Sheriff que ladra

El GloboPrimero que nada, un test para la memoria del lector. Fue un venezolano quien dijo no hace mucho estas palabras: “Lo irresponsable hubiera sido aceptar que sólo por la violencia podríamos obtener las rectificaciones o cambios que anhelamos”.

¿Podemos recordar quién dijo eso? Si no lo recordamos, ¿podemos tratar de adivinar?

Veamos si el análisis de la oración nos ofrece alguna clave. Podemos suponer que quien afirmó algo así debe haber sido alguien que se refiere a la política del gobierno de Pérez, que desde hace un tiempo estaba proponiendo que se hicieran tales rectificaciones o cambios y que se lamenta de que sólo el intento de fuerza de la cuarta madrugada de febrero haya movido a Pérez a modificar, a regañadientes y de modo cicatero, su hasta hace nada inamovible paquete.

Nos equivocaríamos, amigo lector, si creyésemos que el autor de tan interesante sentencia es un opositor al gobierno de Pérez. No, quien dijo esas palabras no ha sido otro que el mismísimo Carlos Andrés Pérez en su discurso ante el Congreso del pasado jueves 12 de los corrientes.

Hace unos años Luis Herrera Campíns le endilgó a Pérez el calificativo de caradura. No le faltaba ni un ápice de razón. ¿Cómo puede el ciudadano Pérez afirmar una cosa así cuando es ni más ni menos la violencia del 4 de febrero la única razón que entendió, después de que por medios menos drásticos se le dijo hasta el cansancio que debía rectificar su rumbo?

¿Cómo puede afirmar, como si la cosa no fuera muy directamente con él, que “a los pueblos les hacen falta sacudones como éste de vez en cuando”?

¿Cómo puede haber dicho en repetidas ocasiones que durante su gobierno no ha habido escándalos de corrupción? ¿Es que no es escandaloso que el año pasado haya tenido que desprenderse apresuradamente de los servicios de su muy querido Orlando García, por el asunto aquél de la navajita defectuosa que Gardenia Martínez vendió a nuestras Fuerzas Armadas?

¿Cómo puede tan siquiera sugerir que la noche de las cacerolas, en la que todo el país en todas sus clases clamoró su repudio hacia él, fue un evento de la clase media chilena que habría traído consigo a Pinochet y que además tuvo un carácter “festivo”?

Efectivamente Herrera Campíns tenía toda la razón: Pérez es un caradura.

El desprecio

Más allá del caradurismo, lo que conductas como las referidas constituyen es un grave insulto a la inteligencia del venezolano. Es pensar que los habitantes de este país somos idiotas, desmemoriados, dignos del más descarado engaño. Es el desprecio. ¿Queremos que nos gobierne gente así? ¿Es correcto, como preguntaría el señor Piñerúa, que accedan a posiciones de poder o las conserven aquéllos que manifiestan con tal desfachatez un tal desprecio por sus conciudadanos? ¿Es eso correcto?

Ah, pero ahora es nada menos que ese señor Piñerúa quien ha llegado a la escena. Viene envuelto en su insistente aura de incorruptible a ocupar, superministerialmente, una especie de Ministerio de Estado contra la Corrupción.

Primero que nada, habría que ver si ese papel robesperriano que se arroga es tarea que corresponde al Ministerio de Relaciones Interiores, el que estrictamente no es un órgano de la justicia venezolana. El Poder Ejecutivo tiene dentro de su estructura otro ministerio, el de Justicia, que en todo caso sería el que tendría más que ver con el asunto.

Luego habría qué preguntarse quién es el señor Piñerúa y de donde obtiene las facultades orgánicas que le permiten declarar, según informa un vespertino de esta ciudad, que “ha resuelto dar poderes absolutos a la Fiscalía y a la Contraloría General de la República, así como al Tribunal Superior de Salvaguarda y a todos los restantes organismos del Estado que tengan que actuar en contra de la corrupción, incluyendo a los cuerpos policiales”. Acá se insinúa un cierto tufito autoritario, por decir lo menos, y en cualquier caso, una crasa ignorancia de las limitaciones jurídicas de su cargo. Que yo sepa, la Asamblea Constituyente propuesta no ha sido convocada siquiera, y por tanto, nadie puede conceder al señor Piñerúa el poder para conceder poderes absolutos de esta naturaleza, menos aún a órganos que, como la Fiscalía y la Contraloría, son completamente independientes del Poder Ejecutivo, pues ambos son nombrados por el Congreso de la República. Llama la atención el hecho de que el Dr. Escovar Salom, conocedor de las leyes del país, y tan puntilloso para recusar la reincorporación de un miembro de la Corte Suprema o para denunciar la inconstitucionalidad del decreto sobre la inscripción sin documentos de hijos de padres extranjeros, no se haya apresurado a aclararle al señor Piñerúa que él no puede concederle poderes absolutos para nada.

