Golfo de Venezuela. Ha prometido que no informará a los venezolanos sobre ese punto descollante de la política exterior venezolana hasta que no tenga algo que decir. Y como el presidente Pérez se niega a decirnos algo sobre el Golfo de Venezuela porque no tiene nada que decir, hemos tenido que atender la desatenta visita del Presidente de Colombia, acompañado de su maja canciller, porque él sí tiene que decirnos algo sobre el golfo. Como que sus fuerzas armadas están listas para apoyarle y supone que estamos en el mismo estado de apresto. Como que no reconoce que para Venezuela sea de importancia vital el asunto. Todo eso permite que nos digan el presidente Pérez en nuestra propia casa. Acto seguido, desaparece del país.

No puede haber evidencia más rotunda de que el presidente Pérez, en el ejercicio de la atribución que le confiere el ordinal 5º del Artículo 190 de la Constitución para “Dirigir las relaciones exteriores de la República…”  las está dirigiendo muy mal. Si no hubiera otra cosa que criticarle, esta conducta y esos resultados ya serían motivo suficiente para exigirle su renuncia a la investidura que ha ido a ostentar afuera, otra vez.

Cerré ese artículo del 3 de febrero de 1992 con el párrafo que sigue:

Basta de paquete. Basta de financiarle sus campañas extranacionales. Basta de mermas al territorio. Basta de megaproyectos, sociales o económicos. Basta de megaocurrencias. Basta de megalomanía. Usted, señor Pérez, que hace no mucho ha tenido la arrogancia de autotitularse patrimonio nacional, tiene toda la razón. Usted sí es patrimonio nacional, historia nacional, cruz y karma nacionales. Por tanto es a nosotros a quienes corresponde decidir qué hacer con Ud. Por de pronto, no queremos que siga siendo Presidente de la República.

Al día siguiente, mientras rumiaba mi reconcomio hacia unos golpistas anónimos, llegué a pensar que el general Herminio Fuenmayor enviaría a buscarme desde la Dirección de Inteligencia Militar. Si en 1991 había visto en mi artículo del 21 de julio, en el que sugería a Pérez su renuncia, toda una campaña, sería natural que ahora creyera que yo estaba informado del golpe; la sincronicidad de mi artículo-ultimátum con la asonada era demasiado significativa. Nunca fui molestado.

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CAPÍTULO II

…y el torniquete fue insuficiente

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Poco antes del clímax de la crisis bancaria, el martes 26 de abril de 1994, Ruth de Krivoy renunció a la Presidencia del Banco Central de Venezuela, adelantándose a un destino de remoción inexorable. No quería hacer el papelón del Alto Mando Militar de visita en Tinajero, de donde salió con el rabo entre las piernas tras ser recibido una última vez por el Presidente Electo, Rafael Caldera. Éste había designado a Gustavo Roosen como negociador con los banqueros privados, para que obtuviera su consentimiento a una reducción voluntaria de las estratoféricas tasas de interés.

La Sra. Krivoy tampoco quería enfrentar la tormenta perfecta del colapso bancario, que ya lucía indetenible. Roosen le proporcionó el pretexto ideal: inmolándose en el altar del liberalismo, Krivoy proclamó que las tasas de interés debían ser fijadas por el estira y encoge del mercado, no por artificiales conversaciones de banqueros con un gobierno entrante. Era una excusa insincera; ella había formado parte del Consejo Consultivo instituido por Carlos Andrés Pérez el 26 de febrero de 1992, y entonces no se le había aguado el ojo para recomendar el control estatal, en ignorancia del mercado, de los precios de la gasolina, de los de los productos de la canasta familiar, de los de las medicinas, de las tarifas de los servicios públicos.

Krivoy se contaba entre quienes todavía pensaban que el Consenso de Washington era palabra revelada por Jehová y, por supuesto, formaba parte de las «viudas del paquete» que recelaban de Caldera aun antes de que él hubiera comenzado a gobernar. No estaba interesada en salvar bancos delincuentes o imprudentes. Mejor le resultaba aumentar su prestigio entre los empresarios privados que no tragaban al Presidente de la República, quien había peleado públicamente con Alfredo Paúl Delfino, entonces Presidente de Fedecámaras, en el último año de su primer gobierno.

Al día siguiente de la renuncia de Ruth de Krivoy, el bolívar perdía 40 céntimos de su valor. Veinticuatro horas después había perdido 55 céntimos adicionales. Antes de cerrar la semana, los comerciantes del fronterizo pueblo comercial y colombiano de Maicao se negaban a aceptar bolívares, que de siete pesos que obtenían por unidad pasaron a recabar 6,10 pesos. En total, el dólar subió 6,75 bolívares en esa sola semana. Así contribuyó la ex Presidente del Banco Central a nuestra estabilidad monetaria.

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Probablemente sea el mayor pecado de la segunda administración de Caldera uno de omisión. El presidente Caldera pudo convocar el referendo consultivo que detonara la elección de la asamblea constituyente y se negó a hacerlo. Eso fue una grave abdicación.

Es probable que un proceso constituyente detonado por Caldera hubiera sido menos abrasivo que el que Chávez puso en marcha y, en todo caso, ya este último no habría tenido la celebración de una constituyente como su principal y exclusiva franquicia de campaña. Le habría sido arrebatada, como Corina Parisca había entendido correctamente. Quizás hubiera perdido las elecciones por eso mismo.

Yo había propuesto precisamente la consulta en Primer referendo nacional.  En ese artículo postulaba la realización de un referéndum sobre la deseabilidad de convocar una asamblea constituyente, aprovechando que el Congreso de la República había incluido un título nuevo—De los referendos—en la reforma de diciembre de 1997 a la Ley Orgánica del Sufragio y Participación Política. No había razones válidas para que el gobierno que había amenazado con una consulta popular sobre la suspensión de garantías constitucionales, aunque la institución referendaria no existiera en la legislación del sufragio, se negara a producir la convocatoria. Dije incluso en aquel trabajo:

Publicación de 1994 a 1998

Creo que Rafael Caldera merece ser quien haga esa convocatoria. Más allá de las críticas de la más variada naturaleza que puedan hacérsele, el presidente Caldera puede ser considerado con justicia el primer constitucionalista del país. No sólo formó parte de la Constituyente de 1946; también fue quien mayor peso cargó cuando se redactaba el texto de 1961; también fue quien presidió la Comisión Bicameral para la Reforma de la Constitución de 1991; también fue quien expuso en su aludida “Carta de Intención”: “El referéndum propuesto en el Proyecto de Reforma General de la Constitución de 1992, en todas sus formas, a saber: consultivo, aprobatorio, abrogatorio y revocatorio, debe incorporarse al texto constitucional”; y también fue quien escribió en el mismo documento: “La previsión de la convocatoria de una Constituyente, sin romper el hilo constitucional, si el pueblo lo considerare necesario, puede incluirse en la Reforma de la Constitución, encuadrando esa figura excepcional en el Estado de Derecho”; fue también, por último, quien nombró como Presidente de su Comisión Presidencial para la Reforma del Estado al jurista Ricardo Combellas, el que advirtió ya en 1994 que si este Congreso no procedía a la reforma constitucional habría que convocar a una Constituyente. Si alguien merece la distinción de convocar al Primer Referendo Nacional ése es el Presidente de la República, Rafael Caldera.

Pero para el momento la proposición no tuvo acogida. Fue elevada directamente por mí a la consideración del Presidente de la República por intermedio de representación ante su Ministro de la Secretaría de la Presidencia, Fernando Egaña, por actuación parecida ante su Ministro de Planificación, Teodoro Petkoff, y por entrega del texto del artículo en La Casona. Ambos ministros, sobre todo el segundo, indicaron su general acuerdo con la idea pero, por razones que desconoce el autor de estas líneas, la proposición fue desestimada. A Egaña le expuse que ya que el gobierno, mejor apuntalado, había logrado hacerse con la iniciativa económica, era tiempo de que asumiera la iniciativa política.

