La miopía tiene cura

Bifurcaciones de Feigenbaum

Bifurcaciones de Feigenbaum

El término paradigma y su uso en la expresión paradigma político se ha hecho de uso bastante generalizado. El sentido en el que se emplea no es el original del DRAE—modelo o ejemplo: Jesús era un paradigma de virtudes, ni su uso en Lingüística—, sino el propuesto por Thomas S. Kuhn en su obra de 1962: The Structure of Scientific Revolutions. Kuhn se refiere con el término paradigma al núcleo esencial de una determinada teoría o doctrina científica. Por ejemplo, en materia del fenómeno de la gravitación, el paradigma de la física aristotélica quedaba definido por el concepto de causa final: Aristóteles explicaba que los cuerpos caen porque todos los cuerpos buscarían ir hacia su lugar natural, la tierra, dado que todos los cuerpos estarían hechos del «elemento» tierra. Sobre el mismo fenómeno, el paradigma de Newton sustituye el concepto de Aristóteles por la idea de «acción a distancia», que permite concebir una «fuerza de gravitación universal» existente entre dos cuerpos cualesquiera. Einstein prescinde de esa noción de acción a distancia y la sustituye, a su vez, por la proposición de que la presencia de masa en el espacio induce una curvatura en éste; sería esta curvatura la que seguirían los astros al girar en derredor de cuerpos de mayor tamaño, y no una fuerza de gravitación.

El famoso ensayo de Kuhn describe el progreso de la ciencia entre épocas de estabilidad conceptual, de permanencia de un determinado paradigma, hasta que una crisis en el poder explicativo del paradigma convencional conduce a la formulación de uno nuevo. Esta idea ha sido extendida para explicar la sucesión en el tiempo de las distintas concepciones sobre lo político. Los paradigmas, pues, son las unidades conceptuales básicas a partir de las cuales se interpreta la realidad. Obviamente, de ellos depende la conducta humana; en su Ensayo sobre el gobierno representativo, dice John Stuart Mill: «Es lo que los hombres piensan lo que determina cómo actúan».

La crisis de los paradigmas sociopolíticos tuvo una grave expresión en el descrédito que sufrió la llamada planificación estratégica. Comúnmente se acostumbra fechar la primera derrota importante de los planificadores estratégicos con el embargo petrolero árabe de fines de 1973. Las predicciones dejaron de ser confiables, al generalizarse la impresión de volatilidad o impredecibilidad del mercado petrolero. La discontinuidad, por otra parte, comenzó a manifestarse en el mundo político. La caída del régimen del Shah de Irán fue la primera “sorpresa” de cierta magnitud, la que inicia la serie de acontecimientos “impensables” que incluye cataclismos tales como el derrumbamiento del Muro de Berlín y la desmembración de la Unión Soviética como secuela de la perestroika de Gorbachov. Una turbulencia de tan grande magnitud dejaba mal parados los intentos predictivos de los más sofisticados centros de análisis; junto con el agotamiento del recetario clásico, esa inestabilidad fue la razón principal de que cundiera el escepticismo ante los intentos de manejar el ambiente social desde marcos generales como guía para la acción.

El profesor Dror

El profesor Dror

Pero no todos los estrategas estaban perdidos o confundidos. Para el caso venezolano tiene especial relevancia la intuición analítica de Yehezkel Dror, puesto que se trata de un investigador que vino muchas veces al país y se reunió con los miembros más representativos de sus élites. Dror no sólo describió adecuadamente la inestabilidad intrínseca del régimen de Palevi bastante antes de su desplome, sino que caracterizó el problema general de la “endemia de las sorpresas» en un brillante artículo de 1975. (How to Spring Surprises on History: “Eventos considerados como de baja probabilidad ocurren con frecuencia variable y la sorpresa llega a ser endémica”). Si bien, pues, era evidente que la mayoría de los analistas no sabía qué decir respecto del futuro en ciertas áreas especialmente volátiles, unos pocos mostraban que era posible manejar satisfactoriamente el problema cambiando el punto de vista y la comprensión de la dinámica propia de los acontecimientos sociales.

A pesar de esto, en Venezuela fue muy intenso el rechazo a los “habladores de paja” de los departamentos de planificación estratégica. Un centro local de formación gerencial publicó en 1985 un libro (El caso Venezuela) en el que sus líderes de la época—Moisés Naím y Ramón Piñango—objetaban a la planificación estratégica: «El mejoramiento de la gestión diaria del país requiere que los grupos influyentes abandonen esa constante preocupación por lo grandioso, esa búsqueda de una solución histórica, en la forma del gran plan, la gran política, la idea, el hombre o el grupo salvador. Es urgente que se convenzan de que no hay una solución, que un país se construye ocupándose de soluciones aparentemente pequeñas que forman eso que, con cierto desprecio, se ha llamado «la carpintería». Si bien no hay dudas de que la preocupación por lo cotidiano es mucho menos atractiva y seductora que la preocupación por el gran diseño del país, es imperativo que cambiemos nuestros enfoques». Es decir, el remedio propuesto era el de sustituir los estrategas por los tácticos.

Entre 1989 y 1993, muy connotados profesores—Naím entre ellos—así como gerentes reconocidamente capaces del sector privado ejercieron importantes funciones públicas, con resultados desastrosos (el Caracazo, las asonadas de 1992). Por esta razón resulta interesante contrastar este caso local de miopía técnica con el juicio que mereció a Tocqueville la ceguera de los funcionarios del gobierno de Luis XVI, cuando  la Revolución Francesa estaba a punto de estallar: «es decididamente sorprendente que aquellos que llevaban el timón de los asuntos públicos –hombres de Estado, Intendentes, los magistrados– hayan exhibido muy poca más previsión. No hay duda de que muchos de estos hombres habían comprobado ser altamente competentes en el ejercicio de sus funciones y poseían un buen dominio de todos los detalles de la administración pública; sin embargo, en lo concerniente al verdadero arte del Estado –o sea una clara percepción de la forma como la sociedad evoluciona, una conciencia de las tendencias de la opinión de las masas y una capacidad para predecir el futuro– estaban tan perdidos como cualquier ciudadano ordinario». (Alexis de Tocqueville: El Antiguo Régimen y la Revolución).

Es sólo muy recientemente que la Teoría de la Complejidad, que incluye la llamada Teoría del Caos, ha podido proporcionar un paradigma adecuado. Los primeros ejercicios analíticos de predicción eran fundamentalmente proyecciones en línea recta. (La estadística ofrecía la herramienta de la regresión lineal, mientras el determinismo histórico de las doctrinas marxistas contribuía a la opinión de que el futuro era único e inevitable). Obviamente, sólo pocos fenómenos pueden ser adecuadamente descritos como una línea recta, así que un ineludible reconocimiento de la multiplicidad del futuro llevó, más tarde, al desarrollo de la técnica de “escenarios” (principalmente por la Corporación RAND, en la década de los sesenta), en los que se exponía intencionalmente un conjunto de descripciones diferentes del futuro en cuestión. Sin embargo, la técnica de escenarios está asociada con una percepción del problema en forma de abanico de futuros, según la cual se presume una continuidad de la transición entre los distintos futuros, al desplazarse por el área continua del abanico. Este modo de ver las cosas supone, por tanto, una enorme cantidad de incertidumbre, pues los futuros serían, en principio, infinitos.

Bifurcaciones históricas (clic amplía)

Bifurcaciones históricas (clic amplía)

El formalismo matemático (fractales) sobre el que se asienta la teoría de la complejidad, en cambio, permite describir el futuro como una estructura arborificada o ramificada, como una arquitectura discontinua en la que unos pocos futuros posibles actúan como cauces o atractrices por los que puede discurrir la evolución del presente. Benôit Mandelbrot, investigador del Thomas Watson Research Center de la compañía IBM, presentó en 1982, en su libro The Fractal Geometry of Nature, la noción de fractal—en términos generales, una línea que exhibe “autosimilaridad”, que se parece a sí misma. (La matemática fractal reproduce, con ecuaciones de extrema simplicidad, estructuras ramificadas complejas, sea ésta el perímetro de un helecho o la forma del aparato circulatorio humano. Cuando los investigadores de fenómenos caóticos—el clima, la turbulencia de los líquidos, los ataques cardíacos, etcétera—buscaban una herramienta analítica que les permitiera describir estos procesos, encontraron que la matemática fractal era justamente lo que necesitaban. Las atractrices, o cauces del orden subyacente a los fenómenos caóticos, son líneas de tipo fractal). Son nociones como ésas, las provistas por Mandelbrot, Edward Lorenz o Mitchell Feigenbaum, asibles con facilidad por un alumno de bachillerato, las que permiten una comprensión más ajustada a la complejidad de las sociedades humanas, que son los sistemas más ricos que conocemos.

Aun en condiciones de extrema complejidad, es posible tanto predecir el futuro como seleccionarlo. Por el lado de la predicción social, el problema es ahora un asunto de identificación de las atractrices actuantes en un momento dado. Por el lado de la acción, se trata de evitar ciertas atractrices indeseables y de seleccionar alguna atractriz conveniente o, más allá, de crear una nueva atractriz altamente deseable. Eso es, fundamentalmente, la esencia de una imagen-objetivo. Eso es lo que deben proporcionar los estrategas políticos. Los tácticos son necesarios, pero no son suficientes. LEA

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¿Una tragedia inescapable?

El risueño saludo de los insuficientes

A menudo, los desastres se acompañan de situaciones en las que hay inconvenientes para prácticamente toda decisión que se necesite hacer.

Yehezkel Dror

La toma de decisiones bajo condiciones desastrosas, 1988

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En julio de 1972 venía por primera vez Yehezkel Dror a Venezuela; luego repetiría sus sustanciosas visitas casi una vez por año hasta 1994. En aquella ocasión, el experto de clase mundial en policy sciences dictó durante tres días su famoso Taller para Tomadores de Decisiones de Alto Nivel, y ya entonces había presentado, con un nombre decidor, la situación que enfrenta quien toma decisiones públicas cuando todas las opciones son de resultado previsible negativo: a esa circunstancia se la llama opción trágica (tragic choice). Es una situación de esa clase la que se eleva el próximo 7 de octubre frente a los electores venezolanos: ni Hugo Chávez Frías ni Henrique Capriles Radonski son una opción satisfactoria. Para traducir el tecnicismo de Dror con viejo vulgarismo caraqueño: pareciera que si no nos agarra el chingo, nos agarra el sin nariz.

