LEA, por favor
Blas Pascal (1623-1662), a quien puede considerarse el padre de la teoría de probabilidades, imaginó una apuesta que no puede ser más trascendente: a favor de la existencia de Dios. Así nos propuso: «Sopesemos la ganancia y la pérdida de apostar que Dios existe, y estimemos sus probabilidades. Si ganamos lo ganamos todo, y si perdemos no perdemos nada. Apostemos, pues, sin vacilación, a que Él existe».
Charles Sanders Peirce (1839-1914), una de las mentes más asombrosas, prolíficas y rigurosas que produjera el siglo XIX norteamericano, dedicó alguna vez su atención, igualmente, al tema de las probabilidades matemáticas. Nacido en Cambridge, Massachusetts, murió prácticamente desconocido por sus contemporáneos en Milford, Pennsylvania, habiendo publicado en vida un solo libro en fotometría. Sin embargo, seis gruesos volúmenes se requirieron para acopiar póstumamente su extensa obra en lógica, matemática y varios campos de la ciencia, así como en filosofía. Investigó y produjo obra original en álgebra de la lógica, semiótica—campo de estudio que contribuyó a fundar—filología y fonética inglesa, y hasta produjo el primer esbozo conocido de un computador eléctrico. Como físico al servicio del gobierno norteamericano, hizo aportes en astronomía, gravimetría, espectroscopía, metrología, geodesia y la teoría matemática de la proyección cartográfica.
Peirce fue el fundador del Pragmatismo, corriente filosófica a la que se sumaron luego William James y John Dewey. En un uso vulgar del término, usualmente se confiere una connotación negativa al adjetivo pragmático, que tendemos a asociar con insensibilidad y hasta cinismo. Pero Peirce se entendía a sí mismo—las dos últimas décadas de su vida vivió en una granja—como un «lógico bucólico», y su alma era capaz de los más intensos compromisos éticos. Así afirmó: «Hay una cosa aun más vital para la ciencia que métodos inteligentes, y ésa es el sincero deseo de encontrar la verdad, cualquiera que ella pueda ser».
En esta Ficha Semanal de doctorpolítico reproducimos los párrafos finales de su breve ensayo The Red and the Black que, a diferencia de Stendhal, alude a los colores de una ruleta. Comenzando por elementales definiciones de la noción de probabilidad y su relación con el proceso de inferencia lógica,y una consideración de la teoría estadística de la «ruina de los jugadores», arriba a una conclusión verdaderamente inesperada y sorprendente.
Invitamos cordialmente a nuestros suscritores a rebasar la aparente aridez del inicio para recibir la hermosa y profunda sorpresa de su verdad, la que ciertamente carga pertinencia política.
LEA
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El rojo y el negro
Es un resultado indudable de la teoría de probabilidades que cualquier jugador, si continúa jugando suficiente tiempo, terminará por arruinarse. Supongamos que pruebe la martingala, que algunos creen infalible y que, me aseguran, no es permitida por las casas de juego. En este modo de jugar apuesta primero, digamos, $1; si pierde apuesta $2; si pierde apuesta $4; si pierde eso apuesta $8; si en ese momento gana entonces ha perdido 1+2+4=7, y ha ganado $1 más; y no importa cuántas apuestas pierda, la primera que gane lo hará $1 más rico que lo que era al comienzo. De esta manera probablemente gane al principio, pero al final llegará un momento cuando la racha de suerte en su contra sea tanta que ya no tendrá dinero suficiente para doblar, y tendrá que dejar de apostar. Esto ocurrirá probablemente antes de que haya ganado tanto como al principio, por lo que esta racha en su contra le dejará más pobre que cuando comenzó; es seguro que ocurrirá esto en algún momento. Es verdad que siempre hay una posibilidad de que pueda ganar cualquier suma que la banca pueda pagar, y así nos encontramos con la famosa paradoja de que, aunque su ruina es segura, el valor de sus expectativas, calculado según las reglas usuales (que omiten esta consideración) es grande. Pero, sea que un jugador juegue de esta forma o de cualquier otra, la misma cosa es cierta, esto es, que si el jugador juega por suficiente tiempo puede estar seguro de que en algún momento confrontará una racha contraria que agotará toda su fortuna. Puede afirmarse lo mismo de una compañía de seguros. Puede que sus directores tomen las mayores precauciones para independizarse de grandes conflagraciones o pestes, pero sus actuarios podrán decirles que, según la doctrina de las probabilidades, llegará un momento cuando sus pérdidas los frenen. Podrán capear una crisis tal por medios extraordinarios, pero entonces comenzarán en condiciones debilitadas, y entonces lo mismo ocurrirá aun más pronto. Un actuario podría estar inclinado a negar tal cosa, puesto que las expectativas de su compañía son grandes, y aun quizás (si no se toma en cuenta el interés del dinero), infinitas. Pero el cálculo de expectativas deja fuera de consideración la circunstancia que ahora consideramos y que revierte todo el asunto. No debe entenderse, sin embargo, que sostengo que los seguros no son negocio razonable en comparación con otros.
