Un encargo inacabado

Mi esposa ante el busto de Las Delicias

Mi esposa ante el busto de Las Delicias

In memoriam Ricardo Zuloaga

Mi infancia transcurrió en la urbanización Las Delicias de Sabana Grande. Allí jugué pelota en la calle, comí pomagás y bailé trompos en la «placita», con los muchos amigos que vivían en el vecindario. La casa paterna—16-1 de la Calle Los Mangos, luego bautizada Alcalareña—estaba a una cuadra de la plaza, y frente a ella esperaba a eso de las siete de la mañana el autobús del colegio. El rocío y la neblina mañaneros que humedecían y escondían sus arbustos eran parte de un clima caraqueño que ha desaparecido con el desarrollo de la ciudad.

Fue en esa plaza donde sufrí mi primera de cinco fracturas, en el codo, a mis doce años. Salté ineptamente un seto que enredó mis pies y quedé en el suelo un buen rato, mirando incongruentemente el busto de Rafael Arévalo González que marcó nuestro tiempo infantil desde el centro de la plaza. Fue después cuando leí Memorias de un venezolano de la decadencia, el libro de José Rafael Pocaterra que mi padre atesoraba; por él supe que el caballero que presidía los juegos de la pandilla de Las Delicias había sido un héroe. No podía prever entonces que un empeño de Don Ricardo Zuloaga me regresaría esos recuerdos.

A fines de 2009 llamó Ricardo a la casa; había concluido la lectura de Alicia Eduardo: Una parte de la vida y creyó que mi esposa, la autora, era indicadísima para componer una biografía novelada de Arévalo o, al menos, curar una reedición de sus memorias, que habían sido editadas en 1977 sin demasiado cuidado. Un desayuno de consultas de nosotros tres con Ramón J. Velásquez, Carolina Jaimes Branger y Milagros Socorro produjo la decisión: se trabajaría las memorias, dejando para más adelante la posibilidad de la novela biográfica. Esta circunstancia me permitió cooperar en el proyecto, pues carezco de la habilidad narrativa de mi señora; a cuatro manos acometimos la tarea en 2010, y me tocó aportar un preámbulo que se pone abajo. (También se incluye al final un enlace para descargar el trabajo entregado a la Fundación Ricardo Zuloaga en formato .pdf).

Fue tal vez el último proyecto de Ricardo Zuloaga; todavía espera la edición que acometan los descendientes de Arévalo. LEA

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De las Memorias de Rafael Arévalo González pudiera decirse lo mismo que de la Octava Sinfonía de Franz Schubert: que son una obra inconclusa. Así las llama, por cierto, Luis Villalba Villalba, redactor de una introducción de casi ochenta páginas—un verdadero estudio—a la primera edición de la Editorial Mediterráneo (1977).

Parece que las comienza en 1933; por referencia directa de él mismo, las escribía en 1934, un año antes de morir. Sólo él hubiera podido completarlas. No sólo es que son incompletas en el recuento de su vida y que dejó de contar en el texto que logró escribir muchos episodios, sino que su artesanía está inacabada, especialmente en lo tocante a claridad cronológica. Pero la pluma de Arévalo era elegante, incisiva y amena; las muchas cosas que refiere tocan al lector de manera vívida, y logran transportarle a la circunstancia y la angustia que él vivió con la fortaleza del titanio.

Las Memorias de Arévalo son, por sobre todo, una historia política de Venezuela. En ellas hay poca o ninguna referencia al paisaje, a la geografía; son, a la manière de Theodore Zeldin, historia emocional. También son un solo recuento: el de la lucha de una conciencia recta contra los poderes más retorcidos e implacables. Es la historia de la valentía de un hombre.

Esta nueva edición de las Memorias de Arévalo fue suscitada por el Dr. Ricardo Zuloaga. Habiendo conocido la versión de 1977, encontró en ellas una lección permanente de indoblegable rectitud, capaz de arriesgar la existencia misma por la verdad y por lo que es justo. Entonces hizo que la Fundación Ricardo Zuloaga encargara una nueva edición que las hiciera más legibles—la primera consiste de un solo texto continuo, sin capítulos—y que proporcionara contexto con notas apropiadas.

Éste es el resultado: las 207 páginas seguidas de la primera edición han sido reorganizadas en 33 capítulos de más fácil digestión y, a las dos notas a pie de página proporcionadas por el propio Arévalo, se ha añadido 115 notas que ofrecen la referencia necesaria para desenmarañar y entender el complejo tejido de personajes y ambiciones ante el que la honestidad del heroico periodista se manifestó con tenacidad indómita.

