El Diario

Estoy convencido de que la política debe ser concebida como un acto médico. Es decir, en política lo real­mente importante es, como en medicina, la salud del paciente. Y en política el pa­ciente es la nación.

No debiera prevalecer el poder sobre la autoridad, aunque éste haya sido el enfoque prevaleciente en Maquiavelo—“el fin justifica los medios”—y en la Realpolitik ejemplificada por el arquetipo de Bismarck.

Se conoce a dirigentes que logran articular un discurso moralista hacia fuera, como fun­damento de una búsqueda facilista de la aclamación pú­blica, y que sin embargo , en medio de una campaña y en privado, sostienen que lo único inmoral es no ganar.

Son ejemplo clásico de la ya ineficaz postura política conocida como Realpolitik : la política realista. Su argumento límite va así: “A mí me gustaría que las cosas fuesen de otro modo, pero mi oponente, que en la prác­tica es todo aquel que no me está subor­dinado, es una persona a quien debo entender como perpetuamente en procura del engrandecimiento de su propio poder como un fin en sí mismo, y convencido de que la base de su poder descansa sobre la amenaza y el empleo de la fuerza física o la coerción económica. Es así como estoy moralmente justificado, por autopreservación, para em­plear cualquier medio de ganarle; es así como estoy moralmente obligado a ganar. Lo único inmoral es no ganar.”

El político que piensa de ese modo, o que por lo menos enfatiza demasiado los aspectos egoísta y codicioso en la imagen que se forma del  otro, ha comenzado a ser anacrónico, y si se sustenta es sólo por la tendencia de los pueblos a que el logro de su felicidad sea al menor costo posible. Una revolución, un cambio repentino, es recurso que los pue­blos preferirían no emplear. Por eso se sostiene el político de la Realpolitik. Porque sería preferible, en vista de lo profundo de los cambios que hay que hacer, que el re­levo en el mando se hiciera gradualmente, para no añadir un cambio más. Es por tal razón que los pueblos esperan, primero, que sus gobernantes aprendan y entiendan, que sus gobernantes resincronicen y favorezcan los cambios. A menos que sus gobernan­tes decidan no cambiar, y entonces también todo el pueblo se pasa, por un trágico mo­mento, al bando de la “política realista”. También le ocurre a los pueblos que en oca­siones se sienten moralmente obligados a ganar por todos los medios.

Existen políticos que en efecto hacen prevalecer el poder sobre la autoridad. Un caso muy ilustrativo e ingenuo es el de un político que reunió a varios de sus amigos en su casa para manifestar, con cierta antelación, que deseaba ser presidente de su país en el siguiente período de gobierno. Se le ocurrió a alguien preguntarle por lo que haría en la presidencia y decirle que la respuesta contestaría de una vez por qué debería elegirlo el pueblo. La respuesta del autocandidato fue la siguiente persuasiva pero nada convin­cente declaración: “Aquel presidente que se rodee de gentes tan capaces como ustedes será un gran presidente.” Años más tarde, ya inminente candidato, volvió a buscar el consejo de quien así le ha­bía hablado, a pesar de que éste le había recordado el problema y lo había calificado de “poderoso emisor de señales políticas, que no de significados políticos.” Después de varias horas de conversación, el futuro candidato escuchó de su interlocutor la siguiente frase: “Yo creo que si la improvisación fuese admisible yo sería mejor presi­dente que tú.” El aludido pensó un segundo y contestó, en sorprendente buen humor y en demostración de su rapidez de recuperación: “Estoy de acuerdo, pero tú tienes que reconocer que yo tengo muchas más posibilidades que tú.” Ese político consideraba que el poder conque contaba debía prevalecer sobre la idonei­dad y la autoridad del otro. Pero es claro que en la medida en que una situación sea grave, la necesidad del predominio de la idoneidad sobre el poder se hace ineludible.

Protocolo médico

Un paciente se encuentra sobre la cama. No parece padecer una indisposición común y leve. Demasiados signos del malestar, demasiada intensidad y duración de las dolencias indican a las claras que se trata de una enfermedad que se halla en fase crítica. Por esto es preciso acordar con prontitud un tratamiento. No es que el enfermo se recupe­rará por sus propias fuerzas y a corto plazo. Tampoco puede decirse que las recetas ha­bituales funcionarán esta vez. El cuerpo del paciente lucha y busca adaptarse, y su re­acción, la que muchas veces sigue cauces nuevos, revela que debe buscarse tratamientos distintos a los conocidos. Debe inventarse un nuevo tratamiento. La junta médica que pueda opinar debe hacerlo pronto, y debe también descartar, responsable y clara­mente, las proposiciones terapéuticas que no conduzcan a nada, las que no sean más que pseudotratamientos, las que sean insuficientes, las que agravarían el cuadro clínico, de por sí extraordinariamente complicado, sobrecargado, grave. Así, se vuelve asunto de la primera importancia establecer las reglas que determi­narán la escogencia del trata­miento a aplicar. Fuera de consideración deben quedar  aquellas reglas propuestas por algunos pretendidos médicos, que quieren hacer prevalecer sus tratamientos porque son los que más gritan, o los que hayan tenido éxito en descalificar a algún colega, o los que sostengan que a ese paciente “lo vieron primero”. La situación no permite tolerar tal irresponsabilidad. No se califica un médico porque haya logrado descalificar a otro. No se convierten en eficaces sus tratamientos porque los vociferen, como no es garantía de eficacia el que algunos sean los más antiguos médicos de la familia. El paciente requiere el mejor tratamiento que sea posible combinar, así que lo indicado es contrastar los tra­tamientos que se propongan. Debe compararse lo que realmente curan y lo que real­mente dañan, pues todo tratamiento tiene un costo. Es así como debe seleccionarse la terapéutica. Será preferible, por ejemplo, un tratamiento que incida sobre una causa patológica a uno que tan sólo modere un síntoma; será preferible un tratamiento que resuelva la crisis por mayor tiempo a uno que se limite a producir una mejora transito­ria. Y por esto es importante la comparación rigurosa e implacable de los tratamientos que se proponen. Solamente así daremos al paciente su mejor oportunidad.

Esta prescripción, este modo de seleccionar la terapéutica, con la que seguramente es­taríamos de acuerdo si un familiar nuestro estuviese grave­mente enfermo, debiera ser la misma que aplicásemos a los problemas de nuestra sociedad.

Venezuela es el paciente. Es obvio que sus males no son pequeños. Ya casi se ha bo­rrado de la memoria aquella época en la que nuestros medios de comunicación difun­dían una mayoría de buenas noticias, cuando en la psiquis nacional predominaba el optimismo y la sensación de progreso. La política se hace entonces exigible como un acto médico. En las condiciones actuales, en las que el sufrimiento es intenso y creciente, ya no basta que los tratamientos políticos sean lo que han venido siendo.

LEA

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