En el último día de febrero

El Globo

En estricto sentido, el Comandante Chávez y sus compañeros de la cuarta madrugada de febrero abusaron de nosotros.

He podido conocer y admirar muy de cerca la conducta médica de un pediatra excepcional. Como pocos médicos que conozco, éste se tomó en serio el juramento de Hipócrates, el primer código ético de una profesión que la Historia registra por escrito. El protocolo que sigue este médico al que me refiero es invariablemente el mismo: ante la enfermedad de uno de sus pacientes procura, primeramente, que el enfermo se cure sin su intervención de faculto. Parte, pues, de una confianza básica y fundamental en las propias capacidades del cuerpo humano para sanarse a sí mismo.

Sólo si el paciente no da muestras de mejoría se aviene entonces a recomendar algún remedio. Para que consienta en recetar antibióticos casi que hay que torcerle el brazo. Un revólver sobre su pecho es necesario para que admita que, llegado un cierto momento, el caso debe tomarlo un cirujano. Para él un cirujano es, entonces, un último recurso y no es, propiamente y de acuerdo con Hipócrates, un recurso médico. Políticamente las cosas deben verse de la misma manera.

El comandante Chávez actuó como cirujano. La imagen del 4 de febrero como acto quirúrgico ha entrado ya en nuestras cabezas. Pero los militares que participaron en la acción, independientemente de su valentía y de la pasión que los animaba, abusaron del pueblo venezolano. Porque es que ningún cirujano tiene derecho a intervenir sin el consentimiento del paciente, a menos que éste se encuentre inconsciente y, por tanto, privado de su facultad de decidir si se pone en las manos del cuchillero. Y el pueblo venezolano no estaba inconsciente y el comandante Chávez no nos consultó sobre la operación y nosotros no le autorizamos a que lo hiciera.

Podemos hasta conceder que el diagnóstico estaba correcto. Carlos Andrés Pérez debía separarse del cargo. Yo escribí aquí a fines del año pasado, y refiriéndome a la proposición uslariana de que Pérez asumiera la conducción de un programa de emergencia nacional, lo siguiente: “Pero el problema fundamental de su récipe consiste en creer que Carlos Andrés Pérez debe dirigir los tratamientos, cuando él es, más propiamente, el propio centro del tumor.”

Y el comandante Chávez quiso resolver quirúrgicamente la remoción del tumor, sin autorización de nadie e ignorando, a pesar de que había sido dicho bastantes veces, que todavía existían los medios clínicos, los procedimientos médicos para el mismo objetivo. En el mismo artículo en el que reconocí la recomendación del Dr. Úslar de que Pérez nos salvara, recordé: “Propuse el 21 de julio algo más radical que las píldoras del Dr. Úslar. Receté, para la urgencia más inminente de la enfermedad, la renuncia de Carlos Andrés Pérez y que el Congreso elija, según pauta la Constitución, a quien complete su período como Presidente, porque, como Úslar dice, es importante preservar la constitucionalidad.”

Sin embargo, comandante Chávez, debemos darle las gracias de todos modos. Porque sin su abusiva pero viril decisión, los que usan y abusan todos los días el poder político que aún detentan, no se habrían puesto a dar las histéricas carreritas que estamos presenciando. El vergonzoso apremio por aparecer como el más atrevido de los líderes.

El pescueceo

Es así como José Rodríguez Iturbe, luego de oponerse al discurso de Caldera el mismo 4 de febrero, en pocos días había considerado que las elecciones de Presidente y de Congreso debían ser adelantadas para este año, lo que implicaba la renuncia, no sólo de Pérez, sino de todos los congresantes. El Dr. Rodríguez Iturbe necesitó de un golpe para llegar a esa conclusión.

