Cartas

Francisco es venezolano de piel oscura, en un país del que se afirma que no discrimina racialmente. Nació en Cumanacoa, estado Sucre. Pudo completar solamente una educación primaria, lo que no le permitió mejor empleo que el de obrero no calificado de la industria de la construcción. Después de participar en la edificación de una casa caraqueña, quedó en ella como vigilante mientras sus dueños la ocupaban y luego como auxiliar del hogar. En esta calidad limpiaba vidrios de ventanas, instalaba lámparas, movía muebles, llevaba a los niños a la escuela o a casa de amigos, cobraba cheques, hacía mercado, jugaba béisbol con el hijo varón y cooperaba muy útilmente con el equipo de su colegio. Esto a cambio de un sueldo que a veces fue irregular y techo y comida. Hacía todo eso en el seno de una familia que lo trató como hijo, pero estaba insatisfecho.

Una cierta holgazanería lo invadía con frecuencia. Pasaba horas seguidas tendido en su cama, viendo televisión. Claro que con ella aprendía y conocía un mundo que no entrevió en Cumanacoa, pero su mirada estaba triste y desesperada. Las únicas cosas que le mejoraban el ánimo eran, en general, manejar el automóvil y en particular todo lo que tuviera que ver con béisbol y la compra en el automercado o la ferretería. En esto último descollaba; comprador insigne, aprovechaba todas las ofertas que podía y retenía precios que su segura memoria actualizaba cada vez que compraba. En una época inflacionaria, resultaba invalorable tener acceso a la infalible base de datos de abasto que era el cerebro de Francisco.

El jefe de familia creyó encontrar una forma de estimular el evidente talento y gusto de Francisco por las compras, pues creía que todo el mundo era capaz de servirse de un computador. Así, dio a Francisco un discurso sobre su progreso profesional y la importancia de la función de compras en una casa o una empresa, y hasta le habló de la nobleza de la profesión de mayordomo, pues el padre de nadie menos que el emperador Carlomagno había sido mayordomo de palacio. Los buenos mayordomos, le dijo, son excelentes administradores, como lo era él al comprar. Luego le convenció de que llevar las cuentas que tenía en la cabeza con ayuda de un computador era asunto que sería de la mayor facilidad para él y pronto lo sentó frente a la pantalla de uno, ante la hoja electrónica de cálculos de Microsoft, con su matriz cuadriculada de celdillas.

«Escribe apio», le dijo a quien jamás había usado un teclado para escribir. Francisco escribió laboriosamente. «Dale a esta tecla, para que bajes a otra celdilla. Escribe queso. Dale a la tecla. Escribe salchichas». A continuación le pidió que escribiera quince, en cifras. Después veinticinco. Luego lo guió para que escribiera igual quince más veinticinco, todo con cifras y signos. «Dale a la tecla». La pantalla mostró cuarenta. Hasta aquí Francisco no pareció impresionado; a fin de cuentas, la cosa le parecía un método algo engorroso de hacer los cálculos que él habría podido hacer mucho más rápidamente, en la calculadora que le habían regalado y era claramente su más preciada posesión.

Ahora, sin saberlo, postularía bajo instrucciones la primera operación algebraica de su vida, haría álgebra por primera vez. «Fíjate que el número quince está en la celdilla B1. ¿Lo ves aquí? Y que el número veinticinco está en la celdilla B2. Bueno, escribe ahí igual B1 más B2. Dale a la tecla». Cuando la pantalla titiló mostrando el resultado, una sonrisa tan amplia como su cara demostró su alegría profunda, y la extensión de su súbita comprensión fue expresada en su inmediato comentario: «¡Hay que ver que el hombre es bien inteligente!»

Francisco hablaba, claro, del hombre que había sido capaz de concebir, producir y ensamblar la intrincada maraña de circuitos y componentes del computador que tuvo ante sí; del que había sido capaz de generar y enhebrar las numerosas líneas del código de programa que le permitió usar el álgebra por vez primera; del árabe que le era desconocido y había inventado el álgebra. Pero esas referencias no habrían bastado para ampliarle la sonrisa de aquel modo; Francisco estaba hablando también de sí mismo. Francisco era ese hombre bien inteligente y los venezolanos podemos estar mejor para contribuir significativamente a la mejor constitución política de la Tierra.

Pero el camino no le era fácil a Francisco en aquel momento. Entre otras cosas su piel era oscura, en un país «donde no hay discriminación racial».

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A fines del muy accidentado año de 2002, un cierto líder político exponía algunas consideraciones ante un nutrido grupo de oyentes. A la hora de las intervenciones del público, una persona afirmó que el grupo político del expositor no era inclusivo, que sólo captaba adeptos «de la clase media hacia arriba». El aludido negó que tal cosa fuera cierta, y adujo a su favor recientes actos de incorporación de militantes que provenían del partido favorito de los pobladores pobres. Entonces intervino una dama «de sociedad» para contradecirlo: «¡Pero chico! Yo estuve ayer en el acto que ustedes hicieron en La Guaira ¡y allí lo que había era un negrero!» Que la señora en cuestión haya dicho tal cosa, de modo tan fresco, supone que se sintiera en un grupo que compartiría su aversión racial, naturalmente, rodeada de personas para quienes ese despectivo tratamiento fuese familiar, aceptable y útil. No ha muerto el mantuanismo en Venezuela. En son de guasa, pero sintomáticamente expresivo, un cierto personaje de la sociedad caraqueña había redactado un proyecto de ley de artículo único: «Restitúyase a sus legítimos dueños la propiedad de los negros». Repetía el chiste de mal gusto para alegría e hilaridad de muchos. Otro prohombre venezolano, ex director de empresa petrolera y promotor de institutos de educación de alto nivel, se complacía en señalar en públicas reuniones políticas: «Mi voto vale más que el de quinientos negros de Barlovento». Decir que no hay discriminación racial en Venezuela es faltar a la verdad; lo saben las personas que la sienten.