La foto de la portada es ya una mentira (clic amplía)

El Presidente de la República ha impreso y distribuido su «Propuesta del Candidato de la Patria—Comandante Hugo Chávez—Para la gestión Bolivariana socialista 2013-2019». Típica: grandilocuente, irremisiblemente anacrónica y falaz, narcisista. Ahora se autoproclama en la portada, y en vallas y carteles, como «El corazón de mi patria». Hay que ser fatuo.*

El propio título del documento ya delata un doble anacronismo, además de expresar una mentira. La insistencia en Bolívar equivale a fijarse patológicamente en el pasado, en la gloria de una persona que murió hace 182 años, a quien ya debiera dejarse descansar. Cuando un joven adquiere madurez, el Derecho dice que se emancipa de la tutela de sus padres; por mayor que sea la deuda que los venezolanos tengamos con el Libertador, hace mucho que es hora de emanciparnos del emancipador, de entrar en el futuro sin la enfermiza y constante referencia pretérita. Claro que «el corazón de su patria» pretende ser personaje de epopeya, la más primitiva de las literaturas. De allí su insistencia megalómana en asociarse con Simón Antonio de la Santísima Trinidad.

Luego, el socialismo es anacrónico y no basta que se le proclame «del siglo XXI» para ponerlo al día. El socialismo, como toda otra ideología, es medicina antigua, panacea vencida. Toda ideología se arroga títulos para conocer cuál sería la sociedad perfecta y quién es el culpable de que una concreta no lo sea; los liberales dicen que es el Estado, los socialistas que es la empresa privada. Ambos están equivocados, como lo están las medias tintas de los socialdemócratas y los demócrata cristianos. La política responsable es hoy transideológica; el último artículo que se publicara de Carlos Fuentes, dos días antes de su muerte, señalaba «este nuevo desafío, el de una sociedad que al cabo no se reconoce en ninguna de las tribus políticas tradicionales: izquierda, centro o derecha».

Pero asociar a Bolívar con el socialismo es una distorsión histórica de primera magnitud. El Libertador declaró a Fco. Iturbe al cabo de la Campaña Admirable: “No tema usted por las castas: las adulo porque las necesito; la democracia en los labios y la aristocracia aquí”, señalando el corazón. (José Domingo Díaz, Recuerdos de la rebelión de Caracas, Madrid, 1829). Simón Bolívar era, sépase, muy capaz de demagogia. La identificación del Padre de la Patria con el socialismo es una falsificación manipuladora, tal vez ignorante.

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Un buen muchacho

Ante tamaño desatino se yergue un candidato gris, escaso. Ha creído Capriles, como muchos otros antes que él, que a la proposición totalizante de Chávez debe oponerse programas específicos, como sus planes de Seguridad para Todos y Empleo para Todos. Los programas de gobierno son importantísimos para eso, para el gobierno, pero no son los elementos que ganan elecciones. Es mucho más determinante la imagen que los electores se formen del carácter del candidato, y la que Capriles proyecta es lamentable: la de un muchacho bueno, decente, que no insulta, que preservará las misiones (quiere consagrarlas en una ley), pero que tiene dificultades para hilar las ideas—que le llevan a silencios inexplicables en sus oraciones de campaña—y promete nociones tan vagas y vacías como los lugares comunes que repite en sus insulsas arengas. No calza los puntos de un estadista, no ha refutado jamás el discurso chavista, y en más de una ocasión se ha notado muy confundido, como cuando anunciaba en agosto de 2009 un imposible referendo abrogatorio de la Ley Orgánica de Educación y la formación, en lastimosa ocurrencia a imitación de Chávez, del Comando Moral y Luces que lo promovería. Jamás llegó a constituirse.

Capriles tuvo una actitud dudosa en 1999 cuando, Presidente de la Cámara de Diputados, prosiguió en su cargo después de la decapitación del Congreso de la República electo en noviembre de 1998, en la llamada Pre-eliminación del Senado perpetrada inconstitucionalmente por decreto de la Asamblea Constituyente. Su propia cámara no había sido tocada; él seguía teniendo salario presidencial, despacho, carro y escolta presidenciales y continuó despachando como si nada hasta el año siguiente, cuando las elecciones de julio de ese año establecieron una flamante Asamblea Nacional. No parece demasiado carácter, y tampoco fueron muy felices sus actuaciones por los días del Carmonazo, cuando permitió que su antiguo compañero de partido y Alcalde de Chacao, Leopoldo López, saliera de su jurisdicción para detener en Baruta, predio de Capriles, al Ministro del Interior y Justicia, Ramón Rodríguez Chacín, y sacarlo fuera de su residencia sin ninguna orden judicial que le autorizara.

Pero, apartando esos detalles reveladores de su personalidad, Capriles carece de panacea. El «Socialismo del siglo XXI» es tan engañoso como el Pacto Social de Jaime Lusinchi y la Democracia Nueva de Eduardo Fernández, pero al menos posa como remedio sistémico. Capriles no ha podido sintetizar su proposición, que en el fondo no es sino el hecho evidente de que él no es Hugo Chávez; a sus seguidores les basta, pero por eso solamente no ganará las elecciones.

Capriles es la oposición a Chávez; no tiene otra razón de ser. Es miembro de un Partido ideologizado—¡hizo su congreso ideológico!—de centro-derecha; está clara su orientación general ante un candidato que ha admitido sin el menor pudor: «Soy marxista». Así estamos en el siglo XIX.

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Ésos son los términos de nuestra opción trágica del 7 de octubre. Una enorme proporción de los electores no se convence con el discurso de Chávez y tampoco con el de Capriles. Voces sensatas han detectado este asunto y hablan con claridad. Teódulo López Meléndez acaba de declarar al diario El Informador de Barquisimeto: «Mi tesis es que la unificación de los viejos partidos no puede históricamente suplantar al proceso chavista, que es menester una unificación de país, pero ello no se logra sólo con alianzas sino con una oferta que luce inexistente».

En efecto, la oferta necesaria no se ha manifestado. Es posible, sin embargo; es más, ella existe y será anunciada. Entretanto, pudiera haber una expresión electoral de la gente no alineada: si, como parece irremediable, Chávez ganare el 7 de octubre, sería más sano que no sacara demasiada ventaja a Capriles y que su propia votación resultara disminuida mientras la abstención, signo de inconformidad con los dos polos, fuese de proporción cercana a la que los candidatos recaben. Por ejemplo, Chávez 38%, Capriles 32%, abstención 30%.

A futuro no muy lejano, una proposición sensata y moderna, responsable y sin arrogancia, puede interesar en primer término a la gran población no alineada—que al cese de los procesos electorales se mide como la mitad o más del país—y luego a quienes apoyan circunstancialmente, con baja intensidad de convicción, a la insuficiente pareja de candidatos.

Chávez ganará la elección del 7 de octubre, pero su falta absoluta como Presidente de la República se producirá antes de enero de 2017—quizás bastante antes—y la Constitución mandará en ese caso una nueva elección. Entonces deberá haber disponible una figura convincente, una que pueda enrumbar al Estado, no altaneramente al país, en una dirección que lo aleje del anacronismo de opciones ideológicas, como las que ahora nos atenazan.

Hay quien supone que puede modificarse el texto constitucional para eliminar esa condición de nuevo sufragio, pero la más mínima enmienda debe pasar por referendo del Pueblo y tal intento fracasaría. Chávez no podría salirse con la suya para dejar un sucesor de su agrado al decirnos: «Pueblo, no tú, sino yo, escogeré a quien me suceda». La Corona, el Pueblo soberano, titular y asiento del Poder Originario, no lo permitirá. No estamos condenados a la tragedia. LEA

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*fatuo. Lleno de presunción o vanidad infundada y ridícula. (Diccionario de la Lengua Española, 22ª edición).

Para descargar .pdf de este artículo: ¿Una tragedia inescapable?

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Ética política

A Luis Penzini Fleury, defensor de los Valores

El Juramento de Hipócrates en griego y latín (clic amplía)

Las pocas veces que, por estos días, algún periodista de una estación de radio o televisión me hace el favor de entrevistarme, se sorprende al preguntarme cómo quiero que me presente, pues le pido que lo haga como político general y aclaro: «Tal como un médico general, como un internista». Así pasó, por ejemplo, con María Alejandra Trujillo en RCR en entrevista del pasado 6 de diciembre. Entonces explico que me aproximo a la Política entendiéndola como arte u oficio de carácter médico. El punto fue expuesto a los televidentes que siguen a William Echeverría por Globovisión en entrevista grabada el 24 de noviembre de 2010.

Naturalmente, no hay escuelas universitarias de Política; no lo son las escuelas de Ciencias Políticas, puesto que la Política, como la Medicina, no es una ciencia, sino una profesión. Algún día las habrá.

El código deontológico—DRAE: deontología. 1. f. Ciencia o tratado de los deberes—más antiguo que se conoce es el Juramento de Hipócrates (alrededor de 400 a. C.) sobre el modo correcto de practicar la Medicina. Al sentir la necesidad y urgencia de un código similar para la Política, me puse a redactar uno con el juramento hipocrático por delante como modelo estructural. Con alguna razón, pudiera alguien decir que aquella angustia no era otra cosa que una atávica deformación profesional. En efecto, antes de completar la carrera de Sociología en la Universidad Católica Andrés Bello, había estudiado tres años de Medicina (1959-62) en la Universidad de Los Andes. Pero mi definición de Política como Medicina es de 1984, y la confirmación de que transitaba la ruta correcta la tuve al año siguiente, cuando recibí de Yehezkel Dror el texto de una conferencia en la que afirmaba: «Policy sciences are, in part, a clinical profession and craft».

En cualquier caso, he aquí la versión más reciente del Código de Ética de la Política que compuse en septiembre de 1995:

 

Juro por Dios que, por lo que me quede de vida, practicaré el arte de la Política según las siguientes estipulaciones:

*Recomendaré o aplicaré, según sea el caso, sólo las acciones y cambios que entienda sean beneficiosos a las personas y a sus asociaciones, a menos que este beneficio particular implique perjuicio a la sociedad general o daño innecesario a otras personas o sus asociaciones, y jamás recomendaré o aplicaré nada que yo sepa sería dañino a las personas o asociaciones que pidan mi consejo o asistencia.

