Bodas de plata con una manzana
La época que nos ha tocado en suerte contiene las más asombrosas posibilidades. Si todavía la dimensión de ciertos problemas parece abrumadora, también es cierto que las más recientes rupturas tecnológicas—principalmente en las tecnologías de computación, de comunicaciones y de bioingeniería—permiten avizorar nuevas y más eficaces soluciones. En particular, el horizonte tecnológico de lo democrático se ha expandido, y el actual nivel de participación popular en la formación de las decisiones públicas es muy inferior al que es tecnológicamente posible.
Ésa es la verdadera oportunidad social moderna. Lo tecnológico abre caminos a una mayor libertad y a una mayor democracia. Hay ahora los primeros atisbos de una gran tecnología a escala y uso de la persona. Pero es una tecnología cuyo empleo roba sentido a las tradicionales dicotomías y cambia el contenido de los roles sociales.
Proyecto de la Sociedad Política de Venezuela (febrero de 1985)
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Al anunciar a quienes reciben aviso por correo de los cambios en este blog la reanudación de labores, el Sr. Paolo Sirizzotti escribió para decir: «Quería leer un post sobre su opinión de Steve Jobs y sólo encontré el link del video». Me reclamaba, pues, que no hubiera rendido homenaje al genio que se despedía. En efecto, me pareció que era mejor dar la palabra a Jobs que añadir algún comentario redundante a la marejada de artículos y obituarios que su esperada muerte suscitó en el mundo entero. Conminado, sin embargo, por el exigente corresponsal, registraré aquí dos fragmentos de mayores textos, que fueron mis primeras referencias escritas a su impar hazaña. Uno es de 1984, hace veintisiete años; el otro es del año siguiente.
Pero antes quiero hacer profesión de fe como feligrés de la religión de la manzana, y para ello debo establecer el contexto histórico. Mi primer computador personal tiene data de adquisición exacta: 11 de enero de 1983. Era el primer PC de IBM, y mi excusa fue regalármelo de cumpleaños. En la Navidad que acababa de concluir, el Niño Jesús había traído a Beatriz Cecilia, la hija mayor de mi señora y jefa, un Atari 400 con 16 kilobytes de memoria RAM y a Leopoldo, mi primer hijo, un Atari 800 con 48K en RAM. El PC que adquirí para mí tenía la asombrosa potencia de 256 K, más de cinco veces la memoria del Atari de mi hijo quien, a sus trece años de edad nerd, no tardó más de dos días en mostrarnos en su pantalla a colores una cascada, en animación programada por él en lenguaje BASIC. Pero eso eran cosas de niño; orgulloso del poder que tenía en mi escritorio, yo usaría el IBM con dos unidades floppy para escribir textos en WordStar y hacer cálculos con la hoja de VisiCalc. De resto, lidiaba rudimentariamente con los comandos del DOS (Disk Operating System) desarrollado por la incipiente empresa—Microsoft—de un joven llamado William Gates. Sentí que mi cerebro se había expandido; mi máquina de escribir portátil—Olivetti Valentine, elegantísima, incluida en la colección permanente de buen diseño del Museo de Arte Moderno de Nueva York—quedó para fines decorativos.
Ya conocía a Apple, por supuesto. Leopoldo Baptista Zuloaga y Marcel Antonorsi Blanco me mostraron en sus respectivas casas sus Apple II, pero entonces no existía lo que sería la segunda revolución: el sistema operativo iniciado con Macintosh y su inseparable ratón. Parecía igualmente complicado escribir catalog (Apple) que poner file (IBM), y yo seguía estando orgulloso de mi IBM PC. Mis cuñados, Andreína Sucre y Ricardo Castro, regresaron en 1985 de Filadelfia con un primer Mac que los estudiantes de la Wharton School of Economics podían adquirir a buen precio; entonces ya duplicaba la memoria de mi PC con 512K de RAM y, por supuesto, tenía fuentes de letra variables y podía pintarse en su pantalla gris—ya no más el verde de los osciloscopios—usando el ratón como brocha en MacPaint. Una verdadera maravilla.
A mediados de ese año mi señora y yo nos inscribimos en un curso de PageMaker, una aplicación para diseño de páginas que sólo existía para el Macintosh, en Manapro, donde nos guió la instrucción de María Fernanda Sosa. Ya los Mac, a los que todavía no se había abreviado el apellido—era Macintosh la marca de uno de los más finos amplificadores de audio, en los cincuenta distinguía apetecidas chaquetas deportivas y es, naturalmente, el nombre de una variedad de manzanas—, habían duplicado su memoria a ¡1 megabyte de RAM! y se llamaban ahora Macintosh Plus. En diciembre se presentó la oportunidad; pude adquirir de Silvio Ramella mi primer Mac, un Macintosh Plus al que poco después añadí una segunda unidad lectora de diskettes. Desde entonces no he tenido regreso. En 2008, una economía personal crónicamente deprimida me llevó a pensar en sustituir el Mac que entonces tenía por un PC vulgar y municipal. Mi hijo Leopoldo impidió ese desatino: me preguntó cuánto pensaba gastar en ese proyectado cacharro y puso lo que hacía falta para traerme él mismo un estupendo Mac mini que ahora usa la menor de mis hijas, María Ignacia, tres meses mayor que mi Mac Plus. Hoy trabajo en el increíble iMac. Antes de este portento, pasé del Plus a un Mac SE y de éste a un SE 30 (ambos, por fin, con disco duro), gracias a un financiamiento político de Arturo Sosa, el padre de María Fernanda y del cura jesuita homónimo. También tuve un XC desechado por British Petroleum que me consiguiera Ramón Sosa Mirabal y una torre PowerMac G3, financiada también por razones políticas con un crédito que esta vez debí pagar.
