Cartas

En el número extra que precediera inmediatamente a esta entrega, hacíamos cita parcial de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos (4 de julio de 1776). En el trozo escogido destacaba una expresa formulación del derecho de rebelión que en determinadas circunstancias asiste a los pueblos.

En verdad el concepto en cuestión había sido tomado de documento que precediera a esa declaración de independencia por escasas tres semanas, la Declaración de Derechos de Virginia: «…cuando cualquier gobierno resultare inadecuado o contrario a estos propósitos—el beneficio común y la protección y la seguridad del pueblo, la nación o la comunidad—una mayoría de la comunidad tendrá un derecho indubitable, inalienable e irrevocable de reformarlo, alterarlo o abolirlo, del modo como sea considerado más conducente a la prosperidad pública». (12 de junio de 1776).

Cuando a comienzos de 2002 era ya más que evidente que el régimen del teniente coronel retirado Chávez Frías era inadecuado y contrario a nuestro beneficio común y a la protección y la seguridad del pueblo venezolano, pensábamos en la formulación de Virginia. En especial nos interesaba resaltar esa definición para salir al paso de pretensiones golpistas presuntamente justificadas, dado que según los virginianos el titular del derecho a la rebelión es la mayoría de la comunidad, no un grupo de conspiradores autoungidos como libertarios.

Así escribíamos, algo proféticamente, por entonces (3 de marzo de 2002): «…el sujeto del derecho de rebelión, como lo establece el documento virginiano, es la mayoría de la comunidad. No es ése un derecho que repose en Pedro Carmona Estanga, el Cardenal Velasco, Carlos Ortega, Lucas Rincón o un grupo de comandantes que juran prepotencias ante los despojos de un noble y decrépito samán. No es derecho de las iglesias, las ONG, los medios de comunicación o de ninguna institución, por más meritoria o gloriosa que pudiese ser su trayectoria. Es sólo la mayoría de la comunidad la que tiene todo el derecho de abolir un gobierno que no le convenga. El esgrimir el derecho de rebelión como justificación de golpe de Estado equivaldría a cohonestar el abuso de poder de Chávez, Arias Cárdenas, Cabello, Visconti y demás golpistas de nuestra historia, y esta gente lo que necesita es una lección de democracia».

Pero un clarísimo amigo contribuyó con sus agudas dotes a un más exacto enfoque de nuestras reflexiones, al hacernos entender que, a fin de cuentas, la Declaración de Derechos de Virginia había sido redacción de súbditos del tiránico rey Jorge III de Inglaterra, y que los venezolanos no éramos en ningún caso súbditos—por más que él lo pretendiese—del teniente coronel (en situación de retiro) Chávez Frías, sino sus verdaderos superiores y mandantes.

Las ideas, pues, gracias a la pertinente y amistosa advertencia, habían terminado por ajustarse. El derecho de rebelión no es de sujeto oligárquico sino democrático, y el presidente de una república está bajo el Pueblo, no a la inversa.

Fue así como concebimos la posibilidad de un acto o decreto de abolición, que el mismo 3 de marzo de 2002 describimos de este modo: «Una declaración expresa de la mayoría de los electores venezolanos es el procedimiento democráticamente perfecto para la abolición del régimen político más pernicioso que haya conocido Venezuela. Es así como lo que procede es redactar un Acta de Abolición del gobierno de Chávez. Este es un documento más bien breve, con unos pocos considerandos que justifiquen la decisión. Directo, al grano. Eso es lo que debemos firmar. Usted, Sr. Chávez, ha quedado cesante por obra y gracia de nosotros, sus antiguos mandantes».

Los acontecimientos de abril de 2002 suspendieron por un buen tiempo la posibilidad de considerar esta ruta, y luego los cónclaves de la dirigencia opositora institucionalizada emprendieron los caminos sucesivos de referendos consultivos, firmazos, reafirmazos, enmiendas constitucionales para recorte de período, posibles convocatorias a constituyentes y, finalmente, referendos revocatorios, donde nos encontramos ahora.