*Procuraré comunicar interpretaciones correctas del estado y evolución de la sociedad general, de modo que contribuya a que los miembros de esa sociedad puedan tener una conciencia más objetiva de su estado y sus posibilidades, y contradiré aquellas interpretaciones que considere inexactas y lesivas a la propia estima de la sociedad general y a la justa evaluación de sus miembros.

*Pondré a la disposición pública mis prescripciones para la salud de la sociedad general cuando su aplicación requiera la aprobación de los Electores de esa sociedad, y daré a cualquier Elector que me la pida mi opinión acerca del estado y progreso de su sociedad general.

*Protegeré el secreto de lo que se me confíe como tal, a menos que se trate de intenciones cuya consecuencia sea socialmente dañina y yo haya advertido de tal cosa a quien tenga tales intenciones y éste probablemente las lleve a la práctica a pesar de mi advertencia.

*Consideraré mis apreciaciones y dictámenes como susceptibles de mejora o superación, por lo que escucharé opiniones diferentes a las mías, someteré yo mismo a revisión tales apreciaciones y dictámenes y compensaré justamente los daños que mi intervención haya causado cuando éstos se debiesen a mi negligencia.

*No dejaré de aprender lo que sea necesario para el mejor ejercicio del arte de la Política, y no pretenderé jamás que lo conozco completo y que no hay asuntos en los que otras opiniones sean más calificadas que las mías.

*Reconoceré según mi conocimiento y en todo momento la precedencia de aquellos que hayan interpretado antes que yo o hayan recomendado antes que yo aquello que yo ofrezca como interpretación o recomendación, y estaré agradecido a aquellos que me enseñen del arte de la Política y procuraré corresponderles del mismo modo.

*Podré admitir mi postulación para cargos públicos cuyo nombramiento dependa de los Electores en caso de que suficientes entre éstos consideren y manifiesten que realmente pueda ejercer tales cargos con suficiencia y honradamente. En cualquier circunstancia, procuraré desempeñar cualquier cargo que decida aceptar en el menor tiempo posible, para dejar su ejercicio a quien se haya preparado para hacerlo con idoneidad y cuente con la confianza de los Electores, en cuanto mi intervención deje de ser requerida.

*Me asociaré, para el perfeccionamiento del arte de la Política y para lo que sea beneficioso a las personas y sus asociaciones, con aquellos que hagan este mismo juramento.

Séame dado, si cumplo con las estipulaciones de este juramento, vivir y practicar el arte de la Política en paz con mis semejantes y sus asociaciones, y reconocido y compensado justamente por mis servicios. Sea lo contrario mi destino si traspaso y violo este juramento.

Luis Enrique Alcalá

24 de septiembre de 1995

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El futuro no es historia (todavía)

 

Nuestra bandera sonríe cuando la vemos patas arriba

 

Gregorovius pensó que en alguna parte Chestov había hablado de peceras con un tabique móvil que en un momento dado podía sacarse sin que el pez habituado al compartimiento se decidiera jamás a pasar al otro lado. Llegar hasta un punto en el agua, girar, volverse, sin saber que ya no hay obstáculo, que bastaría seguir avanzando…

Julio Cortázar, Rayuela

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En Francia primero, con la idea de futuribles promovida por gente como Bertrand de Jouvenel (1960) y antes (1957) Gaston Berger con su Centre d’études prospectives; en los Estados Unidos poco después, por ejemplo desde el Hudson Institute (1961) dirigido por Herman Kahn, la futurología y los futurólogos han tenido un espacio importante en las discusiones de la política grande.

Uno entre los futurólogos más atinados y exitosos es, sin duda, John Naisbitt, cuyo libro Megatendencias de 1982 se mantuvo dos años seguidos en la lista de bestsellers del Times de Nueva York, la mayor parte del tiempo en el primer lugar. Naisbitt estableció un laboratorio de análisis de eventos sociales microscópicos a nivel local: sus asistentes revisaban miles de periódicos de pequeñas localidades en los Estados Unidos, en busca de noticias acerca del nacimiento de lo que pudiera convertirse poco después en una tendencia que se generalizara. Con este método, pronto descubrió que había ciudades, a veces insospechadas, o estados que consistentemente eran pioneros en el uso de alguna práctica social; lo que se hacía al comienzo en ellos, se diseminaba luego de un cierto rezago al resto del país. California, por caso, era uno de esos bellwethers—así se llama a la oveja líder de un rebaño, a cuyo cuello se ha colgado una campana—que presagiaban con su conducta aquello que más tarde se convertiría en uso nacional.

La primera vez que pensé en las posibilidades de Venezuela como a bellwether Nation, capaz de un rol precursor en la innovación política, fue en 1986, con la escritura de Dictamen[1], mi primer atrevimiento explícito como médico-político. Me parecía entonces que faltaba tiempo para que la evidente insuficiencia política[2] de entonces hiciera crisis; que ese tiempo podía emplearse en una deliberación sosegada que diera origen a una especie nueva de organización política, dentro de la que fuera posible hacer una política distinta, suficiente. No veía que fuera constitucionalmente imposible a los venezolanos innovar políticamente antes de que sociedades más fuertes e influyentes lo hicieran.

Más tarde, volví explícitamente sobre esa intuición. En el artículo Una visión de Venezuela para el siglo XXI[3] escribí:

Somos un municipio del planeta. El mundo está por constituirse políticamente. El substrato de esa nueva polis existe: la hipótesis de James Lovelock llega a pensar la Tierra como un ente viviente, como una sola célula. Una gigantesca célula cuyos organelos interdependen ecológicamente, cuyas regiones se comunican por satélites inventados por el hombre. Un organismo vivo que construye, intento por intento, lo que Yehezkel Dror llama la “mente central del mundo”: su gobierno.

Un gobierno planetario que, como el sistema nervioso central de los animales superiores, el hombre incluido, regulará muy pocas de las actividades del conjunto. El desarrollo de la Tierra, en su mayor parte, no provendrá de las acciones de ese gobierno mundial, sino de las unidades locales. Y entre las unidades locales, las naciones del tamaño de la venezolana serán los municipios de la estructura política del planeta Tierra.

Un planeta que construye también una nueva versión, más comprensiva, de su conciencia. Que elabora con penoso esfuerzo los componentes de una nueva teoría del mundo, de una forma más desarrollada de funcionamiento político, hasta de una nueva percepción religiosa.

Se construye, poco a poco pero incesantemente, el cerebro del mundo. Las redes celulares y de computadores y telefacsímiles, CNN, Telemundo, los satélites, los servicios de medios múltiples, las fibras ópticas, van tendiendo los ganglios y los nervios, los núcleos cerebrales de esa mente central planetaria. Se construye un cerebro de la Tierra.

Una región del planeta puede ser maqueta para el conjunto. Como veremos más adelante, aun dentro de sí misma Venezuela puede potenciar las instancias asociativas en su aparato político. La imagen-objetivo de Venezuela como lúcido y anticipador municipio del planeta, en tanto campo de demostración de las ventajas del conocimiento como determinante político es perfectamente sostenible.

Francisco Nadales nació en Cumanacoa, Estado Sucre, Venezuela. Pudo completar solamente una educación primaria, lo que no le permitió mejor empleo que el de obrero no calificado de la industria de la construcción. Una vez fue puesto, sin otra preparación previa, delante de un moderno computador personal. La pantalla mostraba una hoja de cálculo electrónica, en la que en breves segundos postuló, bajo instrucciones, una operación algebraica. Cuando la pantalla titiló mostrando el resultado, una sonrisa tan amplia como su cara demostró su alegría profunda, y la extensión de su súbita comprensión fue expresada en su inmediato comentario: “¡Hay que ver que el hombre es bien inteligente!”

Francisco Nadales hablaba, claro, del hombre que había sido capaz de concebir, producir y ensamblar la intrincada maraña de circuitos y componentes del computador que tuvo ante sí; del que había sido capaz de generar y enhebrar las numerosas líneas del código de programa que le permitió usar el álgebra por primera vez. Pero esa referencia no habría bastado para ampliarle la sonrisa de aquel modo. Francisco Nadales estaba también hablando de sí mismo. Francisco Nadales era ese hombre bien inteligente y Venezuela puede contribuir significativamente a la constitución política de la Tierra.

Yo no usaría Internet por la primera vez hasta el año siguiente de haber escrito esos párrafos, en 1995, cuando CANTV ofreció por primera vez el servicio de dial-up en Venezuela. En octubre de ese año, discutiendo la necesidad de un proceso constituyente[4] recordé otra alusión de enero del mismo a la cosa de las capacidades de nuestro pueblo, cuando discutía la conveniencia de instalar en Venezuela redes de fibra óptica para ofrecer plataforma moderna a la participación democrática cotidiana:

Pero ahora disponemos de una tecnología comunicacional que vuelve a ofrecer las condiciones requeridas para una participación masiva, instantánea y simultánea, de grandes contingentes humanos. Ya vimos algo de esto en las teleconferencias de amplia extensión que sostuvo Ross Perot en los Estados Unidos en su carrera hacia la presidencia de ese país.

Alguien puede argumentar ante este planteamiento que el nivel de desarrollo político y tecnológico norteamericano es inconmensurablemente superior al venezolano, y que por esa razón ese concepto de democracia participativa electrónica estaría, para nosotros, muy lejos dentro de un futuro largamente incierto. Pero puede a su vez contraargumentarse que los venezolanos no hemos tardado mucho para aprender a operar telecajeros electrónicos, celulares, telefacsímiles, etc., y que con igual o mayor facilidad podríamos navegar dentro de una red permanente de referenda electrónicos. Opinábamos de esta manera en el Nº 11 del volumen 1 de esta publicación (enero de 1995): “Nada hay en nuestra composición de pueblo que nos prohíba entender el mundo del futuro. Venezuela tiene las posibilidades, por poner un caso, de convertirse, a la vuelta de no demasiados años, en una de las primeras democracias electrónicamente comunicadas del planeta, en una de las democracias de la Internet. En una sociedad en la que prácticamente esté conectado cada uno de sus hogares con los restantes, con las instituciones del Estado, con los aparatos de procesamiento electoral, con centros de diseminación de conocimiento”.

………

Pero la resistencia a esta manera de ver las cosas es muy considerable. Entre 1980 y 1982, una de las temporadas profesionales más satisfactorias de mi vida, tuve la inmensa suerte de ejercer la Secretaría Ejecutiva de CONICIT, el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas que fundara el hombre-ciencia de Venezuela, el Dr. Marcel Roche. Viniendo de mi trabajo ejecutivo en la Corporación de Desarrollo Tecnológico, una empresa que creé para el Grupo Corimón, tenía bastante noticia de la novísima actividad de ingeniería genética en EEUU y Europa.