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Joaquín Crespo, Antonio Guzmán Blanco, Raimundo Andueza Palacio, Juan Pablo Rojas Paúl, Ignacio Andrade, Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez son los presidentes venezolanos que definen el acontecer político nacional en el tiempo de Rafael Arévalo González. Forman una secuencia trágica, con honrosísimas y muy escasas excepciones a una historia de apetencia por el poder que es dirimida con primitiva violencia armada, no por los caminos avanzados de la competencia cívica. Aquellos personajes se rodean de corruptas y muchas veces incapaces camarillas, y poco hay de encomiable en la sucesión de períodos de gobierno en su época, poco que pueda ser causa de orgullo para los venezolanos de hoy, aunque sí de preocupación al encontrar en aquella Venezuela del cambio de siglo—fin de siècle y Belle Époque que el delirio de Guzmán Blanco pretendió emular en medio de su peculado—conductas y procesos que no han sido erradicados a estas alturas del siglo XXI.

Es ante ese cuadro que se desarrolla la existencia de Rafael Arévalo González, es por ese contexto que el contraste de su digno proceder se hace más agudo, como los blancos dientes de un perro que está muerto en el camino.

La serenidad del héroe

La serenidad del héroe

Arévalo fue, primordialmente, un político, en el viejo sentido de la raíz griega que nos da los vocablos de polémica y polemólogo. Ejerció ese noble arte desde la tribuna del periodismo que, por propia admisión, no le interesaba tanto cuando fue posible respirar, durante el segundo gobierno de Crespo, una relativa libertad de expresión. Eran las dificultades lo que estimulaba a Arévalo; mientras más arriesgada era la protesta más dispuesto estaba a proferirla.

Era un tiempo de formas todavía románticas, y Arévalo descuella con el modernismo de su prosa, argumentalmente hábil, sólidamente dirigida a lo substancial de los entuertos que combatía. Su atrevimiento estuvo siempre acompañado de una astucia expositiva que dificultaba hacerle prisionero sin desfachatez. Era buen psicólogo; en más de una anécdota muestra el rápido cálculo de las emociones que varias veces le permitió salirse con las suyas. En el tiempo del telégrafo, tan importante como la Internet de hoy para las comunicaciones, Arévalo dominaba la tecnología y la gerencia del invento. Era de inteligencia poco común.

Arévalo ha sido llamado ingenuo por algunos; aseguran que lo fue al proponer en 1913 la candidatura presidencial de Félix Montes, enfrentándola al apetito continuista de Juan Vicente Gómez. La lectura de su artículo en El Pregonero no encuentra en él ingenuidad alguna; es la brutalidad implacable de Gómez el origen de una reclusión de ocho años para el franco periodista y ciudadano que sufriría otras trece prisiones, para un total de veintisiete años de encierro, el cuarenta por ciento de su vida. Una maleta siempre dispuesta en su casa tenía el siguiente membrete: Rafael Arévalo – La Rotunda.

Otros consiguen en sus memorias arrogancia. Rafael Arévalo González (1866-1935) sufrió, como todo hombre excepcional, el peso de su extraordinaria inteligencia; a ella va indisolublemente unida, ineludible, la conciencia clara de sus propias capacidades, y no podía escapar a su entendimiento que la mayoría de los hombres no se conducía con su valor y su diligencia. Arévalo, en consecuencia, escribió más bien con modestia lo que pudo acerca de su vida ejemplar, no para la promoción de su propia figura, sino como testimonio doloroso de la constante bajeza política de su país.

Fue la suya una vida valiente, pues no entraba inconsciente en el peligro. Tenía los pies firmemente plantados sobre una tierra peligrosa, y siempre supo a qué represalias se exponía con su comportamiento. Es la humanidad entera, no sólo la sociedad venezolana, la que debe agradecer y atesorar la trayectoria ejemplar de Rafael Arévalo González.

Pues él arriesgó todo—familia, posesiones (modestas), salud y vida—por la justicia enfrentándose una y otra vez al despotismo. La Enciclopedia Británica publicó en 1963 la colección Gateway to the Great Books, en cuyo Tomo 4 reproduce la obra Un enemigo del pueblo, de Henrik Ibsen. Acerca de ella dice: «Un hombre solo de pie, con la justicia de su lado contra el tirano, es una figura dramática familiar y poderosa. Pero también existe en la vida real. A menudo sufre la derrota personal, incluso la muerte. Pero su acción heroica no perece con él. Ella perdura, y hace a la vida más justa y habitable para el resto de nosotros. El idealismo, pues, en lugar de ser tonto e impráctico, puede resultar al final el único camino práctico». Es ése el veredicto exacto sobre la vida del inolvidable héroe de Río Chico.

Luis Enrique Alcalá

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Memorias R. Arévalo G

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Ricardo Corazón de Caballo

Don Ricardo Zuloaga en la Universidad Francisco Marroquín, Guatemala: Veritas, Libertas, Jvstitia (sep. 2010).

 

Ricardo Zuloaga no era de estirpe felina. Su corazón no era de león arrebatador, sino de noble caballo libre, como el del escudo de Venezuela. Se entendía muy bien con los corceles, con los aviones que volaban como sus ideas. Se entendía muy bien con la gente o, más bien, nosotros le entendíamos perfectamente. Su vida entera fue una larga y límpida lección de nobleza y libertad.