En 1989 me mudé a Maracaibo, donde dirigí el relanzamiento de un periódico—La Columna—que ganó en 1990 el Premio Nacional de Periodismo a los nueve meses de su salida. Fue el primer diario venezolano hecho en un sistema íntegramente computarizado, definido y adquirido por Víctor Suárez. Los periodistas escribían en Macintosh Plus (yo, aunque tuviera cochochos, en un SE); el Departamento de Arte manejaba un Macintosh II, con pantalla a color, y generaba pruebas en papel Bond en el primer impresor láser de Apple.
El 11 de este mes de octubre de 2011 me escribió el noble impresor Javier Aizpúrua (Ex Libris), con quien tengo amistad desde que dirigía el taller de Editorial Arte, en Los Ruices Sur. (Conocí la primera editorial, pues coordiné la publicación de un libro en 1965, y la visitaba de Calero a Desamparados). Javier me puso en correo que tituló Gracias a Jobs: «Amigo Luis Enrique: sólo recordarte que fuiste el primer usuario en utilizar una computadora para editar un libro en Venezuela: KRISIS. Un gran abrazo». Javier alude a mis Memorias Prematuras, que fueron el segundo libro impreso en su novísima imprenta en 1986—con generoso financiamiento para la edición privada de mi entrañable amigo, Gerd Stern—y, en verdad, el primer libro venezolano escrito en un computador personal (mi Macintosh Plus), mediante el programa MacWrite.
Tengo, pues, una indisoluble asociación de más de un cuarto de siglo con esa empresa que, según Forrest Gump, negocia en frutas: Apple Inc. Es iglesia de papa único. Muerto el Papa de la computación personal, será sucedido pero nunca sustituido.
………
En 1984 escribía una larga carta a Arturo Sosa, quien, con «característica elegancia lingüística», me había dicho el 1˚ de septiembre de ese año: “Mira carajito, si tienes diez minutos quiero mostrarte la Gaither de agosto. La situación es muy preocupante”. Hay una parte de mi comunicación—7 de septiembre—en la que argumentaba a favor de ampliar los mercados de PDVSA a todo el mundo hispanoamericano mediante precios reducidos:
Por ejemplo, tomemos un mercado como el del mundo hispánico, de trescientos millones de personas. El consumo de ese mercado a un nivel per cápita equivalente al venezolano—que es por supuesto el más elevado de ese conjunto—representaría un ingreso doble del actual ingreso petrolero venezolano si se pagase a un tercio de los precios internacionales de hoy. Dejemos, por ahora, lo que acabo de decir como un ejemplo solamente, dibujado a un muy grueso trazo y naturalmente susceptible de precisión. Ilustra una escala, un orden de magnitud y un enfoque que puede aplicarse en muchísimas direcciones. (Dicho sea de paso, el expediente de expandir mercado mediante un marcado descenso de los precios no es una estrategia que sólo cobra sentido en un contexto petrolero. Es ninguna otra cosa que un descenso de los precios lo que detonó la creación, pues fue ni más ni menos eso, del mercado de computación personal y del hogar. Se acostumbra fechar la revolución del computador personal con la aparición del primer computador Apple, en 1976. Como estamos acostumbrados a atribuir todos los hechos de esa industria a un súbito avance en materia tecnológica, la revolución de Apple se entiende comúnmente como una revolución de tecnología. Esto es sólo parcialmente exacto. Es cierto que el microcomputador es lo que físicamente “es” el computador personal. Pero éste es algo más: el computador personal es un microcomputador a un precio bajo. De hecho, varios años antes ya existía el microcomputador en uso individual. La ubicua IBM ya disponía de un modelo con todas las características básicas de los actuales computadores personales. ¿Por qué no era un computador personal en el sentido que ahora tiene? Porque lo que termina de definir a un computador como personal no es que lo use una sola persona, sino que lo pueda adquirir una persona, y el “micro” de IBM costaba decenas de miles de dólares. Por eso, si no prácticamente hecho a la medida para el más consentido de los ingenieros o investigadores del Instituto de Investigaciones de Stanford o el Laboratorio de Propulsión a Chorro de Pasadena, por lo menos su filosofía era totalmente de un producto hecho a pedido, un producto artesanal de la más alta artesanía, pero no era un producto industrial).
