By the time I get to Tucson

Gabrielle Giffords: blanco de Sarah Palin

 

Constitución de los Estados Unidos – Segunda enmienda

Derecho a portar armas. (Ratificada el 15 de diciembre de 1791).

Siendo necesaria una Milicia bien regulada a la seguridad de un Estado libre, no deberá ser infringido el derecho del pueblo a mantener y portar armas.

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En la sala de cuidados intensivos del Centro Médico de la Universidad de Arizona, en Tucson, una mujer de 40 años, servidora pública, yace en condición crítica. Intervenida quirúrgicamente de emergencia, se encuentra en coma inducido para que su cerebro repose después de una agresión brutal: una bala calibre 9 milímetros, disparada a menos de metro y medio de distancia, atravesó de atrás hacia adelante el hemisferio izquierdo de su cerebro. Por ahora vive, su cráneo desprovisto de una tapa ósea artificialmente separada para moderar el riesgo de inflamación cerebral. Es Gabrielle Giffords, Representante de Arizona en la Cámara Baja del Congreso de los Estados Unidos, recién reelecta para un tercer período luego de un servicio parlamentario admirable.

Otros tuvieron menos suerte. El 8 de enero, un desquiciado joven de 22 años, Jared Lee Loughner, disparó a mansalva una pistola Glock con cargador de treinta proyectiles—comprada legalmente el 30 de noviembre del año pasado—, hiriendo a veinte personas. Seis de ellas murieron: Dorothy Morris, de 76 años; el juez federal John Roll, de 63 años; Dorwan Stoddard, de 76 años, que murió mientras protegía a su esposa; Phyllis Scheck, de 79 años; Gabriel Zimmerman, de 30 años, quien era miembro del equipo de la representante Giffords y estaba comprometido para casarse; Christina Taylor Green, de 9 años, alumna de tercer grado de educación primaria, recién electa al consejo estudiantil de su escuela. Una fotografía de Christina había aparecido en el libro Rostros de esperanza (Faces of Hope: Babies Born on 9/11), pues había nacido el 11 de septiembre de 2001, el día de los ataques hiperterroristas de al Quaeda al Centro Mundial de Comercio.

Christina ya no es un rostro de esperanza

John Roll: el juez asesinado

El factor inmediato de esta irracional matanza fue, sin duda, la esquizofrenia paranoide de Loughner, cuyas extrañas y agresivas conductas han comenzado a conocerse con creciente detalle. Pero es imposible ignorar que la prédica violenta de una parte significativa de la gente republicana y del Tea Party ha proporcionado un telón de fondo pendenciero que, en un país que siempre ha tenido radicales de ambos lados del espectro político—Ku Klux Klan, Black Panthers—(mayormente de la derecha, sin embargo), ha ido en aumento alarmantemente. El ominoso proceso comenzó a hacerse patente en la campaña electoral de 2008, cuando John McCain se vio forzado a separarse de la retórica racista y violenta de más de uno entre sus copartidarios—comenzando por la compañera de fórmula que fue a buscar a Alaska—y que emergía del público asistente a sus propios mítines.

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Sarah Palin es una desgracia para los Estados Unidos. Ignorante, simplista, maniquea, radical, ha impuesto un tono agresivo a sus discursos, aplaudidos por una clientela del odio, y logrado cautivar amplios contingentes de soporte que ven en Barack Obama la encarnación del demonio comunista. Palin, entusiasta de las armas de fuego y la cacería de grandes animales, emplea regularmente un léxico incendiario. Para animar a sus partidarios les aconseja, por ejemplo: «No se retiren; recarguen». (Do not retreat; reload). En la oportunidad de las recientes elecciones legislativas, Palin señaló por nombre y apellido a veinte representantes demócratas, cuyos circuitos destacó en un mapa—sólo retirado este fin de semana, después de la balacera en Tucson—bajo el símbolo de mira de un arma de fuego, como blancos que debían ser obliterados. Uno de los blancos marcados era Gabrielle Giffords quien, sintiéndose amenazada, comentó: «Estamos en la lista de blancos de Sarah Palin. Pero el asunto es que la forma en que ella la exhibe tiene la cruz en la mira de un arma de fuego sobre nuestro distrito. Cuando la gente hace eso, tiene que darse cuenta de que tiene consecuencias». Tenía razón; en su caso, las consecuencias fueron la herida en su cabeza y el insulto a su cerebro.