Holier than thou

Pero supongamos, de todas formas, que debemos perdonar este arranque como una vehemencia propia del carácter de este flamante Ministro de Relaciones Interiores, que se sintió en la obligación de hablarnos por radio la noche del cacerolazo. Excusémosle, por ahora, ese exabrupto basándonos en el beneficio de la duda que le concedemos a una tan larga trayectoria de “luchador” contra la corrupción.

Supongamos que como significa la expresión inglesa del intertítulo, el señor Piñerúa es más santo que tú y que yo. Quiero recordar al lector, y al propio señor Piñerúa, los siguientes hechos:

Primero. El señor Piñerúa ya fue Ministro de Relaciones Interiores del señor Pérez a comienzos del primer gobierno de éste. En aquella ocasión no tuvo la ocurrencia de dar poderes absolutos a nadie para la lucha contra la corrupción.

Segundo. El señor Piñerúa, durante ese primer período de Pérez, peroró un famoso discurso en el Congreso, en el que denunció que unos “doce apóstoles” participaban de la corrupción ya presunta en aquel gobierno. Ese discurso motivó que el señor Pérez aupara decididamente a Jaime Lusinchi para intentar arrebatarle al señor Piñerúa la nominación como candidato presidencial de Acción Democrática.

Tercero. El señor Piñerúa se mostró muy activo y contento por la época en que una antigua “Comisión de Etica” de su partido condenó al señor Pérez por el caso del “Sierra Nevada”. El señor Pérez se salvó de que el Congreso de ese tiempo le condenara definitivamente, gracias, entre otros, al voto de otro pequeño robespierre criollo: José Vicente Rangel.

Por estas cosas, señor Piñerúa, los venezolanos comenzamos a preguntarnos si, en su muy publicitada e implacable cruzada contra la corrupción, se dignará usted indagar en los asuntos del señor Orlando García, hasta hace nada Jefe de Seguridad Personal de su jefe suyo de usted.

¿Indagará usted, señor Piñerúa, sobre la procedencia de los medios de fortuna de una señora Cecilia Matos? ¿ Pedirá usted al señor Pérez una explicación acerca de por qué hace unos años se le ubicaba en publicaciones internacionales como uno de los personajes más ricos del mundo? ¿Le pedirá usted su balance personal?

Por ahora le recomiendo la lectura del libro “El dinero del poder”, autorado por un periodista español que quiso hurgar en los negocios personales de Felipe González, y en el que el señor Pérez es mencionado profusamente.

Por cierto, ese no es libro que se consiga con mucha facilidad en librerías venezolanas, aunque a usted, con sus poderes absolutos, no le será difícil obtenerlo. Pero hágame el favor, señor Piñerúa, mientras está en eso, ¿podría usted complacerme y averiguar, ya que ahora todos los cuerpos policiales le responden como un solo hombre, si la difusión de ese libro ha sido de algún modo impedida en Venezuela y por quién?

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En el último día de febrero

El Globo

En estricto sentido, el Comandante Chávez y sus compañeros de la cuarta madrugada de febrero abusaron de nosotros.

He podido conocer y admirar muy de cerca la conducta médica de un pediatra excepcional. Como pocos médicos que conozco, éste se tomó en serio el juramento de Hipócrates, el primer código ético de una profesión que la Historia registra por escrito. El protocolo que sigue este médico al que me refiero es invariablemente el mismo: ante la enfermedad de uno de sus pacientes procura, primeramente, que el enfermo se cure sin su intervención de faculto. Parte, pues, de una confianza básica y fundamental en las propias capacidades del cuerpo humano para sanarse a sí mismo.

