Una pesadilla treintañera
Hay una diferencia entre ser persuasivo y ser convincente. Para quien sólo dispone de un televisor con qué juzgar la validez de las denuncias presentadas por Colombia ante la Organización de Estados Americanos, sobre la presencia numerosa, creciente y consolidada de irregulares colombianos en territorio de Venezuela, el embajador Luis Alonso Hoyos fue lo primero pero no lo segundo.
Cuando se conoció que el Consejo Permanente de la OEA se reuniría ayer para escuchar las acusaciones colombianas, comentaristas de varios medios se preguntaron por qué había esperado el gobierno de Álvaro Uribe, que cesará en quince días, una oportunidad tan tardía para presentar el caso. La mayoría opinó que se trataba de un modo de encajonar al gobierno entrante, que presidirá Juan Manuel Santos. Después que éste y Uribe se reunieran sobre el asunto, Santos emitió declaraciones esperanzadoras de que en un futuro pudiera resolverse el problema de la presencia de terroristas en países vecinos, evitando usar el término guerrilleros.
Ayer, conocida ya la decisión venezolana de ruptura de relaciones diplomáticas adoptada por el gobierno venezolano, ha mantenido una abstención metódica y neutral: «Sobre el tema de las relaciones nuestras con Venezuela, la mejor contribución que podemos hacer es no pronunciarnos». Para dejar más claras las cosas añadió que Uribe es el Presidente de Colombia hasta el 7 de agosto.
Naturalmente, la presentación de Hoyos tiene un impacto en la opinión pública y en la de quienes toman decisiones en Colombia, Venezuela y el resto del continente y el mundo. El gobierno de Venezuela no puede desconocer que adolece de un serio problema de credibilidad respecto de su relación con las FARC; el Presidente de la República propuso que se las considerara beligerantes según el concepto de Derecho Internacional, y nunca escatimó elogios para el fallecido Marulanda. Existe el video del ministro Rodríguez Chacín alentando a guerrilleros colombianos en su lucha. No puede quejarse de la propensión a creer las denuncias de Hoyos.
Por esa razón se beneficiaría de una verificación in situ. Es comprensible que el gobierno venezolano considere una afrenta a la soberanía nacional la visita de una misión multinacional de verificación, y el gobierno colombiano ha debido presumir que su propuesta en ese sentido no prosperaría, sabedor de que la OEA no puede forzar una cosa así sin la anuencia de Venezuela, como explicara prontamente Insulza. En consecuencia, Colombia propuso la inspección para obtener la negativa de Venezuela, para sugerir que la negación era un indicio de culpabilidad.
Pero el movimiento Voluntad Popular ha propuesto algo que puede rendir los mismos efectos de exculpación: la constitución de una comisión nacional mixta que haga la observación en las coordenadas suministradas por el embajador colombiano. Sólo observadores venezolanos para dejar a salvo la soberanía bicentenaria, cuidando de que la comisión sea más amplia que la que estuvo trabajando en el Panteón Nacional. Que incluya, por ejemplo, a Ismael García, a algún representante de la Conferencia Episcopal Venezolana, a Globovisión, por supuesto. La idea de Voluntad Popular es muy buena.
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Hay quienes han sugerido que el gobierno de Venezuela sacaría ventaja electoral de esta tensa situación bilateral para las inminentes votaciones del 26 de septiembre. Lo contrario han debido calcular quienes diseñaran la oportunidad de la denuncia, y tal vez esto explique mejor el timing de la cosa que la hipótesis de un deseo de Uribe de forzar la mano de Santos. En cualquier caso, es un sobresalto más en una década y un año de sobresaltos, en un período venezolano de constante tensión. Aunque sólo fuera por una añoranza de la tranquilidad perdida en cuanto Hugo Chávez vino a gobernar, un episodio como éste no puede representar rendimiento electoral para el oficialismo.
Ahora bien, debe observarse que, aunque nunca se había llegado, como ahora, a la ruptura de las relaciones diplomáticas—Chávez dijo «de todo tipo de relación»—, la instrucción de alerta militar máxima en las fronteras es bastante menos abrasiva que la orden de movilizar una decena de batallones hacia ella, como ocurrió en la última crisis. No hay riesgo inminente, pues, de conflagración. El mismo Chávez ha dicho: «Espero que se imponga la racionalidad en la Colombia que piensa».
Así que un recuerdo preocupante se ha disuelto. Era el año de 1980, y tuve una pesadilla en la que sólo veía una gran escena panorámica, donde algo insólito ocurría a una hora de temprano anochecer: naves de guerra colombianas circunnavegaban Caracas con impunidad. Vista la ruptura del más reciente absceso, creo que esa pesadilla, que soñé unas tres o cuatro veces por aquellos días, era un sueño proyectivo, ciertamente, pero no premonitorio. LEA
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