O el Dr. Fernández, que fue hasta el Fiscal General para decirle que no requeriría pruebas, que se conformaría con meros “indicios” de un acto corrupto, para expulsar enérgicamente al indiciado de las filas de COPEI. El Dr. Fernández necesitó que el comandante Chávez le trasnochara para llegar a esa conclusión, porque tan sólo un mes antes el propio Dr. Fernández había designado, como presidente de los actos aniversarios de COPEI de enero de este año, al Dr. Douglas Dáger, el mismo del caso Lamaletto, del video escandaloso, de su destitución como Presidente de la Comisión de Contraloría del Congreso. Es decir, el Dr. Fernández elevó como símbolo de su partido a una persona sobre la que han pesado, si no pruebas, al menos graves indicios de corrupción. Es ese mismo Dr. Fernández que ahora propone una Constituyente, aunque hasta hace nada despreció olímpicamente los llamados del Dr. Juan Liscano y sus compañeros del Frente Patriótico justamente para la convocatoria de una Asamblea Constituyente.

O el Dr. Burelli Rivas, que con gran frescura declaró a la prensa que una salida pacífica, “que hasta ahora no ha sido planteada”, sería que Carlos Andrés Pérez renunciara a la Presidencia de la República.

Y ahora el Dr. Caldera se suma a la proposición de la renuncia de Pérez. La presenta, naturalmente, como si se le estuviera ocurriendo a él en este momento. Escribe con gran flema sobre la “posible” conveniencia de una Constituyente, cuando hasta hace nada sólo quería enmiendas, remiendos, acomodos.

Por todos estos apresurados y patéticos cambios de posición hay que agradecer al Comandante Chávez y a todos sus compañeros.

Vete ya, Carlos Andrés

El que sí parece no tener composición es Carlos Andrés Pérez, que nuevamente nos avergonzó al declarar a los corresponsales extranjeros que durante su gobierno no hubo ningún escándalo de corrupción. Claro, para Pérez no es escandaloso que con gran prisa tuviera que destituir, el mismo año pasado, a su propio jefe de seguridad personal, porque parece que andaba enredado con una tal Gardenia Martínez por el asunto de una navajita defectuosa vendida a las Fuerzas Armadas de este país.

Por eso, no hay salida sin la terminación del mandato de Pérez. Pero esto debe ser obtenido médicamente, civilmente. Me congratulo porque por fin personas tan notables como el Dr. Caldera y el Dr. Burelli hayan admitido, aunque sin reconocer que hubiera sido propuesto antes de la cuarta madrugada de febrero, que el tratamiento que propuse hace ya siete meses sea el tratamiento indicado. Me duele que no lo hayan entendido antes del dolor y la vergüenza del 4 de febrero.

Que continúe el curso médico. Por las manos de los caraqueños circula una hojita que propone un grito colectivo. Para el 10 de marzo, a las 10 de la noche: “Hoy es diez, son las diez, vete ya Carlos Andrés”. Yo pienso gritar, a menos que la suspensión de mis garantías constitucionales se emplee para amordazarme primero.

Carlos Andrés Pérez tendrá que abandonar el poder. A ese no lo salva ni George Bush. Ya es cuestión de días. El problema será entonces encontrar quien le va a suceder.

El Dr. Uslar ha dicho que no aceptaría la Presidencia de la República bajo ningún concepto. Lo siento mucho porque lo preferiría a cualquier otro, por la claridad y modernidad de su pensamiento.

Pero yo también sugerí que el Dr. Caldera sería una estupenda opción y aquí lo reafirmo. Le pregunto entonces a Rafael Antonio Caldera: ante la necesidad nacional, ¿aceptarías completar el período constitucional que Pérez no culminará? ¿O serás capaz de negarte porque no te conformas con eso y quieres cinco años completos de poder?

LEA

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Basta

El Globo

El presidente Pérez se ha ido.