Sólo si el paciente no da muestras de mejoría se aviene entonces a recomendar algún remedio. Para que consienta en recetar antibióticos casi que hay que torcerle el brazo. Un revólver sobre su pecho es necesario para que admita que, llegado un cierto momento, el caso debe tomarlo un cirujano. Para él un cirujano es, entonces, un último recurso y no es, propiamente y de acuerdo con Hipócrates, un recurso médico. Políticamente las cosas deben verse de la misma manera.

El comandante Chávez actuó como cirujano. La imagen del 4 de febrero como acto quirúrgico ha entrado ya en nuestras cabezas. Pero los militares que participaron en la acción, independientemente de su valentía y de la pasión que los animaba, abusaron del pueblo venezolano. Porque es que ningún cirujano tiene derecho a intervenir sin el consentimiento del paciente, a menos que éste se encuentre inconsciente y, por tanto, privado de su facultad de decidir si se pone en las manos del cuchillero. Y el pueblo venezolano no estaba inconsciente y el comandante Chávez no nos consultó sobre la operación y nosotros no le autorizamos a que lo hiciera.

Podemos hasta conceder que el diagnóstico estaba correcto. Carlos Andrés Pérez debía separarse del cargo. Yo escribí aquí a fines del año pasado, y refiriéndome a la proposición uslariana de que Pérez asumiera la conducción de un programa de emergencia nacional, lo siguiente: “Pero el problema fundamental de su récipe consiste en creer que Carlos Andrés Pérez debe dirigir los tratamientos, cuando él es, más propiamente, el propio centro del tumor.”

Y el comandante Chávez quiso resolver quirúrgicamente la remoción del tumor, sin autorización de nadie e ignorando, a pesar de que había sido dicho bastantes veces, que todavía existían los medios clínicos, los procedimientos médicos para el mismo objetivo. En el mismo artículo en el que reconocí la recomendación del Dr. Úslar de que Pérez nos salvara, recordé: “Propuse el 21 de julio algo más radical que las píldoras del Dr. Úslar. Receté, para la urgencia más inminente de la enfermedad, la renuncia de Carlos Andrés Pérez y que el Congreso elija, según pauta la Constitución, a quien complete su período como Presidente, porque, como Úslar dice, es importante preservar la constitucionalidad.”

Sin embargo, comandante Chávez, debemos darle las gracias de todos modos. Porque sin su abusiva pero viril decisión, los que usan y abusan todos los días el poder político que aún detentan, no se habrían puesto a dar las histéricas carreritas que estamos presenciando. El vergonzoso apremio por aparecer como el más atrevido de los líderes.

El pescueceo

Es así como José Rodríguez Iturbe, luego de oponerse al discurso de Caldera el mismo 4 de febrero, en pocos días había considerado que las elecciones de Presidente y de Congreso debían ser adelantadas para este año, lo que implicaba la renuncia, no sólo de Pérez, sino de todos los congresantes. El Dr. Rodríguez Iturbe necesitó de un golpe para llegar a esa conclusión.

O el Dr. Fernández, que fue hasta el Fiscal General para decirle que no requeriría pruebas, que se conformaría con meros “indicios” de un acto corrupto, para expulsar enérgicamente al indiciado de las filas de COPEI. El Dr. Fernández necesitó que el comandante Chávez le trasnochara para llegar a esa conclusión, porque tan sólo un mes antes el propio Dr. Fernández había designado, como presidente de los actos aniversarios de COPEI de enero de este año, al Dr. Douglas Dáger, el mismo del caso Lamaletto, del video escandaloso, de su destitución como Presidente de la Comisión de Contraloría del Congreso. Es decir, el Dr. Fernández elevó como símbolo de su partido a una persona sobre la que han pesado, si no pruebas, al menos graves indicios de corrupción. Es ese mismo Dr. Fernández que ahora propone una Constituyente, aunque hasta hace nada despreció olímpicamente los llamados del Dr. Juan Liscano y sus compañeros del Frente Patriótico justamente para la convocatoria de una Asamblea Constituyente.

O el Dr. Burelli Rivas, que con gran frescura declaró a la prensa que una salida pacífica, “que hasta ahora no ha sido planteada”, sería que Carlos Andrés Pérez renunciara a la Presidencia de la República.