Como la mayoría del país no tiene piel blanca, mucho del menosprecio que alguna gente acomodada manifiesta hacia el país tiene su origen en la discriminación racial. Es verdad que no llegamos a establecer un Ku Klux Klan o a sentar a las personas de piel oscura en el rincón de un autobús; es decir, en términos relativos discriminamos de modo menos violento e inhumano que otras naciones, pero hay desprecio social basado en la raza en Venezuela. Tal cosa se cobra políticamente en estos tiempos. Pero no se limitan a la pigmentación cutánea las acusaciones en contra de nuestra nación. La geografía sería cómplice del pecado original de la raza. Así se expone: «…una naturaleza sobreprotectora, que nos ha dotado a la vez de un clima benigno y de riquezas naturales, que no exigen otro sacrificio que la extracción, ha ido estimulando en nosotros… la certidumbre de que nos basta extender la mano para que el pan llueva sobre ella, y por esa vía, ha fomentado en nosotros la irresponsabilidad, la pereza y la sensación de que siempre algún milagro nos rescatará de la miseria, sin necesidad de que ofrezcamos nuestro esfuerzo a cambio». (2)

La teoría del mal «material humano» venezolano, favorecida por algunas cúpulas políticas, sociales y económicas en Venezuela como explicación del nivel de desarrollo nacional, es que la combinación del mestizaje de grupos «inferiores»—indios, españoles dañados,(3) negros—, la geografía paradisíaca de los trópicos, y la insólita riqueza natural del país conspira para que no seamos una sociedad moderna y avanzada, en la que sólo una élite más o menos pura e ilustrada escapa a la deyección y el abismo. No estamos mejor porque con «este piazo’e pueblo» no se podría hacer otra cosa.

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Nuestra baja autoestima nacional—no son sólo unos cuantos «mantuanos» quienes opinan malísimo de los venezolanos—se manifiesta muy frecuentemente en una baja opinión acerca de nuestras capacidades económicas. Cuando el gobierno constitucional de Rómulo Betancourt lanzó un programa de industrialización nacional con apoyo decidido a la formación de empresas privadas—mediante la sustitución de importaciones bajo el lema «Compre venezolano»—no faltó quien hiciera burla de la iniciativa, asegurando que éramos constitucionalmente incapaces de industria. Como siempre, el rechazo se expresaba culturalmente a través del humor. El asistente a un velorio, decía el chiste, confiaba alarmado a un deudo que quien ocupaba el féretro estaba vivo, pues él le veía hacer toda clase de muecas. Rápidamente fue tranquilizado, cuando se le explicó que la urna estaba cerrada con vidrio de fabricación nacional. Y desde que se supiera que Carlos Andrés Pérez, aprovechando una inesperada avalancha de divisas, nacionalizaría la industria petrolera, muchos ejecutivos de las compañías transnacionales de la época salieron a buscar trabajo en empresas privadas, pues consideraban imposible que los venezolanos pudiéramos manejar el petróleo por nuestra cuenta, y no querían ser parte del previsible desastre.

A comienzos del segundo gobierno de Rafael Caldera, se llevó a cabo en Holanda un curso superior de adiestramiento ejecutivo de la compañía Shell, la famosa empresa transnacional del petróleo, una entre aquellas «siete hermanas» que hasta 1973 determinaron el rumbo del mercado petrolero mundial. El curso en cuestión fue ofrecido a unas cuantas decenas de empleados de la Shell provenientes de todo el mundo. Algunas de las sesiones del curso fueron dedicadas al análisis de las paridades entre diversas monedas del planeta. El bolívar era una de ellas. Para ese momento, la política de control de cambios ya imperaba en Venezuela, y fuera del engorroso sistema oficial en el que se obtenía dólares a 170 bolívares, podía conseguirse la moneda norteamericana a un precio que oscilaba alrededor de 230 bolívares. Cuando se hizo en el curso el análisis del valor que en principio debía tener el bolívar (empleando el criterio de paridades del poder de compra) a los profesores les daban las cuentas un bolívar a 153 por dólar. Según su opinión, la diferencia entre 153 y 170 o 230 sólo tenía una explicación: desconfianza. Es importante por tanto preguntarse ¿qué es lo que causa la desconfianza?

Imaginemos un paciente en grave condición. Está acostado sobre una cama, asaetado por agujas hipodérmicas de todos los calibres, vendado, amarrado, cosido, conectado. Y supongamos que todo el personal médico y paramédico del hospital se agrupa a su alrededor, y que también todos los miembros de su larga familia se hallen presentes, y periodistas, sacerdotes, sepultureros y vendedores de seguros estén también allí, todos hablando en voz alta, opinando, criticando, debatiendo. «Se ve muy mal. Yo vine a verlo ayer y hoy está mucho peor. Ese suero no está goteando casi nada. El adhesivo se le está desprendiendo. Por aquí se está desangrando. Qué sala tan horrible, no hay derecho. A mí me han dicho que ese médico es un pirata. A mí me dijeron que bebía. Este paciente no tiene remedio». ¿Cómo pensamos que puede recuperarse un paciente en estas condiciones?

