El Diario

Así define Realpolitik el texto de la Enciclopedia Británica: “…postula que los estados buscan el engrandecimiento de su propio poder como un fin en sí mismo y que la búsqueda de ese poder se basa en la amenaza y el empleo de la fuerza militar y la coerción económica”.  El término se ha extendido, más allá de la política internacional, para referirse al modelo de acción política general seguido en todos los países del planeta por la más variada colección de políticos profesionales. Algunos ejemplos han sido verdaderamente notables. En uno de los sistemas políticos más desarrollados del mundo, los nombres de Johnson, Nixon, Reagan, Bush, han descollado como fervientes practicantes de la Realpolitik.

En Venezuela no hemos dejado de tener ejemplos destacados de esta difundida corriente. Cuando en nuestro país comenzaba a discutirse sobre la elección directa de gobernadores de estado, entre sus oponentes se contaba a Manuel Peñalver, a la sazón Secretario General del partido Acción Democrática. En una ocasión fue fugazmente entrevistado por una reportera de televisión, quien le preguntó por qué no estaba a favor de esa elección directa. Peñalver miró directamente a la expectante periodista y, antes de darse vuelta y alejarse, le contestó así: “¡Porque no!”

Carlos Andrés Pérez, no hay duda, ha sido el más notorio exponente de la Realpolitik venezolana. Su caída, junto con la secuela de pérdida súbita del poder de personajes otrora poderosos y prepotentes, constituyó un proceso en principio sano para la sociedad venezolana. Sus excesos han encontrado una sanción social con efectos tan benéficos para Venezuela como los que tuviera el proceso de Watergate para los Estados Unidos. Con tal de que no incurramos en un error y en una simplificación, en una exageración de signo contrario.

En Kalki: El futuro de la Civilización, Sri Radhakrishnna postulaba una convergencia, si se nos permite el uso del término, entre la civilización oriental—de la que él era, por supuesto, un representante—y la civilización occidental, predicción que por cierto no habría satisfecho a Mohatmas Gandhi en sus momentos de mayor ironía, pues a éste le preguntó una vez un periodista: “¿qué opina Ud. de la civilización occidental?” Gandhi replicó: “Me parece una buena idea”.

Radhakrishnan, en un pasaje del libro mencionado, discutía el fundamento ético del protocolo de Ginebra que proscribe el empleo de gases y armas bacteriológicas (1925) en los conflictos bélicos. No le parecía consistente que fuera permitido achicharrar a decenas de personas con bombas incendiarias o que fuese comme il faut atravesar el cerebro de alguien con una bayoneta, mientras se consideraba un atentado contra la urbanidad de la guerra el uso de un gas venenoso. Para Radhakrishnan esto equivalía a criticar a un lobo “no porque se comiese al cordero, sino porque no lo hacía con cubiertos”. Es decir, opinaba que el protocolo de Ginebra no era otra cosa que un ejercicio de hipocresía.

Casos recientes

Entre los críticos de las más aberrantes conductas políticas de la Realpolitik, es frecuente encontrar personas que incurren en prácticas cualitativamente muy parecidas, si no idénticas, a las de otras personas a quienes censuran con gran energía. Por referirnos a un caso venezolano, un prestigioso líder empresarial de medios de comunicación, muy elocuente censor de la presencia del fallecido Pedro R. Tinoco hijo en el Banco Central de Venezuela, decía al autor de este artículo en agosto de 1990: “Lo que hay que hacer es seleccionar y colocar a los hombres del Presidente, como lo hemos hecho con los del Presidente Pérez”. (Estaba refiriéndose a la “tarea” que habría que cumplir en relación con el presidente del actual período constitucional, pues ya “el mandado estaba hecho” con Carlos Andrés Pérez). O sea, admitía la utilidad de la influencia del sector empresarial sobre la política, sólo que tal influencia “debía” ejercerse indirectamente, por interpuesta persona.