El presidente Pérez se ha ido a los Estados Unidos y a Suiza. No puedo, pues, recomendarle personalmente que renuncie. Además, había algo de compromiso en la oración con la que cerré mi anterior artículo: “Por última vez, presidente Pérez, considere Ud. la renuncia.” Es innegable que eso fue una promesa de no dirigirme a él para hablarle de ese tema. Pero no por eso debo dejar de opinar que es mejor que Carlos Andrés Pérez no continúe ejerciendo la Presidencia de la República de Venezuela.

El presidente Pérez ha dicho que no hablará sobre el Golfo de Venezuela. Ha prometido que no informará a los venezolanos sobre ese punto descollante de la política exterior venezolana hasta que no tenga algo que decir. Y como el presidente Pérez se niega a decirnos algo sobre el Golfo de Venezuela porque no tiene nada que decir, hemos tenido que atender la desatenta visita del presidente de Colombia, acompañado de su maja cancillera, porque él sí tiene que decirnos algo sobre el golfo. Como que sus fuerzas armadas están listas para apoyarle y supone que estamos en el mismo estado de apresto. Como que no reconoce que para Venezuela sea de importancia vital el asunto. Todo eso permite que nos digan el presidente Pérez en nuestra propia casa. Acto seguido, desaparece del país.

No puede haber evidencia más rotunda de que el presidente Pérez, en el ejercicio de la atribución que le confiere el ordinal 5º del Artículo 190 de la Constitución para “Dirigir las relaciones exteriores de la República…” las está dirigiendo muy mal. Si no hubiera otra cosa que criticarle, esta conducta y esos resultados ya serían motivo suficiente para exigirle su renuncia a la investidura que ha ido a ostentar afuera, otra vez.

Obviamente, hay muchas otras cosas que reclamarle y que se le están reclamando. ¿Cuántas protestas diarias se están dando en Venezuela? ¿A qué altura ha llegado el índice bursátil de la protesta nacional?

Concentrémosle

Pero cada una de esas protestas se ha venido expresando—con muchísima razón, porque el sufrimiento de muchos es largo, intenso y creciente—como exigencia a favor de necesidades parciales, fragmentadas.

En 1986 escribí lo siguiente, perfectamente aplicable a la situación actual: “… recordé una reunión que Caldera sostuvo con los empresarios del sector transportista a comienzos del período electoral oficial. En esa oportunidad Caldera llegó a presentar, como lo haría multitud de veces ante cada grupo de intereses específicos, una oferta especial y particular al sector: la creación del «Fondo Nacional del Transporte». Comenté a raíz de ese episodio que había sido una doble equivocación: por un lado, era erróneo suponer que, en una época en la que los venezolanos ya estábamos bastante escamados con los grandes monstruos burocráticos, la promesa de uno más fuera una proposición excitante; por el otro, ya los ciudadanos teníamos la firme sospecha de que lo que andaba mal no era cada pieza por separado sino la armazón del conjunto, el Estado como un todo y, por ende, lo que se quería escuchar de los candidatos no eran promesas específicas al transporte o al deporte, sino remedios generales. El venezolano que asistió  a  cualquiera  de  las  innumerables  reuniones que poblaron, como a cualquier otra, la batalla electoral de 1983, estaba más preocupado por el país en su conjunto, clara y evidentemente enfermo, que por el interés sectorial de su inmediata incumbencia.”

De manera análoga debemos concentrar nuestra protesta sobre un problema general y cristalizar nuestra aspiración en un remedio de efecto también general. No nos va a resolver las cosas la monstruosidad burocrática de un “megaproyecto social” que no se ejecutaría completo en este período presidencial y que, por lo demás y gracias a Dios, no cuenta con los recursos necesarios. No nos resuelven los problemas las frescuras de los “dineros frescos” que Pérez no pagará, sino el pueblo a través de sus sucesores. No nos resultará que un día se decida cortar la producción petrolera en cincuenta mil barriles diarios y una semana después se anuncie que se aumentará en cien mil. Como tampoco que el presidente de nuestra república un día abra la boca sobre un tema delicado, al día siguiente se contradiga y un día más tarde declare que no dirá más nada sobre el asunto.