Además de las gestiones mencionadas, el Dr. Ramón J. Velásquez consintió amablemente en ser mi embajador de la iniciativa ante Caldera. Éste no le hizo el menor caso, según me confiara el historiador, en desayuno posterior a su embajada, en el Hotel Hilton: «Ud. sabe cómo es el Dr. Caldera: una esfinge impenetrable. Pero me dio la impresión de que pensaba: ¿que estará buscando el viejo Velásquez?»

Los cambios constitucionales de importancia que Caldera había ofrecido en su Carta de Intención con el Pueblo de Venezuela, su oferta de campaña en 1993, dejaron de producirse. Su período transcurrió sin que aquellas promesas se cumplieran. Tal circunstancia me permitió escribir en octubre de 1998, ya agotada la posibilidad de la convocatoria:

Pero que el presidente Caldera haya dejado transcurrir su período sin que ninguna transformación constitucional se haya producido no ha hecho otra cosa que posponer esa atractriz ineludible. Con el retraso, a lo sumo, lo que se ha logrado es aumentar la probabilidad de que el cambio sea radical y pueda serlo en exceso. Éste es el destino inexorable del conservatismo: obtener, con su empecinada resistencia, una situación contraria a la que busca, muchas veces con una intensidad recrecida.

Al año siguiente, Rafael Caldera sufrió el azoro de escuchar a su sucesor, al tomar el juramento de rigor en el Congreso de la República, diciendo desalmadamente a quemarropa que juraba sobre una «constitución moribunda». A Caldera se le había llamado, con entera propiedad, el Padre de la Constitución de 1961, hija a la que no quiso facilitar la metamorfosis que hubiera resultado salvadora.

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CAPÍTULO III

La mejor constitución del mundo

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La verdadera vocación del jefe de Primero Justicia, Julio Andrés Borges Junyent, es la sismología. Al comentar, el 12 de octubre de 2008, sobre los efectos de la crisis financiera, por ejemplo, decía: «… pensar que Venezuela está aislada de este terremoto económico global, es una tremenda estupidez». El 21 de enero de 2011 prometía, en nombre de los diputados de oposición recién electos a la Asamblea Nacional: «Vamos a crear un terremoto de conciencia». Antes de esa elección—el 20 de junio de 2010—, anunciaba en visita de juramentación de comandos de campaña de la Mesa de la Unidad Democrática en varias poblaciones mirandinas: «Nuestro triunfo en esta zona, además de ser un terremoto electoral, tiene un significado nacional, que le daría al país una señal clara de que Venezuela cambió”. En algunos casos especiales, pareciera tener el tino necesario para anticiparlos, como cuando criticó las ayudas de Venezuela a Haití un día antes del grave terremoto que asoló a ese país el 12 de enero de 2010.

Su mayor contribución a esa rama de la geofísica, sin duda, es su teoría de los cinco terremotos que habrían trocado, entre 1983 y 1999, nuestra idílica existencia nacional en desastre. En este último año expuso que de esos cinco sismos republicanos los tres primeros habían sido el Viernes Negro (18 de febrero de 1983), que produjo una devaluación brutal de nuestra moneda, el portentoso Caracazo de 1989 y las abusivas asonadas militares de 1992.

Pero es curioso que Borges considerara como cuarto terremoto el triunfo de Caldera en 1993, siendo que en general ha sustentado el mismo discurso “antipolítico” del ex Presidente, a juzgar por su condenatorio juicio a todo partido que no sea el suyo: “…el sensible sector político también sufrió una hecatombe durante los comicios de diciembre de 1993, cuando uno de los arquitectos del sistema bipartidista, Rafael Caldera, sepultó la llamada guanábana de AD y COPEI, al derrotarlos con el respaldo del chiripero”.

Finalmente, y por lo que respecta al quinto terremoto, Borges hizo recaer esta identidad en la decisión de la Corte Suprema de Justicia del 19 de enero de 1999, que permitió el referendo consultivo sobre la deseabilidad de la convocatoria a constituyente. Todavía el 13 de marzo de 2003, en foro realizado en el Colegio San Ignacio—La sociedad civil busca liderazgo—, Borges hablaba del asunto en los siguientes términos: “El quinto atropello ocurre en 1999 cuando la Corte Suprema de Justicia ordena y consagra la destrucción total de las instituciones”.

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En cierto sentido, la nueva Constitución hacía prácticamente obligatoria la relegitimación de los poderes públicos, incluyendo la Presidencia de la República. Una nueva elección de los que debían originarse en el voto popular terminó celebrándose, luego de marchas y contramarchas, el 30 de julio del año 2000.

Se trataba de una megaelección en la que se elegiría, además del Presidente, a los diputados de una inédita Asamblea Nacional de una sola cámara, los gobernadores de los estados y las autoridades municipales. Como es harto sabido, Hugo Chávez resultó reelecto, con una votación ligeramente mayor que la que había obtenido año y medio antes en números absolutos y porcentuales: 3.757.773 votos o 59,76% de los votantes. Su principal oponente y antaño socio conspirativo, Francisco Arias Cárdenas, tuvo un desempeño ligeramente peor que el de Henrique Salas Römer en 1998: captó 2.359.459 votantes o el 37,52% del total de éstos. Un tercer candidato, Claudio Fermín, obtuvo la ridícula suma del 2,7% de los sufragantes: 171.342 venezolanos votaron por su lastimosa candidatura.

El sábado 25 de abril de ese año de relegitimaciones recibí en mi casa, a eso de las diez de la mañana, una sorprendente llamada de alguien a quien nunca había tratado: el publicista Gustavo Ghersy. Me dijo que había visto mi comparecencia de ese día a un programa de entrevistas en Globovisión, y que ella le había mucho impresionado. Había comentado lo que dije—ya he olvidado de qué hablé—con su esposa, y ambos habían coincidido en evaluar mis palabras con entusiasmo. Acto seguido, me comunicó que el lunes 27 de septiembre se celebraría una reunión en una casa del Alto Hatillo con el propósito de escuchar a Francisco Arias Cárdenas, y entonces me encareció que asistiera y repitiese exactamente el mismo análisis que había hecho en la televisora. Normalmente, me habría negado a tan sorpresiva invitación, pero esta vez la notable habilidad persuasiva de Ghersy y mi propensión ególatra me impulsaron a aceptar.

Cuñas del mismo palo

El día pautado llegué a la casa de la cita, donde fui recibido por Ghersy, entusiasmado todavía, y su gentil esposa. Me hicieron hablar justo antes de que Arias Cárdenas lo hiciera, cosa que hice por unos veinte minutos. Tampoco recuerdo mi discurso de ese día; vagamente, que fue excesivamente conceptual.

Entonces habló el ex seminarista tachirense en tono más bien dormitivo, y dedicó sus palabras a un inmisericorde ataque contra el Presidente de la República, su antiguo camarada de alzamiento, a quien semanas después acusaría de gallina.

Unas pocas preguntas, algunas referidas a la confianza en el sistema de votación, fueron tramitadas con rapidez y la audiencia, mayormente compuesta por gente con recursos monetarios significativos, se despidió prontamente.

Lo más interesante que recuerdo de esa cita es la presencia de Teodoro Petkoff, quien se había acercado al cónclave con una copia del número cero o ensayo de su nuevo periódico. Sentado a su lado, pude examinarla. Me gustó el nombre del proyectado vespertino—Petkoff venía de un notorio éxito en la Dirección de El Mundo, del que fue despedido por presiones gubernamentales contra la sucesión de Miguel Ángel Capriles—y su lema: Claro y raspao.

Nunca más tuve contacto con Ghersy o cualquier instancia de la campaña de Arias Cárdenas, pero esa misma noche supe que su candidatura se encaminaba al fracaso. La aristocracia venezolana y la mayoría de los actores políticos de oposición habían creído, como con el experimento de La Gente es el Cambio, que sería muy astuta estrategia apoyar a otro militar golpista para derrotar a Chávez, por aquello del inteligente y profundo principio de que «no hay mejor cuña que la del mismo palo».

No se inmutaron para cohonestar de esta irresponsable manera el alzamiento del 4 de febrero de 1992 y tampoco, increíblemente, sabían aún con quién se estaban metiendo.