Esta imagen se aproxima bastante a lo que ha sido la comunicación «formadora de opinión» en el proceso venezolano de las últimas décadas. El desempeño de los actores económicos tiene mucho que ver con los climas psicológicos y de opinión. Especialmente en una época cuando la economía es dominada por transacciones virtuales, por la emisión de papeles, por las vicepresidencias de finanzas, por las decisiones de jóvenes ejecutivos de cuentas con celular y computador, la evaluación psicológica de las expectativas se convierte en un factor dominante. Y por esto la cacofónica actuación del liderazgo de opinión en Venezuela tiene mucho que ver con el estado de su economía, con la desconfianza a la que se referían los analistas y profesores de la Shell en el curso ya mencionado. Tal vez la enfermedad más grave de la sociedad venezolana es esa inclinación, aparentemente inevitable, a criticarse y rechazarse a sí misma. Es una exhortación insistente, permanente, a buscar, destacar y amplificar lo negativo. Seguramente el mejor tratamiento posible estará destinado al fracaso si alrededor del paciente se congrega un coro de voces histéricas y agoreras para agobiarlo con una cantilena de pronósticos negativos. Al nivel del ciudadano común reproducimos ese patrón de conducta de muchos entre los líderes venezolanos. Repetimos los rumores más estrambóticos y las opiniones más pesimistas.

Cuando arrancaba el año de 1983 se celebró una reunión privada de cinco muy importantes banqueros venezolanos, convocada para discutir un posible flujo negativo de caja de PDVSA que se proyectaba para fines de ese año, año electoral. En medio de la discusión se pidió a los asistentes participar en un simple ejercicio, un sencillo juego, una adivinanza. El ejercicio consistió en leer las palabras textuales de un fragmento de discurso, y pedirles que intentaran identificar a quien las había dicho. Las palabras mismas se referían a un país y a sus hábitos económicos. El orador fustigaba a los oyentes y decía que en su país la gente se había endeudado más allá de sus posibilidades, que quería vivir «cada vez mejor y mejor trabajando cada vez menos y menos». Al cabo de la lectura los banqueros comenzaron a asomar candidatos: «¡Úslar Pietri! ¡Pérez Alfonzo! ¡Jorge Olavarría! ¡Gonzalo Barrios!» No fue poca su sorpresa cuando se les informó que las palabras leídas habían sido tomadas del discurso de toma de posesión de Helmut Kohl como Primer Ministro de la República Federal Alemana en octubre de 1982. El ejemplo sirvió para demostrar cuán propensos somos a la subestimación de nosotros mismos. Si se estaba hablando mal de algún país la cosa tenía que ser con nosotros. Al oír el trozo escogido los destacados banqueros habían optado por generar sólo nombres de venezolanos ilustres, suponiendo automáticamente que el discurso había sido dirigido a los venezolanos para reconvenirles. A partir de ese punto la reunión con los banqueros tomó un camino diferente. De hecho, uno de los banqueros presentes acababa de regresar de Inglaterra—se estaba, como quedó dicho, a inicios de 1983, cuando ya había emergido el problema de la deuda pública externa venezolana tras los casos de México y Polonia—y contó una conversación con importantes banqueros ingleses que mucho le había sorprendido. En esa conversación, nuestro banquero, quien hacía no mucho había sido Presidente del Banco Central de Venezuela, preguntó a sus colegas ingleses si albergaban preocupación por la deuda externa de los países en desarrollo. A lo que los financistas británicos contestaron: «Bueno, ciertamente que sí, pero ¡la que no nos deja dormir es la deuda de los Estados Unidos de Norteamérica!»

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Fue el insigne maestro Augusto Mijares quien diagnosticó certeramente el daño que nos hacemos a nosotros mismos a través de la más despiadada autocrítica. En «Lo afirmativo venezolano», uno de sus más importantes ensayos,(4) nos invitaba a fijarnos más bien en logros positivos de nuestros nacionales.

Y en este punto tienen especial capacidad de actuar positivamente los medios de comunicación social. Muy notorios ejemplos tenemos, lamentablemente, de medios de comunicación venezolanos que parecieran complacerse en la publicación de las lecturas más negativas, de las peores evaluaciones de nuestro país. Este es un viejo problema y por cierto no es exclusivo de Venezuela. No fue precisamente en Venezuela donde el término amarillismo, referido a la prensa, fue acuñado, sino en los mismísimos Estados Unidos. Pero aun los periódicos de mayor prestigio pueden resbalarse por la cuesta del tremendismo. Allen Neuharth, el fundador del primer periódico verdaderamente nacional de los Estados Unidos—USA Today—aseguraba que The Washington Post tenía por línea editorial arruinar el desayuno de sus lectores con la peor y más dramática de las noticias que pudiera publicar.(5)

A veces llegamos tan lejos en este malsano deporte de la autodenigración que importamos «expertos» extranjeros para que nos regañen en nuestra propia casa. Así, por ejemplo, se trajo varias veces a Venezuela un profesor norteamericano de economía(6) que venía a restregarnos nuestra mala conducta económica y a denostar del país en general—»este país ha sido destruido en los últimos veinte años»—complaciéndose en presentar indicadores según los cuales Venezuela era poco menos que la escoria del planeta. Todo esto con el ánimo de vendernos su receta económica favorita. (Más tarde se descubrió que no era el desinteresado profesor universitario que venía del norte a salvarnos de nosotros mismos. El profesor en cuestión resultó ser un directivo de un fondo mutual norteamericano que poseía extensas inversiones en América Latina, incluyendo un porcentaje apreciable del total de sus activos en bonos Brady de la deuda pública venezolana).