Llevaría yo dos o tres meses en el cargo de CONICIT cuando se presentó la oportunidad de asistir a una gigantesca conferencia sobre ingeniería genética que tendría lugar en las afueras de la ciudad de Washington, y hacia allá encaminé mis pasos. La experiencia valió la pena, pues pude ver un amplio panorama de aplicación de las últimas técnicas de manipulación del material genético celular. Regresé, por tanto, decidido a promover desde el organismo rector de la ciencia y la tecnología en Venezuela un programa especial de investigación en ingeniería genética: la dotación de fondos para que los dos núcleos más prometedores en Venezuela, uno en la Universidad de Los Andes y otro en el IVIC,[5] progresaran con más rapidez y amplitud que lo que harían vegetativamente. Llevé el planteamiento al Directorio de la institución, que se reunía todos los lunes: un ingeniero agrónomo, un físico, un médico, un matemático, un industrial. Les dije que estaba muy bien eso de invertir en investigación en petroquímica; a fin de cuentas, Venezuela está atapuzada de hidrocarburos. Pero señalé también que en materia de industria química los alemanes nos llevaban 150 años de ventaja y, en cambio, en ingeniería genética teníamos un atraso de, a lo sumo, dos años, en razón de la novedad del campo.[6]

No hubo manera de hacer pasar la idea de esa sesión del Directorio, donde murió. Quienes debían liderar el desarrollo de la ciencia y la tecnología en el país se habían constituido en cuerpo refractario al cambio, tal vez dominados por un complejo de inferioridad que es lamentablemente extendido en nuestra cultura.

Hace unas dos semanas fui testigo de una conversación típica, en la que una persona conocedora del mundo financiero aconsejaba a un ama de casa que abriera una cuenta en dólares. Me llamó la atención la sugerencia y pregunté por qué, si el uso de fondos de la dama ocurría en bolívares y la remuneración del ahorro es mucho mayor en Venezuela que en los Estados Unidos, donde no se percibe intereses. Mentalmente me preparé para escuchar una explicación cuasi-técnica en la que oiría alusiones al poder de compra comparado de ambas monedas—el dólar-hamburguesa—y otras cosas por el estilo. En verdad, esperaba ser instruido.

La respuesta me dejó atónito: “Pues, ¡porque en los últimos sesenta años los norteamericanos han demostrado ser más inteligentes que los venezolanos!” Cuando repuse que la crisis financiera estadounidense de 2008—todavía no superada, montada con la irresponsable ingeniería financiera sub-prime sobre una burbuja inmobiliaria cuya enfermedad se conocía al menos dos años antes—no parecía algo demasiado inteligente, el consejero optó por despedirse con rapidez.

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Notas de lo futurible: cuaderno de la artista cantábrica Cecilia Álvarez de Soto (clic amplía)

Soy poco dado a exhortaciones voluntaristas, pero admito el valor en la disposición actitudinal que aparece en el cuaderno de Cecilia Álvarez de Soto: “Cómo reinventarse dentro de la rutina. Inaugurar dentro del mismo marco cotidiano nuevos hábitos y perspectivas. Ruptura de círculos. Requiere voluntad, sacrificio, proyección”. En general, creo que las exhortaciones que exigen sacrificio son motivadores ineficientes; a muy poca gente le gusta sacrificarse. Contribuiré, pues, diciendo que no es uno quien tiene que sacrificarse, sino uno quien debe sacrificar en el altar de la verdad las ideas que bloquean el progreso; muchas de ellas lo hacen imperceptiblemente.

Y es que, además de que tenemos que desembarazarnos de ataduras terminológicas, el caso de Venezuela como posible nación pionera no es tan descabellado. En materia política, por caso y paradójicamente, por haber llegado relativamente tarde a la democracia, pues no es sino hasta que la primera mitad del siglo XX se hubiera cumplido que logramos cierta estabilidad a ese respecto. Pero a esa democracia embrionaria, aun así saludada como modelo para el mundo y en especial para América Latina, le cayó la plaga de la inundación de dólares que parecía ser otra bendición del cielo—no buscada por Venezuela, producto de decisiones políticas en el mundo árabe a raíz de la Guerra del Yom Kippur—y terminó siendo una indigestión que ningún otro país hubiera asimilado mejor. La evolución de los partidos políticos a partir de estos hechos puso de manifiesto, precozmente, signos de deterioro de los sistemas ideológicos que tardaron dos o tres décadas en emerger con claridad en sociedades tenidas por más avanzadas.

Nuestra patología económica, por otra parte, siguió su curso, y en 1994 sufrimos lo que el mundo de los países más desarrollados experimentaría con creces catorce años después. La hecatombe bancaria de aquel año me permitió decir:

…es posible afirmar que uno de los problemas básicos de la economía venezolana es, hoy por hoy, el crecimiento desproporcionado de la actividad financiera nacional, el que ha incluido una buena parte de actividad puramente especulativa. (…) Los economistas acostumbran distinguir dos ciclos complementarios y ‘opuestos’ de producción. El primero de ellos, constituido por la suma de los productos y servicios generados dentro de un determinado territorio, es el sistema del producto ‘real’. En oposición a él, el volumen monetario presente en el mismo período dentro del mismo espacio es denominado el sistema simbólico o ‘virtual’. Está compuesto por el dinero en todas sus formas: efectivo, efectos de pago tales como el llamado ‘dinero plástico’, cuasi-dinero… En teoría, se tiene inflación cuando el sistema virtual de la economía crece más aceleradamente que el sistema real. Esto es, justamente, lo que ha venido ocurriendo en Venezuela. No sólo proviene la inflación, pues, del crecimiento del gasto público y de la devaluación constante de nuestra moneda. También del desarrollo de la actividad bancaria y financiera en general el que, como hemos dicho, ha sido muy superior al experimentado por los sectores aportantes de producto real.[7]

El que Dominique Strauss-Kahn, hasta hace no mucho Director General del Fondo Monetario Internacional, presuntamente adolezca de satiriasis, no lo descalifica como experto económico. Y el 17 de septiembre de 2008 juzgaba así lo que estaba ocurriendo con los bancos y mercados de valores: “…los sistemas financieros, … se han desarrollado en exceso en relación con la economía real”. Exactamente el mismo diagnóstico que el suscrito hacía en mayo de 1994 comentando la primera fase de la crisis bancaria nacional. (No tengo otro parecido con el Sr. Strauss-Kahn, por cierto). Por esto aventuré en Pompa y circunstancia (25 de septiembre de 2008): “Es decir, en maqueta, los venezolanos vivimos a nuestras modestas escalas lo mismo que sufre ahora el sistema financiero estadounidense. Nos adelantamos a los gringos. Somos unos machetes”.

Incluso, hace diecisiete años, anticipó Rafael Caldera movimientos recentísimos de Georgios Papandreou, que anunció un referéndum que hizo recular al líder de la oposición a su gobierno, por lo que retiró el reto y optó por una votación en las cámaras legislativas, que ganó. En 1994, un segundo decreto de suspensión de garantías emitido por el gobierno de Caldera enfrentó inicialmente el rechazo de varios partidos en el Congreso de la República. Entonces amenazó con someter la medida a referéndum (José Guillermo Andueza, Ministro de Relaciones Interiores, aseguró tener lista la redacción del decreto que lo convocaría). Acción Democrática optó por cambiar su posición opositora—luego de que una encuesta conducida por el diario El Nacional mostrara que 90% del país estaba de acuerdo—, asegurando así el triunfo de la suspensión segunda en el Congreso. Entonces, el senador Juan José Caldera anunció que ya el referéndum no sería necesario.

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Hablando en serio, el asunto es que podemos saltar como país a una economía y una política y a una educación el siglo XXI. En diciembre de 1990,[8] quien suscribe abogaba por programas de estudios universitarios generales que se centraran en lo más recientemente pensado—lo clásico, lo canónico es saber bastante de Platón y nada de Popper—; luego de exponer lo que creía que eran sus virtudes, volví a creer que podíamos atrevernos al liderazgo:

…bien dise­ñado, el programa vendría a ser innovador, no sólo en Venezuela, sino en términos de cómo se entiende hoy el problema de la educación superior en el mundo. La interpretación estándar de nuestras posibilidades nos hace creer que, en el me­jor de los casos, una creación nuestra nos colocaría en un nivel más cercano pero in­ferior a lo logrado en otras latitudes “más desarrolla­das”, y por eso no intentamos lo posible cuando se nos antoja demasiado avanzado. Es como el pugilista que desacelera inconscientemente su puño antes de completar el golpe.

Si Irlanda hubiera continuado amarrada a sus hortalizas y sus ovejas, habría seguido sumida en su miseria de siglos. Se atrevió a entrar con decisión en el campo informático y protagonizó a partir de 1995 un “milagro económico” que le valió el remoquete del “Tigre celta” que dejaba atrás su pobreza secular. Esto no basta, naturalmente; luego invirtió donde no debía, descuidó su infraestructura como lo ha hecho Venezuela en los últimos años y entró en crisis financiera al olvidar la virtud de la prudencia.

Pero nosotros podemos progresar sin estos errores, si nos percatamos de que “ya no hay obstáculo, que bastaría seguir avanzando…” Si dejamos atrás lo que nos ancla a un pasado que fue el presente de nuestros antecesores, nunca el nuestro.

El Presidente de la República acaba de decir que “la educación es Bolívar”. No puede estar más equivocado. Su fijación sobre un venezolano heroico, épico, muerto antes que la primera mitad del siglo XIX se cumpliera, es patológica, enfermiza, para no entrar a considerar el abuso manipulador de su figura. La gente, cuando alcanza mayoría de edad, también asume su autodeterminación ética. Uno establece ahora sus propias opiniones y sus propios valores, uno se emancipa de los padres, por más que los quiera. Es ley de vida, y lo que propone el Presidente es ley de muerte.