Y ahora el Dr. Caldera se suma a la proposición de la renuncia de Pérez. La presenta, naturalmente, como si se le estuviera ocurriendo a él en este momento. Escribe con gran flema sobre la “posible” conveniencia de una Constituyente, cuando hasta hace nada sólo quería enmiendas, remiendos, acomodos.

Por todos estos apresurados y patéticos cambios de posición hay que agradecer al Comandante Chávez y a todos sus compañeros.

Vete ya, Carlos Andrés

El que sí parece no tener composición es Carlos Andrés Pérez, que nuevamente nos avergonzó al declarar a los corresponsales extranjeros que durante su gobierno no hubo ningún escándalo de corrupción. Claro, para Pérez no es escandaloso que con gran prisa tuviera que destituir, el mismo año pasado, a su propio jefe de seguridad personal, porque parece que andaba enredado con una tal Gardenia Martínez por el asunto de una navajita defectuosa vendida a las Fuerzas Armadas de este país.

Por eso, no hay salida sin la terminación del mandato de Pérez. Pero esto debe ser obtenido médicamente, civilmente. Me congratulo porque por fin personas tan notables como el Dr. Caldera y el Dr. Burelli hayan admitido, aunque sin reconocer que hubiera sido propuesto antes de la cuarta madrugada de febrero, que el tratamiento que propuse hace ya siete meses sea el tratamiento indicado. Me duele que no lo hayan entendido antes del dolor y la vergüenza del 4 de febrero.

Que continúe el curso médico. Por las manos de los caraqueños circula una hojita que propone un grito colectivo. Para el 10 de marzo, a las 10 de la noche: “Hoy es diez, son las diez, vete ya Carlos Andrés”. Yo pienso gritar, a menos que la suspensión de mis garantías constitucionales se emplee para amordazarme primero.

Carlos Andrés Pérez tendrá que abandonar el poder. A ese no lo salva ni George Bush. Ya es cuestión de días. El problema será entonces encontrar quien le va a suceder.

El Dr. Uslar ha dicho que no aceptaría la Presidencia de la República bajo ningún concepto. Lo siento mucho porque lo preferiría a cualquier otro, por la claridad y modernidad de su pensamiento.

Pero yo también sugerí que el Dr. Caldera sería una estupenda opción y aquí lo reafirmo. Le pregunto entonces a Rafael Antonio Caldera: ante la necesidad nacional, ¿aceptarías completar el período constitucional que Pérez no culminará? ¿O serás capaz de negarte porque no te conformas con eso y quieres cinco años completos de poder?

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Dos lecciones

El Globo

Cuando comienzo a escribir esto hace casi una hora que ha comenzado otro aniversario del Día de la Juventud. Ayer por la mañana varios centenares de periodistas nos han dado una lección. Fueron hasta la sede del Congreso de la República a exigir, sin otras armas que la presencia y la palabra, que ese cuerpo debatiera el punto de las restricciones a la garantía constitucional de la libertad de expresión. Yo no tuve el ánimo de estar presente allí, cuando hubiera podido ir. Admiro el valor de quienes, mientras las libertades de reunión y manifestación pueden ser vulneradas legalmente por el gobierno, marcharon por el medio de las calles que llevan desde la esquina de Pajaritos hasta la puerta del Congreso.

Fue otro día de la Juventud. En su mayor parte fueron jóvenes profesionales del periodismo quienes tuvieron la sangre fría de expresar su repudio ante la suspensión de una garantía consubstancial a la democracia. En “La marcha de la insensatez” Bárbara Tuchman, la historiadora ganadora del premio Pulitzer, hace no mucho fallecida, analiza de este modo lo que fue “el comentario más ampliamente difundido de la guerra” de Viet Nam: “Es necesario destruir el poblado con el fin de salvarlo.”El mayor norteamericano quería decir que el pueblo tenía que ser arrasado para erradicar a los Viet Cong, pero su frase pareció simbolizar el poder destructor norteamericano empleado contra el objeto de su protección para preservarlo del Comunismo.”