Para diciembre de 2002 habíamos arribado, no obstante, a una redacción del decreto de abolición, cuya más reciente versión transcribimos:

Nosotros, la mayoría del Pueblo de Venezuela, Soberano, en nuestro carácter de Poder Constituyente Originario, considerando

Que es derecho, deber y poder del Pueblo abolir un gobierno contrario a los fines de la prosperidad y la paz de la Nación cuando este gobierno se ha manifestado renuente a la rectificación de manera contumaz,

Que el gobierno presidido por el ciudadano Hugo Rafael Chávez Frías se ha mostrado evidentemente contrario a tales fines, al enemistar entre sí a los venezolanos, incitar a la reducción violenta de la disidencia, destruir la economía, desnaturalizar la función militar, establecer asociaciones inconvenientes a la República, emplear recursos públicos para sus propios fines, amedrentar y amenazar a ciudadanos e instituciones, desconocer la autonomía de los poderes públicos e instigar a su desacato, promover persistentemente la violación de los derechos humanos, así como violar de otras maneras y de modo reiterado la Constitución de la República e imponer su voluntad individual de modo absoluto,

Por este Decreto declaramos plenamente abolido el gobierno presidido por el susodicho ciudadano y ordenamos a la Fuerza Armada Nacional que desconozca su mando y que garantice el abandono por el mismo de toda función o privilegio atribuido a la Presidencia de la República.

Dos peculiaridades de esta redacción son dignas de destacar. Primera, se trata del único tratamiento hasta la fecha propuesto que contiene una orden expresa y directa del Soberano a la Fuerza Armada Nacional. (No se trata de añorar su acción golpista, que sería ilegal, sino de mandarles, como podemos). Segunda, como no se trata de un acto electoral, sino de un mandato del Soberano, el Consejo Nacional Electoral carece de atribución para tramitarlo y entorpecerlo. El decreto es inmune a Rincones y Carrasqueros.

La práctica del Decreto de Abolición es cuestión de organización y logística, laboriosa y difícil pero viable. No entraremos acá en sus detalles. En cambio queremos mostrar, por vía analógica, cómo es que también el procedimiento se materializaría menos formalmente.

Si estuviéramos, por poner un caso análogo, ante el momento de elegir un nuevo presidente de la Asamblea Nacional, los reglamentos prescribirían que un diputado propusiese un nombre, moción que tendría que recibir apoyo de una segunda voz para ser consolidada. En esta guisa podría proponerse varios candidatos, y cuando ya no restasen más postulaciones el director de debates sometería los nombres sugeridos a consideración de la asamblea. Quien recibiese más votos resultaría electo.

Pero ¿qué ocurriría si al proponerse un cierto nombre una evidente mayoría de diputados se pusiese en pie y prorrumpiera en vítores aprobatorios? Pues que el candidato en cuestión quedaría, de pleno derecho, elegido presidente del cuerpo por aclamación, sin que hubiera necesidad de contar votos o seguir los procedimientos reglamentarios usuales.

Esto es, la calle puede perfectamente, por aclamación, abolir el régimen del teniente coronel. (En situación de retiro). En cuanto cada protestante ciudadano, en abrumadora mayoría, se percatara de que ya no marcha para solicitar la renuncia del déspota o meramente expresarle su rechazo, sino para, premunido y consciente de su derecho como componente del Pueblo Soberano, abolir su satrapía, la manifestación equivaldría—referéndum en sauvage—al decreto formal.

En reciente memorándum suscrito por un destacado líder de organizaciones no gubernamentales—preocupado por ciertas ineficacias—se lee sus recomendaciones de acción para los momentos actuales. De esta manera recomienda «amarrarse a la Constitución» y sugiere que su Artículo 350 nos capacita para el desconocimiento del régimen. Esto es verdad, pero es preciso salirse de esa caja.

A lo que hay que amarrarse es a lo constitucional, y no a la Constitución. Lo constitucional es superior y más amplio que cualquier constitución concreta. Así lo reconoció nuestra Corte Suprema de Justicia el 19 de enero de 1999, en sentencia que abrió la puerta al referendo de abril de ese año y en el que se nos consultó si queríamos convocar una asamblea constituyente, aunque tal figura parecía ser «inconstitucional», dado que ni siquiera se la mencionaba en la constitución de 1961, entonces vigente.

Esa misma decisión del máximo tribunal venezolano asentó la doctrina de que las constituciones específicas limitan al poder constituido—a Chávez, Ameliach, Rincón y Carrasquero—pero jamás al Poder Constituyente Originario, que equivale al Pueblo. Éste, reconoció la Corte, tiene el carácter imperdible de un poder, el único, ontológicamente supraconstitucional.

Es preciso salir de la caja de la Constitución de 1999, cayendo en la cuenta de que en realidad estamos por encima de ella. «Gregorovius pensó que en alguna parte Chestov había hablado de peceras con un tabique móvil que en un momento dado podía sacarse sin que el pez habituado al compartimiento se decidiera jamás a pasar al otro lado. Llegar hasta un punto en el agua, girar, volverse, sin saber que ya no hay obstáculo, que bastaría seguir avanzando». (Julio Cortázar, Rayuela).

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