Simón Bolívar hizo su historia, ciertamente grande. Hagamos ahora la nuestra. LEA

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[1] Venezuela es el paciente. Es obvio que sus males no son pequeños. Ya casi se ha borrado de la memoria aquella época en la que nuestros medios de comunicación difundían una mayoría de buenas noticias, cuando en la psiquis nacional predominaba el optimismo y la sensación de progreso. La política se hace entonces exigible como un acto médico. En las condiciones actuales, en las que el sufrimiento es intenso y creciente, ya no basta que los tratamientos políticos sean lo que han venido siendo. Por esta razón este dictamen se ofrece en la justa dimensión indicada por su nombre. Es lo que yo propondría en la junta política que tuviera que atender la salud de la Nación en la presente circunstancia. Lo ofrezco en el espíritu con el que deben emitirse los dictámenes: a la vez con la fuerza del mejor tratamiento que uno sabe proponer y con la conciencia de su imperfección, deliberadamente abierto y vulnerable ante la refutación. A fin de cuentas aun lo que propone el hombre más seguro no pasa de ser una mera conjetura. (Dictamen – Versión preliminar, junio de 1986).

[2] Condición caracterizada por una baja proporción de problemas públicos resueltos por las instituciones políticas de una sociedad.

[3] referéndum, Vol. I, N˚ 2, 4 de abril de 1994.

[4] Comentario constitucional, referéndum, Vol. II, N˚ 4, octubre de 1995.

[5] El Dr. Manuel Rieber, quien asistió a la conferencia de Washington, ya hacía para entonces en su laboratorio del IVIC anticuerpos monoclonales: moléculas idénticas porque eran fabricadas por clones de una sola célula madre, con valor inmunológico.

[6] La primera combinación de ADN que procediera de células distintas ocurrió en 1972, ocho años antes, aunque el concepto mismo de «ingeniería genética» apareció en Dragon’s Island, una novela de ciencia-ficción de Jack Williamson, en 1951. Pero, como muestra la mención del trabajo de Rieber, Venezuela no partiría de cero en 1980 y, en el momento cuando ambos nos presentamos en Washington, faltaban todavía seis años para que las primeras pruebas de campo de plantas genéticamente modificadas se llevaran a cabo en Francia y los EEUU. Estábamos a tiempo.

[7] En referéndum, Vol. I, Nº 3, 4 de mayo de 1994 Citado en Pompa y circunstancia.

[8] En Tratamiento al problema de la calidad en la educación superior no vocacional en Venezuela.

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Permiso no remunerado

Pido permiso

Por la presente solicito de los lectores de este blog permiso para ausentarme de él por lo que resta del mes de julio. Es el caso que estoy en medio de la escritura de un libro, una suerte de historia y memoria política que cubre lo acaecido en Venezuela desde 1988, año de la campaña que ganaría Carlos Andrés Pérez para alcanzar por segunda vez la Presidencia de la República, hasta el tiempo del reciente absceso pélvico y sus más inmediatas consecuencias. Este recuento vendrá organizado en nueve capítulos—el último es de recapitulación y conclusiones, y recoge las tesis que soportan los acontecimientos narrados—con un apéndice, precedido todo de una introducción que explicará alcance, método y propósito. Ya he concluido cinco de los nueve capítulos (301.223 caracteres), que han sido escritos a ritmo más bien rápido, dado que comencé a escribir el 20 de junio.

Para pagar las estampillas fiscales que debo anexar a la solicitud del permiso, coloco a continuación el comienzo y el cierre de cada uno de los cinco capítulos ya completos, sin las notas a pie de página. El texto que sigue dará una idea de la perspectiva del libro y sus sabores. Entonces, con la venia de los apreciados visitantes, hasta el lunes 1˚ de agosto. Gracias. LEA

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CAPÍTULO I

La democracia sangraba…

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Por el balcón de mi cuarto escuchaba las detonaciones del asalto a la residencia presidencial de La Casona, a la una de la madrugada del 4 de febrero de 1992. Una desazón irresoluble me había atrapado, aumentada porque había buscado evitar, sin éxito, lo que ahora se desarrollaba sin clemencia. Varios venezolanos morirían abaleados o bombardeados y no se tenía seguridad acerca del desenlace. En esos momentos era todavía posible que el sistema democrático fallara y fuera interrumpido, que los golpistas desconocidos triunfaran y asumieran el poder en Venezuela.

Siete meses y catorce días atrás, el 21 de julio de 1991, El Diario de Caracas había publicado un artículo mío—Salida de estadista—, en el que recomendaba la renuncia del presidente Pérez como modo de eludir, justamente, lo que estaba ocurriendo a pocas centenas de metros de mi casa. Allí puse: “El Presidente debiera considerar la renuncia. Con ella podría evitar, como gran estadista, el dolor histórico de un golpe de Estado, que gravaría pesadamente, al interrumpir el curso constitucional, la hostigada autoestima nacional. El Presidente tiene en sus manos la posibilidad de dar al país, y a sí mismo, una salida de estadista, una salida legal”.

Saludado como exageración—el Director del periódico, Diego Bautista Urbaneja, escribió tres días después sobre mi planteamiento: “No creo que exista un peligro serio de golpe de Estado…”—, el expediente de la renuncia sería luego propuesto por nada menos que Rafael Caldera, Arturo Úslar Pietri y Miguel Ángel Burelli Rivas, después de la intentona del 4 de febrero. Yo la había recomendado antes del abuso. Herminio Fuenmayor, Director de Inteligencia Militar, declaró que había en marcha una campaña para lograr la renuncia de Pérez. (¡Un artículo!) El general Alberto Müller Rojas, luego jefe de campaña de Hugo Chávez Frías, escribió en El Diario de Caracas sobre la ingenuidad de mi proposición. Al año siguiente, y luego de la intentona, volvió a escribir en adulación a Úslar Pietri, señalándolo como “el primero” que había solicitado la renuncia de Pérez. La verdad era que un mes escaso antes del golpe Úslar proponía que Pérez se pusiera al frente de ¡un gobierno de emergencia nacional! El interés oportunista de Müller Rojas era obvio: habiendo gravitado antes por los predios de aquel “Frente Patriótico” que lideraba Juan Liscano, quería ahora ser contado entre “Los Notables” que rodeaban a Úslar Pietri.

Pero antes, todavía, alerté sobre el peligro de un golpe de Estado. En Sobre la posibilidad de una sorpresa política en Venezuela (septiembre de 1987), había escrito: “…el próximo gobierno sería, por un lado, débil; por el otro, ineficaz, en razón de su tradicionalidad. Así, la probabilidad de un deterioro acusadísimo sería muy elevada y, en consecuencia, la probabilidad de un golpe militar hacia 1991, o aun antes, sería considerable”.

Es así como, a la angustia general por la tragedia de la amenaza armada a nuestra democracia, en mí se sumaban la decepción de no haber sido escuchado y la sensación de que el golpe era una afrenta que se me hacía personalmente, pues creía que el problema Pérez podía ser resuelto democráticamente y había trabajado en esta dirección a costa de la tranquilidad de mi familia. No conocía ni el rostro ni el nombre del líder del conato subversivo, pero ya sentía que me había ofendido de modo muy directo.

El rostro revelado

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La víspera de la vergonzosa madrugada amaneció con la publicación de un artículo mío—Basta—en el diario El Globo, adonde me había mudado luego de que El Diario de Caracas se negara a publicarme un segundo artículo sobre la renuncia de Pérez, en respuesta a comentarios despectivos de su Director, Diego Bautista Urbaneja. En aquel nuevo espacio dediqué varios a ese tema y, en verdad, en el más reciente había prometido no tocarle más el asunto al Presidente. Pero antes de marcharse a presumir en Davos, de donde retornaría para enfrentar la insurrección, se reunió en el aeropuerto de Maiquetía con el presidente colombiano, César Gaviria, y su canciller, Noemí Sanín:

El presidente Pérez ha dicho que no hablará sobre el Golfo de Venezuela. Ha prometido que no informará a los venezolanos sobre ese punto descollante de la política exterior venezolana hasta que no tenga algo que decir. Y como el presidente Pérez se niega a decirnos algo sobre el Golfo de Venezuela porque no tiene nada que decir, hemos tenido que atender la desatenta visita del Presidente de Colombia, acompañado de su maja canciller, porque él sí tiene que decirnos algo sobre el golfo. Como que sus fuerzas armadas están listas para apoyarle y supone que estamos en el mismo estado de apresto. Como que no reconoce que para Venezuela sea de importancia vital el asunto. Todo eso permite que nos digan el presidente Pérez en nuestra propia casa. Acto seguido, desaparece del país.

No puede haber evidencia más rotunda de que el presidente Pérez, en el ejercicio de la atribución que le confiere el ordinal 5º del Artículo 190 de la Constitución para “Dirigir las relaciones exteriores de la República…”  las está dirigiendo muy mal. Si no hubiera otra cosa que criticarle, esta conducta y esos resultados ya serían motivo suficiente para exigirle su renuncia a la investidura que ha ido a ostentar afuera, otra vez.

Cerré ese artículo del 3 de febrero de 1992 con el párrafo que sigue:

Basta de paquete. Basta de financiarle sus campañas extranacionales. Basta de mermas al territorio. Basta de megaproyectos, sociales o económicos. Basta de megaocurrencias. Basta de megalomanía. Usted, señor Pérez, que hace no mucho ha tenido la arrogancia de autotitularse patrimonio nacional, tiene toda la razón. Usted sí es patrimonio nacional, historia nacional, cruz y karma nacionales. Por tanto es a nosotros a quienes corresponde decidir qué hacer con Ud. Por de pronto, no queremos que siga siendo Presidente de la República.

Al día siguiente, mientras rumiaba mi reconcomio hacia unos golpistas anónimos, llegué a pensar que el general Herminio Fuenmayor enviaría a buscarme desde la Dirección de Inteligencia Militar. Si en 1991 había visto en mi artículo del 21 de julio, en el que sugería a Pérez su renuncia, toda una campaña, sería natural que ahora creyera que yo estaba informado del golpe; la sincronicidad de mi artículo-ultimátum con la asonada era demasiado significativa. Nunca fui molestado.

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CAPÍTULO II

…y el torniquete fue insuficiente

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Poco antes del clímax de la crisis bancaria, el martes 26 de abril de 1994, Ruth de Krivoy renunció a la Presidencia del Banco Central de Venezuela, adelantándose a un destino de remoción inexorable. No quería hacer el papelón del Alto Mando Militar de visita en Tinajero, de donde salió con el rabo entre las piernas tras ser recibido una última vez por el Presidente Electo, Rafael Caldera. Éste había designado a Gustavo Roosen como negociador con los banqueros privados, para que obtuviera su consentimiento a una reducción voluntaria de las estratoféricas tasas de interés.

