Cartas

Hace casi exactamente veinte años que comentaba con un preparadísimo y noble ejecutivo venezolano, muy tristemente ya fallecido, mis planes de lanzar lo que sería mi primera publicación periódica por suscripción: el Informe Krisis.

Insistía yo en hablarle de las interesantísimas ganancias que tendría el negocio, pues le había convocado con la intención de interesarle en un aporte suyo al capital de trabajo requerido. Mientras yo trataba de mostrarle las generosas cifras en la hoja de cálculo de un vetusto software que se llamó «Multiplan», mi invitado se alejó del tema de mi interés para interpelarme: «Pero dime: ¿de qué vas a escribir?» Algo azorado le contesté: «Pues, de los procesos fundamentales de la crisis». (Nuestra conversación transcurría con posterioridad al ramalazo del famoso «Viernes Negro» de 1983).

No creo que fui capaz de contestar su siguiente pregunta, que fue: «¿Y cuando se termine la crisis de qué vas a escribir?»

Según esa cuenta llevamos ya 20 años seguidos de crisis y todavía no salimos de ella. Lo sorprendente, sin embargo, es que uno de los ejecutivos mejor formados, mejor informados y mejor intencionados de la segunda mitad del siglo XX venezolano, quisiera entender que los problemas de 1983—año del bicentenario del nacimiento de Bolívar y del juramento samánico-güerense de Chávez y compañía—no eran otra cosa que un mal episodio fugaz, pasado el cual el país retomaría su rumbo de progreso, que entre 1950 y 1978 fue la historia de desarrollo más prometedora de todo el planeta.

No debe creerse que tal apreciación es algo insólito. En un libro menos conocido y bastante más breve que su Democracia en América, Alexis de Tocqueville escribía: «Ningún gran evento histórico está en mejor posición que la Revolución Francesa para enseñar a los escritores políticos y a los estadistas a ser cuidadosos en sus especulaciones; porque nunca hubo un evento tal, surgiendo de factores tan alejados en el tiempo, que fuese a la vez tan inevitable y tan completamente imprevisto. Las opiniones de los testigos oculares de la Revolución no estaban mejor fundadas que las de sus observadores foráneos, y en Francia no hubo real comprensión de sus objetivos aún cuando ya se había llegado al punto de explotar… es decididamente sorprendente que aquellos que llevaban el timón de los asuntos públicos – hombres de Estado, Intendentes, los magistrados – hayan exhibido muy poca más previsión. No hay duda de que muchos de estos hombres habían comprobado ser altamente competentes en el ejercicio de sus funciones y poseían un buen dominio de todos los detalles de la administración pública; sin embargo, en lo concerniente al verdadero arte del Estado—o sea una clara percepción de la forma como la sociedad evoluciona, una conciencia de las tendencias de la opinión de las masas y una capacidad para predecir el futuro—estaban tan perdidos como cualquier ciudadano ordinario». (El Antiguo Régimen y la Revolución).

Algo así como los teóricamente mejor preparados ministros del segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez, que jamás imaginaron el «caracazo» de 1989, las asonadas del 92 o que su jefe tuviera que dejar antes de tiempo la Presidencia.

La crisis venezolana es ya una crisis madurada por más de veinte años de existencia. En lo económico llevamos 24 años de caída. En lo político, con la elección de Jaime Lusinchi, cuyo gobierno no podía ser distinto de lo que fue, la crisis se manifestó con claridad.

Ahora tenemos la crisis de Chávez. Es la más virulenta, la más violenta fase de nuestra crisis política. Por esa razón es capaz de enmascarar—por un tiempo—la crisis anterior, la crisis fundamental.

……………

La crisis de la política, antes que una crisis política. La crisis de la política misma. O si se quiere, la crisis del sistema político venezolano es, por sobre todo, una crisis del modo de hacer política, definida como el ejercicio de una profesión cuyo valor ético primario sea el deber de procurar las mejores soluciones a los problemas públicos. Y desaparecido Chávez esa crisis continuará irresuelta.

Es una crisis del paradigma político de la Realpolitik, que tantas veces hemos expuesto acá: el objeto de la política es acumular poder e impedir que otros lo hagan porque en caso contrario los otros lo harán e impedirán que yo lo haga. Debo tomar en cuenta que los adversarios juegan sucio y no puedo por consiguiente pretender que los derrotaré jugando limpio.

A la larga, una sociedad informatizada—y Chávez no podrá callar a todos los medios—aprenderá a exigir de sus sucesores una utilidad de soluciones a problemas públicos, y por tanto forzará un cambio al paradigma médico de la política: que el político procurará la salud de su comunidad con su aporte a la solución de problemas públicos.

¿Es que podemos afirmar que falta mucho para que ocurran «caracazos» a escala planetaria, continental o subcontinental? ¿Podemos decir que son imposibles? Por más que avancen las tecnologías del poder, el poder último es el de la humanidad, que perfectamente puede manifestarse en alteraciones del orden público a escala del mundo, como la misma tierra parece alterar el clima, la marcha de los océanos, el vulcanismo, en reclamo por nuestras agresiones. Pobladas simultáneas en las principales ciudades suramericanas tendrían efectos tan drásticos y extensos como los del Niño.

Y aprenderá también nuestra sociedad a despreciar los discursos perlados de nombres de soluciones, no de soluciones verdaderas: «Hay que reactivar la economía», «hay que erradicar la pobreza», «hay que crear empleo», etcétera, etcétera.

Los ciudadanos, inevitablemente, aprenderemos esas cosas. Todavía nos tomará un tiempo, pero vamos a aprender.

LEA

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