Objetivos precisados por Sarah Palin

La agresividad, la violencia, se aprende de modelos agresivos. Cuidadosos experimentos realizados por Albert Bandura, el padre de la psicología cognitiva, en 1961, mostraron el mecanismo de este aprendizaje en niños de un poco más de cuatro años de edad: «La conclusión principal del equipo de Bandura y sus colaboradores, en síntesis, es que conductas específicas como la agresión pueden ser aprendidas a partir de la observación y la imitación de modelos. Los niños llegaron a pensar que la conducta agresiva era aceptable, y de este modo sus inhibiciones de la agresión se debilitaron. Este debilitamiento hace más probable que se responda a situaciones futuras con respuestas más agresivas. La agresividad se aprende». (En Nocivo para la salud (mental), en este blog, artículo del 5 de julio de 2007 en el que se advierte acerca de la grave peligrosidad de que el actual Presidente de la República ejerza una «perenne modelación de la violencia y la agresión, que deja cicatrices en el espíritu de la Nación. ¿Cómo puede disminuir la delincuencia en un país cuyo presidente la modela, exacerbando el azote que lacera por igual a sus partidarios y sus opositores? ¿Qué asaltante no se sentirá ‘dignificado’ por la conducta presidencial, cuya agresividad y cuyo desprecio por la propiedad puede tomar por modelos?»).

Y la agresividad puede cocinarse socialmente. En Power: The Inner Experience (1975), David McClelland logró establecer una correlación inequívoca entre una presencia aumentada de temas agresivos en artículos, canciones e historietas y la inmersión de los Estados Unidos en guerras. Si bien la retórica agresiva de la nueva derecha estadounidense no apretó el gatillo, ciertamente ha pintado el paisaje apropiado a la acción violenta de enfermos como Jared Loughner.

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Gente como Sarah Palin, John Wayne, Barry Goldwater, Mel Gibson (que aparentemente golpea mujeres), pero también el ocasional izquierdista, como Michael Moore, es la que provee la mayor parte de los cuatro millones de miembros de la National Rifle Association (NRA) el más influyente de los lobbies en los Estados Unidos. La misión principal de esta asociación es la defensa de la Segunda Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos, que en la interpretación estándar sostiene el derecho de todo estadounidense a portar armas de fuego.

Este lobby es tan poderoso que ha impedido lo que obviamente es la lectura correcta de la mentada enmienda. En 1791, al ser ratificada, los Estados Unidos eran una nación recién nacida, cuya independencia fue conseguida en guerra que duró de 1775 a 1783, cuando el Ejército Continental que Jorge Washington dirigiera, y que de todos modos debió ser complementado por milicias locales, fue desbandado. Era, pues, la doctrina militar de la incipiente nación que esas milicias eran, como lo justifica la letra de la enmienda, necesarias para su seguridad.

Hace mucho que cualquiera milicia de alguno de los estados de esa unión, considerablemente aumentada con el tiempo, haya participado en la «defensa» de los Estados Unidos. La muy larga serie de conflictos militares en los que ese país se ha involucrado a lo largo de su historia se ha desenvuelto prácticamente toda fuera de sus fronteras, sin milicianos. El comodoro Perry que llevó la presión estadounidense al Japón del siglo XIX no comandaba milicianos, sino militares de profesión llevados tan lejos en una flota profesional. No se constituye con milicianos el Comando Aéreo Estratégico de los EEUU, ni son milicianos los tripulantes y operadores de sus buques de guerra. La premisa de la Segunda Enmienda ha desaparecido y, en consecuencia, también debiera desaparecer su corolario. Una nación racional no debe sostener como derecho de ningún ciudadano, esté o no en sus cabales, la libre adquisición y porte de armas. La Segunda Enmienda debe ser repelida. (Ya los Estados Unidos han hecho esto antes: la Décima Octava enmienda de 1919, que desató la epidemia gangsteril con la Prohibición, fue repelida por la Vigésima Primera, en 1933).

El censo de abril de 2010 reportó que los Estados Unidos tienen 308 millones de habitantes; 304 millones de ellos no son miembros de la NRA. LEA

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