Resulta igualmente contradictorio argumentar que para preservar nuestra democracia es preciso impedir la libertad de expresión. De todas las garantías suspendidas la más fundamental es la libertad de expresión. Verdaderamente sin ella no hay democracia. Es justamente esa libertad uno de los rasgos que hacen que valga la pena defenderla, en paráfrasis de una sentencia del juez Warren, ese inolvidable Juez Jefe de la Corte Suprema de los Estados Unidos de Norteamérica.

Y los periodistas han luchado ayer por ella, cuando la mayoría de nosotros abunda, privada y prudentemente, en abrumadora crítica al régimen del presidente Pérez. Nos han dado una doble lección. La lección del valor. La lección de una pacífica serenidad en la presión política del ciudadano. Esto último los distingue de los que intentaron derrocar al presidente Pérez por la fuerza.

Segunda clase

Yo recibí, personalmente, una segunda lección de Don José Rodríguez e Iturbe. Según me informa la lectura de “El Universal” de ayer 11 de febrero, Pepe ha propuesto que las elecciones presidenciales—y las de los representantes en el Congreso de la República—sean adelantadas para este año de gracia de 1992, en diciembre.

Desde el 21 de julio del año pasado, cuando por primera vez sugerí públicamente, en artículo publicado en “El Diario de Caracas”, que el presidente Pérez considerara renunciar, yo había venido aferrándome a esa idea como salida distinta a la falsa disyuntiva Pérez o golpe. Pensaba desde ese entonces que con la renuncia Pérez podría evitar”…el dolor histórico de un golpe de Estado, que gravaría pesadamente, al interrumpir el curso constitucional, la hostigada autoestima nacional.”

Cuatro artículos más dediqué al punto en este periódico indiscutiblemente democrático. Pero Don José ha dado un martillazo mucho más cerca del mismo centro del clavo. Veamos.

Yo proponía que Pérez renunciara para producir la condición, prevista constitucionalmente, de falta absoluta del Presidente de la República. En tal caso nuestra Constitución pauta que la Presidencia de Venezuela debe pasar, por el lapso máximo de un mes, a manos del Presidente del Congreso. Dentro de ese período las Cámaras Legislativas deben elegir a un venezolano que complete, como Presidente de la República, lo que falte del período presidencial en el que se produzca la falta absoluta. (Artículo 187, en sus parágrafos segundo y tercero).

En mi primera aproximación al tema llegué a sugerir el nombre de Rafael Caldera como sustituto de Pérez, tomando en cuenta su indudable solidez. Pensaba también que Eduardo Fernández podría no objetarlo porque así no tendría que enfrentarse a él en 1993, y que los factores de mayor poder económico, algo escamados con Caldera después de lo de la nueva Ley del Trabajo, podrían suponer que en un período incompleto no le sería posible vulnerar en grado apreciable sus intereses, sobre todo cuando tendría que dedicar su mayor atención a labores de adecentamiento político. Luego sugerí además el nombre de Uslar Pietri, en quien no había pensado porque una vez me dijo que él no era político, y porque, a pesar de que declarara a fines de 1991 que él no aceptaría la Presidencia de la República ante las cámaras de Marcel Granier, el país podría exigírselo si lo consideraba necesario.

Pero este procedimiento tiene el inconveniente de no ser todavía suficientemente democrático. La determinación del nuevo presidente no la tomaría el pueblo, sino los actuales congresantes. Además, Acción Democrática acaba de anunciar que propondrá de inmediato a David Morales Bello para sustituir a Pedro París Montesinos en la Presidencia del Congreso, y no me agrada para nada la idea de que ese Morales que exigió la muerte de los insurgentes, asuma la Primera Magistratura Nacional, ni siquiera por un mes.

Punto de partida

Pepe se acercó más. El habla de elecciones populares y eso es, sin duda, una mejor proposición que la mía. Me afinco en ella para adicionar una condición con la que Pérez no podría negarse al expediente propuesto por Redríguez Iturbe. Yo dejaría que Pérez participara como candidato en las elecciones y que, de resultar elegido, entonces completara los poco menos de dos años que le faltan del período en el que estamos.

Pero eso sí, Pepe, posponerlas hasta diciembre de ese mismo año, aun cuando sea un adelanto respecto de 1993, es demasiado. Yo creo que fijarlas para dentro de tres meses es más apropiado. De aquí a diciembre podrían presentarse muchas cosas. En cambio, si existiese aún ahora el riesgo de otro intento de interrupción por la fuerza, que debemos tratar de evitar, pienso que hasta el más radical propugnador de golpes de estado concedería a la democracia un pagaré por noventa días.

