Dos lecciones

El Globo

Cuando comienzo a escribir esto hace casi una hora que ha comenzado otro aniversario del Día de la Juventud. Ayer por la mañana varios centenares de periodistas nos han dado una lección. Fueron hasta la sede del Congreso de la República a exigir, sin otras armas que la presencia y la palabra, que ese cuerpo debatiera el punto de las restricciones a la garantía constitucional de la libertad de expresión. Yo no tuve el ánimo de estar presente allí, cuando hubiera podido ir. Admiro el valor de quienes, mientras las libertades de reunión y manifestación pueden ser vulneradas legalmente por el gobierno, marcharon por el medio de las calles que llevan desde la esquina de Pajaritos hasta la puerta del Congreso.

Fue otro día de la Juventud. En su mayor parte fueron jóvenes profesionales del periodismo quienes tuvieron la sangre fría de expresar su repudio ante la suspensión de una garantía consubstancial a la democracia. En “La marcha de la insensatez” Bárbara Tuchman, la historiadora ganadora del premio Pulitzer, hace no mucho fallecida, analiza de este modo lo que fue “el comentario más ampliamente difundido de la guerra” de Viet Nam: “Es necesario destruir el poblado con el fin de salvarlo.”El mayor norteamericano quería decir que el pueblo tenía que ser arrasado para erradicar a los Viet Cong, pero su frase pareció simbolizar el poder destructor norteamericano empleado contra el objeto de su protección para preservarlo del Comunismo.”

Resulta igualmente contradictorio argumentar que para preservar nuestra democracia es preciso impedir la libertad de expresión. De todas las garantías suspendidas la más fundamental es la libertad de expresión. Verdaderamente sin ella no hay democracia. Es justamente esa libertad uno de los rasgos que hacen que valga la pena defenderla, en paráfrasis de una sentencia del juez Warren, ese inolvidable Juez Jefe de la Corte Suprema de los Estados Unidos de Norteamérica.

Y los periodistas han luchado ayer por ella, cuando la mayoría de nosotros abunda, privada y prudentemente, en abrumadora crítica al régimen del presidente Pérez. Nos han dado una doble lección. La lección del valor. La lección de una pacífica serenidad en la presión política del ciudadano. Esto último los distingue de los que intentaron derrocar al presidente Pérez por la fuerza.

Segunda clase

Yo recibí, personalmente, una segunda lección de Don José Rodríguez e Iturbe. Según me informa la lectura de “El Universal” de ayer 11 de febrero, Pepe ha propuesto que las elecciones presidenciales—y las de los representantes en el Congreso de la República—sean adelantadas para este año de gracia de 1992, en diciembre.

Desde el 21 de julio del año pasado, cuando por primera vez sugerí públicamente, en artículo publicado en “El Diario de Caracas”, que el presidente Pérez considerara renunciar, yo había venido aferrándome a esa idea como salida distinta a la falsa disyuntiva Pérez o golpe. Pensaba desde ese entonces que con la renuncia Pérez podría evitar”…el dolor histórico de un golpe de Estado, que gravaría pesadamente, al interrumpir el curso constitucional, la hostigada autoestima nacional.”

Cuatro artículos más dediqué al punto en este periódico indiscutiblemente democrático. Pero Don José ha dado un martillazo mucho más cerca del mismo centro del clavo. Veamos.

Yo proponía que Pérez renunciara para producir la condición, prevista constitucionalmente, de falta absoluta del Presidente de la República. En tal caso nuestra Constitución pauta que la Presidencia de Venezuela debe pasar, por el lapso máximo de un mes, a manos del Presidente del Congreso. Dentro de ese período las Cámaras Legislativas deben elegir a un venezolano que complete, como Presidente de la República, lo que falte del período presidencial en el que se produzca la falta absoluta. (Artículo 187, en sus parágrafos segundo y tercero).

En mi primera aproximación al tema llegué a sugerir el nombre de Rafael Caldera como sustituto de Pérez, tomando en cuenta su indudable solidez. Pensaba también que Eduardo Fernández podría no objetarlo porque así no tendría que enfrentarse a él en 1993, y que los factores de mayor poder económico, algo escamados con Caldera después de lo de la nueva Ley del Trabajo, podrían suponer que en un período incompleto no le sería posible vulnerar en grado apreciable sus intereses, sobre todo cuando tendría que dedicar su mayor atención a labores de adecentamiento político. Luego sugerí además el nombre de Uslar Pietri, en quien no había pensado porque una vez me dijo que él no era político, y porque, a pesar de que declarara a fines de 1991 que él no aceptaría la Presidencia de la República ante las cámaras de Marcel Granier, el país podría exigírselo si lo consideraba necesario.

Pero este procedimiento tiene el inconveniente de no ser todavía suficientemente democrático. La determinación del nuevo presidente no la tomaría el pueblo, sino los actuales congresantes. Además, Acción Democrática acaba de anunciar que propondrá de inmediato a David Morales Bello para sustituir a Pedro París Montesinos en la Presidencia del Congreso, y no me agrada para nada la idea de que ese Morales que exigió la muerte de los insurgentes, asuma la Primera Magistratura Nacional, ni siquiera por un mes.

Punto de partida

Pepe se acercó más. El habla de elecciones populares y eso es, sin duda, una mejor proposición que la mía. Me afinco en ella para adicionar una condición con la que Pérez no podría negarse al expediente propuesto por Redríguez Iturbe. Yo dejaría que Pérez participara como candidato en las elecciones y que, de resultar elegido, entonces completara los poco menos de dos años que le faltan del período en el que estamos.

Pero eso sí, Pepe, posponerlas hasta diciembre de ese mismo año, aun cuando sea un adelanto respecto de 1993, es demasiado. Yo creo que fijarlas para dentro de tres meses es más apropiado. De aquí a diciembre podrían presentarse muchas cosas. En cambio, si existiese aún ahora el riesgo de otro intento de interrupción por la fuerza, que debemos tratar de evitar, pienso que hasta el más radical propugnador de golpes de estado concedería a la democracia un pagaré por noventa días.

Ese tiempo es más que suficiente para que se organice una elección presidencial. No necesitamos, no toleraríamos, un largo carnaval de electoral derroche. Las Fuerzas Armadas Nacionales, a las que hasta Pérez ha reconocido su apego al marco democrático, vigilarían con gusto esa votación y garantizarían, junto con el sistema de contrapesos del Consejo Supremo Electoral, un razonable grado de limpieza comicial.

Esos noventa días debieran ser más que suficientes para que los candidatos expliquen al país lo que pretenderían hacer en y desde Miraflores. Ahora mismo sabemos del programa de uno de ellos—Pérez insistiría, lo ha confirmado, en su “paquete”—y estamos a punto de conocer el de los precandidatos copeyanos Eduardo Fernández y Humberto Calderón Berti. (COPEI ha anunciado que presentará al país su proposición alterna el próximo jueves 13 de febrero). Debemos suponer que Caldera no necesita más de unas pocas semanas para componer lo que sería su programa de gobierno. Debe tenerlo preparado, en sus rasgos esenciales, desde 1983. Y así sucesivamente.

Nada justificaría un retraso mayor. No es necesario entrar en detalles. Lo que el pueblo requiere saber es el esquema, sencilla y claramente explicado, con el que cada candidato gobernaría.

LEA

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