Pero tampoco nos hará bien pulverizar nuestro rechazo a Pérez en una miríada de reclamos, por más justos que éstos sean. Nuestro objetivo central y nuestro esfuerzo, hasta que tengamos éxito, ya no deberán dividirse entre el medio pasaje estudiantil, el agua de Guarenas, el control de cóleras, el sueldo del maestro o el aseador o el aviador o el médico; no deberán dispersarse entre el remedio del enfermo, la atención del infante, la pensión del anciano, la aprensión del delincuente, el trato del preso; no deberán desparramarse entre la preservación del Golfo de Venezuela, de los minerales de Amazonas, de tu vida o de la mía.

Ahora tenemos que lograr una sola cosa: que Carlos Andrés Pérez deje de mandarnos.

Febrero. 1992.

Ya está aquí, una vez más, febrero.

Esto es lo que debemos decir en febrero: que Carlos Andrés Pérez ha fracasado. Que no queremos su mando. Que nuestra armazón constitucional, por fortuna, tiene modo de suplirle. Que necesitamos de vuelta las facultades que le dimos, porque es él la encarnación y la síntesis de lo que no puede seguir siendo políticamente en Venezuela. Que todo eso lo hemos venido diciendo en las encuestas. Que no queremos esperar hasta febrero de 1994. Que la cosa es ya.

Por eso ahora, en febrero, cada punto de protesta, cada reivindicación, cada caso de dolor social, deberá expresarse en una sola exigencia: Pérez, hasta aquí llegaste. Que cada agraviado gremio, que cada centro estudiantil, que cada grupo de edad, que cada vecino se lo diga. Nuestra voz no debe conformarse con la pasiva representación de las encuestas, porque aunque ya sean todas las que certifican nuestro rechazo del presidente Pérez, eso no es suficiente. Como a Emparan, hay que decírselo activamente, directamente.

Ahora en cada marcha, en cada pancarta, en cada conflicto, en cada voz y en cada consigna, deberá decirse: Pérez renuncia.

No queremos más dolor innecesario. No queremos más vergüenza. No queremos que nos intente persuadir, una y otra vez, de que para alcanzar “…la mayor suma de felicidad posible” es preciso que seamos infelices.

Basta de paquete. Basta de financiarle sus campañas extranacionales. Basta de mermas al territorio. Basta de megaproyectos, sociales o económicos. Basta de megaocurrencias. Basta de megalomanía. Usted, señor Pérez, que hace no mucho ha tenido la arrogancia de autotitularse patrimonio nacional, tiene toda la razón. Usted sí es patrimonio nacional, historia nacional, cruz y karma nacionales. Por tanto es a nosotros a quienes corresponde decidir qué hacer con Ud. Por de pronto, no queremos que siga siendo Presidente de la República.

LEA

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Salida de estadista

El Diario

¿De cuánto tiempo dispone el Presidente de la República? En los últimos meses su estabilidad como gobernante de Venezuela ha entrado claramente en crisis.

Los sajones entienden las crisis de un modo distinto a los que pensamos castellano. Nosotros las imaginamos como un punto, como un instante a partir del cual el paciente empeora o mejora. Ellos creen que más bien es la fase de un proceso al cabo de la cual lo que sigue es irreversible. Mientras la crisis no ha culminado es posible que se resuelva en uno de varios posibles desenlaces.

El Presidente tiene opciones todavía, aunque es probable que no por mucho tiempo, porque se trata de una crisis.

Una crisis que desde enero no ha hecho sino crecer dramática, tal vez trágicamente. Todos recordamos la secuencia principal. Pero son tantas las cosas que cuando recordamos alguna cualquiera pensamos que aconteció hace ya muchos días.

