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Sin duda es aleccionador observar como en los Estados Unidos la oficina presidencial debe someterse al escrutinio del Congreso y dar explicaciones de su desempeño en graves materias. Esa responsabilidad debe existir en las democracias. No hay contemplaciones con Condoleezza Rice ni «poder moral republicano» o TSJ que la proteja.

Por supuesto que no hubo forma de saber que al Quaeda haría exactamente lo que hizo el 11 de septiembre de 2001. De la misma manera que el irrespeto chavista del 4 de febrero ensució la gran fecha del quinto centenario del Descubrimiento, Osama bin Laden afeó grandemente el año primero del siglo 21, pero ni que hubiera habido una asignación de 58 millones de dólares adicionales a labores de inteligencia norteamericana—que ahora se reclama no fueron asignados semanas antes del primer atentado hiperterrorista de la historia—se hubiera detenido a los kamikaze urbanos del Islam más radicalizado.

No es necesario criticar a Bush porque no fue capaz de sostener en pie las torres del World Trade Center (como no es culpable Aznar de no haber impedido la carnicería ferroviaria de Madrid); basta con percatarse de que su guerra en Irak es demencial para saber que su mandato no conviene al mundo.

La guerra contra Irak es asunto de Realpolitik; cuestión de poder. Para políticos como Bush el tema del poder está por encima de las necesidades del pueblo norteamericano.

¿Y quién se le parece mucho en esta dimensión? Pues su más acérrimo descalificador: Hugo Chávez Frías.

Hegel era mejor dialéctico que Marx, su discípulo, y alguna vez señaló cuán frecuente era que un peleador terminara por parecerse mucho a su enemigo. Chávez Frías, que ahora despotrica contra Bush cada vez que ve un micrófono, no es sino fanático fundamentalista de la religión que tuvo a Bismarck y a Maquiavelo por doctores de su iglesia, de la que Bush es fiel. Chávez comulga, claro, según el rito ortodoxo del marxismo. (De acuerdo con aguda observación de ilustre venezolano, un marxismo gramscista, que permite la existencia de una oposición vocinglera y quejumbrosa, a la que mantiene asfixiada y maniatada). Pero detrás de esa coartada revolucionaria no hay otra cosa que una voluntad de poder y la disposición a aplicarlo sin contemplaciones.

Recordemos a Dror (Crazy States: A Counterconventional Strategic Problem, 1971): un «Estado loco» se caracteriza por metas muy agresivas en contra de otros actores; por un profundo e intenso compromiso con tales metas y una disposición a pagar un alto precio por su logro, junto con una propensión a aceptar riesgos elevados; por un sentido de superioridad respecto de la moral convencional y las reglas aceptadas de conducta internacional, que le lleva a ser inmoral e ilegal en términos convencionales en nombre de «valores superiores»; por una capacidad de comportarse «lógicamente» dentro de tales paradigmas; por acciones externas que impactan la realidad e incluyen el uso de símbolos y amenazas. (Premonición tipológica de la revolución bolivaroide con veintisiete años de adelanto).

La investidura revolucionaria incluye, además, el privilegio de la inconsistencia. Puedo decir negro hoy y blanco mañana. ¿Nos acordamos, tal vez, de la insistencia del CNE recién nombrado—aún con algo de respetabilidad por entonces—en que no sólo la firma o la huella digital, sino la firma y también la huella dactilar debían estamparse en las planillas para solicitar revocatorios? Pues bien, para oponerse ahora a las decisiones de la Sala Electoral, la consultoría «jurídica» del CNE intenta fundamentar el requisito de llenado personal de los restantes datos sobre el hecho de que «el Consejo Nacional Electoral no cuenta con un registro de firmas o huellas dactilares que facilite la contrastación de los datos y rúbricas contenidos en las planillas con el indicado registro, a fin de determinar, en forma auténtica y fidedigna, la autoría de la manifestación de voluntad del elector». (?)

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