Hacia las seis de la tarde del viernes 17 de julio de 1964, estuve por primera vez en su presencia. Era el último día del simposio Desarrollo y Promoción del Hombre, extraordinaria conjunción de conferencistas extranjeros—Louis Joseph Lebret, Kenneth Boulding, Alfred Sauvy, Jean Yves Calvez (sólo algunos)—y venezolanos—Eloy Anzola Montaubán, Roberto Álamo, Héctor Mujica, Jorge Ahumada (prestado de Chile)—que Arístides Calvani, Alfredo Anzola Montaubán y José Rafael Revenga habían traído para presentar en sociedad al Instituto para el Desarrollo Económico y Social. Ricardo Zuloaga tomó la palabra en el debate final, como asistió a innumerables foros en los que regalara su palabra franca, honestamente dicha. En esta ocasión, explicó la fundamental importancia de la institución del dinero como fuerza civilizadora. Con el pedante atrevimiento de mis veintiún años, me referí a su intervención señalando que el dinero era invención del hombre, un dispositivo cultural que por tanto podía también desaparecer o ser sustituido. Mientras lo hacía, sentí que mis orejas se ponían calientes, enrojecidas, consciente ya de mi imprudente irrespeto al gran señor cuyas ideas discutía.

Ricardo Zuloaga pidió la palabra de nuevo, gentilmente, como todo lo que hizo, y apuntó que la cultura era también naturaleza, que el hombre hace cultura para agrandar y enriquecer la naturaleza, y que por tanto ya formaba parte de ella el dinero. Una o dos veces me dirigió la mirada y ésta no era de regaño sino dulce. Al cabo del debate, se acercó a presentarse y a darme la mano. Estuve sobrecogido y agradecido de su paciencia por muchos días seguidos.

Desde entonces tuvimos amistad y muy pocas veces estuvimos en desacuerdo, el que jamás emergió destemplado, sino como desajuste provisional en nuestra larga conversación de cuarenta y siete años. Con frecuencia, en cambio, compartíamos opiniones que expresamos contra la corriente de consensos más amplios que el nuestro. Ricardo, por supuesto, fue siempre un campeón formidable de la idea de la libre empresa; miembro de la exclusiva Sociedad Mont Pelerin que estableciera Friedrich Hayek, fundador del Centro para la Divulgación del Conocimiento Económico, promotor de la revista Orientación Económica que dirigió su gran amigo, Joaquín Sánchez-Covisa. Preocupado por la juventud y su aprendizaje, fue factor decisivo en el Consejo Superior de la Universidad Metropolitana de Caracas.

Naturalmente, Ricardo Zuloaga Pérez fue empresario importantísimo. Su padre fue el legendario Ricardo Zuloaga Tovar, ingeniero como su hijo, fundador de La Electricidad de Caracas. En esta empresa, en la Luz Eléctrica de Venezuela que presidiera, en el agro y la ganadería, en la industria, en los servicios, en el mundo financiero, nuestro Ricardo fue un caballero de empresa, inteligente y limpio, que hizo progresar al país.

Con Carmen Luisa Rodríguez hizo amor y familia de numerosos hijos que llevan su impronta, su enseñanza de hombre, esposo y padre bueno. Ahora tienen ellos un hueco enorme en el alma, que se llenará con el recuerdo numeroso de su bonhomía y su valor. Son la prueba irrefutable de que Ricardo, este inmenso y fuerte caballero de sangre vasca y venezolana, no fue invento de trovadores sino que, en verdad, existió.

Son incontables, por otra parte, las iniciativas sociales, cívicas y empresariales que estableciera o apoyara, y su autoridad intelectual, invariablemente acompañada de su característica modestia, se hizo sentir por todo el continente americano y cruzó hasta Europa y el continente asiático. Hoy está de luto la mitad del mundo.

Era uno de sus últimos proyectos, que ahora culminará en homenaje a su persona impar, la reedición de las Memorias de Rafael Arévalo González, el heroico periodista que enfrentó solo, con valor y desprendimiento, las dictaduras venezolanas de fines del siglo XIX y comienzos del XX. Ricardo emprendió esta tarea con el mismo entusiasmo que entregó a sus otras causas; creía que Arévalo González era un símbolo de especial relevancia en esta época, ejemplo que debía proponerse a la juventud venezolana. Dejó una frugal nota introductoria de la reedición, en la que puso: «Ante la subversión de valores que sufre el país, el valor cívico, el sacrificio y la vida sin manchas de este héroe civil son un ejemplo digno de ser conocido por nuestros conciudadanos y, particularmente, por nuestra juventud, que también nos ha dado hermoso ejemplo de preocupación social, responsabilidad individual, dignidad, valor y patriotismo».

Ahora hay que añadir el emblema de Ricardo Zuloaga, su viril y noble trayectoria, a la conciencia de los jóvenes compatriotas. Dios lo bendijo con el carisma de la bondad y, como decía Pedro Grases, «La bondad nunca se equivoca». LEA

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