No debemos permitir que se nos presente como lo peor del planeta porque se trataría de una terrible injusticia. Nadie niega, naturalmente, que Venezuela empezó a mostrar una conducta económica poco sana a raíz del boom petrolero de los setenta y comienzos de los ochenta. Pero es importante percatarnos de que en buena medida eso fue el resultado casi inevitable de un evento internacional azaroso que no fue provocado por nosotros: el embargo petrolero árabe de fines de 1973, que desencadenó la escalada en los precios internacionales del petróleo. Ese evento y ese proceso pueden ser analizados desde otra perspectiva menos abrumadora que la que habitualmente se nos endilga. No hay duda de que estamos, con Venezuela, ante un caso agudo de sociedad que se siente culpable. Reiteradamente, la mayoría de los diagnosticadores sociales nos restriega la culpa de una desbocada conducta económica en nuestro pasado inmediato. Esto viene haciéndose desde hace ya varios años de modo sistemático. Pero esto no pasa de ser una exageración desmedida. No se trata de negar que se ha incurrido en conductas inadecuadas y hasta patológicas. Pero, en primer término, el proceso ha sido en gran medida eso: una patología. Como tal patología, la conducta social inadecuada puede ser juzgada con atenuantes. ¿Qué sociedad bien equilibrada no hubiera exhibido patrones de conducta similares a la de los venezolanos luego de la tremenda indigestión de moneda extraña que tuvo lugar durante la década de 1973 a 1983? ¿Qué conducta podía esperarse en una sociedad que, como la nuestra, ha retenido largamente la satisfacción de necesidades y se ve súbitamente anegada de recursos y posibilidades?

El eminente sociólogo francés Émile Durkheim—autor del clásico «Las reglas del método sociológico»—llevó a cabo un estudio acerca de los patrones del suicidio en Europa de fines del siglo XIX. En todo caso, se trataba de un continente que podía suicidarse por moda, como la que detonó al arranque del Romanticismo la mera lectura de Las desventuras del joven Werther, de Goethe. Durkheim encontró un sorprendente y contraintuitivo tipo de suicidas a los que llamó «anómicos», que se quitaban la vida al experimentar un súbito desnivel entre sus metas y sus recursos, así fuera cuando el desequilibrio se produjese por la repentina y fortuita adquisición de una fortuna inesperada. A comienzos de la década de los años sesenta el Instituto Venezolano de Acción Comunitaria organizaba cursos para adiestrar dirigentes campesinos, en encierros de un mes de duración. La primera de estas experiencias logró alarmar a los directivos de la organización no gubernamental. A los pocos días de haberse iniciado el primer curso para el Distrito Federal y el estado Miranda, casi la totalidad de los campesinos asistentes estaba aquejada de fuerte dolencia estomacal. La angustia cundió entre los organizadores, que temieron ser responsables de una intoxicación general de los alumnos. Un enjundioso examen médico descifró lo que pasaba: los campesinos enfermaron simplemente con la ingestión de tres comidas diarias, porque esta dieta era para ellos un salto enorme en la alimentación a la que estaban acostumbrados.