La Sra. Krivoy tampoco quería enfrentar la tormenta perfecta del colapso bancario, que ya lucía indetenible. Roosen le proporcionó el pretexto ideal: inmolándose en el altar del liberalismo, Krivoy proclamó que las tasas de interés debían ser fijadas por el estira y encoge del mercado, no por artificiales conversaciones de banqueros con un gobierno entrante. Era una excusa insincera; ella había formado parte del Consejo Consultivo instituido por Carlos Andrés Pérez el 26 de febrero de 1992, y entonces no se le había aguado el ojo para recomendar el control estatal, en ignorancia del mercado, de los precios de la gasolina, de los de los productos de la canasta familiar, de los de las medicinas, de las tarifas de los servicios públicos.

Krivoy se contaba entre quienes todavía pensaban que el Consenso de Washington era palabra revelada por Jehová y, por supuesto, formaba parte de las «viudas del paquete» que recelaban de Caldera aun antes de que él hubiera comenzado a gobernar. No estaba interesada en salvar bancos delincuentes o imprudentes. Mejor le resultaba aumentar su prestigio entre los empresarios privados que no tragaban al Presidente de la República, quien había peleado públicamente con Alfredo Paúl Delfino, entonces Presidente de Fedecámaras, en el último año de su primer gobierno.

Al día siguiente de la renuncia de Ruth de Krivoy, el bolívar perdía 40 céntimos de su valor. Veinticuatro horas después había perdido 55 céntimos adicionales. Antes de cerrar la semana, los comerciantes del fronterizo pueblo comercial y colombiano de Maicao se negaban a aceptar bolívares, que de siete pesos que obtenían por unidad pasaron a recabar 6,10 pesos. En total, el dólar subió 6,75 bolívares en esa sola semana. Así contribuyó la ex Presidente del Banco Central a nuestra estabilidad monetaria.

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Probablemente sea el mayor pecado de la segunda administración de Caldera uno de omisión. El presidente Caldera pudo convocar el referendo consultivo que detonara la elección de la asamblea constituyente y se negó a hacerlo. Eso fue una grave abdicación.

Es probable que un proceso constituyente detonado por Caldera hubiera sido menos abrasivo que el que Chávez puso en marcha y, en todo caso, ya este último no habría tenido la celebración de una constituyente como su principal y exclusiva franquicia de campaña. Le habría sido arrebatada, como Corina Parisca había entendido correctamente. Quizás hubiera perdido las elecciones por eso mismo.

Yo había propuesto precisamente la consulta en Primer referendo nacional.  En ese artículo postulaba la realización de un referéndum sobre la deseabilidad de convocar una asamblea constituyente, aprovechando que el Congreso de la República había incluido un título nuevo—De los referendos—en la reforma de diciembre de 1997 a la Ley Orgánica del Sufragio y Participación Política. No había razones válidas para que el gobierno que había amenazado con una consulta popular sobre la suspensión de garantías constitucionales, aunque la institución referendaria no existiera en la legislación del sufragio, se negara a producir la convocatoria. Dije incluso en aquel trabajo:

Publicación de 1994 a 1998

Creo que Rafael Caldera merece ser quien haga esa convocatoria. Más allá de las críticas de la más variada naturaleza que puedan hacérsele, el presidente Caldera puede ser considerado con justicia el primer constitucionalista del país. No sólo formó parte de la Constituyente de 1946; también fue quien mayor peso cargó cuando se redactaba el texto de 1961; también fue quien presidió la Comisión Bicameral para la Reforma de la Constitución de 1991; también fue quien expuso en su aludida “Carta de Intención”: “El referéndum propuesto en el Proyecto de Reforma General de la Constitución de 1992, en todas sus formas, a saber: consultivo, aprobatorio, abrogatorio y revocatorio, debe incorporarse al texto constitucional”; y también fue quien escribió en el mismo documento: “La previsión de la convocatoria de una Constituyente, sin romper el hilo constitucional, si el pueblo lo considerare necesario, puede incluirse en la Reforma de la Constitución, encuadrando esa figura excepcional en el Estado de Derecho”; fue también, por último, quien nombró como Presidente de su Comisión Presidencial para la Reforma del Estado al jurista Ricardo Combellas, el que advirtió ya en 1994 que si este Congreso no procedía a la reforma constitucional habría que convocar a una Constituyente. Si alguien merece la distinción de convocar al Primer Referendo Nacional ése es el Presidente de la República, Rafael Caldera.

Pero para el momento la proposición no tuvo acogida. Fue elevada directamente por mí a la consideración del Presidente de la República por intermedio de representación ante su Ministro de la Secretaría de la Presidencia, Fernando Egaña, por actuación parecida ante su Ministro de Planificación, Teodoro Petkoff, y por entrega del texto del artículo en La Casona. Ambos ministros, sobre todo el segundo, indicaron su general acuerdo con la idea pero, por razones que desconoce el autor de estas líneas, la proposición fue desestimada. A Egaña le expuse que ya que el gobierno, mejor apuntalado, había logrado hacerse con la iniciativa económica, era tiempo de que asumiera la iniciativa política.

Además de las gestiones mencionadas, el Dr. Ramón J. Velásquez consintió amablemente en ser mi embajador de la iniciativa ante Caldera. Éste no le hizo el menor caso, según me confiara el historiador, en desayuno posterior a su embajada, en el Hotel Hilton: «Ud. sabe cómo es el Dr. Caldera: una esfinge impenetrable. Pero me dio la impresión de que pensaba: ¿que estará buscando el viejo Velásquez?»

Los cambios constitucionales de importancia que Caldera había ofrecido en su Carta de Intención con el Pueblo de Venezuela, su oferta de campaña en 1993, dejaron de producirse. Su período transcurrió sin que aquellas promesas se cumplieran. Tal circunstancia me permitió escribir en octubre de 1998, ya agotada la posibilidad de la convocatoria:

Pero que el presidente Caldera haya dejado transcurrir su período sin que ninguna transformación constitucional se haya producido no ha hecho otra cosa que posponer esa atractriz ineludible. Con el retraso, a lo sumo, lo que se ha logrado es aumentar la probabilidad de que el cambio sea radical y pueda serlo en exceso. Éste es el destino inexorable del conservatismo: obtener, con su empecinada resistencia, una situación contraria a la que busca, muchas veces con una intensidad recrecida.

Al año siguiente, Rafael Caldera sufrió el azoro de escuchar a su sucesor, al tomar el juramento de rigor en el Congreso de la República, diciendo desalmadamente a quemarropa que juraba sobre una «constitución moribunda». A Caldera se le había llamado, con entera propiedad, el Padre de la Constitución de 1961, hija a la que no quiso facilitar la metamorfosis que hubiera resultado salvadora.

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CAPÍTULO III

La mejor constitución del mundo

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La verdadera vocación del jefe de Primero Justicia, Julio Andrés Borges Junyent, es la sismología. Al comentar, el 12 de octubre de 2008, sobre los efectos de la crisis financiera, por ejemplo, decía: «… pensar que Venezuela está aislada de este terremoto económico global, es una tremenda estupidez». El 21 de enero de 2011 prometía, en nombre de los diputados de oposición recién electos a la Asamblea Nacional: «Vamos a crear un terremoto de conciencia». Antes de esa elección—el 20 de junio de 2010—, anunciaba en visita de juramentación de comandos de campaña de la Mesa de la Unidad Democrática en varias poblaciones mirandinas: «Nuestro triunfo en esta zona, además de ser un terremoto electoral, tiene un significado nacional, que le daría al país una señal clara de que Venezuela cambió”. En algunos casos especiales, pareciera tener el tino necesario para anticiparlos, como cuando criticó las ayudas de Venezuela a Haití un día antes del grave terremoto que asoló a ese país el 12 de enero de 2010.

Su mayor contribución a esa rama de la geofísica, sin duda, es su teoría de los cinco terremotos que habrían trocado, entre 1983 y 1999, nuestra idílica existencia nacional en desastre. En este último año expuso que de esos cinco sismos republicanos los tres primeros habían sido el Viernes Negro (18 de febrero de 1983), que produjo una devaluación brutal de nuestra moneda, el portentoso Caracazo de 1989 y las abusivas asonadas militares de 1992.

Pero es curioso que Borges considerara como cuarto terremoto el triunfo de Caldera en 1993, siendo que en general ha sustentado el mismo discurso “antipolítico” del ex Presidente, a juzgar por su condenatorio juicio a todo partido que no sea el suyo: “…el sensible sector político también sufrió una hecatombe durante los comicios de diciembre de 1993, cuando uno de los arquitectos del sistema bipartidista, Rafael Caldera, sepultó la llamada guanábana de AD y COPEI, al derrotarlos con el respaldo del chiripero”.

Finalmente, y por lo que respecta al quinto terremoto, Borges hizo recaer esta identidad en la decisión de la Corte Suprema de Justicia del 19 de enero de 1999, que permitió el referendo consultivo sobre la deseabilidad de la convocatoria a constituyente. Todavía el 13 de marzo de 2003, en foro realizado en el Colegio San Ignacio—La sociedad civil busca liderazgo—, Borges hablaba del asunto en los siguientes términos: “El quinto atropello ocurre en 1999 cuando la Corte Suprema de Justicia ordena y consagra la destrucción total de las instituciones”.

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En cierto sentido, la nueva Constitución hacía prácticamente obligatoria la relegitimación de los poderes públicos, incluyendo la Presidencia de la República. Una nueva elección de los que debían originarse en el voto popular terminó celebrándose, luego de marchas y contramarchas, el 30 de julio del año 2000.

Se trataba de una megaelección en la que se elegiría, además del Presidente, a los diputados de una inédita Asamblea Nacional de una sola cámara, los gobernadores de los estados y las autoridades municipales. Como es harto sabido, Hugo Chávez resultó reelecto, con una votación ligeramente mayor que la que había obtenido año y medio antes en números absolutos y porcentuales: 3.757.773 votos o 59,76% de los votantes. Su principal oponente y antaño socio conspirativo, Francisco Arias Cárdenas, tuvo un desempeño ligeramente peor que el de Henrique Salas Römer en 1998: captó 2.359.459 votantes o el 37,52% del total de éstos. Un tercer candidato, Claudio Fermín, obtuvo la ridícula suma del 2,7% de los sufragantes: 171.342 venezolanos votaron por su lastimosa candidatura.