………

 

CAPÍTULO IV

Cómo irritar a una nación

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El tercer milenio cristiano fue estrenado en Venezuela con un Presidente de la República habilitado por la Asamblea Nacional recién electa para que la sustituyera. El 13 de noviembre de 2000 recibía Hugo Chávez por segunda vez poderes legislativos extraordinarios, en esta ocasión por el lapso de un año, para dictar decretos con fuerza de ley en casi cualquier materia.

El procedimiento, por supuesto, no era nuevo en el país. Entre 1961 y 1998, el Congreso Nacional había aprobado seis leyes habilitantes, sobre las que se sustentó un total de 172 decretos con rango y valor de ley. Esta vez, sin embargo, el ámbito que Chávez cubriría sería bastante mayor que el de las previas ocasiones, entonces limitadas constitucionalmente a la materia económica y financiera.

El país del año 2001, que abría el nuevo siglo, estuvo marcado por el signo del suspenso: el gobierno se tomó todo su tiempo sin soltar prenda acerca de sus intenciones y, dos días antes de que se le venciera el plazo de doce meses, descargó sobre un país desde hacía tiempo sobre-legislado un total de 36 nuevas leyes.

Todavía no se había disipado de un todo el margen de confianza que se asentara con la aprobación—por la Comisión Legislativa Nacional creada por la Asamblea Nacional Constituyente el 28 de marzo de 2000—de la nueva Ley Orgánica de Telecomunicaciones. Este instrumento, promovido por Diosdado Cabello, a la sazón Director de la Comisión Nacional de Telecomunicaciones (CONATEL), y promulgado el 1˚ de junio de ese mismo año, fue recibido con elogios de güelfos y gibelinos, en particular del sector privado. El prestigio de Cabello subió como la espuma: la ley no sólo dejaba de reservar al Estado el campo de las telecomunicaciones, sino que lo abría a nueva competencia privada que aportó 400 millones de dólares para el Fisco en tiempos de precios petroleros deprimidos. Muy distinto sería el recibimiento que tendrían las 36 leyes de noviembre de 2001.

Un golpista con chequera

Quien hubiera pensado que Hugo Chávez se había mostrado particularmente agresivo en su campaña de 1998—prometió «freír cabezas» de adecos y copeyanos—sólo por mero requerimiento electoral de capitalizar el recrecido descontento de la mayoría de los electores venezolanos, estaba muy equivocado y pronto sufriría una amarga decepción. En más de una opinión, Chávez era una persona común y corriente que sería propensa a dejarse neutralizar por la adulación y el soborno.

Preocupado por tan errada lectura, escribí para La Verdad de Maracaibo un artículo—El efecto Munich, 22 de agosto de 1998—que recordaba la capitulación de Francia e Inglaterra ante Hitler, cuando Daladier y Chamberlain complacieron al dictador al exigir éste la partición de Checoslovaquia sesenta años atrás:

A escalas menores, pero no por eso menos preocupantes para nosotros, el efecto Munich empieza a hacer estragos en algunos empresarios y banqueros venezolanos y en algunos de sus consejeros, que atemorizados por lo que las encuestas de opinión registran respecto de la intención de voto—por ahora—han comenzado una cobarde capitulación ante la candidatura de Hugo Chávez Frías. Así, le adulan recomendándole un cambio de imagen y le compran decenas de trajes de precio millonario de un conocido sastre caraqueño; le ofrecen cenas íntimas quienes se dicen “hombres de números” que deben hacer caso de las encuestas; le entregan millones de bolívares; le ponen a su disposición aviones que lo trasladen en sus giras. He escuchado de labios de algún abogado que se mueve en “los mejores círculos” la peregrina idea de que hay que acercarse a Chávez con una “bolsa de real” y ofrecérsela a cambio de que consienta en nombrar tales y cuales ministros que asegurarían que el inefable sector privado venezolano permaneciese intocado. He oído que no hay que preocuparse mucho por Chávez porque él no querría tanto gobernar desde Miraflores como vivir en La Casona, y que por eso sería susceptible a la adulación que le domesticaría.

Y esa actitud no es menos ingenua que la de Chamberlain y Daladier. Como Hitler con el tristemente célebre putsch de la cervecería, Chávez marcó su origen político con un fracasado intento de tomar el poder por la fuerza. Como Hitler con sus camisas pardas, Chávez ha organizado fuerzas de choque a las que ha juramentado para combatir en caso de que su “inevitable” triunfo electoral le sea desconocido. Como Hitler ante el envejecido Hindenburg, ha querido adelantar las elecciones presidenciales para recortar el período de nuestro anciano presidente.

Los timoratos ricachones que pretenden salvarse de una previsible degollina chavista están ellos mismos anudándose la soga al cuello. Que sepan que entre los más íntimos colaboradores de Chávez se cuentan quienes opinan que “este país se arregla con tres mil entierros de primera clase”.

……..

Chávez procuró recuperar en marzo de 2002 la eficacia de su táctica de amedrentamiento. Lina Ron tuvo éxito, con agresiones físicas que causaron heridos entre estudiantes y periodistas, en desordenar una marcha de protesta que pretendía salir desde los predios de la Universidad Central de Venezuela. La Fiscalía General de la República no tuvo más remedio que ordenar la detención de la violenta ciudadana, a quien Chávez ofrecía admirado reconocimiento de “luchadora social”. Los partidarios de Lina Ron amenazaban con juicios “populares” a connotados opositores, advirtiendo que si éstos no deponían su actitud contrarrevolucionaria pasarían de la categoría de “objetivos políticos” a la de “objetivos militares”. La amenaza fue dirigida, primero y específicamente, al primer Alcalde Metropolitano—o Mayor—de Caracas: Alfredo Peña.

Peña había sido el primer Ministro de la Secretaría de la Presidencia que Chávez nombrara. El personaje funcionaba como utility del eje comunicacional que era la alianza entre Venevisión y el diario El Nacional. Después fue incluido en las planchas del chavista Polo Patriótico a la Asamblea Nacional Constituyente y resultó electo. En la megaelección de 2000, se presentó como candidato a la Alcaldía Metropolitana de la capital, una vez más apoyado por Chávez, y también resultó electo. A fines de 2001, sin embargo, ya se había pasado a las filas de la conspiración.

Al apenas despuntar el año 2002, Alfredo Peña se hizo muy visible en los canales privados de televisión con alcance nacional, en abierta y airada oposición a Hugo Chávez; de allí el foco que Lina Ron y sus secuaces fijaron sobre él. Algún estratega habrá pensado que Peña podía ser promovido como sucesor de Chávez, sobre la certeza de que el mayor de los alcaldes caraqueños había sido el candidato a la Constituyente que resultara electo con el mayor número de votos, y dejó de considerar que la mayoría de esos sufragios provenía de votación suscitada por el Presidente de la República.

En ese mes de enero fui invitado a Triángulo, antes de que hubiera pensado siquiera en el tratamiento de abolición. En uno de los videos que Carlos Fernandes solía intercalar para alimentar la discusión, vimos a Alfredo Peña en combativas declaraciones contra Hugo Chávez. A su conclusión, comenté que el alcalde Peña tenía todo el derecho de considerar pernicioso el gobierno de Chávez, pero ninguno para argumentar, como acababa de hacerlo, que esto fuera porque se había alzado en 1992, por cuanto esa circunstancia no había impedido que Peña lo apoyara en 1998 ni fuera su Ministro de la Secretaría en 1999, o su diputado constituyente y su Alcalde Mayor de Caracas. Sugerí que él, particularmente, debía buscarse otro argumento.

En el próximo negro del programa se me acercó el general retirado de aviación Manuel Andara Clavier, Vicepresidente de Seguridad de Televén, a reconvenirme. Me dijo al oído que no era conveniente que atacara a Peña; no debíamos «pisarnos la manguera entre bomberos». Nunca antes había recibido de nadie una censura a mi libre opinión.