La dimensión del atragantamiento de divisas provenientes del negocio petrolero ha sido enorme en Venezuela. Tres han sido los momentos de inundación de dólares, y los administradores de este fenómeno verdaderamente telúrico han sido el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez, el de Luis Herrera Campíns y el de Hugo Chávez Frías.(7) Ninguno de estos incrementos, que han inflado de modo considerable los ingresos fiscales, se corresponde con un aumento real de la productividad de los venezolanos, lo que sin duda ejerce un efecto distorsionador. Pero bajo otra luz distinta a la que habitualmente se dispone para el análisis de este proceso, bien pudiera resultar que halláramos mérito en nuestra sociedad, pues tal vez nos hubiera ido peor con una menor capacidad de absorción del impacto. En términos relativos, además, nuestra conducta se compara con similitud ante la de otros países. El «Grupo Roraima», en importante trabajo(8) de 1984 sobre la inadecuación de ciertos axiomas clásicos de nuestra política económica, no hizo más que constatar la semejanza de comportamientos de Venezuela con los de países que, con arreglo a otros indicadores, son normalmente considerados como más desarrollados que nosotros y que también experimentaron desajuste por las mismas razones; Reino Unido y Holanda, por ejemplo. Por cierto, se conoce como «enfermedad holandesa» al desarreglo económico causado por el influjo de ingresos extraordinarios provenientes de recursos naturales como el petróleo. Esto es importante constatarlo, no para refugiarnos en el consuelo de los tontos, el mal de muchos, sino para salir al paso de muchas implicaciones, explícitas e implícitas, que suelen poblar la constante regañifa que, desde hace años, soporta el pueblo venezolano. Es decir, implicaciones que establecen comparación desfavorable de nuestra inadecuada conducta con la supuestamente regular conducta de países «realmente civilizados». Si el ingreso del gobierno federal de los Estados Unidos se hubiese visto súbitamente multiplicado varias veces, como ocurrió con Venezuela a partir de 1974, la economía de ese país habría enfrentado importantes problemas. En verdad, es de destacar que los niveles del déficit fiscal norteamericano son objeto de fuertes críticas allá mismo, así como sus volúmenes de deuda pública y privada. (La revista TIME ya exhibía crudamente, para los momentos de nuestras primeras glotonerías petroleras, la conducta económica desarreglada de muy grandes contingentes de norteamericanos—empresas, personas naturales, gobierno—en un famoso e incómodo artículo de 1982). El desequilibrio causado por el repentino recrecimiento de los ingresos del Estado venezolano como consecuencia de los aumentos de precio del petróleo entre fines de 1973 y comienzos de 1982, y los más recientes a partir de 2000, es sin duda una causa de grave desajuste, el que todavía estamos pagando. En el análisis de muchos críticos de nuestro país, sin embargo, tan importante factor, del que en esencia no tenemos culpa, brilla usualmente por su ausencia. Ya basta de hacer residir la explicación de estos hechos en una supuesta tara congénita del venezolano, en «huellas perennes»,(9) en la pretendida inferioridad del español ante el sajón (o del «sudaca» ante el español), en la costumbre de la «flojera» indígena o la tendencia «festiva» del negro. Es necesario acabar con esa prédica, porque ella realimenta el síndrome de la sociedad culpable, que nos anula.

Para esto habrá que dejar atrás un patrón político que se fija patológicamente sobre las reales o supuestas faltas de los contrincantes, nunca sobre las propias. No nos servirá para nada el reconcomio y la guerra habitual de las campañas y las oposiciones. Será preciso abandonar la noción de que la política es, por encima de cualquier cosa, un combate, un intento por legitimarse mediante el descrédito o anulación del competidor. En cuanto asumamos la sencilla noción de que la política es fundamentalmente la profesión de resolver problemas de carácter público, cambiará de modo esencial la acción del Estado. Esta es una revolución que inevitablemente tendrá que darse en el mundo. El crecimiento de la conciencia popular, llevado en la ola de una creciente informatización de la sociedad, se encargará de hacerla inevitable. Simple. Como lo son todas las revoluciones verdaderas. ¿Qué impide que sea Venezuela el primer país del mundo en el que semejante tránsito se efectúe? Es una revolución, sí. Se trata de un cambio muy profundo. Pero la revolución que necesitamos es distinta de las revoluciones tradicionales, usualmente marcadas por la lucha y la negación. Es una revolución mental antes que una revolución de hechos que luego no encuentra sentido al no haberse producido la primera. Porque es una revolución mental, una «catástrofe en las ideas», lo que es necesario para que los hechos políticos que se produzcan dejen de ser insuficientes o dañinos y comiencen a ser felices y eficaces.

Más de una voz se alzará para decir que esta conceptualización de la política es irrealizable. Más de uno asegurará que «no estamos maduros para ella». Que tal forma de hacer la política sólo está dada a pueblos de ojos uniformemente azules o constantemente rasgados. Requeriremos, pues, actores nuevos.

Serán, precisamente, nuevos actores. Exhibirán otras conductas y serán incongruentes con las imágenes que nos hemos acostumbrado a entender como pertenecientes de modo natural a los políticos. Por esto tomará un tiempo aceptar que son los actores políticos adecuados, los que tienen la competencia necesaria, pues, como dijera Stafford Beer, nuestro problema es que «los hombres aceptables ya no son competentes mientras los hombres competentes no son aceptables todavía».(10) Porque es que son nuevos actores políticos los que son necesarios para la osadía de consentir un espacio a la grandeza. Para que más allá de la resolución de los problemas y la superación de las dificultades se pueda acometer el logro de la significación de nuestra sociedad. Para que más allá de la lectura negativa y castrante de nuestra sociología se profiera y se conquiste la realidad de un brillante futuro que es posible. Para que surja la política nueva que no tema la lejanía de los horizontes necesarios.

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Con mucha frecuencia el autoprejuicio de muchos venezolanos llega a expresarse de modo más activo y más denigrante. Así, se niega que podamos «estar preparados» para vivir en democracia o, más crudamente, se declara: «Venezuela es una caricatura de país». Incluso se da el caso de personas que sustentan tan dañina posición y han pretendido sin embargo ejercer una acción política, en aprovechamiento de esa democracia que ellos creen no merecemos, con la justificación de que los «políticos corruptos» deben ser sustituidos en el poder por «la gente decente». La prueba que es aducida con mayor frecuencia es percibida al llegar, preferentemente de Miami, a la ciudad de Caracas para comparar el aseo urbano de esta ciudad con el de la norteamericana. («Allá no ves ni un papelito en el suelo»).