El sábado 25 de abril de ese año de relegitimaciones recibí en mi casa, a eso de las diez de la mañana, una sorprendente llamada de alguien a quien nunca había tratado: el publicista Gustavo Ghersy. Me dijo que había visto mi comparecencia de ese día a un programa de entrevistas en Globovisión, y que ella le había mucho impresionado. Había comentado lo que dije—ya he olvidado de qué hablé—con su esposa, y ambos habían coincidido en evaluar mis palabras con entusiasmo. Acto seguido, me comunicó que el lunes 27 de septiembre se celebraría una reunión en una casa del Alto Hatillo con el propósito de escuchar a Francisco Arias Cárdenas, y entonces me encareció que asistiera y repitiese exactamente el mismo análisis que había hecho en la televisora. Normalmente, me habría negado a tan sorpresiva invitación, pero esta vez la notable habilidad persuasiva de Ghersy y mi propensión ególatra me impulsaron a aceptar.

Cuñas del mismo palo

El día pautado llegué a la casa de la cita, donde fui recibido por Ghersy, entusiasmado todavía, y su gentil esposa. Me hicieron hablar justo antes de que Arias Cárdenas lo hiciera, cosa que hice por unos veinte minutos. Tampoco recuerdo mi discurso de ese día; vagamente, que fue excesivamente conceptual.

Entonces habló el ex seminarista tachirense en tono más bien dormitivo, y dedicó sus palabras a un inmisericorde ataque contra el Presidente de la República, su antiguo camarada de alzamiento, a quien semanas después acusaría de gallina.

Unas pocas preguntas, algunas referidas a la confianza en el sistema de votación, fueron tramitadas con rapidez y la audiencia, mayormente compuesta por gente con recursos monetarios significativos, se despidió prontamente.

Lo más interesante que recuerdo de esa cita es la presencia de Teodoro Petkoff, quien se había acercado al cónclave con una copia del número cero o ensayo de su nuevo periódico. Sentado a su lado, pude examinarla. Me gustó el nombre del proyectado vespertino—Petkoff venía de un notorio éxito en la Dirección de El Mundo, del que fue despedido por presiones gubernamentales contra la sucesión de Miguel Ángel Capriles—y su lema: Claro y raspao.

Nunca más tuve contacto con Ghersy o cualquier instancia de la campaña de Arias Cárdenas, pero esa misma noche supe que su candidatura se encaminaba al fracaso. La aristocracia venezolana y la mayoría de los actores políticos de oposición habían creído, como con el experimento de La Gente es el Cambio, que sería muy astuta estrategia apoyar a otro militar golpista para derrotar a Chávez, por aquello del inteligente y profundo principio de que «no hay mejor cuña que la del mismo palo».

No se inmutaron para cohonestar de esta irresponsable manera el alzamiento del 4 de febrero de 1992 y tampoco, increíblemente, sabían aún con quién se estaban metiendo.

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CAPÍTULO IV

Cómo irritar a una nación

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El tercer milenio cristiano fue estrenado en Venezuela con un Presidente de la República habilitado por la Asamblea Nacional recién electa para que la sustituyera. El 13 de noviembre de 2000 recibía Hugo Chávez por segunda vez poderes legislativos extraordinarios, en esta ocasión por el lapso de un año, para dictar decretos con fuerza de ley en casi cualquier materia.

El procedimiento, por supuesto, no era nuevo en el país. Entre 1961 y 1998, el Congreso Nacional había aprobado seis leyes habilitantes, sobre las que se sustentó un total de 172 decretos con rango y valor de ley. Esta vez, sin embargo, el ámbito que Chávez cubriría sería bastante mayor que el de las previas ocasiones, entonces limitadas constitucionalmente a la materia económica y financiera.

El país del año 2001, que abría el nuevo siglo, estuvo marcado por el signo del suspenso: el gobierno se tomó todo su tiempo sin soltar prenda acerca de sus intenciones y, dos días antes de que se le venciera el plazo de doce meses, descargó sobre un país desde hacía tiempo sobre-legislado un total de 36 nuevas leyes.

Todavía no se había disipado de un todo el margen de confianza que se asentara con la aprobación—por la Comisión Legislativa Nacional creada por la Asamblea Nacional Constituyente el 28 de marzo de 2000—de la nueva Ley Orgánica de Telecomunicaciones. Este instrumento, promovido por Diosdado Cabello, a la sazón Director de la Comisión Nacional de Telecomunicaciones (CONATEL), y promulgado el 1˚ de junio de ese mismo año, fue recibido con elogios de güelfos y gibelinos, en particular del sector privado. El prestigio de Cabello subió como la espuma: la ley no sólo dejaba de reservar al Estado el campo de las telecomunicaciones, sino que lo abría a nueva competencia privada que aportó 400 millones de dólares para el Fisco en tiempos de precios petroleros deprimidos. Muy distinto sería el recibimiento que tendrían las 36 leyes de noviembre de 2001.

Un golpista con chequera

Quien hubiera pensado que Hugo Chávez se había mostrado particularmente agresivo en su campaña de 1998—prometió «freír cabezas» de adecos y copeyanos—sólo por mero requerimiento electoral de capitalizar el recrecido descontento de la mayoría de los electores venezolanos, estaba muy equivocado y pronto sufriría una amarga decepción. En más de una opinión, Chávez era una persona común y corriente que sería propensa a dejarse neutralizar por la adulación y el soborno.

Preocupado por tan errada lectura, escribí para La Verdad de Maracaibo un artículo—El efecto Munich, 22 de agosto de 1998—que recordaba la capitulación de Francia e Inglaterra ante Hitler, cuando Daladier y Chamberlain complacieron al dictador al exigir éste la partición de Checoslovaquia sesenta años atrás:

A escalas menores, pero no por eso menos preocupantes para nosotros, el efecto Munich empieza a hacer estragos en algunos empresarios y banqueros venezolanos y en algunos de sus consejeros, que atemorizados por lo que las encuestas de opinión registran respecto de la intención de voto—por ahora—han comenzado una cobarde capitulación ante la candidatura de Hugo Chávez Frías. Así, le adulan recomendándole un cambio de imagen y le compran decenas de trajes de precio millonario de un conocido sastre caraqueño; le ofrecen cenas íntimas quienes se dicen “hombres de números” que deben hacer caso de las encuestas; le entregan millones de bolívares; le ponen a su disposición aviones que lo trasladen en sus giras. He escuchado de labios de algún abogado que se mueve en “los mejores círculos” la peregrina idea de que hay que acercarse a Chávez con una “bolsa de real” y ofrecérsela a cambio de que consienta en nombrar tales y cuales ministros que asegurarían que el inefable sector privado venezolano permaneciese intocado. He oído que no hay que preocuparse mucho por Chávez porque él no querría tanto gobernar desde Miraflores como vivir en La Casona, y que por eso sería susceptible a la adulación que le domesticaría.

Y esa actitud no es menos ingenua que la de Chamberlain y Daladier. Como Hitler con el tristemente célebre putsch de la cervecería, Chávez marcó su origen político con un fracasado intento de tomar el poder por la fuerza. Como Hitler con sus camisas pardas, Chávez ha organizado fuerzas de choque a las que ha juramentado para combatir en caso de que su “inevitable” triunfo electoral le sea desconocido. Como Hitler ante el envejecido Hindenburg, ha querido adelantar las elecciones presidenciales para recortar el período de nuestro anciano presidente.

Los timoratos ricachones que pretenden salvarse de una previsible degollina chavista están ellos mismos anudándose la soga al cuello. Que sepan que entre los más íntimos colaboradores de Chávez se cuentan quienes opinan que “este país se arregla con tres mil entierros de primera clase”.

……..

Chávez procuró recuperar en marzo de 2002 la eficacia de su táctica de amedrentamiento. Lina Ron tuvo éxito, con agresiones físicas que causaron heridos entre estudiantes y periodistas, en desordenar una marcha de protesta que pretendía salir desde los predios de la Universidad Central de Venezuela. La Fiscalía General de la República no tuvo más remedio que ordenar la detención de la violenta ciudadana, a quien Chávez ofrecía admirado reconocimiento de “luchadora social”. Los partidarios de Lina Ron amenazaban con juicios “populares” a connotados opositores, advirtiendo que si éstos no deponían su actitud contrarrevolucionaria pasarían de la categoría de “objetivos políticos” a la de “objetivos militares”. La amenaza fue dirigida, primero y específicamente, al primer Alcalde Metropolitano—o Mayor—de Caracas: Alfredo Peña.

Peña había sido el primer Ministro de la Secretaría de la Presidencia que Chávez nombrara. El personaje funcionaba como utility del eje comunicacional que era la alianza entre Venevisión y el diario El Nacional. Después fue incluido en las planchas del chavista Polo Patriótico a la Asamblea Nacional Constituyente y resultó electo. En la megaelección de 2000, se presentó como candidato a la Alcaldía Metropolitana de la capital, una vez más apoyado por Chávez, y también resultó electo. A fines de 2001, sin embargo, ya se había pasado a las filas de la conspiración.

Al apenas despuntar el año 2002, Alfredo Peña se hizo muy visible en los canales privados de televisión con alcance nacional, en abierta y airada oposición a Hugo Chávez; de allí el foco que Lina Ron y sus secuaces fijaron sobre él. Algún estratega habrá pensado que Peña podía ser promovido como sucesor de Chávez, sobre la certeza de que el mayor de los alcaldes caraqueños había sido el candidato a la Constituyente que resultara electo con el mayor número de votos, y dejó de considerar que la mayoría de esos sufragios provenía de votación suscitada por el Presidente de la República.

En ese mes de enero fui invitado a Triángulo, antes de que hubiera pensado siquiera en el tratamiento de abolición. En uno de los videos que Carlos Fernandes solía intercalar para alimentar la discusión, vimos a Alfredo Peña en combativas declaraciones contra Hugo Chávez. A su conclusión, comenté que el alcalde Peña tenía todo el derecho de considerar pernicioso el gobierno de Chávez, pero ninguno para argumentar, como acababa de hacerlo, que esto fuera porque se había alzado en 1992, por cuanto esa circunstancia no había impedido que Peña lo apoyara en 1998 ni fuera su Ministro de la Secretaría en 1999, o su diputado constituyente y su Alcalde Mayor de Caracas. Sugerí que él, particularmente, debía buscarse otro argumento.