………

 

CAPÍTULO V

Chávez, vete ya

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El cívico asalto final contra Chávez fue la respuesta al intento—revertido después—de someter a Petróleos de Venezuela a los designios de una Junta Directiva nombrada por Chávez, la cual violentó los tradicionales principios meritocráticos prevalecientes hasta entonces en la industria petrolera. El irrespeto a tales principios, en gran medida motivados por la voracidad financiera de un gobierno deficitario, produjo el insólito fenómeno de un cierre de filas de los empleados de PDVSA, incluido el personal obrero, y la solidaridad de la mayoría de la llamada sociedad civil con una lucha inteligentemente planteada y manejada por dirigentes naturales de la “nómina mayor”. El domingo 7 de abril, de la manera más insolente y llena de prepotencia, Hugo Chávez despedía públicamente, ante una corte radiofónica, a los más notorios entre esos líderes. De inmediato, la Confederación de Trabajadores de Venezuela convocó a paro general, apoyada por Fedecámaras.

El 11 de abril de 2002 se reunió, en torno a las oficinas de PDVSA en Chuao, la más gigantesca concentración humana que se haya visto en Venezuela. Un descomunal río de gente desbordaba la arteria vial de la autopista Francisco Fajardo. Personas de todas las edades y extracciones sociales se daban cita para protestar el atropello de la industria petrolera y exigir, a voz en cuello, como ya se había gritado el 23 de enero, la salida de Hugo Chávez de Miraflores. Confiado en su innegable y colosal fuerza, y estimulado por la consigna de los oradores de Chuao, que veían excedidas sus más optimistas expectativas, el inconmensurable río comenzó a desbordarse en dirección a ese palacio de gobierno. Por aclamación de unanimidad asombrosa, la mayoría aplastante del pueblo caraqueño, para asombro y terror de Chávez y sus acólitos, pedía que los militares se pronunciaran y sacaran al autócrata de la silla presidencial.

Como agua para masacre

El grandioso movimiento encontró eco en todo el país. Maracaibo, Barquisimeto, Valencia, Puerto La Cruz, Margarita, las ciudades todas alojaban la unánime manifestación de repudio. Y el gobierno se aprestó a dar la batalla de Caracas. Freddy Bernal comandó las huestes armadas del chavismo, cuya presencia fue exigida por el Ministro de la Defensa, José Vicente Rangel. Si lo hubiera querido, la portentosa masa hubiera asolado las oficinas de éste en la base aérea de La Carlota, aledaña al escenario de Chuao.

Luego los muertos. Muchos portaban chalecos que les hacían aparecer como fotógrafos de prensa. Asesinados a mansalva, con ventaja, con alevosía. La sociedad civil puso los mártires necesarios a una conspiración que, sordamente, se había solapado tras la pureza cívica de un movimiento inocente.

Dos semanas antes del sangriento día, un corpulento abogado trasmitía las seguridades que enviaba una “junta de emergencia nacional” a una reunión de caraqueños que habían descubierto su vocación por lo político en la lucha contra Chávez. Enardecido, con una bandera norteamericana prendida en la solapa, admitía que conspiraba junto con otros, que una junta de nueve miembros—cinco de los cuales serían civiles y el resto militares—ineluctablemente asumiría el poder en cuestión de días. Por ese mismo tiempo, Rafael Poleo rechazaba una contribución mía—ofrecida a su revista luego de aquel artículo sobre el Acta de abolición—, en la que exploraba otros caminos constitucionalmente compatibles; explicó con paciencia de adulto al ingenuo niño que yo era que lo que iba a pasar era que “los factores reales de poder en Venezuela” depondrían a Chávez y luego darían “un maquillaje constitucional” a un golpe de Estado.

………

Una gran parte del país, incluido el suscrito, llegó a creer que la acción de los petroleros tendría éxito en dar al traste con el gobierno de Hugo Chávez, único propósito de la huelga. El paro desbordaría el mes de diciembre para adentrarse en 2003, y su duración de dos meses lo colocaría entre los más prolongados que el mundo hubiera visto. Las navidades de 2002 fueron las peores de su historia para los comercios que normalmente ven aumentar sus ventas en diciembre, la población general debió afrontar la escasez de combustible y alimentos—en algunas poblaciones se cocinaba con madera de muebles viejos rotos al efecto—, aumentaron el índice de desempleo y la tasa de inflación mientras descendía el producto nacional bruto. Hasta el béisbol decembrino sufrió: por primera y única vez en su historia, la Liga Venezolana de Béisbol Profesional suspendió el campeonato que entonces se jugaba, correspondiente a 2002 y 2003. La neurosis ciudadana, exacerbada progresivamente con la actuación del gobierno, llevada a nuevas cotas de angustia en el mes de abril, estimulada por la toma de la Plaza Francia, trocada en paranoico dolor por los asesinatos en la misma plaza, se vio aumentada por la tensión y la incertidumbre del paro.

Como antes dije, caí víctima de mi propio y poco objetivo engaño; en lugar de seguir mis mejores instintos—el 17 de octubre había escrito en la Carta de Política Venezolana: «No hay modo de parar el paro, que si yo pudiera lo intentaría. Como no puedo pararlo me sumo a él y lo apoyo»—, en lugar de mantener mi objetividad clínica, dediqué cada número de esa publicación a predecir una ilusión. El 26 de diciembre escribí en su número 19:

El 19 de diciembre el Tribunal daba piso jurídico a los actos del gobierno en procura de una «normalización» de las actividades de PDVSA, ordenando el acatamiento a un decreto gubernamental y a dos resoluciones ministeriales; una de Energía y Minas y otra conjunta de ese despacho y el Ministerio de Defensa.

El gobierno no tardó en aprovechar la ventajosa decisión. De allí la celeridad y la brutalidad de la toma de los tanqueros rebeldes de PDV Marina, la que añadió otro golpe psicológico. El emblemático Pilín León cayó primero y era, en esencia, lo que el gobierno necesitaba para su propaganda del día 20. El folklore de la oposición ya daba al Pilín León como un símbolo inexpugnable de la resistencia. Su caída representó un factor depresivo adicional.

Pero después de esa pírrica victoria, dirigida desde Bajo Grande por el mismísimo líder máximo de la revolución, el gobierno volvió a estrellarse contra la sólida pared del paro petrolero. Una cosa era despojar con insolencia a los tanqueros de sus tripulaciones naturales y despedir a un centenar de gerentes de PDVSA; otra muy distinta reactivar la empresa. Nada ha podido, ni podrá hacer, por recuperar el 92% de la producción detenida en extracción y refinación de petróleo, en generación de gas. Hasta sus más recientes intentos de demostrar que su capacidad residual de movilización de calle todavía funciona se ha visto impedida por la escasez de combustible, que ahora vulnera su logística de transporte de los tarifados partidarios.

(…)

Y es que hay una razón aun más profunda que el paro de la «gente del petróleo» para saber que Chávez y su gobierno tienen la guerra perdida. Es el factor decisivo, comentado en esta Carta en otras ocasiones, del enjambre ciudadano que se le opone.

Los témpanos de hielo tienen una masa enorme. Es conocimiento que se adquiere en la infancia que la emergencia visible de las gigantescas y heladas moles son tan sólo «la punta del iceberg», que 90% de la masa de hielo está bajo la superficie. No son cuerpos que se desplacen con agilidad. Por lo contrario, como corresponde a tan inertes magnitudes, se mueven con extrema lentitud.

Pero inexorablemente. Y ya sabemos que el iceberg ciudadano lleva una sola e incorregible dirección: la cesantía de Hugo Chávez. No es esta intención algo que tiene regreso.

Se trata de física elemental. Cuando una masa tan grande como la de, digamos, un supertanquero—10 o 15 veces el desplazamiento del Pilín León—se ha puesto en movimiento a su velocidad de crucero de 20 o más nudos, frenarla no es cosa sencilla. La enorme inercia requiere que decenas de kilómetros antes de atracar en el puerto de Rotterdam debe comenzarse a frenar, so pena de atravesar el puerto y la ciudad completa.