Es posible que el Presidente pudiera, en su admirable capacidad de acomodación y su tenacidad, concluir su período. Pero no deja de ser posible que muy pronto tuviese que echar mano del 240 de la Constitución del 61 y suspender las garantías, en un intento por prolongar su mandato. Probablemente eso sólo aceleraría su deposición.

Pudiera ser también que llegara a tener pronto solamente una alternativa. O tratar de permanecer en el Palacio de Miraflores, o producir la condición jurídica de falta absoluta del Presidente de la República. El Presidente puede renunciar.

Nuestra Constitución dice que al producirse tal falta absoluta seguiría habiendo un presidente, en la cabeza del Presidente del Congreso de la República, quien gobernaría por un mes mientras una sesión conjunta de las cámaras legislativas elija un Presidente de la República que complete el lapso faltante del actual período presidencial. Así el gobierno recaería en la persona del actual Presidente del Senado, hombre del partido del Presidente, y quien en un mes puede hacer mucho porque a éste se le trate con consideración.

El Congreso debería elegir entonces a un venezolano o venezolana que mejor pudiera presidir, como un gran juez, y durante los años inminentes, la necesaria etapa de justicia. Es difícil señalar a una persona más idónea que Rafael Caldera Rodríguez.

Nuestro Senador Vitalicio, el pacificador de fines de los años sesenta, el experimentado estadista, conocedor como pocos del reparto de la escena política nacional, el hombre mesurado y discreto, parece ser el escogido para satisfacer tan delicada necesidad de la República. Los que no han estado en su tolda política saben que siempre los respetó. Y el que se halle ahora distanciado de los que sí están significa que poco pesarían sobre él las tentaciones de favorecer a copartidarios. Caldera sería garantía, como lo ha demostrado una vez más recientemente, de que las clases populares, eufemismo que denota nuestra pobreza, se mantuviesen lejos de la desesperanza. Caldera es el político hecho a la medida del problema. Caldera es el antirobespierre que necesitamos, que el Presidente necesita.

Porque el Presidente requiere garantías de un sucesor equilibrado.

Es más, si el Senador París Montesinos no desease asumir la Presidencia por un mes, se da la buena fortuna de que, de una vez, el Senado de la República puede elegir Presidente a uno de sus más ilustres miembros: el doctor Rafael Caldera.

Luego de que culminase el período que le habría tocado concluir al Presidente, dentro de unos dos años, ya estabilizado por la mano experimentada del Senador Caldera, el país podría optar nuevamente entre varios candidatos a presidir su gobierno.

El Presidente, desentendido ya del abrumador acoso que pesa sobre su sueño, seguramente podría encontrar otros modos de ayudar al país, como, por ejemplo, favoreciendo de manera decisiva la integración latinoamericana. Más de una vez habrá sentido fuerte molestia al revertir decisiones que en su anterior gobierno le causaron orgullo. Seguramente nadie como él lamenta la marcada pérdida de soberanía nacional en su segunda oportunidad como Jefe de Estado. Nadie podría afirmar que el Presidente no ha trabajado muy intensamente, buscando salidas.

Pero la cuestión ahora es si el Presidente la tiene. Pudiera argumentarse que el caso es afirmativo. Pero no parece fácil. Por problemas menores que los que enfrenta el Presidente, Isaías Medina fue derrocado. No pudo nunca recuperar sus derechos políticos. En cambio, Richard Nixon todavía influye en la política mundial y de su país, porque tuvo la sabiduría de, por menos que lo que acongoja al Presidente, renunciar a la presidencia de los Estados Unidos.

El Presidente debiera considerar la renuncia. Con ella podría evitar, como gran estadista, el dolor histórico de un golpe de Estado, que gravaría pesadamente, al interrumpir el curso constitucional, la hostigada autoestima nacional. El Presidente tiene en sus manos la posibilidad de dar al país, y a sí mismo, una salida de estadista, una salida legal. LEA

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