También, por supuesto, argumentamos que no respetamos las señales de circulación en el tránsito, o conducimos, en general, de modo abusivo. Pero esto pareciera ser una conducta universal, a juzgar por el famoso corto animado de Walt Disney, en el que un Tribilín (Goofy) de disposición habitualmente plácida y amable se convierte en un agresivo monstruo del volante, en parodia automotor del doctor Jekyll y el señor Hyde.(11) Y, naturalmente, nuestra percepción es selectiva. Con frecuencia, obviamente, sufrimos los abusos de conductores muy desconsiderados, pero por cada uno que atraviesa la calle con la luz roja, doscientos no lo hacen. Nuestra mente, sin embargo, privilegia el registro del conductor agresivo, y generaliza a partir de eventos de baja frecuencia. Es precisamente esta peculiaridad fisiológica y perceptiva—nuestros sistemas biológicos y psicológicos de alarma predominan—lo que ofrece base a los medios de comunicación que encuentran más productivo resaltar las conductas o hechos más negativos, con lo que se refuerza nuestra impresión de que somos un horror. La picada de un zancudo en mínimo punto de nuestra piel niega y se sobrepone a la normalidad de todo el resto.

Somos una sociedad «de clase media», en el sentido de mostrar un nivel «de desarrollo» que nos coloca por encima de las más pobres y atrasadas del planeta, pero por debajo de las más avanzadas y ricas. (Como nuestro Sol es una «estrella de clase media», gracias a Dios, ni de las más grandes ni de las más pequeñas). Es evidentemente esperable que los comportamientos promedio más civilizados se observen en naciones de mayor desarrollo, pero tal realidad no debe ser interpretada como prueba de la existencia en nosotros de genes y memes(12) que garanticen nuestro indefinido atraso o subdesarrollo, ni autoriza un discurso denigratorio de nosotros contra nosotros. Pero no es preciso ser tan atrabiliario como para sentir los embates de la duda respecto de las posibilidades futuras de la nación venezolana. Muchas personas trabajadoras, honestas y patrióticas llegan a sentir el aguijón de la desesperanza y buscan mudarse a otras latitudes para dejar de ver los problemas que aquejan a los venezolanos, para no pensar más en ellos, para escapar a las trabas que un sistema anacrónico y disfuncional impone a su actividad empresarial o profesional. Esa no es una estrategia constructiva. Es una actitud de evasión, de escape, de fuga. No es ésa la actitud que el país necesita de sus habitantes. Ahora más que nunca necesita el compromiso de quedarse a trabajar, con imaginación y con denuedo, en nuevas actividades de todo tipo: educativas, económicas, culturales, políticas.

El país está atravesando, en estos mismos momentos, por lo que tal vez llegue a ser la más importante transición en nuestra historia. No hay que perdérsela. Por lo contrario, es la hora de quedarse a producir y contemplar un soberbio espectáculo: el de un país que ha venido asimilando sufrimiento, creciendo en conciencia, aprendiendo serenamente de la adversidad, y que puede convertir ese doloroso proceso en una metamorfosis de creación política. No se pretende negar, entonces, que el país en general esté pasando por penurias en grado importante. Lo que se niega es la validez de una estrategia evasiva, cuando lo constructivo, lo audaz, lo inteligente, es encontrar las oportunidades que, como toda crisis, la crisis venezolana está proveyendo. Todo país próspero conoció la penuria primero que nada. Nos toca ahora a nosotros comprobar que no somos menos, no somos raza, ni cultura, ni pueblo inferior. Quienes piensan resolver sus problemas en tierra ajena y distante no encontrarán, salvo casos muy específicos y particulares, la vida fácil en ningún país. Todo el planeta vive ahora un inmenso ajuste, que naturalmente invalida o hace obsoletos a más de un modo de vida o producción. La inteligencia está en adaptarse a esta grandísima transformación de la humanidad, aprender y hacer cosas nuevas.

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Y es que, por otra parte, no resulta problemático encontrar instancias de conductas venezolanas totalmente contrarias a las negativas que usualmente son las destacadas, o figuras ilustres entre nosotros que, naturalmente, como en cualquier otra sociedad, son pocas. El antonomásico Simón Bolívar, por supuesto. La Enciclopedia Británica se siente obligada a admitir al comienzo de su artículo sobre el héroe: «…es considerado por muchos como el más grande genio que el mundo hispanoamericano ha producido». Y añade esa enciclopedia de Chicago que se llama Británica: «Hay pocas figuras de la historia europea y ninguna en la historia de los Estados Unidos que desplieguen la rara combinación de fortaleza y debilidad, carácter y temperamento, visión profética y potencia poética que distinguieron a Simón Bolívar».(13) Los estadounidenses reconocen así, a pesar de habitar tierra de hombres excepcionales, que en toda su existencia no han parido un par de nuestro Libertador. Es difícil conseguir de nadie mejor homenaje.

Pero también tuvimos a Andrés Bello, el filósofo y gramático, el educador y el poeta incomparable, que dotara a Chile de su Código Civil y fuera el rector de su universidad. Y a Jesús Soto, líder mundial del Op Art o arte cinético; a Francisco Eugenio Bustamante, conductor de entrañables y hermosas causas políticas al tiempo que cirujano pionero y educador universitario; a Felipe Larrazábal, también político pero esta vez finísimo músico romántico y biógrafo, y a la excelsa concertista que fuera Teresa Carreño; a Marcel Roche, científico señero del continente y pacifista tenaz; a Ricardo Zuloaga, visionario y justo señor de empresa; a Mario Briceño Iragorry, maestro de sociedades; a una lista casi interminable de modelos humanos.