Es así como la sociedad civil venezolana es el descomunal témpano de hielo, que flota lentamente en la dirección escogida, implacablemente. Es contra esta masa que un arrogante paquebote, un Titanic gubernamental teóricamente inundible, soberbio, ha escogido enfilar.

(…)

Si Hugo Chávez saca sus defectuosas cuentas, y persiste en la creencia de que puede permitirse una colisión frontal contra el pueblo venezolano, si cree que ese pueblo le sostiene y le defiende, y no ya sólo una fracción que persiste en entenderle como su héroe salvador, su gobierno correrá la misma suerte del Bismarck y el Titanic.

Chávez tiene la guerra—no ésta o aquella batalla—estratégicamente perdida. Puede defenderse con episódicas dentelladas de bestia herida; causará uno que otro estrago más, pero su fin ya está sellado.

Y esto también debe entenderlo la sociedad civil, para que las bajas cotidianas no vuelvan a quebrantar su espíritu.

Para que no vuelva a sumirse en innecesarios arrebatos de desespero. Sin dejar de dolerse por las derrotas puntuales, que mantenga una bretona fe en la garantizada victoria definitiva.

Yo andaba radicalmente descaminado. La inevitabilidad e inminencia de las que hablaba eran sólo espejismos, deseos que no llegarían a materializarse. Había llegado a creer que el paro, por el sólo hecho de ser esencialmente un asunto civil, era cosa buena. Creí que la debilidad del gobierno, todavía en recuperación del golpe de Carmona, no aguantaría la desmedida presión de los petroleros.

Líder de un Estado loco

No he debido olvidarme de una caracterización ofrecida por mi amigo y mentor, Yehezkel Dror, en un brillante y profético trabajo de 1971. Al enumerar los rasgos de un «Estado loco», había señalado de primeros: 1. tiene objetivos muy agresivos en contra de otros; 2. mantiene un profundo e intenso compromiso con esos objetivos (está dispuesto a pagar un alto precio por su logro y a correr grandes riesgos).

Hugo Chávez cabe perfectamente dentro de la tipología droriana. Ya había demostrado el precio que estaba dispuesto a pagar y los riesgos que estaba dispuesto a asumir por su revolución.

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REF #21 – La venta de la gallina

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Hace casi exactamente diez años, en junio de 1986, escribíamos lo siguiente: “No creemos que haya ninguna razón funcional de fondo por la que, por ejemplo, la actividad extractiva—petróleo, minería—deba estar reservada a la explotación pública. Existe, sí, una tradición jurídica que se remonta a usos de la antigua Corona Española por la que los bienes del subsuelo eran de patrimonio real. Pero aún manteniendo esto, el Estado venezolano toleró por largos años una explotación del petróleo y del hierro por parte de manos privadas, sólo que se trataba de empresas privadas extranjeras. Es claro que no se hallan en Venezuela…  los capitales privados necesarios para que, por ejemplo, el patrimonio de PDVSA (la que tampoco posee el subsuelo), pudiese pasar al sistema de empresa privada”. (Luis Enrique Alcalá, Dictamen. Versión preliminar mimeografiada. Junio de 1986).

El párrafo anterior era una acotación lateral en una discusión centrada en otra dirección: el papel del Estado venezolano en la economía nacional. Incluía también la siguiente aseveración: “Igualmente, no vemos razones funcionales para que actividades tales como las de generación de electricidad, aviación internacional, radiodifusión y televisión, telefonía, y otras, no puedan ser ejercidas por actividad privada. En el caso de la telefonía se argumenta con frecuencia que la ‘seguridad’ de las comunicaciones del Estado exige que la organización y explotación del servicio telefónico sea de exclusiva competencia pública. Esto es cada vez menos sostenible, en vistas a la profunda modificación de la tecnología electrónica, la que permite que computadoras del Pentágono sean penetradas por adolescentes y, en una escala más modesta, las conversaciones del Presidente de Venezuela sean espiadas por funcionarios de la propia CANTV, como se dice que ocurrió durante el gobierno de Luis Herrera Campíns”.

La posición general respecto del papel del Estado en la economía era formulada del modo siguiente: “…sustentamos el criterio de que el Sector Público debe restringir su intervención en la actividad económica hasta el punto de que la mayor parte de ésta se conduzca por patrones, fundamentalmente, de autorregulación. Es decir, la actividad económica debe ser en principio libre. Hay algunas funciones básicas que debe reservarse a la función de gobierno. Entre ellas la principal es la de la regulación monetaria, siendo otra la de la regulación del intercambio externo a través de la interfase aduanal… Pero debe quedar a la función gubernamental la importante misión de establecer nuevas direcciones a la actividad económica, mediante el fomento directo de programas de desarrollo económico en un conjunto limitado y concentrado de áreas estratégicamente seleccionadas… Los programas deben ser integrales. Esto es, deben ir más allá de la mera concesión crediticia a proyectos individuales con posible validez en sí mismos, pero que no poseen necesariamente la concatenación necesaria al establecimiento, digamos, de un nuevo sector económico. Esto no significa que aboguemos por la supresión de todo financiamiento del Estado a proyectos que no formen parte de los programas integrales. Al contrario, sostenemos que una marcada mayoría de fondos públicos destinados al fomento económico deben ir a estos proyectos presentados aisladamente por los empresarios particulares, con tal que éstos cumplan con los requisitos mínimos de racionalidad y viabilidad económica. Sustentamos que el remanente, tal vez una tercera parte de los fondos disponibles debe ir a la financiación de proyectos agrupados en programas mayores, en un número no mayor, tal vez, de una media docena de programas, y que, en todo caso, también la ejecución de estos programas integrales sea confiada a manos privadas… Esto es importante porque sólo de una manera intencionalmente decidida será posible concentrar los recursos y los esfuerzos necesarios para que sectores económicos completos lleguen a poseer la escala suficiente como para que sean significativos”.

A pesar de lo anteriormente expuesto, somos de opinión contraria a la privatización de PDVSA, idea que ahora es defendida con intensidad, aunque sobre límites variables, por una gama de formadores de opinión que incluye al propio presidente de la empresa: Luis Giusti. En efecto, el ingeniero Giusti ha propuesto la colocación en mercados internacionales de un 15% de las acciones de nuestra multinacional pública de petróleo.

Giusti se inscribe de este modo en una serie de opiniones similares, la que incluyó, por ejemplo, la proposición que en este sentido hiciera Andrés Sosa Pietri, uno de los antecesores de Giusti, a fines de 1994. Sosa Pietri proponía la venta de hasta 49% de las acciones de PDVSA. Después de las declaraciones de Giusti, Eduardo Fernández ha salido a decir que debiera privatizarse totalmente, aunque en ritmo “gradual”, y otros analistas menos conocidos y más radicales también piensan en una privatización total.

De modo que ha sido planteada una completa desinversión pública en el sector de hidrocarburos. Si bien es cierto que algunas posiciones son menos radicales—Giusti, 15%; Sosa Pietri 49%; Gómez (Emeterio), 40%—la noción de que el Estado venezolano “desnacionalice” a PDVSA ya circula con toda libertad sobre la mesa del debate público.

 

La gallina

El 30 de agosto de 1975 el Presidente de la República, que en aquella época de vacas gordas era el ciudadano Carlos Andrés Pérez, procedió a crear por decreto ejecutivo “una empresa estatal bajo la forma de sociedad anónima que cumplirá y ejecutará la política que dicte en materia de hidrocarburos el Ejecutivo Nacional”.

Según la primera cláusula del Título Primero—Disposiciones Generales—de ese decreto 1.123 del primer gobierno de Pérez, tal empresa se llamaría Petróleos de Venezuela y, de no mediar otras decisiones, debería vivir al menos hasta  el año 2025, pues la duración prevista en la misma cláusula es de cincuenta años. La cláusula sexta del Título Segundo, que tiene que ver con el capital y las acciones de Petróleos de Venezuela—a la que al principio se la llamaba Petrovén—dice a la letra: “De acuerdo con la Ley, las acciones de la Sociedad no podrán ser enajenadas ni gravadas en forma alguna”. Esto significa también, que de no mediar una reforma de la susodicha cláusula sexta y una reforma de la Ley Orgánica que reserva al Estado la Industria y el Comercio de los Hidrocarburos, ni siquiera la proposición de Giusti, la más moderada de las proposiciones sobre venta de acciones de PDVSA, es posible legalmente. De hecho, pues, lo que Luis Giusti ha propuesto es que se modifiquen el instrumento legal y el constitutivo-estatutario que rigen la propiedad de la industria venezolana del petróleo.