La misma cosa es verdad en todas partes: todos los asuntos humanos descansan sobre probabilidades. Si el hombre fuese inmortal podría estar perfectamente seguro de ver el día cuando todo aquello en lo que había confiado traicione su confianza, cuando, en síntesis, termine en algún momento en desesperada miseria. Ese hombre se rompería, al final, como toda gran fortuna, como toda dinastía, como toda civilización lo hace. En lugar de esto tenemos la muerte.
Pero lo que sin la muerte ocurriría a todos los hombres, con la muerte debe suceder a alguno. Al mismo tiempo, la muerte hace que la cantidad de nuestros riesgos, de nuestras inferencias, sea un número finito, lo que hace que su resultado promedio sea incierto. La propia idea de probabilidad y del razonamiento descansa en el supuesto de que esta cantidad es indefinidamente grande. Nos encontramos pues en la misma dificultad que antes, y no alcanzo a ver sino una solución. Me parece que estamos impulsados a ella: esa lógica requiere inexorablemente que nuestros intereses no sean limitados. No deben detenerse en nuestro propio destino, sino que deben abrazar a la comunidad entera. Esta comunidad, una vez más, no debe estar limitada, sino que debe extenderse a todas las razas de seres con los que podamos entrar en relación intelectual inmediata o mediata. Esta comunidad llega, no importa cuán vagamente, más allá de esta época, más allá de todo límite. Aquel que no sacrifique su propia alma para salvar a todo el mundo es, me parece, ilógico en todas sus inferencias, colectivamente. La lógica hinca sus raíces en el principio social.
Para ser lógicos los hombres no debieran ser egoístas; de hecho, no son tan egoístas como se cree. La búsqueda deliberada del propio deseo es algo distinto del egoísmo. El avaro no es egoísta; su dinero no le hace ningún bien, y se preocupa de lo que le pasará después que haya fallecido. Constantemente hablamos de nuestras posesiones en el Pacífico, y de nuestro destino como república, y allí no hay intereses personales involucrados, de forma que esto muestra que tenemos intereses más amplios. Discutimos con ansiedad el agotamiento del carbón en unos cuantos cientos de años y el enfriamiento del sol en algunos cuantos millones, y mostramos en el más popular entre los dogmas religiosos que podemos concebir la posibilidad de que un hombre descienda a los infiernos por la salvación de sus semejantes.
Ahora bien, no es necesario para una postura lógica que un hombre tenga que considerarse a sí mismo capaz del heroísmo del propio sacrificio. Es suficiente que pueda reconocer la posibilidad de tal cosa, de que sólo son lógicas las inferencias del hombre que sí sea capaz de ese heroísmo, y en consecuencia deberá entender que las suyas son válidas hasta el punto que el héroe las acepte. En la medida que refiera sus propias inferencias a ese estándar, podrá identificarse con una mente tal.
Esto hace a la lógica bastante alcanzable. Algunas veces podemos lograr el heroísmo personal. El soldado que corre a trepar un muro sabe que probablemente será herido, pero eso no es todo lo que le importa. Sabe también que si todo el regimiento, con el que se identifica en sentimiento, avanza a la vez, el fuerte caerá.
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Pero todo esto requiere concebir la identificación de los intereses de uno con los de una comunidad ilimitada. Ahora bien, no existen razones, y una discusión ulterior mostraría que no puede haberlas, para creer que la raza humana existirá por siempre. Por otra parte, tampoco puede haberlas en contrario y, afortunadamente, como el único requisito es que tengamos ciertos sentimientos, no hay nada en los hechos que nos prohíba sostener una esperanza, o un sereno y alegre deseo de que la comunidad pueda durar más allá de cualquier fecha predeterminada.
Puede parecer extraño que yo proponga estos tres sentimientos, es decir, el interés por una comunidad indefinida, el reconocimiento de la posibilidad de que tal interés sea hecho supremo, y la esperanza en la continuación ilimitada de la actividad intelectual, como requisitos indispensables de la lógica. Sin embargo, cuando tomamos en cuenta que la lógica depende de una mera lucha por escapar a la duda, la que, dado que termina en acción debe comenzar en emoción, y que, aun más, el único motivo para plantarnos sobre la razón es que los otros métodos para escapar de la duda fracasan en lo tocante al impulso social ¿por qué debiéramos maravillarnos de encontrar el sentimiento social prefigurado en el raciocinio? Por lo que toca a los otros dos sentimientos que estimo necesarios, sólo lo son como apoyos y accesorios de lo anterior. Llama mi atención percatarme de que estos tres sentimientos parecen ser lo mismo que ese famoso trío de la caridad, la fe y la esperanza que, en la estimación de San Pablo, son los más finos y grandes entre los dones espirituales. Ni el Viejo ni el Nuevo Testamento son textos de lógica de la ciencia, pero el segundo es ciertamente la autoridad más alta que existe sobre las disposiciones de corazón que un hombre debiera tener.
Charles Sanders Peirce
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