En el próximo negro del programa se me acercó el general retirado de aviación Manuel Andara Clavier, Vicepresidente de Seguridad de Televén, a reconvenirme. Me dijo al oído que no era conveniente que atacara a Peña; no debíamos «pisarnos la manguera entre bomberos». Nunca antes había recibido de nadie una censura a mi libre opinión.

………

 

CAPÍTULO V

Chávez, vete ya

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El cívico asalto final contra Chávez fue la respuesta al intento—revertido después—de someter a Petróleos de Venezuela a los designios de una Junta Directiva nombrada por Chávez, la cual violentó los tradicionales principios meritocráticos prevalecientes hasta entonces en la industria petrolera. El irrespeto a tales principios, en gran medida motivados por la voracidad financiera de un gobierno deficitario, produjo el insólito fenómeno de un cierre de filas de los empleados de PDVSA, incluido el personal obrero, y la solidaridad de la mayoría de la llamada sociedad civil con una lucha inteligentemente planteada y manejada por dirigentes naturales de la “nómina mayor”. El domingo 7 de abril, de la manera más insolente y llena de prepotencia, Hugo Chávez despedía públicamente, ante una corte radiofónica, a los más notorios entre esos líderes. De inmediato, la Confederación de Trabajadores de Venezuela convocó a paro general, apoyada por Fedecámaras.

El 11 de abril de 2002 se reunió, en torno a las oficinas de PDVSA en Chuao, la más gigantesca concentración humana que se haya visto en Venezuela. Un descomunal río de gente desbordaba la arteria vial de la autopista Francisco Fajardo. Personas de todas las edades y extracciones sociales se daban cita para protestar el atropello de la industria petrolera y exigir, a voz en cuello, como ya se había gritado el 23 de enero, la salida de Hugo Chávez de Miraflores. Confiado en su innegable y colosal fuerza, y estimulado por la consigna de los oradores de Chuao, que veían excedidas sus más optimistas expectativas, el inconmensurable río comenzó a desbordarse en dirección a ese palacio de gobierno. Por aclamación de unanimidad asombrosa, la mayoría aplastante del pueblo caraqueño, para asombro y terror de Chávez y sus acólitos, pedía que los militares se pronunciaran y sacaran al autócrata de la silla presidencial.

Como agua para masacre

El grandioso movimiento encontró eco en todo el país. Maracaibo, Barquisimeto, Valencia, Puerto La Cruz, Margarita, las ciudades todas alojaban la unánime manifestación de repudio. Y el gobierno se aprestó a dar la batalla de Caracas. Freddy Bernal comandó las huestes armadas del chavismo, cuya presencia fue exigida por el Ministro de la Defensa, José Vicente Rangel. Si lo hubiera querido, la portentosa masa hubiera asolado las oficinas de éste en la base aérea de La Carlota, aledaña al escenario de Chuao.

Luego los muertos. Muchos portaban chalecos que les hacían aparecer como fotógrafos de prensa. Asesinados a mansalva, con ventaja, con alevosía. La sociedad civil puso los mártires necesarios a una conspiración que, sordamente, se había solapado tras la pureza cívica de un movimiento inocente.

Dos semanas antes del sangriento día, un corpulento abogado trasmitía las seguridades que enviaba una “junta de emergencia nacional” a una reunión de caraqueños que habían descubierto su vocación por lo político en la lucha contra Chávez. Enardecido, con una bandera norteamericana prendida en la solapa, admitía que conspiraba junto con otros, que una junta de nueve miembros—cinco de los cuales serían civiles y el resto militares—ineluctablemente asumiría el poder en cuestión de días. Por ese mismo tiempo, Rafael Poleo rechazaba una contribución mía—ofrecida a su revista luego de aquel artículo sobre el Acta de abolición—, en la que exploraba otros caminos constitucionalmente compatibles; explicó con paciencia de adulto al ingenuo niño que yo era que lo que iba a pasar era que “los factores reales de poder en Venezuela” depondrían a Chávez y luego darían “un maquillaje constitucional” a un golpe de Estado.

………

Una gran parte del país, incluido el suscrito, llegó a creer que la acción de los petroleros tendría éxito en dar al traste con el gobierno de Hugo Chávez, único propósito de la huelga. El paro desbordaría el mes de diciembre para adentrarse en 2003, y su duración de dos meses lo colocaría entre los más prolongados que el mundo hubiera visto. Las navidades de 2002 fueron las peores de su historia para los comercios que normalmente ven aumentar sus ventas en diciembre, la población general debió afrontar la escasez de combustible y alimentos—en algunas poblaciones se cocinaba con madera de muebles viejos rotos al efecto—, aumentaron el índice de desempleo y la tasa de inflación mientras descendía el producto nacional bruto. Hasta el béisbol decembrino sufrió: por primera y única vez en su historia, la Liga Venezolana de Béisbol Profesional suspendió el campeonato que entonces se jugaba, correspondiente a 2002 y 2003. La neurosis ciudadana, exacerbada progresivamente con la actuación del gobierno, llevada a nuevas cotas de angustia en el mes de abril, estimulada por la toma de la Plaza Francia, trocada en paranoico dolor por los asesinatos en la misma plaza, se vio aumentada por la tensión y la incertidumbre del paro.

Como antes dije, caí víctima de mi propio y poco objetivo engaño; en lugar de seguir mis mejores instintos—el 17 de octubre había escrito en la Carta de Política Venezolana: «No hay modo de parar el paro, que si yo pudiera lo intentaría. Como no puedo pararlo me sumo a él y lo apoyo»—, en lugar de mantener mi objetividad clínica, dediqué cada número de esa publicación a predecir una ilusión. El 26 de diciembre escribí en su número 19:

El 19 de diciembre el Tribunal daba piso jurídico a los actos del gobierno en procura de una «normalización» de las actividades de PDVSA, ordenando el acatamiento a un decreto gubernamental y a dos resoluciones ministeriales; una de Energía y Minas y otra conjunta de ese despacho y el Ministerio de Defensa.

El gobierno no tardó en aprovechar la ventajosa decisión. De allí la celeridad y la brutalidad de la toma de los tanqueros rebeldes de PDV Marina, la que añadió otro golpe psicológico. El emblemático Pilín León cayó primero y era, en esencia, lo que el gobierno necesitaba para su propaganda del día 20. El folklore de la oposición ya daba al Pilín León como un símbolo inexpugnable de la resistencia. Su caída representó un factor depresivo adicional.

Pero después de esa pírrica victoria, dirigida desde Bajo Grande por el mismísimo líder máximo de la revolución, el gobierno volvió a estrellarse contra la sólida pared del paro petrolero. Una cosa era despojar con insolencia a los tanqueros de sus tripulaciones naturales y despedir a un centenar de gerentes de PDVSA; otra muy distinta reactivar la empresa. Nada ha podido, ni podrá hacer, por recuperar el 92% de la producción detenida en extracción y refinación de petróleo, en generación de gas. Hasta sus más recientes intentos de demostrar que su capacidad residual de movilización de calle todavía funciona se ha visto impedida por la escasez de combustible, que ahora vulnera su logística de transporte de los tarifados partidarios.

(…)

Y es que hay una razón aun más profunda que el paro de la «gente del petróleo» para saber que Chávez y su gobierno tienen la guerra perdida. Es el factor decisivo, comentado en esta Carta en otras ocasiones, del enjambre ciudadano que se le opone.

Los témpanos de hielo tienen una masa enorme. Es conocimiento que se adquiere en la infancia que la emergencia visible de las gigantescas y heladas moles son tan sólo «la punta del iceberg», que 90% de la masa de hielo está bajo la superficie. No son cuerpos que se desplacen con agilidad. Por lo contrario, como corresponde a tan inertes magnitudes, se mueven con extrema lentitud.

Pero inexorablemente. Y ya sabemos que el iceberg ciudadano lleva una sola e incorregible dirección: la cesantía de Hugo Chávez. No es esta intención algo que tiene regreso.

Se trata de física elemental. Cuando una masa tan grande como la de, digamos, un supertanquero—10 o 15 veces el desplazamiento del Pilín León—se ha puesto en movimiento a su velocidad de crucero de 20 o más nudos, frenarla no es cosa sencilla. La enorme inercia requiere que decenas de kilómetros antes de atracar en el puerto de Rotterdam debe comenzarse a frenar, so pena de atravesar el puerto y la ciudad completa.

Es así como la sociedad civil venezolana es el descomunal témpano de hielo, que flota lentamente en la dirección escogida, implacablemente. Es contra esta masa que un arrogante paquebote, un Titanic gubernamental teóricamente inundible, soberbio, ha escogido enfilar.

(…)

Si Hugo Chávez saca sus defectuosas cuentas, y persiste en la creencia de que puede permitirse una colisión frontal contra el pueblo venezolano, si cree que ese pueblo le sostiene y le defiende, y no ya sólo una fracción que persiste en entenderle como su héroe salvador, su gobierno correrá la misma suerte del Bismarck y el Titanic.

Chávez tiene la guerra—no ésta o aquella batalla—estratégicamente perdida. Puede defenderse con episódicas dentelladas de bestia herida; causará uno que otro estrago más, pero su fin ya está sellado.

Y esto también debe entenderlo la sociedad civil, para que las bajas cotidianas no vuelvan a quebrantar su espíritu.

Para que no vuelva a sumirse en innecesarios arrebatos de desespero. Sin dejar de dolerse por las derrotas puntuales, que mantenga una bretona fe en la garantizada victoria definitiva.

Yo andaba radicalmente descaminado. La inevitabilidad e inminencia de las que hablaba eran sólo espejismos, deseos que no llegarían a materializarse. Había llegado a creer que el paro, por el sólo hecho de ser esencialmente un asunto civil, era cosa buena. Creí que la debilidad del gobierno, todavía en recuperación del golpe de Carmona, no aguantaría la desmedida presión de los petroleros.

Líder de un Estado loco

No he debido olvidarme de una caracterización ofrecida por mi amigo y mentor, Yehezkel Dror, en un brillante y profético trabajo de 1971. Al enumerar los rasgos de un «Estado loco», había señalado de primeros: 1. tiene objetivos muy agresivos en contra de otros; 2. mantiene un profundo e intenso compromiso con esos objetivos (está dispuesto a pagar un alto precio por su logro y a correr grandes riesgos).

Hugo Chávez cabe perfectamente dentro de la tipología droriana. Ya había demostrado el precio que estaba dispuesto a pagar y los riesgos que estaba dispuesto a asumir por su revolución.

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