Pero, ¿qué es esta propiedad del Estado venezolano? ¿Qué significa poseerla? ¿Por qué su actual presidente dice a su dueño que quiere otros dueños además de él?

PDVSA es en gran medida una historia de éxito. A la hora de la nacionalización campeaba en ciertos sectores conservadores del país un gran escepticismo. Partiendo de cierta postura de desconfianza o desprecio del “material humano” nacional, se sostenía en ciertos círculos que nacionalizar la industria petrolera venezolana era una locura, pues una actividad tan compleja excedería la capacidad de gerencia de los venezolanos, que, como se sabe, no son suizos, ni norteamericanos, ni holandeses. No pocos empleados de la industria, hasta 1975 en manos de empresas transnacionales, renunciaron a sus cargos en la creencia de que en manos locales, en las típicas, pintorescas y folklóricas manos de los venezolanos esa industria se iría a pique. A más de veinte años de la creación de PDVSA, sin embargo, los resultados globales del experimento se encargaron de desmentir tan agoreras e inexactas profecías.

En los veinte años que mediaron entre 1975 y 1995, la industria nacionalizada incrementó las reservas probadas de crudos convencionales de 18 mil millones de barriles a más de 64 mil millones de barriles, y en el mismo lapso las reservas de gas natural de 38,5 a 140 billones de pies cúbicos. El cuadro de reservas se completa con la confirmación de la existencia de crudos pesados, extrapesados y bitúmenes en la Faja del Orinoco en volúmenes estimados de 1 billón 200 mil millones de barriles.

El potencial de producción de la industria petrolera nacional, que en 1975 era de 2,4 millones de barriles diarios, ha alcanzado en veinte años de explotación estatal el nivel de 3,1 millones, y los planes de expansión más recientes pretenden llevarlo a casi el doble (6 millones de barriles diarios), para el año 2005, cuando todavía faltarían veinte años para la extinción estatutaria de PDVSA.

En los mismos veinte años PDVSA aumentó nuestra capacidad instalada de refinación de 1,5 a 2,4 millones de barriles diarios y, lo que tal vez es más importante, mejoró dramáticamente el patrón de refinación, pues ahora esa capacidad obtiene 80% de productos de alta calidad (gasolinas y destilados), en comparación con el 30% que se obtenía en 1975. (En 1975 se obtenía un volumen diario de 450 mil barriles de productos de alta calidad, mientras que para fines de 1995 se disponía ya de la cifra de 1 millón 920 mil barriles, lo que representa un ennoblecimiento de cuatro veces en veinte años).

Los progresos en el mercadeo de los productos son tan llamativos como los obtenidos en exploración, producción y refinación. En 1975 PDVSA comercializaba 2,1 millones de barriles diarios, los que colocaba a sólo 15 compradores. Hoy en día comercializa 3,2 millones de barriles diarios y tiene ahora una base de 250 clientes. Su estrategia de internacionalización e integración le ha valido la posibilidad de colocar muy importantes volúmenes de crudos y productos venezolanos, mientras obtiene ganancias en todos los eslabones del negocio y ha mejorado considerablemente su acceso a los mercados financieros mundiales y a los avances tecnológicos. Y en este campo de la tecnología debe anotarse la creación, hace 15 años, del INTEVEP, el centro de apoyo tecnológico y de investigación de la industria petrolera nacional. El INTEVEP ostentaba, para fines de 1995, 433 títulos de patentes y 115 registros de marcas. La más famosa de ellas es sin duda la de la Orimulsión™, un nuevo combustible que está penetrando consistentemente en el mercado energético internacional, y del que ahora la República China desea adquirir 500.000 toneladas anuales.

Además del petróleo PDVSA maneja el negocio petroquímico básico del país y su explotación de la riqueza carbonífera del Zulia. En petroquímica la gestión de PDVSA desde 1978 ha representado la incorporación de 13 nuevas plantas y una producción bruta anual de 7,5 millones de toneladas métricas. Por el lado carbonífero, fue capaz de alcanzar una producción de 4 millones de toneladas métricas anuales en 1995. Obviamente, PDVSA ha expandido considerablemente el valor de sus activos y sus volúmenes en este proceso de admirable crecimiento. Por mencionar sólo un indicador, PDVSA disponía en 1975 de 14 buques con 389 mil toneladas de peso muerto, y veinte años después había hecho crecer su flota hasta 25 naves que representan más de 1 millón y medio de toneladas de peso muerto. (De un promedio de casi 28 mil toneladas de peso muerto por buque a uno de 60 mil toneladas).

La importancia de PDVSA en la economía nacional es innegable. Además de sus aportes directos al Fisco nacional, esta importancia puede medirse en términos de su aporte al Producto Interno Bruto venezolano. En términos porcentuales, PDVSA aporta el 24% de ese producto anual de modo directo, pero indirectamente añade 33% a esa cifra. Esto es, PDVSA es responsable, directa o indirectamente, de más de la mitad del Producto Interno Bruto de Venezuela, un 57%. En estímulo intencional de su participación indirecta, PDVSA ha llevado a cabo programas de integración con los suplidores de bienes y servicios, así como programas de asistencia a los fabricantes y de promoción de las exportaciones. De este modo, la industria petrolera nacional adquiere en el país el 54% de sus requerimientos de materiales y equipos, el 79% de obras y servicios y el 81% de sus necesidades de ingeniería.

 

Asiento de poder

La corporación que ha hecho posible tales logros es una empresa del Estado venezolano. Antes que el Metro de Caracas, demostró que es posible la coexistencia de una gestión exitosa con la propiedad pública, y ha contribuido no poco a una fundamentación sensata de la autoestima nacional. (La poca que queda).

Naturalmente, PDVSA es también, y por sobre todo, un enorme centro de poder tanto en el interior del país como hacia el exterior. Hace unos años un cierto Ministro de Energía y Minas nos confiaba su deseo de acceder a la Presidencia de PDVSA. Cuando le dijimos que no entendíamos cómo, siendo él el superior inmediato del Presidente de PDVSA, pudiese desear ser el subalterno del cargo que en ese entonces tenía, nos contestó de inmediato: “Ah, pero es que allí está el poder”.

Es este el poder que tiene ahora Luis Giusti. En un movimiento político en cierto modo sorprendente, Rafael Caldera incluyó el cambio de la directiva de PDVSA en la serie de remociones que se sucedieron en casi todas las instituciones que el Poder Ejecutivo podía tocar, y que habían comenzado por la remoción del Alto Mando Militar en anuncio efectuado aun antes de la toma de posesión del Presidente Electo. Luis Giusti, quien había sido notorio participante en la confección del programa de gobierno de Oswaldo Álvarez Paz, resultó sorpresivamente elevado a la posición de Presidente de PDVSA. Si Caldera fuese en realidad, como algunos acostumbran describirlo, una persona exclusivamente movida por motivaciones de vindicta, este nombramiento no tendría sentido. De hecho, Caldera reconoció en Giusti su idoneidad para el cargo, y el nombramiento suscitó críticas en otro sentido, pues algunas voces conocedoras de la industria petrolera opinaron que se había saltado unos cuantos puestos en la cola meritocrática.

Es este mismo funcionario el que ahora propone modificar, aunque en proporción relativamente moderada, la estructura accionaria de la empresa que preside, en una iniciativa que tal vez no le corresponde, aunque sólo sea de modo público, a menos que tal cosa esté en conocimiento del accionista y éste se muestre de acuerdo con eso. ¿Está de acuerdo Erwin Arrieta con la venta de acciones de PDVSA y con que sea Luis Giusti el encargado de lanzar lo que tal vez es un globo de ensayo? ¿Está Rafael Caldera de acuerdo con eso?