¿Es que no somos admirados en el planeta por el soberbio y emocionante espectáculo de nuestras orquestas juveniles, creación del alma y cerebro privilegiados de José Antonio Abreu para asombro del mundo? ¿Es que no vimos a indiecitos pemones aprendiendo a tocar violín dentro de algún programa de inteligencia de Luis Alberto Machado? ¿O no estamos a punto de celebrar un cuarto de siglo del Metro de Caracas en cuyo subterráneo nos comportamos con el mayor civismo? ¿Es que no fuimos capaces de manejar una compleja industria petrolera cuando muchos creyeron que no lo seríamos? ¿Es que nuestras grandes obras públicas—la represa del Guri, por caso—no son dignas de encomio? ¿Es que los becarios del Plan Gran Mariscal de Ayacucho no se destacaron consistentemente por su talento y aplicación en las mejores universidades conocidas? ¿O que el museo contemporáneo que creara Sofía Imber, o el que hiciera Lya Bermúdez en Maracaibo, o el que armara Alba Fernández para los niños no valen la pena? ¿Por qué no oponemos a los contraejemplos, que todo país aloja, las contradictorias «anomalías» de nuestros buenos hombres y mujeres?

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Una muy buena parte de la resistencia de la política convencional a las campañas programáticas—lo que reduce los discursos a una oferta de eslóganes más o menos vistosos—es una desconfianza muy arraigada respecto de las posibilidades e intereses del pueblo, de los intereses y capacidades de los electores. Lamentablemente, la inmensa mayoría de la dirigencia nacional, política o privada, alimenta un desprecio básico por el pueblo venezolano. A casi todo proyecto político verdaderamente audaz y significativo se le opone usualmente la idea de que el pueblo no se interesa sino por muy elementales necesidades de supervivencia, por las más egoístas apetencias, por los más triviales objetivos. En cualquier caso, muchos entre quienes esto piensan defienden como sagrada la racionalidad utilitaria de los negocios privados, aunque rechacen que los menos favorecidos apliquen, en su circunstancia y su escala, lo que en el fondo es esa misma racionalidad. O si no, se derrota alguna buena idea con la declaración de que el pueblo no la entendería, de que «no está preparado para eso». En un programa de radio dedicado al análisis político el conductor del mismo decidió explicar a sus oyentes en qué consistía una «caja de conversión»,(14) cuando esta receta económica empezaba a ser propuesta en Venezuela. Al poco rato recibió la llamada telefónica de un oyente, quien dijo: «Lo que Ud. está explicando es muy interesante, pero ¿no cree que debiera hablar Ud. más bien del precio del ajo y la cebolla en el mercado de Quinta Crespo, porque lo otro no lo entiende el pueblo-pueblo?» Mientras el conductor del programa empezaba a contrargumentar para oponerse a la postura del oyente telefónico, un segundo oyente llamó a la emisora. Y así dijo al conductor: «Mire, señor. Yo me llamo Fulano de Tal; yo vivo en la parroquia 23 de Enero; yo soy pueblo-pueblo; y yo le entiendo a Ud. muy claro todo lo que está explicando. No le haga caso a ese señor que acaba de llamar».

Las personas responden con entusiasmo a un liderazgo que les respeta, que les estima, que piensa que son capaces de entender e interesarse por lo que la prédica convencional asegura que no les importa. En uno de los experimentos comunicacionales de éxito más rotundo que se haya visto en Venezuela, la más crucial de las causas del mismo fue el concepto que de los lectores se formó un cierto periódico relanzado en Maracaibo.(15) Definió de antemano a su lector tipo como una persona inteligente, que preferiría que se le elevase a que se le mantuviese en un nivel de chabacanería. Lo trataría, además, como ciudadano del mundo, ya no como un habitante sometido al régimen de un poder central y lejano radicado en Caracas, del que tendría que quejarse en alguna gaita lastimera, sino, conectado informativamente con el resto de la Tierra, como habitante con derecho en el mundo y con influencia y responsabilidad por su estado, como ciudadano del planeta. El habitante de Maracaibo se dio cuenta de que verdaderamente era una parte del cerebro del mundo. En cuanto pudo entrever esa verdad, en cuanto pudo tener esa imagen de sí mismo, dio su decidido apoyo a quien también le entendía de ese modo. El periódico logró, en contra de cualquier pronóstico, el primer lugar de circulación en la ciudad en el lapso de cinco meses desde su reaparición, superando localmente al inveterado dueño del patio, que jamás había sido excedido a pesar de una previa emulación verdaderamente reiterada y formidable. Cuatro meses después el periódico que creyó en los lectores se hizo acreedor al Premio Nacional de Periodismo, en competencia con otros dos candidatos de gran peso. La idea que se había impuesto del lector nunca fue explicada al público, pero la misma había permeado a toda la redacción, y de algún modo ese implícito respeto fue percibido por los lectores, que premiaron con generosa lealtad al medio que se molestaba en explicarles los temas más complejos, porque apostaba a que serían entendidos.