En el penoso caso del Banco Latino, no hay duda, una buena parte de su depuesto liderazgo llegó a constituir un ejemplo patológico de Realpolitik. El más deplorable rasgo de esa patología tal vez venga expresado en la instalación de una capacidad de intervención—al decir del diputado Pablo Medina—de mil teléfonos de red y cien teléfonos celulares en uno de los pisos del Centro Financiero Latino.

El principal accionista y presidente de una de las empresas que servía al Latino, en diciembre de 1992, reunió a todos sus empleados en un hotel capitalino, a quienes confrontó con una persona a quien presentó como su abogado y con una caja de tamaño considerable llena de cassettes de audio y de video. A continuación explicó que los cassettes contenían grabaciones de sus empleados y que las mismas eran evidencia de faltas de clases diversas: consumo de drogas, negocios personales conducidos en tiempo debido a la compañía, hurtos y otras conductas reprobables. Luego declaró un receso de varios minutos, no sin antes expresar su esperanza de que las personas incursas en las conductas aludidas no regresasen al salón en el que se efectuaba la grotesca sesión intimidatoria.

Tampoco ayatollahs

El país debe saludar con satisfacción la terrible derrota que puedan sufrir los más conspicuos exponentes de esa política “realista”. Debe poner su esperanza en que tan dañino código ético, predominante en la política venezolana, sea suplantado por un código ético saludable. Pero debe estar atento para que esa suplantación no sea efectuada por un código ético fundamentalista, por un código de ayatollahs. No debe permitirse a un grupo de personas erigirse en santones determinantes de quiénes irán al infierno y quiénes al purgatorio, sobre todo cuando entre ellas se encuentran algunas que comen cordero con cubiertos.

El fundamentalismo es una postura igualmente simplista y muy peligrosa socialmente. Es la postura de Khomeini, es la que lleva a decretar la muerte de Salman Rushdie, es la que MacCarthy asumía en los Estados Unidos de los años cincuenta, es la que personificó Robespierre durante la época del Terror durante la Revolución Francesa.

La época del macarthismo se caracterizó por excesos que afectaron a personas dignas y útiles a la sociedad norteamericana, en la caza de brujas desatada por aquellos años. Los resultados de la política fundamentalista en esa fase de la Revolución Francesa configuran una lección histórica que no conviene olvidar. Aun cuando, en teoría, la Revolución era un movimiento a favor de las clases más bajas de la sociedad francesa de fines del siglo XVIII, la distribución por clases sociales de las víctimas del Terror arroja un resultado paradójico y terrible: el 7 y el 8% de los ejecutados provenían, respectivamente, del clero y de la nobleza, en tanto que 31% pertenecía a la clase trabajadora, 28% era de la clase de los campesinos y un 11% adicional correspondía a la clase media baja.

Los procesos sociales guiados por un código fundamentalista tienden a salirse de control con rapidez, y de hecho son iniciados, muchas veces, bajo el manto de imagen de sus moralistas postulados por actores sociales que en realidad emplean técnicas de Realpolitik de modo disimulado. El puño de hierro dentro del guante de seda de Metternich.

Saludemos pues, el descalabro sufrido por una versión criolla de la Realpolitik y la posibilidad de que continuemos progresando en esa dirección. Evitemos, sin embargo, el ayatolismo. La sociedad venezolana debe sustituir el malsano código ético de la política “realista” por un código mucho más maduro que el de los santones fundamentalistas. Un código clínico, que libre por todos, que reconcilie a todos, que castigue y expurgue lo que es debido, sin incurrir en los excesos destructivos e hipócritas de una inquisición que sería incapaz de dar de comer a los venezolanos.

Después de agotar gestos dramáticos, un gobierno que se conformase con un despliegue de actos justicieros, pronto se vería en graves problemas. Los Electores necesitamos justicia, no hay duda. Pero la justicia que necesitamos, más que la justicia en contra de algunos muy culpables delincuentes, es la justicia a favor de las necesidades del pueblo. Además de la guillotina, ¿tiene otra cosa que ofrecer al pueblo el más notorio demagogo de la política venezolana?

LEA

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