La Verdad

Existe una antigua leyenda de las tribus germánicas según la cual al comienzo del mundo sólo había dos clases de hombres: héroes y sabios. Según el mito, los héroes se levantaban todas las mañanas dispuestos para la faena:  conquistar castillos, rescatar doncellas y matar dragones. Al caer el día cesaba la jornada; y entonces los héroes se dirigían a las cuevas de los sabios, para que éstos les explicaran el significado de sus hazañas, pues no sabían ni por qué ni para qué las emprendían.

El recuerdo de este relato vino a mi mente al leer, a mediados del año pasado, un análisis de Argenis Martínez, el que encabezaba así: “La característica general de la política venezolana hasta ahora es que si usted está mejor preparado en el campo de las ideas, es más inteligente a la hora de buscar soluciones y tiene las ideas claras sobre lo que hay que hacer para sacar adelante el país, entonces usted ya perdió las elecciones”. No se concibe que quien ostensiblemente lea mucho, piense mucho, invente mucho, pueda ser un buen gobernante.

Y no sólo es que en Venezuela se prohíbe a los sabios y brujos mandar, sino que ni siquiera se les estima. Una vez un profesor extranjero, experto internacional en sistemas de decisión de alto nivel, fue invitado por un ministro venezolano muy importante. El profesor, a petición del ministro, recomendó la institución de un centro nacional de investigación y desarrollo de políticas, de una unidad de análisis de políticas para la Presidencia de la República, y de un programa de formación para los que trabajarían en ambos tipos de centro. Dijo que esa trilogía era indispensable para aumentar la racionalidad en la toma de decisiones públicas. Después de escucharlo con mucha atención, y después de declarar que esto último era lo que él procuraba hacer desde su ministerio, el ministro dijo: “El problema, profesor, es que por mucho tiempo más la clave de la política venezolana estará en el número de compadres que tenga el Presidente en el territorio nacional”.

Y no se crea que algo así ocurre sólo en el corazón del Gobierno Central: hace unos años ya, en una de las operadoras de PDVSA, un conferencista buscaba una página en blanco en el rotafolio de la junta directiva a la que hablaría en unos instantes. En ese proceso se topó con una página en cuyo centro estaba escrito lo siguiente: “A la industria petrolera no le conviene tener demasiada gente inteligente”.

¿Qué es este prejuicio contra las personas que tienen la tara de intelectualidad? Que se sepa, la Constitución de 1961 sólo inhabilita para el ejercicio de los altos cargos públicos a quienes no son venezolanos por nacimiento, a quienes son demasiado jóvenes, a quienes son religiosos. (Si se comprende las enmiendas, a quienes han sido hallados culpables de delitos contra la cosa pública). No existe indicación alguna, ni en su texto original ni en las dos enmiendas subsiguientes, de la inhabilidad política de los “hombres de pensamiento”. ¿De dónde se saca entonces que éstos no deben mandar?

Debe ser de la versión criolla de la leyenda alemana en la que los héroes se han desentendido de los fines, de los significados políticos, y sólo atienden a la emisión de señales, que pueden ser cabalgatas en Carabobo, patadas de fútbol en atuendo deportivo, moños recogidos o sueltos, asociaciones felinas o bolivarianas, boinas militaroides, esláganes, jingles, apariciones en estadios o corridas de toros. El problema de los contenidos políticos, de los tratamientos a problemas públicos, de los programas, no es asunto que les desvela. Para eso siempre puede contratarse a alguien que los imagine y los escriba.

Éste es, pues, el asunto. En el “viejo modelo político” los caciques mandan, los héroes matan dragones, pero no tienen que pensar en la solución a los problemas públicos. De eso deben ocuparse, subordinados siempre a quienes mandan, los sabios que encuentran los significados y los brujos que producen menjurjes y encantamientos. Profesionales que encuentren soluciones. El modelo, el arquetipo, el paradigma en el viejo sentido de ejemplo, prescribe a quien detente o quiera detentar el mando el papel y el carácter de un combatiente. No el de un resolvedor de problemas. Pero ¿no es justamente la solución de los problemas públicos la verdadera y única justificación de la política? ¿Hasta cuándo elegiremos como gobernantes a quienes se forman como combatientes? ¿Cuándo entenderemos que en la compleja sociedad de hoy son otros los talentos necesarios?

LEA

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