Lo contrario también puede lograrse. Cuando Lyndon Johnson asumió la presidencia de los Estados Unidos heredaba las botas de un gigante muerto de modo prematuro. Procurando llenarlas declaró la «Guerra a la Pobreza», un conjunto de programas en el que el Headstart Program,(16) destinado a proveer instrucción preescolar a niños de los principales ghettos urbanos de su país, era el programa estrella. Al año de la declaración de guerra el Headstart Program había fracasado estrepitosamente. La sorpresa, la frustración y algo de pánico cundieron entre los ejecutivos del gobierno norteamericano, que con tanta esperanza habían creído iniciar una nueva era. Naturalmente, la administración Johnson ordenó un estudio que pudiera poner de manifiesto las causas del fracaso. A toda prisa se formó una comisión de pedagogos, sociólogos, psicólogos y demás expertos que pudiera desentrañar una explicación. La investigación evaluadora indicó una causa principal entre todos los factores de actuación negativa. Los maestros del programa se disponían a tratar con «niños desaventajados»—todos los instructivos que manejaban se referían a sus futuros alumnos precisamente así: disadvantaged children—y de manera inconsciente transmitían esa noción a los niños. Éstos, a su vez, «internalizaban» el rol de niños desaventajados y se comportaban como tales. Se esperaba de los alumnos un rendimiento deficiente y esto fue exactamente lo que proporcionaron.

Depende, por tanto, de la opinión que el líder tenga del grupo que aspira a conducir, el desempeño final de éste. Si el liderazgo nacional continúa desconfiando del pueblo venezolano, si le desprecia, si le cree holgazán y elemental, no obtendrá otra cosa que respuestas pobres congruentes con esa despreciativa imagen. Si, por lo contrario, confía en él, si procura que tenga cada vez más oportunidades de ejercitar su inteligencia, si le reta con grandes cosas, grandes cosas serán posibles. LEA

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NOTAS

(1) Unos veinte años antes de la asunción de Hugo Chávez al poder, José Manuel Briceño Guerrero escribía proféticamente El discurso salvaje, que incluyó después en El laberinto de los tres minotauros (Monte Ávila, 1997). Comentaría luego Francisco Toro Ugueto: «…explica no sólo por qué existe el chavismo, sino también por qué tiene éxito. La atracción política de Chávez está basada en el lazo emocional que su retórica crea con una audiencia que resiente profundamente su marginalización histórica. Funciona al hacerse eco de la profunda resaca de furia de los excluidos, una furia que Briceño Guerrero explica poderosamente. La retórica de Chávez está basada en una comprensión intuitiva profunda del discurso no occidental/antirracional en nuestra cultura, un discurso que ha sido alternadamente atacado, descontado y negado por generaciones de gobernantes de mentalidad europea. Chávez valida el discurso salvaje, lo refleja y lo afirma. Lo encarna. En último término, transmite a su audiencia un profundo sentido de que el discurso salvaje puede y debe ser algo que nunca ha sido antes: un discurso de poder». (http://caracaschronicles.blogspot.com/)

(2) Marcel Granier, La generación de relevo vs. el Estado omnipotente, Publicaciones Seleven, Caracas, 1984, págs. 2 y 3.

(3) Según Francisco Herrera Luque en La huella perenne.

(4) Editorial Monte Ávila, Obras Completas, Tomo IV, con prólogo de Pedro Grases. Ver también La interpretación pesimista de la sociología hispanoamericana, en la misma colección (Tomo II) con prólogo de Luis Castro Leiva.

(5) En sus memorias de 1989, Confessions of an S.O.B., Currency.

(6) Steve Hanke, propugnador de la receta antinflacionaria de una «caja de conversión».

(7) A comienzos del gobierno de Chávez el barril de petróleo se negociaba algo por debajo de los veinte dólares. Un año después el ascenso sostenido—el crudo Brent, por ejemplo, se acercaba a 35 dólares—llevaba a la OPEP a «tranquilizar» el mercado, pues prometía hacia septiembre del año 2000 que si el precio promedio de su cesta de productos superaba por veinte días consecutivos el nivel de 28 dólares, procedería a lanzar al mercado 500 mil barriles adicionales como modo de presionar los precios a la baja. También indicaba que cortaría 500 mil barriles al suministro si el barril promedio de la OPEP descendía por debajo de 22 dólares por diez días consecutivos. Seis años más tarde la cesta de la OPEP se cotiza al doble de aquel límite superior de la «banda de precios».

(8) Grupo Roraima, Proposición al País, (Caracas: n.p., 1984).

(9) Francisco Herrera Luque, La huella perenne (1969), Editorial Monte Ávila (1981). Esta obra recibió, increíblemente, el Premio Nacional de Medicina, oficializándose así la tesis de que somos tarados por origen hispánico de dudosa «calidad humana».

(10) Platform for Change, Wiley, 1975.

(11) Motor Mania, 1950.

(12) Richard Dawkins, el brillante etólogo británico nacido en Nairobi, Kenya, introdujo el concepto de «meme», en analogía genética, en su libro The Selfish Gene (El gen egoísta, 1976), y lo define como una «unidad de información cultural», que una mente transmite a otra verbalmente o por otra demostración.

(13) De la edición de 1974.

(14) La forma más rígida del «anclaje» de una moneda en otra.

(15) Diario La Columna, en su desempeño entre 1989 y 1990.

(16) «Programa Ventaja». Era la época de los influyentes criterios del senador demócrata Walter Mondale, quien abogaba no por la igualdad de oportunidades, sino por la «plenitud» de ellas. (Full Opportunity and Social Indicators Act).

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