Quien sí está de acuerdo, y con mucho más, es un peculiar personaje que ha aparecido de algún modo ligado con PDVSA y con Giusti y que opina que toda la empresa, ya no el 15% de su capital, debe pasar a manos privadas, porque PDVSA estaría siendo muy mal manejada por el Estado venezolano. Nos referimos a José Luis Cordeiro, quien es autor de un libro llamado “El desafío latinoamericano” y que ahora se halla concluyendo otro sobre el tema petrolero venezolano, y que asegura será prologado por Luis Giusti. Cordeiro ofrece conferencias sobre su tesis de la privatización plena de PDVSA apoyado en tablas y consideraciones diversas, algunas de las cuales maneja con cierta ligereza.

¿Existe en verdad la conexión entre Cordeiro y Giusti? ¿Hasta dónde llega de existir realmente? Entre quienes sí existe una conexión evidente es entre Luis Giusti y José Toro Hardy, notable economista venezolano, quien ha argumentado muy convincentemente acerca del brillante futuro petrolero venezolano y sobre la necesidad de los contratos de ganancias compartidas de la apertura. A fines de 1994 Toro Hardy publicaba un libro escrito en inglés—Oil: Venezuela and the Persian Gulf—que fue donado por la Editorial PANAPO y por el Grupo ZUMA (empresa a la que Toro Hardy estaba ligado) a Petróleos de Venezuela. El bautizo del libro, a cargo de Luis Giusti, tuvo lugar en la sede de PDVSA en Las Delicias en diciembre de 1994.

José Toro Hardy—a quien se le conoce cordialmente como Pepe Toro—es ahora miembro del directorio de Petróleos de Venezuela desde fines del mes de marzo de este año, cuando se produjo, a los dos años de su nombramiento, la ratificación de Luis Giusti en la presidencia de la empresa.

Poco antes, Rafael Caldera pronunciaba su esperado discurso del 12 de marzo en el Congreso de la República. Las expectativas generadas por un extraordinario clima de desasosiego económico llevaron a varios medios de comunicación a generar programas de radio y televisión para el análisis instantáneo de las palabras del Presidente de la República. Uno de esos medios fue Televén, que conformó un panel de comentaristas para que emitieran su opinión en horas del mediodía. Formaban ese panel los economistas Alexander Guerrero, José Toro Hardy y José Luis Cordeiro. En una de las interacciones producidas ese día Pepe Toro consideró pertinente la siguiente afirmación: “Yo creo, por ejemplo, que el Dr. José Luis Cordeiro sería un excelente Ministro de Hacienda en este país”.

Justamente en este país en el que los liderazgos tradicionales han sido fuertemente desacreditados, la figura de Luis Giusti ha comenzado a ser considerada como presidenciable. Su imagen de ejecutivo y de tecnócrata, su juventud, su capacidad demostrada en la conducción de una organización tan compleja como la de nuestra industria petrolera, contribuyen a que se le considere uno entre los outsiders que podrían hacer buen papel como Presidente de la República. Por supuesto, Luis Giusti no ignora que esto es así, y la pregunta que surge naturalmente es si ya ha procedido a concebir un proyecto electoral. Ya antes de él Humberto Calderón Berti pensó en servirse de la plataforma de poder de PDVSA para proyectarse como candidato presidencial, y hay quien asegura que también el General Rafael Alfonzo Ravard llegó a jugar con la idea de una candidatura que pudiera llevarlo a Miraflores. ¿Tiene ya Giusti un proyecto, un cronograma y un equipo? ¿Pertenecen a ese posible equipo los tocayos José Toro Hardy y José Luis Cordeiro? ¿De llegar a la Presidencia de la República, procuraría Giusti la privatización total de la empresa que ahora preside?

En todo caso, Giusti ha salido a defender, en una acción que, repetimos, probablemente no le corresponde, la idea de transferir parte del capital de PDVSA a manos privadas, idea que a fines de 1994, ante similar proposición de Andrés Sosa Pietri en un acto en el Palacio de Miraflores, el V Congreso Venezolano del Petróleo declaró “extemporánea”.

Y una vez que se vende el 15% del capital de PDVSA se establece un precedente. Vender un poco más en el futuro cercano ya se haría posible, porque para vender aunque sea una sola acción es preciso, como anotamos, un acto expreso del Congreso de la República. Roto este dique legislativo la privatización completa sería mucho más fácil, como varios han pensado que convendría.

 

Tiempo de herejías

No deja de ser interesante fenómeno que lo que hasta hace nada fuesen dogmas del sistema político-económico venezolano estén siendo cuestionados intensa y simultáneamente. No hace mucho tiempo cualquier funcionario de la industria petrolera nacionalizada que hubiese propuesto algo similar a lo sugerido por Luis Giusti habría sido inmediatamente destituido, o, al menos, silenciado. ¿Qué permite tal cantidad de atrevimiento?

En parte, y en relación con el punto específico de PDVSA, una cierta envidia hacia nuestra industria petrolera y sus ejecutivos y empleados, más o menos ampliamente distribuida, puede ofrecer algo de explicación. Esta es una actitud que la propia industria petrolera ha contribuido a formar. En su afán por impedir que la industria se politizara o corrompiera del mismo modo que lo han hecho otras empresas del Estado venezolano, ha establecido barreras y distancias que la han colocado en un marcado aislamiento. El 30 de diciembre de 1980 el General Rafael Alfonzo Ravard, para entonces Presidente de Petróleos de Venezuela, pronunciaba un discurso en el hotel Caracas Hilton, ante unos cuantos centenares de personalidades venezolanas. El tema y el título del discurso era el siguiente: “Somos diferentes”. Con sobrado orgullo, el General Alfonzo enumeraba, a cinco años de la nacionalización, los hechos que demostraban la “normalidad operativa” de la industria petrolera nacional, manejada como empresa del Estado por ejecutivos y técnicos venezolanos. Luego insistió en publicar el texto con el título antedicho.

El aislamiento y relativa opacidad de la industria petrolera venezolana provocan, entonces, una cierta actitud que rechaza o envidia a nuestros hombres del petróleo, a quienes se les cuestiona el justificado nivel de remuneración que reciben, o en quienes se pretende ver una postura de arrogancia. Señales como las que solía emitir Rafael Alfonzo Ravard contribuyeron considerablemente a reforzar esos celos hacia PDVSA. Pero a los hombres del petróleo se les llama también cuando se requiere excelencia profesional y capacidad, para que, en “comisión de servicios”, vayan a ocuparse de la instalación de complejos sistemas administrativos para el Estado venezolano, como en el caso del recientemente establecido SENIAT.

Más allá de la sensibilidad en contra de los “petroleros”, sin embargo, hay razones más de peso para propugnar la privatización de Petróleos de Venezuela. José Luis Cordeiro no está totalmente errado en sus fundamentos. Varios indicadores permiten establecer que hay un cierto deterioro en la productividad de PDVSA, así como parece ser evidente un exceso de personal empleado, aun tomando en cuenta las necesidades causadas por los planes de expansión del potencial de producción.

Algunos analistas destacan que no todas las operadoras subsidiarias de PDVSA son igualmente eficientes. Por ejemplo, hay quien asegura que Maravén no sería una empresa viable, y que dentro de uno de los posibles cauces de privatización parcial la venta de esa compañía en un plazo relativamente breve es un desenlace harto probable. Tal vez esta situación explique que Maravén parezca involucrarse en batallas particulares desalineándose de la programación de la casa matriz.

En su política de concentración en lo que PDVSA considera sus “actividades medulares”—es decir, las estrictamente petroleras—ha comenzado a procurar un outsourcing cuidadosamente planificado, dentro del que se abren oportunidades de inversión de terceros en áreas de servicios que le son periféricos a la industria. Dentro de estos servicios se contempla satisfacer con suplidores externos cosas tales como telecomunicaciones,

informática, generación de electricidad, tratamiento de aguas, generación de vapor, hidrógeno, etcétera.