Ese tiempo es más que suficiente para que se organice una elección presidencial. No necesitamos, no toleraríamos, un largo carnaval de electoral derroche. Las Fuerzas Armadas Nacionales, a las que hasta Pérez ha reconocido su apego al marco democrático, vigilarían con gusto esa votación y garantizarían, junto con el sistema de contrapesos del Consejo Supremo Electoral, un razonable grado de limpieza comicial.

Esos noventa días debieran ser más que suficientes para que los candidatos expliquen al país lo que pretenderían hacer en y desde Miraflores. Ahora mismo sabemos del programa de uno de ellos—Pérez insistiría, lo ha confirmado, en su “paquete”—y estamos a punto de conocer el de los precandidatos copeyanos Eduardo Fernández y Humberto Calderón Berti. (COPEI ha anunciado que presentará al país su proposición alterna el próximo jueves 13 de febrero). Debemos suponer que Caldera no necesita más de unas pocas semanas para componer lo que sería su programa de gobierno. Debe tenerlo preparado, en sus rasgos esenciales, desde 1983. Y así sucesivamente.

Nada justificaría un retraso mayor. No es necesario entrar en detalles. Lo que el pueblo requiere saber es el esquema, sencilla y claramente explicado, con el que cada candidato gobernaría.

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Basta

El Globo

El presidente Pérez se ha ido.

El presidente Pérez se ha ido a los Estados Unidos y a Suiza. No puedo, pues, recomendarle personalmente que renuncie. Además, había algo de compromiso en la oración con la que cerré mi anterior artículo: “Por última vez, presidente Pérez, considere Ud. la renuncia.” Es innegable que eso fue una promesa de no dirigirme a él para hablarle de ese tema. Pero no por eso debo dejar de opinar que es mejor que Carlos Andrés Pérez no continúe ejerciendo la Presidencia de la República de Venezuela.

El presidente Pérez ha dicho que no hablará sobre el Golfo de Venezuela. Ha prometido que no informará a los venezolanos sobre ese punto descollante de la política exterior venezolana hasta que no tenga algo que decir. Y como el presidente Pérez se niega a decirnos algo sobre el Golfo de Venezuela porque no tiene nada que decir, hemos tenido que atender la desatenta visita del presidente de Colombia, acompañado de su maja cancillera, porque él sí tiene que decirnos algo sobre el golfo. Como que sus fuerzas armadas están listas para apoyarle y supone que estamos en el mismo estado de apresto. Como que no reconoce que para Venezuela sea de importancia vital el asunto. Todo eso permite que nos digan el presidente Pérez en nuestra propia casa. Acto seguido, desaparece del país.

No puede haber evidencia más rotunda de que el presidente Pérez, en el ejercicio de la atribución que le confiere el ordinal 5º del Artículo 190 de la Constitución para “Dirigir las relaciones exteriores de la República…” las está dirigiendo muy mal. Si no hubiera otra cosa que criticarle, esta conducta y esos resultados ya serían motivo suficiente para exigirle su renuncia a la investidura que ha ido a ostentar afuera, otra vez.

Obviamente, hay muchas otras cosas que reclamarle y que se le están reclamando. ¿Cuántas protestas diarias se están dando en Venezuela? ¿A qué altura ha llegado el índice bursátil de la protesta nacional?

Concentrémosle

Pero cada una de esas protestas se ha venido expresando—con muchísima razón, porque el sufrimiento de muchos es largo, intenso y creciente—como exigencia a favor de necesidades parciales, fragmentadas.