El texto íntegro de esa misiva a Arturo fue incluido en Krisis – Memorias Prematuras, que puede leerse por completo en este blog, o la sola carta almacenada como la Ficha Semanal #171 de doctorpolítico. Al año siguiente, en unas notas sobre el Proyecto de la Sociedad Política de Venezuela (febrero de 1985) compuestas entre el 1˚ y el 7 de mayo, escribí:
Parábola. El reino de la política de hoy se parece a la carrera de un joven visionario que presentó el concepto de un computador personal a un ingeniero de una gran firma electrónica con la intención de llevarlo a la práctica dentro de esa empresa. El ingeniero se entusiasmó con la idea y la transmitió a sus jefes, quienes, comprensiblemente, rechazaron el proyecto. Pero el ingeniero se había entusiasmado demasiado y decidió unirse al visionario, con quien, desde un garaje, desarrolló, más que un producto, todo un mercado hasta entonces inexistente, innombrable. Así abrió para el mundo la democratización más básica de todas: la de la base tecnológica de la cultura, la democratización de los medios de producción informáticos. Más tarde, y ante el hecho ineludible de que de la noche a la mañana se había descubierto un continente desconocido, las poderosas firmas que antes habían descalificado las visiones de quien primero tocó a sus puertas no tuvieron más remedio que unirse al movimiento, con éxito en grado variable.
(Steve Jobs no tuvo como primera pretensión desarrollar solo lo que luego sería Apple Computers. Antes de atreverse acudió a Hewlett-Packard. El rechazo estuvo fundado en los paradigmas corporativos de H-P.)
Si los actores políticos tradicionales quieren esperar, prudentemente, a que unos aventureros consigan el nuevo territorio para luego adentrarse en él, no se habrá hecho daño alguno y deberá dárseles la bienvenida. Lo que quiere decir el documento de febrero es que la probabilidad de que H-P rechazara a Steve Jobs era alta, y que por eso en la política exigida por la crisis es necesario que surja Apple Computers.
Nada ha cambiado desde entonces, ni siquiera porque entre 1986 y 2011 han surgido «nuevas» organizaciones políticas. Todas contienen el mismo código genético que las que ya declaraba insuficientes en febrero de 1985:
Intervenir la sociedad con la intención de moldearla involucra una responsabilidad bastante grande, una responsabilidad muy grave. Por tal razón, ¿qué justificaría la constitución de una nueva asociación política en Venezuela? ¿Qué la justificaría en cualquier parte?
Una insuficiencia de los actores políticos tradicionales sería parte de la justificación si esos actores estuvieran incapacitados para cambiar lo que es necesario cambiar. Y que ésta es la situación de los actores políticos tradicionales es justamente la afirmación que hacemos.
Y no es que descalifiquemos a los actores políticos tradicionales porque supongamos que en ellos se encuentre una mayor cantidad de malicia que lo que sería dado esperar en agrupaciones humanas normales.
Los descalificamos porque nos hemos convencido de su incapacidad de comprender los procesos políticos de un modo que no sea a través de conceptos y significados altamente inexactos. Los desautorizamos, entonces, porque nos hemos convencido de su incapacidad para diseñar cursos de acción que resuelvan problemas realmente cruciales. El espacio intelectual de los actores políticos tradicionales ya no puede incluir ni siquiera referencia a lo que son los verdaderos problemas de fondo, mucho menos resolverlos. Así lo revela el análisis de las proposiciones que surgen de los actores políticos tradicionales como supuestas soluciones a la crítica situación nacional, situación a la vez penosa y peligrosa.
Pero junto con esa insuficiencia en la conceptualización de lo político debe anotarse un total divorcio entre lo que es el adiestramiento típico de los líderes políticos y lo que serían las capacidades necesarias para el manejo de los asuntos públicos. Por esto, no solamente se trata de entender la política de modo diferente, sino de permitir la emergencia de nuevos actores políticos que posean experiencias y conocimientos distintos.
Las organizaciones políticas que operan en el país no son canales que permitan la emergencia de los nuevos actores que se requieren. Por lo contrario, su dinámica ejerce un efecto deformante sobre la persona política, hasta el punto de imponerle una inercia conceptual, técnica y actitudinal que le hacen incompetente políticamente. Hasta ahora, por supuesto, el país no ha conocido opciones diferentes, pero, como bien sabemos, aún en esas condiciones los registros de opinión pública han detectado grandes desplazamientos en la valoración popular de los actores políticos tradicionales, la que es cada vez más negativa.
Por evidencia experimental de primera mano sabemos que los actores políticos tradicionales están conformados de modo que sus reglas de operación se oponen a los cambios requeridos en conceptos, configuraciones y acciones políticas. Por esto es que es necesaria una nueva asociación política: porque de ninguna otra manera saludable podría proveerse un canal de salida a los nuevos actores políticos.
No puedo rendir mejor homenaje a Steve Jobs, más allá de reconocerlo como quien trajo «la democratización de los medios de producción informáticos», que declarando sin empacho que lo he tenido por modelo de mi política. Los resultados que él obtuvo han sido inconmensurablemente mayores que los míos, y muchísimo más rápidos. Pero, como he dicho en otra parte, no he perdido ni la paciencia ni la esperanza.
LEA
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