Pues bien, para el caso del outsourcing en informática, PDVSA ha establecido un detallado y estricto proceso de evaluación de posibles suplidores de tecnologías de información, en el que ha invitado a un cierto número de empresas precalificadas en el área para que presenten y ofrezcan sus capacidades. Por esos días apareció en el programa Dimensión, excelente cátedra de ciencia y cultura en las televisoras públicas que patrocina Maravén, un capítulo, repetido poco después, en el que se presenta una opinión crítica de una de las empresas participantes en la evaluación de PDVSA. ¿Hay alguien en Maravén que esté apostando a uno de los competidores, en contravención de lo que los profesionales de la informática en PDVSA consideran una opción razonable?

Si PDVSA es un centro de poder, Maravén también lo es, aunque naturalmente en bastante menor escala. Tal vez nadie como Alberto Quirós Corradi supo usar ese poder de manera más inteligente, cuando fue el destacado Presidente de esa operadora. Seguramente fue su actuación en el sonadísimo caso de los petroespías su gesto más aleccionador. (Quirós convocó él mismo a una rueda de prensa para denunciar, lamentándolo por cierto, la presencia de corrupción en el seno de su empresa, presencia que fue detectada por los propios mecanismos de seguridad de Maravén. Quirós ordenó la entrega de la evidencia recabada a la Policía Técnica Judicial, con lo que se logró el apresamiento de prácticamente todos los involucrados y la limpieza de la propia industria. Otras instituciones del país debieran aprender de ese ejemplo a la hora de ejecutar la consabida “solidaridad automática”. Hasta ahora parecieran haber aprovechado la lección de Quirós las Fuerzas Armadas Nacionales—en algunas actuaciones del ministro Orozco Graterol—y el partido Acción Democrática, con la exclusión del perecismo y el lusinchismo de sus filas).

Pero ni la posible desalineación de Maravén, ni su supuesta inviabilidad, ni un exceso de personal de la industria petrolera, son argumentos suficientes para sustentar la conveniencia de la privatización de PDVSA, para propugnar la venta o desinversión en la gallina de los huevos de oro del Estado venezolano. A fin de cuentas, siempre es posible realinear y repotenciar a Maravén, desprenderse del personal excedentario, recuperar mejores niveles de productividad. No escapan las empresas del sector privado, por cierto, a fases en las que una pérdida de dinamismo o la acumulación de costos fijos excesivos, les impelen a drásticos procesos de redimensionamiento y corte de costos, y usualmente esto involucra dramáticas reducciones en el volumen de empleo de las mismas. Cosas así han sido particularmente notorias en la escena norteamericana, en la  que gigantescas empresas metidas en problemas han procedido al inmisericorde despido de decenas de miles de trabajadores.

 

Tras la careta

Las razones de fondo para defender la privatización de PDVSA van todavía hasta el más profundo plano de lo ideológico, y toman asiento en el preocupante descrédito de todo lo que es público o político en Venezuela. Es tal el deterioro de lo público en nuestro país—a pesar de que, como lo registran los estudiosos, el descrédito de los políticos es hoy prácticamente universal en el planeta—que ya se le niega al Estado la posibilidad de que pueda poseer empresas, hasta el punto de que Eduardo Fernández ha propuesto una reforma de la Constitución Nacional para borrar definitivamente la noción de un Estado empresario.

A veces la argumentación “neoliberal” llega a extremos de ligereza y poca substanciación. Por ejemplo, el derrumbamiento del sistema soviético ha sido esgrimido como evidencia de que la inmersión directa del Estado en el papel de productor económico directo es una absoluta inconveniencia. Es obvio que en ningún momento el Estado venezolano ha sido comparable al totalitarismo soviético en lo económico, ni siquiera en época de dictaduras. El más vigoroso y sostenido impulso al sector privado nacional de toda nuestra historia coexistió con la promulgación de esa Constitución de 1961 que ahora se propone reformar para quitarle a nuestro Estado toda posibilidad empresarial.

También se ofrece retóricamente la noción de que el gobierno de los Estados Unidos no es menos fuerte porque carezca de algo equivalente a PDVSA o al Derecho Público hispano-venezolano según el cual las riquezas del subsuelo son propiedad del soberano. Una afirmación de ese tenor establece una comparación absolutamente superficial e insostenible, pues resulta incongruente cotejar dos escalas tan disímiles como las del Estado venezolano y las del Estado norteamericano, ese gigante que el inefable Ignacio Quintana llama la “encarnación de la República Imperial”, en publicitada adulación personal a William Clinton.

La posesión de PDVSA, precisamente, ofrece más poder al Estado venezolano que sus propias fuerzas armadas. Casi que es de lo único que dispone para medio defenderse en este mundo cada vez más planetizado—globalizado—en el que por ahora predomina un desatado espíritu de “competitividad de las naciones”. A la espera de una fase más humanizada en la que la cooperación prevalezca sobre la competitividad, es casi un suicidio de Estado que la República de Venezuela se desprenda de su mayor activo y la mayor base de su fuerza.

Claro que esto será tildado de populista por quienes han declarado que la situación ideal es la de Panamá, país en el que jamás se ha impreso un solo balboa y que usa como moneda corriente el dólar norteamericano. Son los mismos que abogan por la “caja de conversión” que entregaría nuestra soberanía monetaria a la Reserva Federal de los Estados Unidos, pues afirman en privado que prefieren a Alan Greenspan antes que Antonio Casas González como “defensor de sus derechos económicos”. Por cierto, muchos de los que militan en esta poderosa corriente neoliberal antaño defendían radicales posturas de izquierda. Pero es que ya Eric Hoffer les había descrito certeramente en El verdadero creyente (The True Believer, 1951), y había hecho notar que “donde los movimientos de masas están en violenta competencia entre sí, no son infrecuentes las instancias de conversos—incluso los más fervientes—que cambian sus lealtades de uno a otro”.

Así que tal vez es más transparente que esta discusión sobre la conveniencia de una privatización total o parcial de PDVSA, un debate previo sobre si para nosotros continúa teniendo sentido que Venezuela siga siendo un Estado, si vale la pena que Venezuela sea una república soberana. Ése es el debate de fondo, y es allí donde caerán las caretas.

Los Estados Unidos de Norteamérica son, sin duda alguna, una admirable presencia civilizatoria, emulable en muchas cosas. Creemos que puede sostenerse que, en un balance final, y a pesar de sus errores, el Estado norteamericano ha sido un actor internacional con un aporte neto positivo. Reconocer esto, sin embargo, es distinto a la añoranza de convertirnos en un Estado “Libre” Asociado, á la manière de Puerto Rico. Reconocer el aporte de los Estados Unidos es muy distinto de aceptar el papel de jefe planetario que Newton Gingrich pretende asignarle. No guardamos ninguna simpatía hacia el concepto quintanesco de “repúblicas imperiales”.

Nosotros, los venezolanos, los suramericanos, los latinos, somos distintos. Ni mejores ni peores que los chinos, los rusos o los alemanes. Y hasta que no se demuestre lo contrario, tenemos todavía una vocación de independencia cuya expresión requiere la soberanía de un Estado. Que reconozcamos en él graves defectos y limitaciones es una cosa; en cambio, que se proponga disolverlo es otra muy distinta.

Y a pesar de lo dicho, hay que dar la bienvenida a una discusión franca y abierta sobre la propiedad pública de PDVSA. Más de un detalle importante podría ser examinado con mayor profundidad que la que es posible en estos comentarios. Por ejemplo, debe decidirse si realmente tiene atractivo para un inversionista adquirir acciones de una compañía petrolera que no tiene posesión efectiva de siquiera un barril de reservas de petróleo. (La titularidad de las reservas venezolanas no es de PDVSA, sino del Estado mismo, y en la estimación del valor de mercado de una compañía petrolera el principal factor de ponderación es justamente, el de cuánto posee en reservas probadas). Otro ángulo, finalmente, es si en una decisión de privatización de PDVSA pudiera darse preferencia o exclusividad a capitales privados venezolanos. Los más recientes cálculos acerca de los depósitos privados venezolanos en el exterior mencionan cifras cercanas a los 90 mil millones de dólares. LEA

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