En 1986 escribí lo siguiente, perfectamente aplicable a la situación actual: “… recordé una reunión que Caldera sostuvo con los empresarios del sector transportista a comienzos del período electoral oficial. En esa oportunidad Caldera llegó a presentar, como lo haría multitud de veces ante cada grupo de intereses específicos, una oferta especial y particular al sector: la creación del «Fondo Nacional del Transporte». Comenté a raíz de ese episodio que había sido una doble equivocación: por un lado, era erróneo suponer que, en una época en la que los venezolanos ya estábamos bastante escamados con los grandes monstruos burocráticos, la promesa de uno más fuera una proposición excitante; por el otro, ya los ciudadanos teníamos la firme sospecha de que lo que andaba mal no era cada pieza por separado sino la armazón del conjunto, el Estado como un todo y, por ende, lo que se quería escuchar de los candidatos no eran promesas específicas al transporte o al deporte, sino remedios generales. El venezolano que asistió  a  cualquiera  de  las  innumerables  reuniones que poblaron, como a cualquier otra, la batalla electoral de 1983, estaba más preocupado por el país en su conjunto, clara y evidentemente enfermo, que por el interés sectorial de su inmediata incumbencia.”

De manera análoga debemos concentrar nuestra protesta sobre un problema general y cristalizar nuestra aspiración en un remedio de efecto también general. No nos va a resolver las cosas la monstruosidad burocrática de un “megaproyecto social” que no se ejecutaría completo en este período presidencial y que, por lo demás y gracias a Dios, no cuenta con los recursos necesarios. No nos resuelven los problemas las frescuras de los “dineros frescos” que Pérez no pagará, sino el pueblo a través de sus sucesores. No nos resultará que un día se decida cortar la producción petrolera en cincuenta mil barriles diarios y una semana después se anuncie que se aumentará en cien mil. Como tampoco que el presidente de nuestra república un día abra la boca sobre un tema delicado, al día siguiente se contradiga y un día más tarde declare que no dirá más nada sobre el asunto.

Pero tampoco nos hará bien pulverizar nuestro rechazo a Pérez en una miríada de reclamos, por más justos que éstos sean. Nuestro objetivo central y nuestro esfuerzo, hasta que tengamos éxito, ya no deberán dividirse entre el medio pasaje estudiantil, el agua de Guarenas, el control de cóleras, el sueldo del maestro o el aseador o el aviador o el médico; no deberán dispersarse entre el remedio del enfermo, la atención del infante, la pensión del anciano, la aprensión del delincuente, el trato del preso; no deberán desparramarse entre la preservación del Golfo de Venezuela, de los minerales de Amazonas, de tu vida o de la mía.

Ahora tenemos que lograr una sola cosa: que Carlos Andrés Pérez deje de mandarnos.

Febrero. 1992.

Ya está aquí, una vez más, febrero.

Esto es lo que debemos decir en febrero: que Carlos Andrés Pérez ha fracasado. Que no queremos su mando. Que nuestra armazón constitucional, por fortuna, tiene modo de suplirle. Que necesitamos de vuelta las facultades que le dimos, porque es él la encarnación y la síntesis de lo que no puede seguir siendo políticamente en Venezuela. Que todo eso lo hemos venido diciendo en las encuestas. Que no queremos esperar hasta febrero de 1994. Que la cosa es ya.

Por eso ahora, en febrero, cada punto de protesta, cada reivindicación, cada caso de dolor social, deberá expresarse en una sola exigencia: Pérez, hasta aquí llegaste. Que cada agraviado gremio, que cada centro estudiantil, que cada grupo de edad, que cada vecino se lo diga. Nuestra voz no debe conformarse con la pasiva representación de las encuestas, porque aunque ya sean todas las que certifican nuestro rechazo del presidente Pérez, eso no es suficiente. Como a Emparan, hay que decírselo activamente, directamente.

Ahora en cada marcha, en cada pancarta, en cada conflicto, en cada voz y en cada consigna, deberá decirse: Pérez renuncia.

No queremos más dolor innecesario. No queremos más vergüenza. No queremos que nos intente persuadir, una y otra vez, de que para alcanzar “…la mayor suma de felicidad posible” es preciso que seamos infelices.

Basta de paquete. Basta de financiarle sus campañas extranacionales. Basta de mermas al territorio. Basta de megaproyectos, sociales o económicos. Basta de megaocurrencias. Basta de megalomanía. Usted, señor Pérez, que hace no mucho ha tenido la arrogancia de autotitularse patrimonio nacional, tiene toda la razón. Usted sí es patrimonio nacional, historia nacional, cruz y karma nacionales. Por tanto es a nosotros a quienes corresponde decidir qué hacer con Ud. Por de pronto, no queremos que siga siendo Presidente de la República.

LEA

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